La elegancia fallera en peligro de naufragar

Avanzaba yo en la veintena cuando, viendo “Armas de mujer” (M. Nichols-1988), quedé atónito al presenciar como Melanie Griffith caminaba por Manhattan vestida con traje sastre y unas deportivas que en nada combinaban con el concepto de la elegancia tradicional. Nadie la miraba, acostumbrados los neoyorkinos a estar curados de espanto ante cualquier tipo de barbaridad. Hoy en día, hasta los hombres de cualquier ciudad se ufanan por incluir ese tipo de calzado súper sport al traje de corbata formal (que incluso llegan a combinar con mochilas de acampar), atentando al buen gusto secular y constatando que el competitivo negocio de la moda centrifuga galanuras y viene con todo a arrasar.

Hace un par de meses, paseando por Valencia, me fijé en un escaparate de indumentaria típica valenciana que mostraba varias deportivas cuya lona reproducía, a semejanza de los zapatos oficiales, los mismos floridos dibujos barroquizantes del lujoso “espolín” (seda tejida a mano con la que los mejores trajes de fallera se vienen a confeccionar). Para no dejar ninguna duda respecto de su desconcertante originalidad, también aparecía una especie de saquito de colgar que completaba lo que no podía ser otra cosa que un disfraz en aquel tiempo de carnaval. La propuesta me pareció una broma o quizás una extravagancia para llamar la atención comercial, pero durante estas Fallas de 2024 he comprobado que su uso lleva camino de ser general.

En efecto, al igual que la Griffith se calzaba unas deportivas para ir y volver de trabajar, ahora muchas falleras hacen lo propio antes y después del instante final de la Ofrenda a la Virgen de los Desamparados, en una bovina comunión de desestilo que hiere a la vista y a la tradición popular. Y lo peor es que no se conforman con esta deconstruida variedad, sino que lucen los modelos más atrevidos de New Balance, Nike, Adidas o Vans. Que las falleritas infantiles las usen tiene la justificación de atender cariñosamente a un cansancio indumentario que no puede remediar su tierna edad, pero observar a veteranas señoras ataviadas como un “ninot indultat” humilla su trayectoria fallera y a la fiesta emblema de la ciudad. Yo no soy fallero, pero sí observante de la elegancia correspondiente a cada momento y lugar, como baluarte de la dignidad personal y la necesaria consideración hacia los demás.

Pero este no es el único ejemplo de contradicción tradicional, pues en el peinado de muchos jóvenes falleros encontramos otro dislate difícil de asimilar. Y es que, ese corte de pelo que es moda actual al estilo último mohicano o marine de la II Guerra Mundial, queda fatal a quienes visten de “torrentí” o “zaragüell” sin sombrero o pañuelo “al cap” y consideran que con su traje de época ya no necesitan más. Para mí, resulta un anacronismo similar a entrar en una Notaría y ver su titular tocado con una peluca Luis XIV dispuesto a firmar.

Sin embargo, aquí no todo es desatino y relajación popular, pues hay algo muy de estimar: el acompañamiento musical que cada comisión fallera contrata para amenizar los festejos josefinos suele interpretar pasodobles, que son iguales a los que suenan en otras fiestas del territorio nacional y suelen generar estampas de vergüenza local. Música alegre que invita al baile (“Paquito, el chocolatero” sería el paradigma popular), cuya donosura se viene a perjudicar por el alcohol ingerido y el que todavía queda por tomar. No obstante, en Valencia nunca se traspasa el decoro en el movimiento (en los pasacalles públicos, me refiero), que en las falleras es muy comedido (quizás por lo aparatoso del traje) y en sus acompañantes masculinos ni hay, pues se muestran tan hieráticos como intransigentes al compás. Por este lado, aplauso y nada que censurar.

Cierto es que el gusto es algo muy personal, pero también que hay personas sin ningún gusto y por ello adoptan el de los demás…

Una “Orquesta Filarmónica Checa” con resultado desigual

No lo puedo evitar y como tantos, también soy un mitómano musical. El irresistible influjo de los éxitos pasados de orquestas, directores, solistas y cantantes, imantan mi interés por lo que fueron y sin necesidad de que lo sigan siendo, esto último en el caso de las orquestas, cuya vida trasciende la humana, convirtiéndose en longevas banderas culturales de los países o ciudades que las promueven para disfrute de propios y de los extraños que las escuchamos cuando nos vienen a visitar.

Uno de los mitos orquestales del siglo pasado es la Orquesta Filarmónica Checa, por su ininterrumpida excelencia musical desde que fuera creada a finales del siglo XIX y cuyo primer concierto con el nombre por el que hoy la conocemos lo dirigió Antonín Dvořák interpretando obras suyas, algo que ayer no podía olvidar. Como tampoco su histórica nómina de directores titulares, entre los que destacan Rafael Kubelik, Karel Ančerl, Václav Neumann, Jiří Bělohlávek, Vladímir Ashkenazi, Eliahu Inbal o el Semyon Bychkov de la actualidad.

En efecto, el programa del Abono 27 del Palau de la Música de Valencia para esta temporada 2023-24 estaba dedicado a Dvořák, con una obertura (“En el reino de la naturaleza”) y dos de sus composiciones más reconocidas (el “Concierto para violonchelo y orquesta en sí menor” de 1895 y la “Sinfonía número 8 en sol mayor” de 1889), interpretadas por la orquesta de referencia para este fascinante compositor nacido en uno de los países europeos con mayor tradición musical.

Hace unos treinta años asistí, en el mismo Palau de la Música, a una histórica interpretación del citado “Concierto para violonchelo” a cargo de Mstislav Rostropóvich, a quien recuerdo con su personal expresión facial y sentado sobre un pedestal a la izquierda de la orquesta (no sé cuál), mientras yo escuchaba rendido ante aquel mito viviente, amigo de la reina que pone nombre al Palau de Les Arts. Su vibrante interpretación distó mucho de la que ayer pudimos escuchar a Semyon Bychkov y Pablo Fernández, ambos responsables de una versión edulcorada que se aleja en exceso del canon romántico que propugna el bélico enfrentamiento entre orquesta y solista instrumental.

Yo diría que el joven y aclamado Pablo Fernández es afín en su intención interpretativa al pianista español Javier Perianes, porque ambos buscan ese sonido satinado que suma poesía, pero resta contundencia y dinamicidad. Además, a esto se vino a juntar la impronta de un Bychkov que limó asperezas y fortalezas a la Orquesta Filarmónica Checa, llegando todos a un resultado esteticista, pero falto de contrastes y de la energía esperada en este concierto que pide más y más.

Lo que fue antes falta resultó luego idoneidad en la Sinfonía número 8, cuya partitura, toda ella de una bella amabilidad, fue interpretada de manera magistral, continuando con ese sonido almibarado que esta obra sí pide y es capital. Destacó la portentosa sección de cuerdas (violines primeros en especial) y unos metales cuya delicadeza les hacía parecer cálidas maderas, además de la metrónoma percusión siempre ajustada en cada golpe de timbal.

Tres reconocibles propinas cerraron esta clamorosa noche de éxito para un público que, a diferencia de antaño, no termina de llenar la Sala Iturbi (si no es con estas orquestas estrella… ¿cuándo lo será?) y que en mi opinión fue desigual…

“Orfeo y Eurídice”… los costes de una música preliminar

La pertenencia de una ópera al repertorio actual no siempre responde solo al favor popular, pues en algunas influyen otras consideraciones defendidas por los programadores y los medios de comunicación, como por ejemplo su trascendencia histórica al ser principio de algo o en ocasiones incluso final.

Esto le ocurre a “Orfeo y Eurídice” (C. W. Gluck-1762), una obra que nace con la pretensión de reformar la ópera seria italiana (la que conocemos como ópera barroca), cuyos máximos exponentes fueron el compositor alemán Georg Friedrich Händel, el libretista italiano Pietro Metastasio y el “castrato” Farinelli, empeñados ante todo en lucir sus artes añadiendo a las obras más y más complejidad. Gluck, en cambio, trató de simplificar buscando un cierto minimalismo musical, suprimiendo los recitativos “seccos” (los suyos suelen incorporar un discreto acompañamiento orquestal), las arias “da capo” (pues ya no busca ese canto melismático con gran virtuosismo vocal) y a la manera de la tragedia griega, devolviendo a la acción dramática su papel principal. Todo ello tuvo gran influencia posterior (Mozart, Beethoven o Wagner), pero como cualquier intento precursor, no llega a la maestría que el desarrollo ulterior lograría alcanzar.

Y es que, eliminados los ornamentos de su música y de la interpretación vocal, “Orfeo y Eurídice” resulta un tanto llana al escucharla entera y sin solución de continuidad, tal como ocurre en una representación teatral. No tanto, claro, si nos limitamos solo a ciertos pasajes como la “Danza de los espíritus bienaventurados” (Acto II-Escena II) o la famosa aria “Che farò senza Euridice” (Acto III-Escena I), igualmente sencillos y tristes, si bien plenos de armonía e inspiración emocional. Y digo tristes porque toda la obra destila un lastimero y doliente decaimiento del que no se libran ni los supuestos momentos de felicidad (algo que más tarde escucharemos en el “Lied” alemán). Por tanto, ante el espectador actual, la puesta en escena de esta ópera deviene en un factor de éxito crucial, pues debe ser capaz de aportar una lectura que consiga dinamizar ese valle de homogeneidad musical.

Les Arts estrenó ayer “Orfeo y Eurídice” (versión vienesa) en una coproducción de cuatro teatros (nutrida mancomunidad, pues parece que en estos tiempos ya nadie tiene presupuesto para afrontar una producción en soledad) y también con cuatro representaciones (un par menos de lo habitual), habida cuenta de que este tipo de música preliminar de la ópera romántica no atrae del todo al público en general.

En esta ocasión, la escenografía propuesta por Robert Carsen sumó en lugar de restar. Y es que, casi siempre menos es más, en especial cuando se trata de traer la historia a la actualidad. Un desnudo páramo es el continente de esta obra cuya acción se podría contar en solo un par de líneas, pero que aquí resulta amena por la gran labor actoral de coro y solistas, todos al servicio de una imagen plástica tan artística (escena de las candelas y los espíritus ensabanados, por ejemplo) como ingeniosa en el movimiento de personajes (escena entre Orfeo y Eurídice, que no se pueden mirar a la vez que nos deben mirar para cantar). Todos los personajes visten a lo “Bodas de sangre”, en un blanco y negro eclipsador de cualquier motivo ajeno a la adversidad que representa una sencilla tumba, puerta de entrada al tenebroso más allá.

En lo musical, el director principal de “Les Musiciens du Prince-Mónaco”, Gianluca Capuano, nos presentó una versión acelerada (85 minutos) de esta ópera, algo que no la suele mejorar. Estoy con Celibidache y su pausada solemnidad, pues lo contrario (compárese la enloquecida versión grabada en el 53 por Glen Gould de las “Variaciones Goldberg” con su más reposada de 1981) lleva a la trivialización musical. En este circuito de velocidad, hubo extrañas contradicciones como la de “Che farò senza Euridice”, interpretada al sprint durante su primera parte para decelerar en la segunda, tanto que nunca parecía terminar.

A la Orquesta de la Comunidad Valenciana le ocurrió lo que a todas (filarmónicas de Berlín y Viena incluidas) cuando afrontan el repertorio preclásico y es que suenan mal. Acostumbrados al sonido “Harnoncourt” y su revisionismo historicista, solo las formaciones especialistas en el repertorio barroco y medieval son capaces de sonar como los autores de aquellas épocas imaginaron y las orquestas vinieron a interpretar. Se trata de una cuestión de estilo, pues cualquier orquesta romántica con instrumentos originales tampoco lograrían alcanzar esa fidelidad.

En lo vocal, el triunfador de la velada fue el Coro de la Generalidad Valenciana, certero en estilo e inmenso en empaste y teatralidad. En la Scala o en el Metropolitan hubieran igualado cualquier récord de aplausos, sino más. Y a propósito de esto, durante toda la representación no se aplaudió ninguna intervención y no por demérito de los cantantes, sino porque esta pesarosa ópera sume al espectador en un intrínseco letargo que logra anestesiar cualquier intento de mostrar recompensas hasta llegar al final.

El protagonista total de la obra es Orfeo, que en aquellos tiempos lo cantaba un castrado porque era lo que solicitaba el público, aunque tenga poco de lógico al tratarse de una voz que no contrasta con la de Eurídice y además ahora no la hay. Vaya por delante que no soy fan de las voces masculinas agudas, como el tenor lírico ligero y en especial el contratenor, al que llego a soportar en disco, pero no en un escenario, donde imagen y voz me producen una confusión identitaria que no puedo remediar. Además, los contratenores pierden parte de su cualidad vocal al emitir en falsete, algo similar a lo que ocurre con el ecualizador en un equipo de alta fidelidad. Al margen de esto (que es mi gusto personal) debo reconocer que el italiano (del Lugo de Italia) Carlo Vistoli, aunque suena grave para su cuerda, sabe cantar. Lo demostró en su ininterrumpida presencia plagada de pasajes que, si en apariencia parecían sencillos, estaban cargados de intrínseca dificultad. Por otra parte, tanto Francesca Aspromonte (Eurídice) como Elena Galitskaya (Amor), cumplieron en sus breves papeles, destacando más la segunda al conformar su personaje con gracia y expresividad. Hay que destacar que, siendo una excepción, el canto ayer se pudo escuchar, pues la orquesta (en la que salían y entraban miembros por cada lateral) por momentos no llego a superar los veinte profesores, en otra demostración del adelgazamiento reformista propuesto por el compositor alemán.

En esta ocasión ocurrió lo contrario a lo que suele ser habitual en Les Arts, pues se bajó el telón cuando el teatro permanecía lleno de espectadores, sentados y aplaudiendo sin parar (a las 19:30 h de un domingo no hay prisa por marchar). Fue una lástima que ningún responsable de la escenografía saliese a saludar para comprobar si el público coincide con el criterio que antes he intentado explicar.

Quiero finalizar significando lo que, por imposible y por insultar a la inteligencia de los demás, nunca se debió publicar. Tras las numerosas quejas de aficionados y medios de comunicación solicitando la restitución de los programas de mano impresos, Les Arts incluye ahora en su Web una página titulada “Les Arts en un mundo cambiante”, donde explica su nueva política de sostenibilidad. Entre otras medidas adoptadas está la de restringir los programas solo a lo digital y como prueba de acierto se indica que “…la supresión de programas de mano en 12 espectáculos ha significado un ahorro de 24,84 toneladas de papel…”. Pues bien, calculando con extrema generosidad, si la Sala Principal de Les Arts cuenta con 1.412 localidades y cada espectáculo se ofrece en, como máximo, 6 representaciones, ello supondrá unos 8.472 programas por título, que siendo 12, arrojaría un total de 101.664, cuyo peso de cada ejemplar deberá ser por necesidad de unos 244 gramos para así lograr completar esas 24,84 toneladas de papel que esta poco matemática institución se elogia en ahorrar. Es decir, que para ser esto real, uno solo de los programas de mano equivaldría a un par de ejemplares juntos de “Cien años de soledad”. “Sostenibilidad”, ese disfraz que viste cualquier desmán…


Muchas y meritorias son las grabaciones disponibles de esta obra, aunque cabe significar la versión en italiano (1762) de Sigiswald Kuijken y René Jacobs (Orfeo-contratenor) con los instrumentos originales de La Petite Bande y el Collegium Vocale Gent, para ACCENT en 1982. Respecto de la versión adaptada al francés por Gluck en 1774 e instrumentada por Berlioz en 1859, destaca el pasional registro de John Eliot Gardiner con la Orquesta de la Ópera de Lyon, el Coro Monteverdi, Anne Sofie von Otter (Orfeo-mezzosoprano) y Barbara Hendricks, para EMI en 1989. Al parecer, el papel de Orfeo ejerce de imán para muchos cantantes, sea cual fuere su cuerda, como podemos apreciar en 1968, cuando el romanticista Karl Richter dirigió una grabación para DG con el gran barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau en el papel de un insólito Orfeo por su varonil tonalidad. Incluso el belcantista Juan Diego Flórez (tenor lírico ligero) dirigido por Jesús López-Cobos para DECCA, en 2010 y en francés lo quiso intentar.

“Rusalka” en el Palau de Les Arts

Para bien o para mal es una evidencia incuestionable que, desde hace décadas, la ópera italiana se ha instalado en las preferencias del público en general. Su carácter mediterráneo, por lo “cantabile” de las melodías y la ligereza de una música vitalista que solo pretende hacer disfrutar, no tiene rival entre los aficionados y tampoco en aquellos que acceden por primera vez al género lírico, tan alejado del tipo de música actual. Todo lo demás en la Ópera, por más que sea de gran calidad, cuesta más de asimilar. Esta realidad queda constatada por la abrumadora mayoría de óperas italianas entre las más representadas en los principales teatros del mundo año tras año, algo que por el momento no parece vaya a cambiar. Solo unos pocos compositores no transalpinos se acercan al reinado de los Verdi, Puccini, Rossini o Donizetti y entre ellos están Mozart, Wagner o Strauss, con estilos muy diferentes, sí, pero necesariamente tocados por la genialidad.

Un caso particular es el de Chaikovski, el segundo compositor (tras Beethoven) más interpretado en las salas de conciertos, con su música instrumental excitante, melodiosa y tan popular. Pues bien, de sus diez óperas, solo “Eugenio Oneguin” se representa con asiduidad. Algo parecido le ocurre a Dvořák, que sin tanto protagonismo en los programas de mano, también luce una obra inspirada y fácil de asimilar. No obstante, de sus nueve óperas, solo “Rusalka” se suele programar. Y es que los contemporáneos Chaikovski y Dvořák son un buen ejemplo de compositores cuyo catálogo lírico no tiene la misma aceptación que el instrumental. La razón quizás provenga de esa inspiración eslava que inunda sus óperas, tan alejada de la italiana mediterraneidad. Sin embargo, “Eugenio Oneguin” y “Rusalka” han logrado calar porque, aun con raíces folclóricas propias, presentan muchas características de la ópera italiana y en especial de esas melodías arrebatadoras que apuntan al centro de la emocionalidad.

“Rusalka” hace honor a un Dvořák deudor de las armonías checas y continuador de los modelos clásicos de composición por su enfoque formal, aunque también fuera admirador de Wagner, a quien no le regateó en sus manifestaciones la etiqueta de autor genial. Su influencia se aprecia en el uso del “leitmotiv” y en el protagonismo de la orquesta más allá del acompañamiento tradicional. Además de la famosísima y evocadora “Canción de la luna”, que en el Primer Acto nos interpreta la protagonista (una ninfa del agua o sirenita, según el cuento de Andersen), esta obra rebosa buena música que, es verdad, no suena del todo a lo que estamos más acostumbrados a escuchar.

Ayer se estrenó en el Palau de Les Arts de Valencia, “Rusalka” (A. Dvořák-1901), una nueva producción propia, junto a la Staatsoper Dresde, el Gran Teatre del Liceu y el Teatro Real.

Si hay algo fruto de controversias en la Ópera actual son sin duda las escenografías, cuya tendencia a la descontextualización resulta mayoritaria, lo que genera opiniones encontradas y el debate según los gustos de cada cual. Ahora bien, ¿qué pensaría el lector de alguien a quien, sin ninguna excepción, le gustasen todas las escenografías presentadas hasta la fecha en el Palau de Les Arts…? ¿Qué tiene un gusto muy especial, que es algo ingenuo o que no es amigo de la sinceridad…? Por ejemplo, el mediático presentador oficial de Les Arts, en cada intervención previa a un estreno, resulta ser el mejor ejemplo de esta comercial singularidad. Así, parece difícil confiar en un criterio esclavo de la superioridad (esto al margen de su probada maestría al comunicar). Y es que la impagable ventaja de opinar sin cobrar es poderlo hacer en completa libertad.

Cristof Loy, afamado regista alemán, firma una desconcertante versión de “Rusalka” bajo la premisa de que… “El mundo propuesto del reino de las hadas está muy alejado del presente”, algo que invariablemente caracteriza a todas las óperas del repertorio lírico internacional. ¿Gana una obra cuando se cambia la intención de su autor en el tiempo, la forma o el lugar? ¿Qué diría Victor Fleming de una revisitación de “Lo que el viento se llevó” protagonizada por encorbatados agentes de bolsa en la Nueva York de la actualidad…? ¿Qué pensaría Velázquez de unas “Meninas” ataviadas al más puro estilo de aquella Madonna con corsé cónico y colgantes ligas sin abrochar…? ¿Cervantes aprobaría un “Quijote” luchando impetuoso contra las chimeneas del Manchester de la Revolución Industrial…? (solo Joyce aplaudiría que su “Ulises” fuera el de la “Odisea” porque, en su encriptada obra, tanto da). Así, el desmedido afán hacia la novedad escenográfica desde un perturbador “más difícil todavía” solo se puede explicar por la urgente necesidad de epatar como camino más rápido para conseguir notoriedad, en un mundo actual que olvida el pasado buscando a toda costa y riesgo cualquier tipo de vana originalidad. Tras más de cuatro décadas de militancia musical y cientos de representaciones operísticas presenciadas aquí y allá, pocas de las escenografías descontextualizadas me han llegado a gustar de verdad. Tengo sesenta y dos años, pero respecto de esto a los veintidós pensaba igual. Y es que aquello que no comprendemos, por mucho que lo alaben los que parecen pero no saben más, casi nunca es por nuestra culpa personal.

Seguir la historia de “Rusalka”, con sus diálogos referidos al mundo subacuático y mirar lo que en la escena terrenal se representaba, me sumergió ayer en una esquizofrenia difícil de soportar. Tanta es la distancia entre las propuestas de Loy y Dvořák que resulta insostenible todo propósito de desencriptación formal. Quien lo haya disfrutado, pero de verdad, tiene todo mi reconocimiento a su aguda perspicacia y lo digo sin maldad. Al final, empeñado en un esfuerzo ímprobo por descifrar las claves de lo que veía, no pude atender bien a lo musical, buena prueba para mí de lo inconveniente de esta puesta en escena y de todas las que de igual manera nos vienen a despistar.

Sin embargo, no puedo ignorar la magnitud de la interpretación de Olesya Golovneva en el papel principal. Gran interpretación vocal (pese a no estar acertada en la “Canción de la luna”), pero sobre todo actoral, tan brillante como original. Desde bailar en puntas (algo imposible para cualquier soprano actual y que no se puede improvisar) hasta su mímica proverbial cuando enmudece en el segundo acto, están a la altura de lo mejor que pueda dar un actor profesional. Como le ocurriera a la Callas, no es necesario tener la mejor voz para inmortalizar a un personaje en la ópera, cuando se es capaz de dotarlo de la más absoluta verdad.

También destacaron las otras dos voces femeninas del elenco principal. La soprano dramática Sinead Campbell-Wallace como la “princesa extranjera”, asimismo buena actriz y de emisión tan temperamental que puede afrontar este papel para mezzo sin pestañear. Enkelejda Shkoza, compone el personaje de “bruja” con la convicción que su dilatada experiencia le garantiza y aunque no sea una contralto como indican muchas de sus referencias, maneja los graves con seguridad.

Los varones quedaron muy atrás en prestaciones vocales e interpretativas, sobre todo el “príncipe” Adam Smith, de quien con reiteración se dice… “el tenor del que habla todo el mundo de la ópera”, un misterio para mí a no ser por confusión con el eminente economista clásico, aunque fuera aquel poco dado a cantar. Su emisión se mostró desequilibrada y hasta se le llegó en un momento a calar, presentando un estilo más propio del verismo que de este tipo de ópera poco dada al manierismo vocal. El “duende” lo interpretó Maxim Kuzmin-Karavaev, un bajo ruso que no lo parece, pues sonó a barítono algo desganado y sin capacidad para traspasar el inevitable muro sonoro de la orquesta en Les Arts.

Y respecto de la Orquesta de la Comunidad Valenciana (ya lo he manifestado en varias ocasiones), con independencia de la batuta que la dirigía, suena a grabación discográfica y este es el mejor elogio que se le pueda regalar.

Aplausos al término, quizás menos apasionados que en otros estrenos, para fracaso de una ceremonia de salutación del elenco que inusualmente repitió la cadena de salidas, quedando la segunda un tanto inconveniente ante el escaso público que, a las casi once, raudo marchaba a cenar.

Supongo que ante el clamor general han vuelto los programas de mano, pero en una versión “low cost”, al reducirse a una diminuta hoja tan fina como el papel de fumar, en donde los caracteres se transparentan y no hay manera de que dure en condiciones óptimas hasta el final. Para sonrojo de Les Arts, ha sido mucho peor el remedio que la enfermedad…

-En estos días también podemos disfrutar de “Salomé” (R. Strauss-1905) en una versión de concierto cuya ausente escenografía seguro no nos distraerá (no hay mal que por bien no venga), interpretada en el Palau de la Música de Valencia por Lise Lindstrom, la que ha sido en la última década una de las referencias de este papel a nivel mundial-


En el mundo de la fonografía (otra vez mi recuerdo a J. L. Pérez de Arteaga), las mejores grabaciones de obras eslavas suelen apuntar hacia orquestas y voces autóctonas, quizás por lo complicado de los idiomas y por su especial musicalidad. El sello checo Supraphon grabó una excelente versión de “Rusalka” en 1961 con la Orquesta Nacional del Teatro de Praga dirigida por Zdeněk Chalabala y las interpretaciones de Milada Šubrtová (Rusalka), Ivo Žídek (Principe), Eduard Haken (Duende) y Marie Ovčačíková (Bruja).

¿Es machista la Orquesta Filarmónica de Viena…?

En la sexta década de mi vida, la distancia sobre la realidad va siendo suficiente como para no dejarme llevar por la subjetividad de las corrientes de opinión que, hace un tiempo ya, gobiernan a los que callan por no quedar mal.

Desde hace 84 años, el mundo occidental festeja cada primero de enero con el Concierto que la Orquesta Filarmónica de Viena (OFV) ofrece desde el Musikverein, su sede habitual, interpretando obras desenfadadas y joviales de la familia Strauss, afines y algún que otro compositor más. Lo que vemos y escuchamos es siempre igual y no por ello nos deja de gustar. A eso se le llama conservadurismo, siendo lo contrario aquello que tiende a olvidar el pasado para quererlo todo cambiar.

A la OFV se la suele acusar de conservadora por muchos motivos, siendo uno de los principales su relación con las mujeres desde tiempo inmemorial. En una orquesta donde las decisiones se toman democráticamente por la totalidad de sus integrantes, algunos argumentos que apoyarían esta catalogación podrían ser los siguientes, según quienes la quieren condenar:

– Hasta 1997 no incluyó una mujer entre sus intérpretes (la arpista Anna Leikes).

– Hasta 2005 no fue dirigida por una mujer (la directora Simone Young).

– Hasta 2011 no tuvo una mujer concertino (Albena Danailova).

– De los 19 directores del Concierto de Año Nuevo, ninguno ha sido mujer.

– De los 145 miembros actuales, solo 24 son mujeres.

– A diferencia de otras orquestas, todas las mujeres visten igual y con el mismo traje pantalón (como los hombres).

Ante todo esto, Albena Danailova se ha querido manifestar:

“Creo que, en la actualidad, la cuestión de género está recibiendo demasiada atención en los medios de comunicación”.

– “En el ámbito de la música clásica no es un asunto primordial”.

– “Nuestra orquesta busca seguir incorporando a su plantilla nuevos miembros, músicos jóvenes, especiales e interesantes, que puedan aportar valor al conjunto con la excelencia y la calidad de su instrumento”.

– “Nadie quiere imponerse en una audición por el mero hecho de cumplir con una determinada cuota de género”.

Daniel Froschauer, violín principal de la OFV y Presidente de su Junta Directiva, recientemente ha venido a precisar:

– “Tendremos una mujer directora cuando llegue el momento. Se necesita a alguien que sea un artista consagrado y con mucha experiencia con nuestra orquesta. Cuando tenemos una relación artística de unos diez años, normalmente los invitamos al Concierto de Año Nuevo”.

En un campo tan competitivo como lo es el de las mejores orquestas sinfónicas… ¿la Orquesta Filarmónica de Viena podría mantener desde hace décadas su hegemonía mundial (junto a la Filarmónica de Berlín) de no contar siempre con los mejores instrumentistas que se puedan contratar?

Un “Canto de la Sibila” valenciano en la Catedral

Llevado por esa inconfesable obligación de conocer lo que musicalmente no suele ser habitual, ayer decidí hacer la cola para presenciar en la Catedral de Valencia la versión autóctona de “El Canto de la Sibila”, un drama litúrgico que desde el siglo XVI se representa en diversas poblaciones españolas por Navidad y es Patrimonio Inmaterial de la Humanidad.

Digo cola porque, al ser el espectáculo gratuito y programarse en estas fechas de tradicional disponibilidad, cuando llegué (45 minutos antes de comenzar) tuve que incorporarme a la misma cuyo final (en ese momento) se encontraba unos 400 metros lejos de la entrada, muy avanzada la Calle del Mar. Al entrar, en el tique recibido constaba que era el espectador 557, no quedando muchos pacientes interesados por detrás con real posibilidad de entrar.

Lo visto y escuchado es un compendio de varias obras medievales y renacentistas (en las que está incluido “El canto de la Sibila”) cosidas con intención de auto sacramental y por ello el resultado final es muy irregular. A las excepcionales corales se oponen pasajes declamados cuya carga de repetición sin solución de continuidad llegan a cansar. No estuvieron mal las solemnes procesiones a lo largo de los pasillos del templo y el vestuario por su calidad.

La interpretación musical a cargo del prestigioso conjunto valenciano “Capella de Ministrers” que desde hace treinta y cinco años dirige Carlos Magraner, al menos es un seguro de fidelidad a una música tan antigua que, de no ser por estas formaciones, se perdería en un olvido total (parece ser que los instrumentos empleados son réplicas de los que muestran los ángeles músicos de los frescos del altar mayor de la Catedral). Si tocaron bien o mal lo desconozco, pues tras quinientos años… quién sabe como esta música se debe interpretar.

En los pasajes vocales destacó la Coral Catedralicia dirigida por Luis Garrido, en especial sus números gregorianos que, sin la profundidad de los monjes de Silos, defendieron un estilo muy difícil de replicar. A las intervenciones del tenor solista Jorge Morata y del niño tiple Noel López como la Sibila nos les faltó voluntad, pero tan poca variación musical en sus letanías no permitió que los pudiéramos valorar.

Por su componente de arqueología musical y el suntuoso marco de la Catedral es recomendable asistir, al menos una vez en la vida para no dejar sin sitio a tantos valencianos que también hacen cola cada año por Navidad…

“Maria Stuarda” en el Palau de Les Arts

“Maria Stuarda” (G. Donizetti-1835) es la segunda entrega anual programada por el Palau de Les Arts de Valencia correspondiente a esa “Trilogía Tudor”, junto con “Anna Bolena” (1830) y “Roberto Devereux” (1837), compuesta por el maestro belcantista de Bérgamo y a la que la memoria ha arrebatado “Il castello de Kenilworth” (1829), un cuarto título también “Tudor” que es ignorado en la actualidad. En la historia de la Ópera resulta imposible averiguar muchas de las razones por las que se han etiquetado obras o ciclos partiendo de una discutible subjetividad. Pero en la vida ocurre igual, plena de arbitrariedades que asumimos sin rechistar. La mejor enseñanza de mi ciclo educativo escolar me la regaló un profesor de filosofía en BUP, quien me aconsejó que en mí caminar vital… “Siempre me preguntase el porqué de todo”, como único remedio de conservar un criterio propio que la pereza al pensar y la aceptación sin cuestionar se empeñan en silenciar.

La reciente celebración del maratón de Valencia, un año más, ha posicionado a esta capital y en particular a la Ciudad de las Artes y las Ciencias (con el Palau de Les Arts al frente) en un luminoso nivel de notoriedad mundial, por ser principio y fin de una exitosa carrera que tiene mucho de musical. En efecto, la “melodía” mental, el “ritmo” de las zancadas y la “armonía” en la técnica al avanzar, son indispensables para completar los 42,195 km, que el día de la carrera parecen algunos menos cuando todo se ha hecho bien al entrenar. También, como en la música, la práctica en la vida es el único camino que lleva a prosperar.

Así, para tocar un instrumento, dirigir una orquesta, planear una escenografía, cantar o bailar en una ópera y triunfar, hay que consagrar media vida renunciando a mucho de lo demás. Lo que presenciamos en cualquier función, nos agrade o no, es un dechado de dedicación y profesionalidad, pues aquello que diferencia a la Ópera del resto de artes escénicas es su endiablada dificultad para que el resultado final alcance esa excelencia que es condición necesaria a fin de emocionar. No obstante, cuando esto no ocurre, los espectadores estamos en nuestro derecho de poderlo manifestar.

Ayer, prenavideño domingo 10 de diciembre (aunque también noviembre es prenavideño en la actualidad), tuvo lugar el estreno de “Maria Stuarda” en la nueva producción del Palau de Les Arts junto a la Dutch National Opera y al Teatro San Carlo de Nápoles (que se mantiene operativo desde 1737, todo un monumento a la longevidad). Lo que presencié fue excepcional y estoy convencido de que quedará recordado como uno de los hitos principales en la historia de Les Arts. ¿Por qué…?

Todo funcionó a la perfección, pero esto no sería suficiente de no darse un factor novedoso y diferencial: por primera vez en Les Arts las voces se pudieron escuchar como, por ejemplo, en la Scala de Milán. Y es que el azar del destino reservó a esta producción una escenografía que obró el milagro, al componerse de un solo decorado cuya disposición configuraba una gran y perfecta caja de resonancia que, a modo de las bocinas de los gramófonos, ayudó a los cantantes a manifestar sin peleas con la orquesta su arte vocal. Por fin hemos podido escuchar las voces de Buratto, Tro Santafé o Jordi, tal y como las disfrutan en el Liceo o en el Real. Un lujo aquí que no debería ser tal.

La dirección escénica planteada por la holandesa Jetske Mijnssen es un prodigio de elegancia y sobriedad, tanto en los cromatismos (blanco y negro) como en ese tipo de minimalismo estructural que cuando se busca la abstracción histórica es lo que mejor suele funcionar. Todo respira serenidad en una historia crispada como la que más. Y en estos silentes contrastes radica la fuerza de la representación de lo visual. Jetske Mijnssen lo ha vuelto a bordar. El pasado 2/10/22, con motivo del estreno de “Anna Bolena” en Les Arts, escribía: “Lo mejor sin duda fue la escenografía, vestuario, iluminación y coreografía (bajo la dirección general de Jetske Mijnssen), que en modo alguno interfirieron con la obra musical, algo que no suele ser respetado en la actualidad. Elegancia y simplicidad pueden definir lo visto, cuya plasticidad pictórica convertía cada número en una postal de esas en las que ningún color busca destacar y todo se muestra equilibrado para no incomodar” (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2022/10/02/amor-y-enamoramiento-en-la-nueva-temporada-de-les-arts/).

Como el equipo se repite en esta “Trilogía Tudor”, las voces principales que el año pasado no llegaron a funcionar, este han estado a un nivel magistral, sobresaliendo una Eleonora Buratto (Maria Stuarda) que no ha desmerecido la comparación con las sopranos que mejor han logrado cantar este papel principal. En el otro extremo a la sutileza canora de una Caballé, su poderoso registro dramático compone un personaje de bravura que aporta a la obra mucha personalidad. La valenciana Silvia Tro Santafé (Elisabetta) no es la vacilante mezzo del año pasado, deslumbrante ayer en su protagonismo inicial (aunque parece que llegó cansada al final), ha manejado su partitura con absoluta seguridad. Ismael Jordi (Leicester), cuya voz no es especialmente bella (una rarísima cualidad con la que nacieron solo unos pocos en la historia musical), logra con excelente técnica dotar a su personaje de la suficiente credibilidad como para que resulte muy atractivo en su papel de conde atrapado entre dos reinas que le quieren enamorar. El bajo alicantino Manuel Fuentes (Giorgio Talbot) demostró la razón de tantos premios obtenidos, merecimientos a su magnífica voz grave, que en España no es nada habitual.

Si los solistas tuvieron el viento a favor, el Coro de la Generalitat Valenciana apabulló, llegando en la “Plegaria” (“Deh! Tu di un’ umile preghiera il suono”) a deslumbrar, con una potencia empastada envidia de esas históricas formaciones rusas de corte militar.

La Orquesta de la Comunidad Valenciana, a la que por lo antes mencionado escuchamos en su justa proporcionalidad, fue liderada por Maurizio Benini como solo un director italiano sabe llevar, plena de delicadeza y musicalidad.

Mediada la función y a pocas butacas de mi localidad, pudimos escuchar un… ¡Mari Carmen!, repetido varias veces con esa angustia que suele presagiar lo peor, aunque por fortuna todo quedó en un desmayo que detuvo por unos segundos la representación, sin que el sucedido llegara a más.

Finalizo significando lo que soy consciente será muy impopular: pese a que la representación nos regaló momentos de sublime emocionalidad, Valencia solo aplaudió lo que finalizaba en “chim-pam”, estadio adolescente de un público (que no llenó el estreno, una vez más) tan animoso como pendiente de madurar.

No hay palabras para más. De asistencia obligatoria para quienes buscan la belleza y no la suelen encontrar… 


Para los fans de ese prolífico trío que formaron el matrimonio Bonynge/Sutherland con Pavarotti, su “Maria Stuarda” de 1974 para DECCA, con la Orquesta y Coro del Teatro Comunale de Bolonia, es una excelente opción que destaca sobre todo en lo vocal.

Daniele Gatti y la Mahler Chamber Orchestra en el Palau de la Música de Valencia

En agosto de 2011 asistí al “Parsifal” de mi vida en… Bayreuth, dirigido por Daniele Gatti, a quien toda mi vida estaré agradecido por aquel milagro que varias veces cortó mi respiración. Salí desde España en moto y por una tonta caída en Suiza (al arrancar en un semáforo), me rompí la clavícula al comienzo de aquel viaje de 15 días que me llevaría luego, por Europa, a visitar varios templos míticos de la interpretación (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2011/09/03/mis-15-dias-en-agosto/). Trece días de dolor me acompañarían, etapa tras etapa, para descubrir que la música tiene un mágico poder sanador, al menos mientras dura la función y la sensibilidad busca caminos distintos a los del dolor.

Justificado el porqué de mi devoción al maestro milanés (con el que comparto edad), ayer no podía faltar a su visita al Palau de la Música de Valencia, con un programa de sinfonías muy atractivo y con una orquesta (“Mahler Chamber Orchestra”) de relumbrón. Fui acompañado por un querido amigo de la infancia y esto, a mis sesenta y dos, supone muchas décadas en las que el tiempo ha forjado ese tipo de relación que resiste cualquier limitación.

La primera parte de la velada se componía de la “Sinfonía nº1, Clásica” de S. Prokófiev (1917) y la “Sinfonía Concertante” de J. Haydn (1792) y en la segunda aparecía la “Sinfonía en do” de I. Stravinski (1940), un contraste que también tuvo eco en el resultado de la dirección.

Pese a la brillantez de la Mahler Chamber Orchestra, el concierto no me agradó y el responsable fue el director. Tras lo manifestado en el encabezamiento de esta opinión, cobra mayor relevancia mi crítica a Gatti, quien propuso una interpretación de las partituras (sobre todo en la primera parte) tan personalista que se alejó kilómetros de lo que estamos acostumbrados a escuchar en las versiones de referencia, las que han sido dignas de la más alta consideración.

Todos los directores de orquesta son conscientes de que un punto determinante del análisis de su interpretación va a ser la atención a los fraseos y punteos de la partitura, es decir, a la acentuación. En este sentido, en la primera parte del concierto asistimos a una inusual fragmentación de la partitura a fin de destacar innumerables momentos musicales, planteando para ello silencios valorativos hasta la exageración. Algo parecido a como si en un texto escrito separásemos todas las frases (constituyendo párrafos independientes para cada una), quedando al final como una lista en la que se ha perdido toda relación. En una obra musical, esto supone la pérdida de esa ligazón que permite que todo fluya tal y como quiso el compositor.

Esto mismo también ocurrió en la segunda parte, pero no se notó, pues la sinfonía de Stravinski carece casi al completo de melodía (al contrario de las de Prokófiev y Haydn), por lo que al estar asentada en el ritmo, disimuló su fragmentación.

La Mahler Chamber Orchestra demostró su valor técnico, pero tuvo que hacer lo que el director le mandó.

Una vez más, pudimos disfrutar de la magnífica sonoridad de la Sala Iturbi del Palau de la Música y eso que presentaba un tercio del aforo vacío (el óptimo se alcanza con el lleno), algo inexplicable dado el cartel de los intérpretes, los precios ajustados a cualquier bolsillo y un programa popular y seductor…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡La música para el cine es la “clásica” actual!

Una vez más visita Valencia la “Film Symphony Orchestra” con un programa centrado en la música para el cine y sin fallar, una vez más agota las entradas, lo que no consigue casi ninguna otra formación del panorama clásico orquestal.

¿Cómo explicar este imparable fenómeno, que sin duda es ajeno al valor de la interpretación musical? Pues es evidente que por el otro componente del atractivo de un concierto y son las obras a programar. La música para el cine apasiona como ninguna otra en la actualidad, llevada por la fama de las películas, sí, pero también por su indiscutible calidad. Nadie podrá negar que las composiciones escritas para las bandas sonoras de “Lo que el viento se llevó” (Steiner), “Cantando bajo la lluvia” (Freed, Brown y Hayton), “Vértigo” (Herrmann), “Lawrence de Arabia” (Jarre), “El Padrino” (Rota), “La guerra de las galaxias” (Williams), “Blade Runner” (Vangelis), “Memorias de África” (Barry), “La misión” (Morricone), “West Side Story” (Bernstein), “El señor de los anillos” (Shore) y muchísimas más, responden tanto al indiscutible talento musical de sus autores como a su orientación al espectador, algo que olvidaron los compositores de la “clásica” del siglo XX y así les va.

El caso que mejor conozco de excelencia musical en el cine es el de la soberbia banda sonora de Bernard Herrmann para “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), que aparece en “De entre los vivos” (https://www.amazon.es/entre-vivos-Antonio-Alonso-Sampedro/dp/B0BC6DNFC8/), mi libro sobre el cineasta más universal. De raíces inequívocamente wagnerianas (el tema de amor en especial), la complejidad de esta partitura sinfónica no obsta para que todos sus pasajes se muestren cristalinos y encajen a la perfección en las hipnóticas imágenes de esta cumbre del séptimo arte, consiguiendo lo que pretende y es hacernos partícipes irredentos de una historia de amor fatal. Lo que tiene lugar en la escena circular del beso de Scottie y Judy (en el apartamento de esta cuando aparece convertida en Madeleine), es de una magia tal que siempre (SIEMPRE) me hace llorar y eso es a lo máximo que puede aspirar el arte, según nos mostró Stendhal. Sin la música celestial de Herrmann, “Vértigo” sería una de las mejores películas de la historia del cine, pero con su contribución es la mejor, para quien esto escribe y para tantos otros más.

Soy consciente del rechazo que muchos melómanos muestran hacia estos conciertos de música para el cine (quizás por su extravagante espectacularidad, tan alejada del código habitual), pero desde hace casi cien años, ninguna composición orquestal puede competir en aceptación con la música para el cine, la “clásica” de la contemporánea actualidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Orquesta de la Radio de Berlín y Jurowski: oír no es escuchar

Tras cuatro años de interminables obras, al fin he vuelto a mi añorado Palau de la Música de Valencia, sala de conciertos que llenó mi juventud de incipientes emociones prolongadas hasta la actualidad. La música que se llama “clásica”, pero que debería tener otra denominación más particular, revela hasta donde el ser humano ha conseguido arte a partir de su creatividad. Algo que nunca podrá igualar la Inteligencia Artificial.

El Palau de la Música de Valencia siempre me ha resultado de trato familiar, por cuanto de acogedor tiene en sus atinadas proporciones y amable decoración, que siendo contemporánea no está exenta de la calidez que ofrecen sus componentes de madera, instalados también para atemperar el sonido tridimensional. Y en esto último me gustaría redundar, pues si ya era proverbial la sonoridad de la Sala Iturbi, los reajustes realizados durante esta remodelación casi integral, han elevado sus prestaciones al olimpo de la perfección formal. Cuatro años oyendo sin escuchar a las orquestas en el otro Palau (el de Les Arts, cuya acústica urge mejorar), han finalizado ya con esta reapertura que todos los melómanos valencianos esperábamos con ansiedad.

Ayer nos visitó la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín con su titular Vladimir Jurowski, formación y director ambos de talla internacional. Titulares ilustres también fueron Eugen Jochum, Sergiu Celibidache y nuestro Rafael Frühbeck de Burgos, lo que revela la importancia de esta agrupación, cuyo sonido no puede ser más alemán.

El programa ofrecido era muy atractivo, por el color y la originalidad de las obras: “Scherzo fantástico” (J. Suk-1905), “Concierto para piano y orquesta n.º 2” (S. Prokófiev-1913) y “Sinfonía n.º 3 en la menor” (S. Rajmáninov-1936). Color, pues todas son un banco de pruebas para que una buena orquesta lo pueda demostrar y originalidad, pues son menos conocidas que otras composiciones de sus autores y siempre es de agradecer esta novedad. Además, constituyen buenos ejemplos de música del siglo XX que, pese a su vanguardismo, no atentan contra los oídos de quienes acudimos a un concierto con la única intención de disfrutar.

El solista de piano fue el joven canadiense Jan Lisiecki, que a sus veintiocho años ya lleva veinte de carrera profesional. Su talento quedó justificado en una interpretación tan endiabladamente exigente que al mismo Prokófiev le sorprendió cuando, al frente del piano, la quiso estrenar.

La ejecución de la sinfonía de Rajmáninov fue la demostración de las altas cotas de perfección a que llegan las orquestas alemanas en el repertorio posromántico, densa de sonoridad y brillando en todas sus secciones con empaste sin igual. Jurowski, una estrella mundial, justificó su fama con una dirección tan artística como temperamental.

El Palau de la Música de Valencia no se llenó y ello se debe a la sempiterna falta de relevo generacional. Muchos eran los espectadores cuya avanzada edad ponía en dificultad sus movimientos al acceder renqueantes a su localidad o les obligaba a visitar los aseos sin poder esperar al final. A mí, cada vez me queda menos para llegar.

Aun con todo, en el Palau de la Música de Valencia, oír no es escuchar…


Posdata: A diferencia del Palau de Les Arts, que ha suprimido los programas impresos, mis opiniones desde el Palau de la Música seguirán encabezadas por las fotografías de los mismos, eligiendo cualquier rincón que los venga a adornar.

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro