“Cerrar los ojos”, un borrón que hay que perdonar

Hace un par de décadas y con profundo pesar dejé de asistir a las salas de cine con regularidad, cansado de comprar entradas para ver unas películas que, al acabar, me llenaban de un arrepentimiento visceral. La pertinaz ausencia de calidad instalada en la industria cinematográfica ya no me sale a cuenta y prefiero revisitar viejos títulos desde mi hogar. A lo sumo, una vez al año, suelo acudir al estreno de alguno de los pocos directores que aún tienen algo que contar sin traicionar aquello de séptimo arte, que fue y por desgracia no volverá. Entre ellos se encuentra Víctor Erice quien, con la magistral “El espíritu de la colmena” (1973) y la sobresaliente “El sur” (1983), se colocó al frente de la cinematografía nacional, lugar que parece nunca abandonará a pesar de “Cerrar los ojos”, un borrón en su escasa pero inmortal carrera profesional.

Escasa porque a los anteriores largometrajes de ficción solo hay que añadir otro magnífico en forma de documental, “El sol del membrillo” (1992) y un cautivador corto de 33 minutos llamado “La morte rouge” (2006), también documental. Inmortal porque nadie en España ha sido capaz de llenar una pantalla de esa magnética poesía audiovisual, que atrapa la emoción de cuantos buscan en el cine bastante más que un tipo de diversión que aplana los encefalogramas, reduciendo la edad mental a no más de lo prenatal.

La maravillosa entrevista concedida solo hace unas semanas por el esquivo Director al meritorio programa de RTVE “Historia de nuestro cine” (https://www.rtve.es/play/videos/historia-de-nuestro-cine/coloquio-homenaje-victor-erice/6978977/) con motivo del estreno de “Cerrar los ojos”, me cautivó tanto como sus películas, encontrando que obra y autor forman parte de un todo tan coherente como tremendamente lúcido y personal. Así pues, no me pude aguantar y su última película sería la que en este 2023 me llevase a una sala de cine, deseando encontrar una vez más en su obra algo que no pueden dar los demás.

Y… ¿qué ofrece el cine de Víctor Erice de especial? Pues cuatro milagros, cada uno de los cuales muy difíciles de alcanzar, pero que deben darse juntos para lograr la excelencia total:

1- Un mundo simbólico integrado, que (a diferencia de Buñuel o Fellini) nunca llega a molestar.

2- Imágenes pictóricas hipnotizantes, que recuerdan al mejor Johannes Vermeer en cada plano que tiene que rodar.

3- Diálogos reducidos a su esencia primordial, con unos silencios que los valorizan todavía más.

4- Montajes preciosistas, que huyen de la velocidad.

“Cerrar los ojos” solo cumple el último toque de genialidad, lo que implica que sus 169 minutos de duración (eran 240 antes de estrenar) son difíciles de aguantar sin el apoyo de los demás.

No hay simbología más allá de algunos momentos y su maravilloso último plano, que sirve para que la película se pueda titular. La fotografía pretende replicar esos tristes claroscuros que conmueven en “El espíritu…” y “El sur”, pero solo los llega a imitar en algunas secuencias por la inusual diversidad de localizaciones, lo que confunde la armonía visual. Los diálogos, sorpresivamente, son largos y faltos de naturalidad.

Incluso la elección de Ana Torrent (sin duda deudora del homenaje a su primer papel) es errónea en su caracterización como hija de un José Coronado, solo nueve años mayor y a quien el maquillaje no logra del todo avejentar.

Con 83 años y al pausado ritmo de su producción, es posible que Víctor Erice no vuelva a rodar. Pero si así fuera, la decepción de su última película (aun cuando sea la mejor de la cartelera actual) no me impedirá volverle a visitar en una sala comercial…

El fin de “Bond, James Bond”

No voy a ocultar mi pesar por la pérdida de un personaje cinematográfico que me acompaña desde la adolescencia y al que he sido fiel hasta ayer, cuando vi… “Sin tiempo para morir”, la última película de un James Bond irreconocible en un par de aspectos que son irrenunciables por troncales de su personalidad.

James Bond ya no es el “Bond, James Bond” que en 1953 creó Ian Fleming para convertirse luego en la saga más longeva de la cinematografía mundial, pero seguro que en el futuro tampoco lo será a tenor de cómo esta última entrega nos prepara el aterrizaje del sucesor/a de un Daniel Craig que se va. El desastre no tiene vuelta atrás y de tenerla, este título se debería eliminar.

Es indudable que un personaje cinematográfico con casi sesenta años de vida debe evolucionar con los tiempos, en un difícil equilibrio entre su naturaleza intrínseca y lo que en cada momento es actual. Pero la realidad que nos contempla, basada en la hipocresía social, resulta ser tan radical que no entiende nada que se aparte del credo de lo que es políticamente correcto, aunque destruya una personalidad. Es una lástima que la propuesta de evolución iniciada con “Skyfall” (la mejor de todas), en donde la humanización del personaje no contradecía sus principales claves de identidad, haya tomado otro camino, convirtiendo a Bond en lo que nunca llegáramos a imaginar

James Bond, desde “Dr. No” en 1962, ha seguido gustando a hombres y mujeres por igual, llenando las salas de espectadores que asumían a los malos malísimos de manual, las desenvueltas chicas Bond, los deportivos Aston Martin, los martinis agitados y no mezclados (según el original), los elegantes esmóquines de Brioni y luego de Tom Ford, las persecuciones imposibles y hasta la licencia para matar, como una fantasía que no estaban obligados a imitar. Nada hay de perjudicial en lo que no es real y esa ficción es el sello de identidad del cine, fabricador de historias para soñar. También la Ópera nos ofrece tramas y personajes de dudosa legitimidad y a nadie se le ha ocurrido enmendar el libreto de Arrigo Boito para el “Otelo” de Verdi por ser un maltratador sexual.

Quien lea esto se preguntará por aquello que no quiero especificar, pero mi discrecionalidad por respeto a la taquilla me obliga a callar lo que cada propio espectador en la sala deberá juzgar…

“¡La mejor película musical de todos los tiempos!”… y dos

El 13 de febrero de 2019 escribía… “¡La mejor película musical de todos los tiempos!”, a propósito de su programación en “La 2”. No han transcurrido ni dos años para que de nuevo la podamos (mejor, debamos) ver hoy en televisión (también en “La 2”).

Como continuación de lo escrito entonces sobre “West Side Story” (R. Wise y J. Robbins-1961), quiero reiterar mi admiración por el creador de su partitura: el incomparable Leonard Bernstein, todo un ejemplo de acertada evolución de la escritura musical adaptada a su tiempo y al gusto del espectador.

En repetidas ocasiones he denunciado el doloroso divorcio entre la casi generalidad de los compositores contemporáneos y el público, en una sinrazón ya secular que les lleva a la creación de obras indigeribles con el pretexto de la libertad y la exploración. Pretexto que esconde posiblemente la incapacidad por mejorar lo anterior y la cobardía de reconocerlo, vistiendo ropajes de elitista erudición.

Algo que caracteriza a la historia de la composición es, en cualquier tiempo anterior, su cercanía con el acervo popular representado por las piezas del folclore que en cada región han constituido la esencia de su cultura y la identidad de su población. Bernstein no traicionó esa herencia que tan bien cultivaron Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler o Strauss (también Falla o Albéniz, en lo nacional) y tomó lo mejor de la música americana de su generación (cuyo máximo exponente entonces era el Jazz) para crear obras plenas de actualidad, calidad y lo más importante, el favor de un público ansioso por escuchar algo nuevo que también le llegase a emocionar sin la humillante sensación de no estar a la altura de lo que algunos proponen como música culta actual, contagiados por un virus sin corona pero quizás peor: el virus de la cerrazón.

Imposible no vibrar con las inspiradísimas notas de la intemporal “West Side Story” en la sala de conciertos, en el cine o en el televisor. Algo que todos buscamos y que parecen olvidar esos obcecados compositores que desde hace un siglo no nos tienen la más mínima consideración…

-Pinchando en la imagen superior se puede acceder al documental sobre la célebre grabación de la obra que para Deutsche Grammophon dirigió en 1984 el propio Bernstein a Kiri Te Kanawa, José Carreras, Tatiana Troyanos, Kurt Ollmann y Marilyn Horne-

El mejor beso, la mejor película, la mejor música y el mejor director

En dos martes consecutivos La 2, en su programa “Días de cine clásico”, nos regala el mejor beso que jamás se filmó y la mejor película de cuantas este arte concibió. Ambos “número uno” debidos al mismo autor: Alfred Hitchcock, a su vez el mejor director de todos los que han llevado a imágenes en movimiento la naturaleza del ser humano en su constante búsqueda de la felicidad y en su incesante estado de contradicción. Pero también, ahí está Bernard Herrmann, el mejor compositor de bandas sonoras y confeso deudor de toda la música clásica en su influyente tradición.

¿Alguien podría esperar que la jovencita Frances Stevens (Grace Kelly) supiera besar al maduro John Robie (Cary Grant) con esa inapelable seguridad y además, dejarle plantado en el umbral de su habitación…? Solo ella en “Atrapa a un ladrón” (A. Hitchcock-1955). El premio no lo consigue por cómo besar sino por cómo mirar, diciéndolo todo pero ocultando lo mejor.

Cuando, tras más de dos décadas sin derechos de exhibición, en 1984 vi por primera vez “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), mi corazón se paró. Nunca antes había sentido tal arrebatadora emoción al contemplar una película y ahora, desmedidamente, sigo sintiéndola en cada visualización. “Sigth and Sound”, la revista del British Film Institute que cada 10 años reúne a cientos de críticos de todo el mundo para nominar a las 10 mejores películas de la historia del cine, por aquellas fechas la ignoró. En 1992 ya apareció en el cuarto lugar, para ascender al segundo en 2002 y llegar a desbancar en 2012 a “Ciudadano Kane” (O. Welles-1941), hasta entonces siempre ganador. ¿Por qué?. Porque “Vértigo” define y explica con quirúrgica precisión lo que más ocupa y preocupa al Hombre: el enamoramiento como quintaesencia del amor. Y es tal la claridad y profundidad de su exposición que se erige por derecho propio en una de esas obras de arte que reinan en el Olimpo de la creación a la altura de la Novena de Beethoven, las Meninas de Velázquez, el David de Miguel Ángel, el Quijote de Cervantes o el viejo Partenón.

Además, la banda sonora original para “Vértigo” compuesta por Bernard Herrmann no tiene parangón. Entretejida con los profundos hilos wagnerianos de “Tristán e Isolda”, define y configura la película dándole su verdadera dimensión. Una obra creada en estado de gracia por el también mejor compositor. Nunca una música cinematográfica tuvo tanto significado y valor.

Solo por filmar este beso, crear aquella película y elegir a su compositor, Hitchcock ya sería merecedor de un lugar en esa indeleble Posteridad que registra a quienes contribuyeron a comprender y embellecer la civilización. Pero si a ello le añadimos todas las obras maestras que gestó desde 1920 hasta 1976, esa posición se encuentra a la cabeza, junto a la contada docena de genios que han deslumbrado en el arte universal y dan a la especie humana un sentido arrebatador…