“Letrasados”

En mi adolescencia, cuando desde aquella inconsciencia tuve que elegir el camino de estudios que debería marcar mi futura profesión, todo a mí alrededor me empujaba a contemplar las ciencias como el único que podía dignificar a mi persona ante los demás y además, preservarme de la ajena decepción. Entonces y más aun hoy, quienes optasen por las letras jugarían en una segunda división y mi ambición no podía aceptar mirar la espalda de los primeros, incluido en ese pelotón de los letrasados que asumían resignados su condición.

Pese a mi formación de ciencias hoy trabajo con la palabra, hablando y escribiendo, meditando sobre aquello que los números no alcanzan a definir del todo porque la vida es algo más que un camino trazado solo con regla y cartabón. Soy muy racional, lo confieso, por eso las letras me han ganado el corazón. Necesito explicar con vocablos lo que no puedo demostrar con cifras, aunque para ello deba asumir a menudo los malos entendidos o incluso mi propia equivocación. Pese a todo, no creo estar retrasado por confiar en el literal poder de la reflexión.

Las humanidades han perdido el protagonismo que ganaron durante muchos siglos cuando, para el mundo, el conocimiento del espíritu del hombre era una cuestión de prioridad mayor. A partir de La riqueza de las naciones (Adam Smith-1776) todo esto gradualmente cambió y el imperio de la economía logró que el ser cediese ante el tener, que la vida se midiese monetariamente por la capacidad de acumulación. La sociedad premió el enriquecimiento material castigando el filosófico-mental y hacia esto se orientó la educación. Hoy los jóvenes estudian lo que más y mejor les pueda solucionar la vida, tanto les guste como no. Las letras nunca aparecen en los requisitos formativos de los anuncios de empleo, toda una declaración anticipada de su más que probable pena de muerte en no más de una generación.

Es cierto que para contar el dinero hay que saber de números pero, sea mucho o poco, para disfrutarlo es imprescindible comprender lo que a la vida le da sentido y emoción…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El analfabeto del siglo XXI

Hoy llamamos analfabeto a quien no sabe escribir (y por tanto leer), pero en breve el término deberá modificar esta ya limitada acepción para incorporar otra competencia quizás superior. Si hasta la fecha, la escritura nos ha hecho independientes y libres a la hora de gestionar nuestra opinión, puede que ya estemos perdiendo esa condición los que no sabemos programar, es decir, quienes ignoramos como se escribe en el lenguaje más utilizado y universal: el de los ordenadores y en general de todos los sistemas de computación.

Alguien podrá considerar desproporcionada esta afirmación guiado por el espejismo que supone el invento de los interfaces que, a modo de un moderno escribano del siglo XXI, nos adecuan los programas al lenguaje que conocemos y que ya pertenece al siglo anterior. Por poner un ejemplo particular que también se ampara en el mundo del ordenador, la situación se asemeja a la de los traductores de idiomas por escrito (quizá no tanto los orales por no requerir de tanta precisión), cuyo uso todos sabemos que ofrece unos mejorables resultados aun hoy (en un futuro puede que no) y que condicionan el sentido final de la literalidad de las palabras originales llegando peligrosamente a desvirtuarlas de no tomar muchas precauciones en su corrección (quizás por ello nadie en su sano juicio utilizaría un traductor para redactar una emocionada carta de amor).

No conocer el lenguaje de la programación nos hace dependientes y esclavos de aquellos que si lo manejan y nos manejan a su entera disposición. Y si alguien quiere una prueba de esto, que se pregunte el porqué de los anuncios tan segmentadamente atinados que recibe insistentemente en su ordenador.

Soy consciente de que lo dicho suena a ciencia ficción, la misma que percibió aquel descreído vecino de Gutenberg cuando esté le contó que había inventado una máquina que revolucionaría el mundo de la comunicación…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La sonrisa de los patinadores

Patinadora sonriendo

Siempre me ha fascinado presenciar las pruebas de patinaje artístico sobre hielo, que a su artística plasticidad unen el concepto deportivo del alto esfuerzo en la competición y aun otro muy singular: la sonrisa de los patinadores. Algo poco habitual.

Una de las características esenciales del deporte en general es la exigencia física que supone su práctica y que, aun variando de unos a otros, casi siempre deviene en cansancio y hasta agotamiento total. Debido a ello, es habitual encontrarnos con variados gestos y expresiones corporales de fatiga entre sus practicantes, quienes nos regalan las más variadas colecciones de muecas y ademanes que en ocasiones son tan acusados que nos informan claramente del grado de extenuación al que han podido llegar.

Pero estas manifestaciones de dolor no son enteramente inevitables y en ocasiones responden también a la idiosincrasia que cada deportista viene a demostrar. Recordemos el caso de la campeona corredora de fondo Paula Ratcliffe en los primeros años del presente siglo, quien acostumbraba a marcar el ritmo de sus zancadas con los más angustiosos rictus de dolor mientras sus contrincantes se mostraban mucho más relajadas, aunque verdaderamente no lo estuviesen pues en aquellos tiempos casi siempre era la brava atleta británica quien solía ganar.

Solo unos pocos deportes cuentan entre sus reglas (quizás no escritas) la conveniencia e incluso obligatoriedad de no exteriorizar muestras de esfuerzo, como significación máxima de control físico y también mental. El patinaje artístico está entre ellos (también las gimnasias rítmica y deportiva o la natación sincronizada), lo que me lleva a admirar todavía aun más a esos deportistas del hielo que son capaces de… al mal tiempo poner buena cara en forma de sonrisa, representando así lo tremendamente difícil como naturalmente sencillo en un alarde de control emocional.

Pero los entornos de dificultad no son privativos del deporte como bien sabe cualquier profesional que todos los días se enfrenta al duro reto de contribuir a la generación de valor para su empresa asumiendo su responsabilidad.

Mi actividad profesional como Business Coach me lleva a conocer de primera mano cual es el comportamiento de las personas en sus trabajos ahora que la cuesta está siendo muy empinada y es más difícil avanzar, pudiendo decir que solo unos pocos son capaces de practicar la sonrisa profesional.

No descubriré nada nuevo si recuerdo aquí que la tendencia natural que todos demostramos en los momentos de complejidad laboral es la de desmadejarnos y perder el control de muchas de nuestras competencias habituales para focalizarnos miopemente en un alocado devolver pelotas tal y como nos vienen a llegar. Abandonar nuestra planificación de las tareas en el tiempo o descuidar el trato con nuestros colaboradores internos o externos son solo algunos ejemplos de tantos otros en los cuales cada cual podrá reconocerse en mayor e menor cantidad.

Así las cosas, apelar a la dificultad de cada situación para no esforzarnos lo necesario en conseguir exteriorizar nuestra mejor versión profesional, nunca compondrá argumentario justificante por más que infantilmente nos lo creamos, pues en entornos complejos es cuando más se precisan todas las destrezas personales para combatir las contrariedades que nos acontecen y así llegar a contar con algunas oportunidades de triunfar.

¿Qué le diríamos a un patinador que quiere ganar si fuéramos su entrenador y nos pidiera permiso para dejar de sonreír en la próxima competición porque el esfuerzo de su compleja actuación se lo viene a dificultar…?

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Ser igual o Desigual…?

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Ser igual a los demás, piensan algunos, es un signo de evolución social mientras que distinguirse, otros opinan, es el espíritu que siempre ha caracterizado a los individuos que quieren progresar.

Efectivamente, la igualdad es un logro de las sociedades desarrolladas en la garantía de los derechos y obligaciones de las personas que las componen, pero no tiene ningún sentido cuando trasciende más allá hasta el ámbito de sus intenciones y actuaciones para mejorar.

A mediados de los años ochenta triunfó en la juventud (en mi juventud) las cazadoras de Desigual, una firma de moda renacida ahora cuyo lema… Desigual no es lo mismo se aplicaba a unas prendas divertidas por sus motivos Disney, confeccionadas con retales de tejido vaquero usado y diferentes unas de otras hasta no encontrar un par igual. Entonces, todos queríamos tener una chaqueta única pero de Desigual, una marca no única pues era compartida con los demás. Es curioso pero a partir del siglo XX la exclusividad ya no se entiende por lo estrictamente único (lo artesanal), si no por aquello que siendo escaso es compartido con otros bajo el concepto de marca con pretensiones de notoriedad (Rolex, Ferrari, Louis Vuitton, Chanel…) y que restringe el circulo de sus poseedores, casi siempre, a su estatus económico y social.

Por tanto, es evidente que en aquello que compramos y por consiguiente tenemos ya no hay nada verdaderamente desigual (con independencia del valor de lo adquirido), por lo que será la vía de lo que realmente somos la única forma de buscar la verdadera singularidad personal. Desgraciadamente, las sociedades actuales (equívocamente) solo fomentan la supuesta desigualdad por aquello que tenemos sin atender a nuestra personalidad, lo cual nos traslada una responsabilidad particular que cada cual deberá asumir en función de su aspiración vital.

En el ámbito profesional es donde quizás gana todavía más importancia el concepto de desigualdad pues, bien seamos empresarios, autónomos o empleados, nuestra aportación de valor personal pasará por ofrecer soluciones a los problemas y ello siempre será más difícil transitando por los caminos conocidos que por los novedosos, es decir, siendo igual que desigual. Las empresas y demás organizaciones precisan de la diferenciación para triunfar y esta será imposible obtenerla a partir de equipos iguales y dentro de estos, de personas con igual estilo y capacidad. Una empresa de iguales puede llegar a ser tan insulsa como una paella de arroz, pero de solo arroz, sin nada más.

Yo tuve una cazadora de Desigual por no querer ser igual a los demás y hoy estoy convencido de que puedo ser desigual aunque mi cazadora ya sea muy igual a las de los demás…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La “Negociafobia”


Lo primero que aprende un bebé al nacer es que tiene que hacer algo para conseguir algo. Llorar para comer será el primer paso de un largo camino que durante toda su vida se caracterizará por el aprendizaje sobre la necesidad de transacción permanente para lograr lo deseado.

A esto podemos llamarle Negociación o ese proceso continuo mediante el cual dos o más partes, cuyas posiciones no están necesariamente en sintonía, se esfuerzan en llegar a un acuerdo que les beneficie.

“El Negociador al Minuto” es un reciente libro de Don Hutson y George Lucas que plantea, pese a su innegable necesidad, la habitual aversión a la negociación que caracteriza a la mayoría de personas y que los autores definen con el singular nombre de “Negociafobia”.

Yo comparto plenamente esta apreciación pues la cotidianidad nos regala múltiples ejemplos de ello, tanto desde el ámbito íntimamente familiar como desde el profesional y social. Todo cuanto nos acontece requiere negociar pero, en realidad… ¡que poco se negocia!

Para caracterizar mejor este comportamiento frente a los restantes, Hutson y Lucas definen cuatro estrategias o tipologías de actuación que son las habituales ante la Negociación:

      • Evitar: no abordar la Negociación con la ingenua intención de acometerla posiblemente más tarde.
      • Amoldar: aceptar la propuesta de la otra parte sin presentar otra opción.
      • Competir: buscar el “yo gano, tú pierdes” en toda ocasión.
      • Colaborar: orientarse hacia los acuerdos “ganar-ganar”.

Pese a que la estrategia de Evitar normalmente no es la más conveniente, en particular podría usarse cuando negociemos asuntos sin importancia o cuando nuestra mejor opción sea la actual.

Amoldar solo será indicado ante posiciones de inferioridad manifiesta, aunque siempre es conveniente significarlo a la otra parte para no sentar precedente en oportunidades futuras (“a tenor de las circunstancias, en esta especial ocasión acepto su propuesta”).

La estrategia de Competir deberá implementarse cuando el antagonista no presenta tipología de Colaborar y solo busca un resultado: ganar.

Así pues, aunque el negociador más eficaz suele presentar un estilo de Colaborar esto será siempre que no se encuentre con alguien empeñado en Competir, pues esto le obligaría a Amoldar su interés y así perder todo tipo de opción de beneficio.

En resumen, podríamos decir que las estrategias proactivas (Competir y Colaborar) son más eficaces que las reactivas (Evitar y Amoldar), pues la interacción de las partes frente al inmovilismo siempre adelanta camino a la hora de encontrar soluciones comunes a los intereses particulares.

Tener Fobia a Negociar por evitar confrontaciones que perturben la tranquilidad vital paradójicamente no nos garantizará nunca el favor de quienes nos rodean pues, a sus ojos, siempre gozará de mayor estima quien es capaz de defender sus intereses sin olvidar los ajenos frente a los que se resignan a aceptar siempre lo que quieren los demás…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Ser como James Bond


Escribir en un Blog de Coaching que trata sobre desarrollo personal y profesional y titular un artículo como el que encabeza el presente, puede parecer la mejor forma de meterse en un callejón sin salida del que no poder escapar sin perder para siempre la credibilidad autoral.

A estas alturas no parece muy necesario presentar a Bond, James Bond. Paradigma del eterno agente secreto cuya refinada y seductora heroicidad se alimenta de un frívolo e inagotable talento testicular que vale tanto para coleccionar conquistas y amores imposibles como cadáveres de inefables enemigos, eso sí, con licencia de Su Graciosa Majestad.

No hay personaje cinematográfico de carne y hueso que, aparentemente, pueda alejarse más de la realidad y desde hace décadas e intérpretes sea imbatible en las preferencias de un público con marcado carácter intergeneracional. A ellos, porque les gustaría ser como él y a ellas, porque les gustaría estar con él (aunque obviamente también caben otras combinaciones según los gustos sentimentales de cada cual).

Para ser fan de una persona o de un personaje solo debe cumplirse un sencillo principio de carácter general: que haga algo que nos guste y nosotros no hagamos o lo hagamos mucho peor (aunque a veces no sea verdad).

Pues bien, públicamente yo me confieso que también soy fan de James Bond. ¿Por qué será…?

Dejando a un lado lo que liga, lo que conduce, lo que viste, lo que bebe, lo que juega o a los que puede…, el personaje creado en 1953 por Ian Fleming atesora otra serie de competencias menos cinematográficas que sí son muy a considerar para caminar seguro por este inquietante mundo actual.

Las más evidentes son las de su eterno Compromiso con una causa (la del bando de los supuestamente buenos) que le lleva a plantear una Unicidad de Comportamiento, consiguiendo así la Fiabilidad que resulta imprescindible para contar con la Confianza de los demás y especialmente de M, quien siempre le perdona sus coqueteos con lo fuera de la ley, de Q que hace lo propio cuando escacharra cualquiera de sus gadgetianos inventos o de la eternamente enamorada Miss Moneypenny quien, resignada a aceptar que nunca podrá sentarse en la primera fila de su corazón, sueña con estar solo unas filas atrás.

Transitar por la vida comprometidos con nuestras causas y actuando sin doblez es la mejor forma de ganar credibilidad ante quienes nos queremos relacionar. Por el contrario, la hipocresía es la peor compañera de viaje que podamos elegir pues, estoy convencido, es el defecto que menos perdonan y olvidan los demás.

Por naturaleza, también destaca del comportamiento de nuestro británico agente su fino Sentido del Humor (magistralmente introducido por Roger Moore en los ´70, retomado por Pierce Brosnan en los ´90 y ahora algo olvidado por el actual, Daniel Craig). Si hace casi dos décadas la irrupción golemaniana del concepto de Inteligencia Emocional supuso la consideración de un escalón superior al de la Inteligencia Racional, últimamente comienza a hablarse de otro nivel más completo para la valoración de las capacidades humanas: la Inteligencia Humorística. Así, algunos piensan que quien atesora Inteligencia Humorística tiene asimismo la Emocional y por supuesto la Racional. Sin poderlo aquí demostrar, dado que desconozco que parámetros de valoración se vienen a utilizar, de forma intuitiva yo comparto también esta hipótesis pues, en mi vida, a ninguna persona de éxito que haya conocido le faltaban grandísimas dosis de ese Sentido del Humor que minimiza cualquier pesar.

Finalmente y desde hace casi 50 años (Agente 007 contra el Dr. No se estrenó en 1962), James Bond demuestra cumplidamente en todas sus aventuras la que siempre he defendido como la cualidad primera y principal para la consecución de buenos resultados en la vida: la Perseverancia (que en su caso se traduce como un no rendirse jamás). Solo baste un sencillo ejercicio de recapitulación de los pequeños o grandes fracasos que han importunado nuestra vida para concluir que, posiblemente, la mayoría de estos están motivados por el abandono del esfuerzo necesario para la consecución de lo buscado (nos rendimos), independientemente de la justificación de las razones que nos llevaron a claudicar. Es obvio que la vida es una carrera de larga distancia y no la sucesión de agotadores y alocados esprines que, en muchas ocasiones, carecen del necesario orden y conexión para hacernos progresar.

Por todo lo dicho concluyo que me gustaría Ser como James Bond pues, aunque algunos digan que Solo se vive dos veces (1967), estoy convencido de que El mañana nunca muere (1997) si somos capaces de vivir con Alta tensión (1987) y aceptar el ambicioso reto de que El mundo nunca es suficiente (1999) para poder soñar con esos Diamantes para la eternidad (1971) que ofrecer a alguien y… Solo para sus Ojos (1981)…

 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Alberto de Mónaco y la “Autorregulación”


Por lo que las imágenes de televisión nos han podido ofrecer del enlace matrimonial del Príncipe Alberto de Mónaco con la Srta. Charlene Wittstock, parece obvio que el evento nupcial tuvo mucho más de negocio que de ocio, arruinando así las ilusiones de tantos telespectadores ávidos de rememorar la más que cinematográfica emoción de una Grace Kelly al convertirse, hace medio siglo, en una princesa monegasca de cuento.

Las bodas reales siempre han sido, más que otra cosa, una “Cuestión de Estado” que subsidiaria y raramente ha concedido algún rincón de su justificación al corazón de los contrayentes, como parece que efectivamente así ha ocurrido en los recientes esponsales de William, el nieto de Isabel II de Inglaterra o los ya más lejanos en el tiempo de algunos miembros de la Familia Real española.

Casarse, si vas a ser o eres Rey, es una obligación más que personal sin duda profesional pues garantiza la preservación dinástico-familiar de un privilegio institucional de muy dudosa legitimidad democrática, aunque esta ahora es otra cuestión. Por tanto, en esos casos suele ocurrir que la obligación no necesariamente suele venir acompañada por la devoción aunque esta circunstancia, que acontece muy a menudo, todos sabemos conviene disimularla en beneficio de las “reales” apariencias.

Alberto de Mónaco trabaja para una empresa que es su propio Estado. Estado que vive, nunca mejor dicho, de las apariencias pues su PIB lo genera la venta del supuesto glamur que destila la familia Grimaldi, sea para bien o para mal. Lo que de su actuación y comportamiento públicamente quede manifestado se traducirá en el peso de las arcas de un país que se alimenta del papel cuché y cuya bondad fiscal no es argumento suficiente para compensar unas limitaciones geográficas que no le permiten aspirar a más.

Sin duda, el cuestionable espectáculo nupcial que nos ofreció el hijo de los ahora añorados consortes Rainiero y Grace constituyó una desafortunada gestión de lo que es su responsabilidad profesional y una valiosa oportunidad perdida, que minorará significativamente las expectativas de retorno de la inversión de una boda que tardará varias décadas en volverse a proponer en el pequeño principado europeo.

¿Profesionalmente, en qué falló Alberto de Mónaco…?

Una de las competencias esenciales de todo aquel profesional que interactúe en entornos relacionales es la adecuada gestión de su emocionalidad, ya sea por un exceso que le obligue a la contención o por su defecto que le aconseje su dinamización. Tan pernicioso puede ser el dejarse llevar incontroladamente por los sentimientos como el no ser capaz de generarlos y mostrarlos cuando se debe y es oportuno. Por desgracia, a menudo los extremos se suelen tocar siempre en el punto más inconveniente.

Si todos aceptamos que contener la emocionalidad en determinadas ocasiones es lo apropiado y hasta lo necesario, también deberemos considerar que no lo es menos el propiciarla y demostrarla en otras, aunque esto mismo pueda resultar a veces un tanto embarazoso por la ausencia de práctica habitual.

A lo largo de mi carrera profesional me he cruzado con algunos triunfadores que, entre sus principales virtudes, atesoraban la de saber manejar con tino de relojero helvético la manija del nivel de exteriorización de su comportamiento emocional y siempre con independencia de su “procesión interna”. Tenían lo que en palabras de Daniel Goleman se llama la Autorregulación, uno de los anclajes básicos de la Inteligencia Emocional (IE) que les permitía ajustar milimétricamente su actuación personal a lo demandado por las situaciones que vivían. Y todo ello por supuesto sin traicionar a la verdad, pues los predicamentos de la IE no fomentan el falseamiento de los sentimientos sino simplemente su adecuado manejo social.

La Autorregulación también es una de las virtudes de todo buen actor profesional, siempre en búsqueda de la verdad interpretativa a partir de su honesta capacidad para generar sentimientos a demanda, eso que tan bien supo hacer la Princesa Americana, madre del hierático e insulso Príncipe no azul de la cosmopolita Costa Azul mediterránea… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La Humildad y Erwin Schrott

erwin-schrott.jpgErwin Schrott es sin lugar a dudas uno de los barítonos más solicitados actualmente en el panorama operístico internacional. A sus notables cualidades vocales se une su atlética apostura y una facilidad actoral que tradicionalmente es inusual en los cantantes líricos, más preocupados por la voz que por la imagen y el gesto.

anna-netrebko.jpgAdemás es el flamante esposo de Anna Netrebko, la extraordinaria y bella soprano rusa que en los últimos años triunfa apoteósicamente por doquier, levantando encendidas pasiones y a la que se disputan enconadamente todos los principales coliseos de la Ópera mundial.

Podríamos decir que ellos son ahora a la Ópera lo que Brad Pitt y Angelina Jolie al Cine, es decir, el glamur canoro de “Erwinanna” frente al cinematográfico de “Brangelina”.

Aprovechando que el Sr. Schrott se encuentra estos días en Valencia cantando el Dulcamara de “L´elisir d´amore” (Donizetti), el pasado sábado me lo presentaron y tuve la oportunidad de charlar personalmente con él unos minutos en la cafetería del Palau de les Arts Reina Sofía. Lo primero que le comenté es que el verano anterior pude aplaudirle, una vez más, escuchándolo interpretar al resignado y guasón Leporello de “Don Giovanni” (Mozart) en el Festival de Salzburgo y a su mujer, al día siguiente, en un “Romeo y Julieta” (Gounod) que puso a la Felsenreitschule patas arriba.

Dicho esto, semejante confesión de rendida y moto-viajera admiración podía hacer presagiar la más excelsa demostración de divismo por parte de alguien que parece pudiera tener “licencia para levitar” sobre el resto de los mortales, entre los que por supuesto me encuentro yo mismo. ¡Pues no!: conversamos tan sencilla y coloquialmente como lo pueda yo hacer a diario con cualquiera de mis amigos, también mortales ellos.

Siempre he admirado la contención de quien, poseedor de un talento especial y reconocimiento en algo, no se vanagloria públicamente del mismo dejando al criterio de los demás la consideración del premio a su valía. Sin duda, el único testigo imparcial del éxito.

Saberse competente en el desempeño de una tarea o actividad y no publicitarlo en cada oportunidad encontrada (o incluso buscada) es labor poco menos que imposible, de no atesorar la cualidad que distingue a todos los grandes hombres y mujeres que han sido merecedores de un recuerdo en la historia de la humanidad: ”La Humildad”.

Pero Humildad entendida no como una pose de falsa modestia encubridora de verdadera soberbia, sino como la constatación de que la notoriedad en algún área de la vida no puede presuponer superioridad análoga en las demás y ante los demás, por lo que nadie podrá ser mejor que alguien por muy bien que logre, por ejemplo, entonar las dulces e inmortales notas de una deliciosa partitura mozartiana.

Por todo esto y ahora, soy doblemente admirador de quien luce como gran cantante y brilla como mejor persona… Erwin Schrott.

 

Saludos de Antonio J. Alonso

Lo que une a las personas


Muchas veces me he preguntado qué es lo que acerca y une a las personas, que atrae a la gente en los casos en que no existe un vínculo de relación predeterminado como lo pueda ser el familiar, en esas situaciones en que la elección es libre y no impuesta por las circunstancias, cuando la autonomía de decisión solo depende de la voluntad y el criterio personal.

¿Por qué nos aproximamos más a ciertas personas que a otras? ¿Qué nos lleva a elegir pareja, amigos, socios, colaboradores, etc.? ¿Qué apreciamos en los demás que nos atrae hasta el punto de querer compartir con ellos nuestro tiempo, eso que valoramos más?

No puede haber una respuesta general pues la atracción entre las personas se explica a partir de un cóctel integrado por muchos ingredientes que no se repiten por igual en cada cual, al ser los gustos algo tan particular. No obstante, de todos ellos, hay uno que destaca poderosamente sobre los demás y que no suele nunca faltar a la hora de fijarnos en quienes nos rodean, constituyéndose siempre en condición necesaria y hasta suficiente por lo normal.

Es… ¡la ADMIRACIÓN!

Los diccionarios definen la ADMIRACIÓN como… la consideración que se tiene a alguien o algo por sus cualidades, quedando aquí patente que son las cualidades quienes la determinan y derivan a su vez en una consideració especial. Cuando de alguien valoramos con intensidad positiva alguna de sus cualidades comenzamos a admirarlo, fascinándonos su habilidad y sintiendo una fuerza invisible que ejerce del más potente imán de atracción humana mientras persista esa cualidad.

De todos, quizás el ejemplo más evidente del poder de encantamiento de la ADMIRACIÓN lo encontramos en las relaciones sentimentales de pareja, que suelen comenzar desbocadamente cuando el enamoramiento ejerce de sublimador de las virtudes del sujeto amado y ocultador de lo que no suele gustar. Nos enamoramos porque admiramos algunas (no necesariamente todas ni las más importantes) características personales de la pareja y nos desenamoramos cuando ya no somos capaces de percibirlas, bien porque al principio no fueron realmente ciertas o porque siéndolo hayan sido perdidas por la persona amada al cambiar (George Sand dijo que… el amor sin admiración solo es amistad).

En el mundo laboral la ADMIRACIÓN también es muy determinante al ser consustancial con el liderazgo profesional, encontrándose difícilmente líderes naturales que no sean admirados por sus colaboradores quienes, llevados por esta consideración especial, suelen convertirse en fieles seguidores e incluso  imitadores de su actuar. En el extremo opuesto se encontrarían los jefeadores que, carentes de toda cualidad admirable, generan en sus subordinados desinterés, distanciamiento y malestar.

En general, la ADMIRACIÓN se sustenta en el hecho de percibir que otra persona realiza algo que valoramos como significativo y de forma evidentemente mejor que uno mismo. Si lo valorado además es ejecutado con excelencia, la ADMIRACIÓN se convierte en veneración, generando sentimientos de lo que llamamos amor platónico, en el que se sustenta el fenómeno de los fans en todas sus intensidades y variedad (música, literatura, deportes, etc.). Personalmente confieso una vez más que siento admiración por los directores de orquesta, a muchos de los cuales sigo desde hace años en sus conciertos viajando en motocicleta para poderles escuchar.

Si admirar depende de uno mismo, ser admirado desde luego que también. Todo parte del compromiso y la voluntad personal para desarrollar obstinadamente aquellas capacidades (cualesquiera y sin importar su trascendencia) para las que mejor dotados estemos y nos distingan algo de los demás. Hablar con serenidad, ser disciplinado, no enfadarse, tener sentido del humor y tantos como estos son claros argumentos por sí mismos para atraer a los demás. Sin excepción, todos albergamos suficientes razones internas para ser por algo admirados, pero no todos somos capaces de desarrollarlas y exteriorizarlas al exigir un esfuerzo que no solemos estar dispuestos a entregar y como todo en la vida, siempre será necesario para mejorar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La Resiliencia… ¡hoy más que nunca!

Resiliencia

La Resiliencia (del latín resilio o volver a atrás) es un término que inicialmente fue utilizado por la Ingeniería con objeto de definir la capacidad que tiene un material para recobrar su forma original tras estar sometido a una presión deformadora. En los años setenta del pasado siglo la Psicología Positiva lo incorporó a su doctrinario identificando como resiliente a todo individuo que, frente a las adversidades, desarrolla un fuerte espíritu de lucha y adaptación que le permite reconstruirse y desarrollar valiosas propuestas de futuro para él y los demás.

Para mi desgracia pero inevitablemente, de nuevo vengo con nuevos términos que tienen otros antecedentes mucho más reconocibles en nuestro acervo lingüístico tradicional. En este caso, podríamos decir que una persona resiliente es algo similar a lo que siempre hemos conocido por estoica (fuerte ante la adversidad y la desgracia) pero, ¡qué le vamos a hacer!, en ocasiones parece que lo nuevo siempre es mejor y más apropiado aun sin muchas veces serlo.

Una de las tipologías humanas que más interés despierta a los biógrafos o los directores de cine es la de esos personajes que han construido su vida a partir de una sola ley: levantarse siempre una vez más de las que se han caído. Ejemplos como Gandhi, Nelson Mandela, Stephen Hawking, Ana Frank, Teresa de Calcuta o muchos de los grandes personajes del mundo pre-contemporáneo son arquetipos del espíritu de flotabilidad que distingue a los triunfadores de aquellos que se resignan a asumir calladamente sus circunstancias. Pero como aquellos y sin conocerlos, estoy convencido de que existen otros muchos que de forma más anónima han construido sus vidas desde el compromiso asumido con su futuro y la entereza de ánimo necesaria para lograrlo.

No hay una sola receta que asegure como implementar exitosamente la Resiliencia en nuestra vida sino que, como toda buena paella, es un conjunto de ingredientes que sabiamente combinados ofrecen un resultado muy apetecible.

Los diez más determinantes, quizás podrían ser:

1- Autoestima: La positiva percepción que se tiene de uno mismo.

2- Introspección: La auto-observación ecuánime.

3- Independencia: El mantenimiento de la necesaria distancia física y emocional ante lo que nos afecta sin caer en el aislamiento.

4- Sociabilidad: La tendencia a establecer lazos emocionales con los demás.

5- Iniciativa: La capacidad de fijarse metas y caminar hacia ellas.

6- Sentido del Humor: La práctica constante en la búsqueda del lado cómico de la vida.

7- Creatividad: La innovación dentro de la rutina.

8- Empatía: La orientación hacia la comprensión de las circunstancias que afectan a los demás.

9- Pensamiento Crítico y Analítico: La reflexión sobre las causas de la adversidad y la identificación de sus soluciones.

10- Perseverancia: El mantenimiento firme en las actuaciones necesarias para la consecución de los objetivos propuestos.

Ser resiliente, más que una virtud, hoy en día es una necesidad ante esta compleja realidad que no facilita nada y exige mucho a quienes miran la vida con las ganas de ser cada día algo más… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro