Ningunear

Cuando hace algunas semanas leía que Giovanni Mongiano, un veterano actor italiano de 65 años y 45 de ejercicio profesional, quiso representar íntegro su monólogo de 80 minutos ante un teatro completamente vacío al no haberse vendido ninguna entrada, supe que le debía un artículo que quizás a muchas otras víctimas del ninguneo también les pueda interesar.

Sin duda, el caso de Mongiano pueda parecer un tanto singular por su teatralidad, pero en esencia explica mucho de lo que a todos nos ocurre en la vida normal y es ya costumbre social: el ninguneo como deporte nacional o incluso internacional.

Ningunear no es menos ni más que la acción de menospreciar a otra persona a partir de una indiferencia que lleva a la desconsideración total de lo que nos quiere proponer y tratar. Y para ejemplo de esto y que a todos nos pueda tocar, algo que en la actualidad es tan habitual: el no contestar.

El no contestar se ha convertido hoy en el santo y seña del ninguneo más informal. No responder a cualquier tipo de comunicación (claro, que sea seria y cabal) es el peor desprecio que se pueda dar. Incluso mayor al insulto, la burla o la ofensa pues estas trasladan la insolencia de quien quiere disputar mientras que el silencio, la cobardía de su falta de personalidad. No contestar es una manera equívoca y medrosa de evitar el mal trago de manifestar un no, creyendo así con ello preservar la propia imagen y no incomodar al interlocutor. Interlocutor que, no nos equivoquemos, siempre recibirá el silencio como la peor señal de subestimación personal.

Hasta tal punto se ha llegado a generalizar el ninguneo del silencio comunicacional que, incluso en asuntos comerciales, da lo mismo que seas vendedor o comprador a la hora de conseguir una contestación: todo lo que viene a importunar se oculta en el cajón de esas gestiones mudas, que están logrando llenar este mundo de la más desesperante informalidad.

En la próxima ocasión que me pretendan ningunear me acordaré de Giovanni Mongiano, el actor que se supo reivindicar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Para qué sirve la intuición…?

Dos amigos, Pedro y Juan, se retan a realizar diez multiplicaciones de pares de números de dos cifras, en el menor tiempo posible y sin cometer error. La primera es… 27×32. Pedro, consciente de que el método matemático de resolución conlleva una costosa procedimentación, decide atajar y contesta al instante que 846, confiando en su acostumbrada intuición. Juan opta por la razón y tras varios cálculos afirma, algo después que 864, la correcta solución. ¿Y si Pedro también hubiera acertado…? Entonces Juan solo debería esperar a las otras nueve operaciones con la seguridad estadística de que Pedro, casi todas,  las tendría que fallar. Así es la ley de la probabilidad, que penaliza a la casualidad frente al análisis de la situación.

Si la intuición es el conocimiento instintivo y directo de las cosas, la razón es el reflexivo y secuencial, lo que las define como maneras opuestas de actuación. Así, aquella es rápida y descansada mientras que esta, lenta y esforzada. En la resolución de problemas (es decir, la vida en general), parece que la primera opción es más atractiva que la segunda si seguimos nuestra inclinación animal a minimizarel sudor. Pero si atendemos a la probabilidad de acertar, lo conveniente entonces será el razonar y dejar la adivinación para los juegos de azar o la novelación.

A menudo me encuentro con personas que manifiestan dejarse llevar en la vida por su intuición y yo me pregunto si estarían dispuestas a subirse a un avión pilotado por un taxista, eso sí, con gran sentido de la orientación.

¿Para qué sirve la intuición…? Pues para solventar lo que no ofrece tiempo de resolución, como pueda ser una caída inesperada por las escaleras, una partida rápida de ajedrez o mientras conducimos el coche, un inoportuno reventón. Entonces no nos queda otro remedio que decidir sin pensar, aunque si tuviéramos la oportunidad de vivir esos instantes a cámara lenta seguro optaríamos por darnos la oportunidad de reflexionar cual sería la mejor opción. ¿Es así o no…?

¡Ah!, se me había olvidado decir que Pedro, subido algo de peso, no consigue disminuir el perímetro de su barriga pese a su reciente adquisición, en una conocida tele-tienda, de un aparato de estimulación abdominal por electrodos que además puede usar mientras contempla, cómodamente sentado en su sillón y con una cerveza, la televisión. Por su parte, Juan mantiene un vientre plano tras varios años de ejercicio regular en el gimnasio, cuya alta dedicación es verdad que le ha restado mucho tiempo para beber cerveza y encender el televisor…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La TV o la parálisis del sillón

Un aparato de televisión apagado vale tanto como el tiempo que nos ahorra en su visualización o lo que es mejor, vale lo que nuestra inteligencia es capaz de generar libre de toda sedación.

Hay muchos relatos y películas de ciencia-ficción que plantean un mundo donde las personas son gobernadas por un ente superior que, en un alarde de capacidad colectiva de hipnotización, consigue que piensen y actúen todas de una misma manera, anulando su capacidad de decisión. Hoy esto ya no es ciencia y mucho menos ficción. La televisión ejerce de dios barrenador de cualquier intento de actividad neuronal que no sea la de la aceptación zómbica de su visión. La televisión centrifuga la razón y amordaza la actuación, por lo que tiene un coste mucho mayor que el de su mero consumo y es el de la desactivación de nuestra proactividad tras apagar el televisor. La televisión nos manda aun cuando no estamos sentados en el sillón.

Dos horas al día de televisión son 7,5 años de una vida gastados sin que valga ninguna explicación. Totalmente perdidos y no por alguna obligación, sino por nuestra libre decisión. Más de un 8% de nuestra existencia tirado al contenedor de una basura llena de lo único que no se puede comprar ni vender, porque el tiempo es un tesoro sin posibilidad de enajenación.

¿Qué hace a la televisión ser plenipotenciaria gobernadora de nuestro salón? Pues… la parálisis de unas mentes que prefieren ser espectadoras de otras biografías en lugar de escribir su propio guión, la costumbre de finalizar el día eludiendo el compromiso con la propia superación, la resignación a que lleva un mundo que está perdiendo su ilusión en un futuro mejor y en fin, el estar leyendo este artículo y no tomar ya una decisión…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

En defensa de… “las rutinas”

No podemos negar que la rutina vital nunca será el tema preferido para las novelas, las canciones y las películas (excepto, claro está, en Atrapado en el tiempo/Harold Ramis-1993), pues son los personajes que navegan en la variedad existencial los que suelen ser más atractivos para los demás, aunque luego estos en su propia vida prefieran la seguridad que ofrece la repetición de ciertos actos y comportamientos, lo cual… es claro que por algo será.

Para explicarlo voy a seguir por el camino del ejemplo cinematográfico. No puede haber mayor variedad vital que la representada por Robert Redford en la maravillosa y adelantadamente ecológica película Las aventuras de Jeremiah Johnson (Sydney Pollack-1972), en donde su indomable protagonista vive en las Montañas Rocosas una vida libre y sin reglas que le lleguen a condicionar, sin más predictibilidad que la que el destino le quiera deparar. A todos nos encanta verlo deambular, barbado y vestido de pieles, en su atractivo periplo de aventuras guiadas solo por sus ansias de independencia y novedad. Pero nadie estaría dispuesto a tenerlo que imitar. He aquí la gran paradoja que divorcia los sueños de la realidad.

¿Qué hace que optemos por la rutina (o mejor… las rutinas) en lugar de la variedad cuando esta última parece ser la forma de vida que admiramos más? Pues nada más sencillo que un asunto de eficiencia y practicidad. Las rutinas (ya he dicho antes… en ciertos actos y comportamientos) nos aseguran el poder realizar aprovechadamente y sin tanto esfuerzo muchos de los quehaceres que conforman el modo de vida propio de nuestra sociedad, tan exigente como luego generosa por el nivel de vida que nos permite disfrutar. Nadie quiere renunciar a esto y por ello nadie se arriesga a vivir el capricho de una vida azarosa al margen de las reglas de la colectividad.

¡Ah! y que a nadie le confundan esas frases libertarias y pseudopoéticas que asocian rutina con inmovilidad, pues aquella en lo micro se refiere a las tareas a realizar mientras que esta en lo macro a la elección del horizonte al que aspirar. Ambas compatibles por necesidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Cada cosa en su sitio y…

Cada cosa en su sitio

Dicen que todo en nuestra vida tiende recurrentemente al desorden y es muy posible que así lo sea. Ante ello, cada cual es muy libre de elegir como afrontar esta situación: si dejándose embarulladamente llevar o llevándose deliberadamente hacia otro lugar.

En mis pensamientos cotidianos nunca olvido aquel cartel que, en los años sesenta, presidia una de las dependencias de producción del que entonces era nuestro negocio familiar. Escrito con sugestivos caracteres blancos sobre fondo azul ultramar decía… “Cada cosa en su sitio y un sitio para cada cosa”. Para un curioso niño de seis o siete años no podía haber misterio alguno más revelador.

Pero, ¿el desorden puede estar justificado por alguna razón…?. Tras varios años de búsqueda e investigación he llegado a la conclusión de que sí hay una común razón: nuestra propia autojustificación.

Nadie, pero nadie, duda de que el desarrollo de los procesos de actuación tanto personal como profesional siempre se beneficia por la observancia de la organización. Se trata de una ley de ámbito universal cuya probatura cuenta con miles de años de constatada efectividad. Ahora bien todos, pero todos, somos presas de una indolencia natural que nos invita remolonamente a continuar dejando las cosas como están en la esperanza de que todo ya se arreglará. En definitiva, soñamos con que un día abriremos el armario y milagrosamente este nos presentará su interior bien ordenado, por supuesto sin nuestra previa y fatigosa intervención.

Recientemente en el programa de Levante TV, “Crono”, ya lo testimonié: Un maratón se finaliza con éxito, no el día de la carrera, sino en todos los días de su preparación. ¿Alguien defendería que el entrenamiento no exige organización?. ¿Qué resultados podemos esperar de una preparación que estuviera basada en esa improvisación que determina nuestra fluctuante predisposición al esfuerzo y al dolor?. ¿Hay alguna justificación a dejar a la suerte el destino de nuestros propósitos y lo que es peor, nuestra misma vida abandonada a la mera especulación?.

No, no y no. Y el orden es sin duda el mejor garante de ese equilibrio necesario que nos reposa el ánimo cuando se agolpan los propósitos o las obligaciones de realización. Sentir que casi todo se encuentra bajo un cierto control se configura como el paso previo a cualquier desarrollo exitoso de un complejo trabajo o de una simple actuación. Renunciar a esto es tanto como admitir que a la dificultad intrínseca de nuestra vida queremos añadirle más por nuestra consciente y equivocada decisión.

No me escondo, necesito el orden para vivir y vivo el orden con serena naturalidad. Y sin miedo al qué dirán, pues es muy cierto que una forma de exorcizar los males propios es condenar las virtudes ajenas y así a los que somos vocacionalmente ordenados se nos instala en imaginarias patologías que secretamente para sí las quisieran esos mismos que hipócritamente condenan nuestra esforzada ejemplaridad.

Desde mi niñez comprendí que no hay como saber dónde buscar para llegar a encontrar…

Saludos de Antonio J. Alonso

El precio de la libertad personal

El precio de la libertad

La libertad personal nunca es gratuita como todo aquello que tiene un reconocido valor y por lo tanto un precio, que dependerá de la cotización marcada por su propio mercado de posibilidades, importancia y utilidad.

Si admitimos que la libertad es la capacidad para pensar y obrar según la propia voluntad, es indudable que su valor normalmente deberá ser alto para todos en general y por consiguiente también lo será su precio (entendido este como el esfuerzo necesario para alcanzarla), que variará de manera principal en función de la facilidad o dificultad para su consecución que presente cada entorno vivencial.

No obstante, al margen del condicionante circunstancial antes definido y que aquí no podemos solucionar, hay otro específico de corte y atribución personal que ejerce gran influencia en la determinación final del precio de la libertad: el endeudamiento personal.

El endeudamiento personal podemos entenderlo como el conjunto de los compromisos adquiridos por un individuo que le obligan antes, durante o después de los mismos a su abono total. Por tanto, hablaremos de obligaciones monetarias o morales cuya satisfacción comporta un precio a pagar y que habitualmente ejercen de contrapeso y freno para avanzar. El ejemplo más popular podría ser el de la hipoteca por la compra del hogar, cuyo carácter pecuniario esconde otras muchas derivaciones más, no dinerarias, que condicionan tanto que en frecuentes ocasiones llegan a limitar considerablemente la capacidad de decidir y actuar o lo que es lo mismo, la capacidad de ejercer la libertad personal.

Si la libertad es un concepto asociado a la liviandad y por ello metafóricamente le añadimos alas para volar, no parece consecuente incorporar pesos que anclen nuestro deseo de elevarnos y revolotear (ver… Las dos mochilas de George Clooney). Confundir el desarrollo personal con una inconsciente carrera por coleccionar deudas de carácter material e inmaterial se convierte en la mejor manera de huir alocadamente hacia adelante sin mirar atrás y lo que es peor, condicionar un futuro que se puede quedar totalmente huérfano de poder decisional. En ocasiones, la acumulación de tanto por pagar (en todos sus sentidos) puede llevarnos a la insolvencia personal y lo que es peor, al desahucio vivencial.

Ser libre (sin ponerlas, es evidente que lleva comillas) no puede reducirse a un mero planteamiento mental derivado solo de la voluntad de serlo, dado que por su evidente gratuidad no comporta más que un deseo sin desarrollar para cuya materialización habrá que inevitablemente pagar. Pagar en forma de, por ejemplo, renunciar a imitar dócilmente un cuestionado concepto de vida, el occidental, que apresa a sus seguidores en la celda del consumismo desbocado e irracional, que es habitualmente innecesario y por lo tanto banal. Consumismo, de nuevo material e inmaterial, cuyo elevado precio inevitablemente suele asumir cada cual, desde la ilusión primera hasta el desencanto final.

El precio de la libertad personal no es otro que el que cada cual elija pagar en función de cuanto su vida quiera complicar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Lo integral no solo es cuestión del pan

Pan integral

Siempre me ha gustado el pan integral, incluso cuando hace más de veinte años todavía no estaba nada de moda en aquella sociedad. Siempre he admirado al hombre integro, incluso ahora que su práctica ya casi no forma parte de la costumbre actual. Lo integral es al pan lo que lo integro a lo personal y en ambos casos hablamos de aquello u aquel que, siendo entero, no defrauda pues es y se muestra con todo lo que tiene y sin engaños de su ser, tal y como definen los diccionarios que guardan la verdad.

No es esta la primera vez que confieso públicamente haber recibido gran parte de mi formación como persona en los añorados cines de mi adolescencia y juventud, al contemplar ensimismado y con vocación de copia esa integridad que destilaban en cada acto y decisión aquellos míticos actores (Clark Gable, James Stewart, Humprey Bogart, Gary Cooper, Cary Grant, John Wayne, Gregory Peck, Burt Lancaster, Kirk Douglas, Henry Fonda, Robert Mitchum, etc.) que encarnaban los personajes de las edificantes películas de la época clásica del cine universal. No nos equivoquemos, en el cine (también en el teatro, en la novela o en la opera) la definición de los personajes responde al gusto de cada momento y es por ello que en la cinematografía actual se ha olvidado la integridad como distintivo de la personalidad actoral. No está de moda ahora y mucho me temo que por largo tiempo no lo estará.

Maria Moliner asocia a la persona íntegra cualidades como las de cabal, cumplidor, escrupuloso, estricto, exacto, honesto, insobornable, probo, puntual, puro, recto, etc.; muchas de las cuales sin duda perdidas en la reciente noche de estos deslucidos tiempos y por tanto ya olvidadas por no usar. La integridad, como línea de conducta humana, hace referencia al comportamiento recto, honesto e intachable ante la vida y por consiguiente ante los demás, que son siempre quienes lo deberán juzgar.

Todos nos creemos íntegros, no lo ocultemos, pero no todos lo somos. Es más, yo diría que pocos lo son y para demostrarlo no será necesario aventurarse mucho más allá de los noticiarios diarios para comprobar cuál es el auténtico reflejo de nuestra actualidad. Valorarse personalmente como integro es muy fácil si no contamos con la opinión de los demás, pues todos llegamos a desarrollar una singular destreza interior que nos facilita la autojustificación de cualquiera de nuestros actos y además con razones que nos parecen siempre con suficiente veracidad. Así, nadie se reconoce en sus culpas. Así, todos las reconocemos en los demás. Así… así nos va como individuos y como sociedad.

Cada nuevo curso, en mis clases universitarias de postgrado, trabajo con mis alumnos el Taller “12 Hombres sin Piedad: Las Claves del Liderazgo”, basado en la película homónima de 1957 dirigida por Sidney Lumet y que ejemplifica a modo de caso de éxito muchas de las cualidades necesarias para transitar por la vida y acertar. Pues bien, desencantadamente debo decir que ahora ya nadie es capaz de reconocer a Henry Fonda, el actor que la protagoniza con especial integridad.

Mis queridos alumnos, ¿qué tipo de pan comerán…?

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

“La verdad sospechosa”

La verdad sospechosa

A menudo me pregunto en qué medida mi percepción sobre la realidad que me rodea se acerca objetivamente a ella o por el contrario pueda yo vivir, sin conscientemente saberlo, inmerso en una suerte de autoengaño distorsionador de mi existencia que me la presente no como es sino como quisiera que fuera. Todavía no tengo la respuesta, aunque sigo en busca de ella.

El año pasado por estas fechas escribía… ¿La vida es sueño…?, tras presenciar en Madrid la magistral adaptación de la obra teatral homónima (sin interrogantes, claro) de Pedro Calderón de la Barca que montó la Compañía Nacional de Teatro Clásico (CNTC) y que me brindó la oportunidad de reflexionar sobre la dualidad entre la realidad y la ficción a partir del mito de la caverna de Platón.

Un año después, también en el Teatro Pavón de Madrid y por la misma CNTC, he tenido la oportunidad de disfrutar embelesadamente de otra obra cumbre del Siglo de Oro Español, La verdad sospechosa, escrita por Juan Ruiz de Alarcón en 1621 y que nos presenta, con la maestría de quien bien conoce la vida y mejor maneja el verso de la palabra, las consecuencias que la mentira puede acarrear en nuestra existencia percibida.

Es indudable que desde la afición por la mentira siempre partirán dos caminos que atienden a las consecuencias por ella generada, tanto para los demás (ver… La Mentira) como para uno mismo, precisamente el objeto de este artículo.

El personaje protagonista de La verdad sospechosa es el galán Don García, fino maestro del enredo y del embuste hasta tal punto que su habilidad no solo consigue embaucar rendidamente a quien se le tercie por en medio, sino que incluso él mismo llega a ser víctima de sus propios engaños, creyéndose convencidamente lo autofabulado.

Don García, con ser hijo del siglo XVII, también lo pudiera ser del presente (la puesta en escena de la representación mencionada traslada al siglo XIX la acción, en clara alusión a la universalidad del texto), pues el llegar a convencerse de incluso aquello falso que el mismo dice es tan actual como también lo fuera entonces.

No descubriré nada nuevo si afirmo que la construcción de una vida enladrillada de mentiras suele responder comunmente a la necesidad de búsqueda de una escapatoria a una realidad insatisfactoria. Realidad que desgraciadamente nunca cambiará por más que nos empeñemos en distorsionarla con la ausencia de la verdad. Todavía guardo el agridulce recuerdo de un personaje cercano a mi familia y ya desaparecido que, dotado desde joven de grandes cualidades para prosperar en su vida, la vivió desgraciadamente en la creencia ciega de sus mentiras, malgastando torpemente su presente y arruinando tristemente su futuro y el de los demás que le acompañaron.

Si admitimos que somos lo que decimos más que lo contrario, el decir frecuentemente lo que no nos representa ni conviene (y la mentira es parte de ello) terminará por hacernos peor, como no éramos y como quizás no volvamos a ser, pues anclar una vida en la farsa supone un camino sin retorno del que participará seguro y al final siempre… el arrepentimiento.

Y si de final hablamos, nada mejor para concluir que la frase que por voz de Tristán (el sabio, fiel y atribulado mentor de Don García) cierra lacónica y desesperanzadamente La verdad sospechosa

En la boca del que mentir acostumbra, es la verdad sospechosa

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡Si te aclimatas… te aclimueres!

Piratas del Caribe

Es evidente que el título de este artículo nunca lo suscribiría Charles Darwin pues él sería más partidario del original, un proverbio peruano que reza… O te aclimatas o te aclimueres y que, en mi opinión, vale bien para mis respetados y siempre queridos animales pero no tanto para los seres humanos en su eterna aspiración por progresar.

La evolución de las especies se ha caracterizado desde el comienzo de los tiempos por una lucha por la perdurabilidad en la que la vida se trata de preservar. No ha habido mejor razón para aceptar las reglas del juego que la naturaleza impone, pues de no hacerlo no se es y esto indudablemente es lo que evita todo ser vivo, tenga instinto de supervivencia o incluso conocimiento intelectual .

Excepto aquellas personas que desgraciadamente todavía en este mundo deben pugnar por sus necesidades más básicas (prácticamente a la manera de los animales) y de las que nunca me olvido, las restantes nos manejamos en terrenos de anhelos de mejora socioeconómica, cuyos grados son diferentes según las aspiraciones de cada cual. Las sociedades desarrolladas, complejas y probablemente injustas, imponen una reglamentación vital distinta a la de la naturaleza y por tanto parece que en correspondencia también deberá ser diferente la enunciación del antes citado refrán.

Que la vida sea un asunto de sabia navegación en ríos de aguas cambiantes (procelosas unas veces, calmas otras) no debe suponer que nuestro timón tenga siempre que adecuarse buscando la fácil continuidad de la corriente, pues en ocasiones convendrá aproar remontando con esfuerzo el curso fluvial para conseguir alcanzar nuestros deseos. Una vida descansada en el rio que nos lleva puede llegarnos a fatigar de puro aburrimiento y desesperarnos por falta de ese rumbo propio que nos lleve a lo que queremos alcanzar.

Me parece que aclimatarse no es malo, de no hacerlo norma exclusiva en nuestra vida al quererlo extender a todas sus manifestaciones (normalmente llevados por la comodidad), en lugar de seleccionar aquellos momentos y situaciones en los que desmarcarse de lo colectivo (de la corriente) sea necesario para ejercer una distinción proactiva y protagonista, pues no olvidemos que lo igual nunca es ni será tan apreciado como lo diferente por los demás.

Es cierto que la vida tiene sus reglas y muchas de ellas convendrá seguirlas, pero hacer de todas una ley invariante es la mejor manera de encontrar la coartada para llegar a confundirnos mansamente con la colectividad, apagando nuestra voz en la de un coro que suele cantar igual. Aunque no podamos ser siempre solistas, debemos reclamar nuestros pequeños momentos de singularidad alzando la voz y rompiendo en ocasiones algún que otro precepto que, sin dañar a nadie, nos permita testimoniar con educada rebeldía nuestra presencia en nuestro entorno vivencial.

Cuando en esto pienso siempre recuerdo esa impactante escena de En el fin del mundo, una de las películas de la saga Piratas del Caribe, en la que el marinero Bill Turner (el padre de Will Turner/Orlando Bloom) vive insertado simbióticamente en una pared del barco, en un proceso de condenada transformación hacia la misma, perfectamente aclimatado a su entorno pero contemplativamente aclimuerto en su desdichada vida de marinero inmortal…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Relacionarse con los demás… ¿para pedir o para dar?

Dar o pedir

Recientemente he tenido oportunidad de ver por televisión unas declaraciones rosas de una famosa modelo internacional española a quien preguntaban sobre aquello que pedía en una relación sentimental. La respuesta me dejó estupefacto: no suelo pedir mucho a un hombre, sencillamente que para él yo sea su prioridad.

La señorita, en la frontera de los cuarenta, hace honor a su tratamiento pues se encuentra en estado civil de soltería pese a no ser ese su propósito, según lo que nos vino a declarar.

Es evidente que mal comienzo es aquel que en asuntos sentimentales se presenta la petición explícita de necesidad antes del ofrecimiento implícito de nuestra generosidad. Pedir siempre antes de dar, en cualquier relación de tipo personal o profesional, lleva a condicionar y esto normalmente conduce a dificultar aquello que en un principio y en un después también debe intentar ser relativa facilidad.

No obstante, también es cierto que en las transacciones de pedir y de dar en la pareja no es posible lograr un orden sistemático en el tiempo que anteponga unas a otras, pues de forma simultánea se suelen agolpar en el devenir de las interactuaciones de la cotidianeidad. En este caso, lo principal será avizorar que pesa más, si lo ofrecido o lo reclamado, buscando para no errar esa sobrecompensación que lleve a ser un poco más ganador del dar, aunque esto en ocasiones sea difícil de interpretar.

Pero volviendo al ejemplo que nos ocupa, este va mucho más allá en su error conceptual pues su inconsciente petición reclama ser para el otro prioridad, con esa ingenuidad de quien no es capaz de entender que eso nunca verdaderamente sucederá, ya que sería tanto como aspirar a protagonizar la vida de los demás. Una injerencia egoísta en alguien que, siempre que valore positivamente su vida, nunca permitirá.

En mi opinión, los comportamientos que se orientan y buscan el protagonismo propio en la vida ajena son vivencialmente poco prácticos y reflejan en aquellas personas que los practican su escaso desarrollo emocional, sin duda todavía deudor de una infancia que se resisten a abandonar. La madurez relacional, si por algo se distingue, es por su independencia generosa en lugar de la dependencia medicinal, pues mientras las personas maduras enfocan sus relaciones para elevar su nota vivencial, las inmaduras buscan simplemente en los demás un motivo para conseguir aprobar.

Ser modelo y famosa puede abrir muchas puertas pero nunca las de un franco corazón que no quiera ser subsidiario de otro que siempre le pida rendida e insultante resignación a perpetuidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro