El precio de la libertad personal

El precio de la libertad

La libertad personal nunca es gratuita como todo aquello que tiene un reconocido valor y por lo tanto un precio, que dependerá de la cotización marcada por su propio mercado de posibilidades, importancia y utilidad.

Si admitimos que la libertad es la capacidad para pensar y obrar según la propia voluntad, es indudable que su valor normalmente deberá ser alto para todos en general y por consiguiente también lo será su precio (entendido este como el esfuerzo necesario para alcanzarla), que variará de manera principal en función de la facilidad o dificultad para su consecución que presente cada entorno vivencial.

No obstante, al margen del condicionante circunstancial antes definido y que aquí no podemos solucionar, hay otro específico de corte y atribución personal que ejerce gran influencia en la determinación final del precio de la libertad: el endeudamiento personal.

El endeudamiento personal podemos entenderlo como el conjunto de los compromisos adquiridos por un individuo que le obligan antes, durante o después de los mismos a su abono total. Por tanto, hablaremos de obligaciones monetarias o morales cuya satisfacción comporta un precio a pagar y que habitualmente ejercen de contrapeso y freno para avanzar. El ejemplo más popular podría ser el de la hipoteca por la compra del hogar, cuyo carácter pecuniario esconde otras muchas derivaciones más, no dinerarias, que condicionan tanto que en frecuentes ocasiones llegan a limitar considerablemente la capacidad de decidir y actuar o lo que es lo mismo, la capacidad de ejercer la libertad personal.

Si la libertad es un concepto asociado a la liviandad y por ello metafóricamente le añadimos alas para volar, no parece consecuente incorporar pesos que anclen nuestro deseo de elevarnos y revolotear (ver… Las dos mochilas de George Clooney). Confundir el desarrollo personal con una inconsciente carrera por coleccionar deudas de carácter material e inmaterial se convierte en la mejor manera de huir alocadamente hacia adelante sin mirar atrás y lo que es peor, condicionar un futuro que se puede quedar totalmente huérfano de poder decisional. En ocasiones, la acumulación de tanto por pagar (en todos sus sentidos) puede llevarnos a la insolvencia personal y lo que es peor, al desahucio vivencial.

Ser libre (sin ponerlas, es evidente que lleva comillas) no puede reducirse a un mero planteamiento mental derivado solo de la voluntad de serlo, dado que por su evidente gratuidad no comporta más que un deseo sin desarrollar para cuya materialización habrá que inevitablemente pagar. Pagar en forma de, por ejemplo, renunciar a imitar dócilmente un cuestionado concepto de vida, el occidental, que apresa a sus seguidores en la celda del consumismo desbocado e irracional, que es habitualmente innecesario y por lo tanto banal. Consumismo, de nuevo material e inmaterial, cuyo elevado precio inevitablemente suele asumir cada cual, desde la ilusión primera hasta el desencanto final.

El precio de la libertad personal no es otro que el que cada cual elija pagar en función de cuanto su vida quiera complicar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿La vida nos enseña o nosotros debemos aprender…?

Einstein tocando el violín

Por supuesto que ahora no me acuerdo ni remotamente del momento de mi nacimiento pero por entonces, sin saber hablar y menos leer, estoy convencido de no haber recibido más enseñanzas de las que instintivamente yo tuve necesidad de aprender. Tras ello, puedo asegurar que casi nada ha cambiado en mi vida por más que en ocasiones la indolencia y la procrastinación me inviten a no aceptar que el conocer es más una cuestión de buscar, escuchar y leer que de esperar a que una luz, a la flamígera manera de Moisés, sobre mi quiera descender.

¿Es posible aprender sin querer…? Puede ser, especialmente en aquellos casos en los que la repetición constante de algo concluye en su aprendizaje por aburrimiento al estilo de las letanías con las que nos pretendían enseñar las tablas de multiplicar en las aulas de mi niñez. Es cierto que entonces las memorizamos, pero no supimos el porqué de esos cálculos y aún menos el para qué. La escuela nos lo enseñó antes de que nosotros lo quisiéramos aprender y en esta ejemplificación de algo aprendido por reacción y no por decisión se encuentra la ineficiencia del conocer sin querer.

Albert Einstein atribuyó públicamente parte de la explicación de su destacado desarrollo intelectual a que casi todo lo que aprendió en su infancia y primera juventud fue por su propio interés, porque lo investigó y lo preguntó, no conformándose con respuestas insatisfactorias por debajo del nivel de sus expectativas de saber. De esta forma, logró llegar a su madurez partiendo desde un escalón de conocimiento superior, que evidentemente siempre se encargo de extender siguiendo en su vida este mismo proceder.

Por tanto, en asuntos de conocimiento no parece suficiente el resignarse a recibir sino que es aconsejable el indagar y para ello nada mejor que potenciar una competencia que, como todas, de no tenerla como instinto natural siempre se puede incorporar. Me refiero a la curiosidad, entendida como el deseo propio e independiente de conocer aquello que no se sabe para satisfacer la necesidad de aprender. La curiosidad moviliza el comportamiento mientras que la indiferencia retiene el interés. La curiosidad es alimento de vida como así lo demuestra el actuar de los niños, frente al desinterés que anuncia el ocaso de la misma y en la que se instalan los ancianos que por ella se dejan vencer.

Así pues, el tránsito por la vida no garantiza de ningún modo el saber, ni aun en su forma de experiencia como sistema de conocimiento empírico y procedimental, por mucho que muchos se obstinen en calcularla simplemente en proporción directa de la edad que figura en nuestro carné. La experiencia no lo es sin interés. Nunca se atesora experiencia desde el sedentario y contemplativo desdén y en caso de duda que se lo pregunten al conocimiento que logra acaparar en su vida cualquier centenario ciprés.

Aceptar que la vida nos enseña es trasladarle equivocadamente una responsabilidad docente que no tiene ni nunca podrá tener pues somos nosotros, los vitalmente discentes, quienes podemos y debemos aprender, aunque solo si lo queremos y por tanto para ello hacemos lo que haya que hacer…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro