La Formalidad, una costumbre de otra época y otra edad

La formalidad

Ser formal no está de moda porque “la moda” es lo que más se da y ya casi nadie da garantías de formalidad. Hoy, el formal es observado como anormal y sus usos incomodan tanto a los demás que se le hace difícil continuar defendiendo su responsabilidad, tentado en todo momento por dejarse llevar y convertirse en uno más.

Ser informal es pertenecer a la gran colectividad, actuando por tanto con impunidad en una suerte de río revuelto en donde la ley del compromiso personal vale tanto como el papel de usar y tirar. Lo mismo da que no a contestar correos, mensajes o cualquier requerimiento de los demás, como cumplir fechas de plazos acordados o ser puntual al llegar. Posiblemente nada se cumplirá y poco de ello se recriminará. Lo que ya es mala costumbre y propio de mayoría, se acepta sin rechistar.

¿A que nos lleva la informalidad?. Por de pronto a que todo funcione mal, pues es imposible que las reglas de cada cual hagan coherente el actuar general, que más bien precisa de un camino igual para no descarrilar. Si vale no contestar a quien nos lo solicita, lo que este pueda interpretar es posible diste de la realidad y le lleve a tomar decisiones erróneas que fácilmente se podrían haber evitado solo con replicar. Si se dejan de cumplir los plazos acordados se pierde credibilidad ante los demás. Si vale ser impuntual, nadie sabe a qué hora llegar y eso retrasa tanto al que espera como al que se hace esperar. En fin, que queda abierta la competición para premiar a quien todo esto lo pueda justificar.

Confieso que no puedo negar mi admiración por esos tiempos perdidos y desgraciadamente por mí no vividos en los que la talla de las personas se medía por el cumplimiento de su palabra, pues esta ejercía como suficiente garantía de fiar. Tiempos de educación y cortesía que anteponían al interés personal el respeto a unas normas que distinguían a quienes las honraban con su observancia, pues entonces comportarse así era cosa de admirar. Por encima de todo existía un honor personal que guardar y que por suma de las partes configuraba una sociedad con principios y sin final. Final que nos amenaza ahora de seguir con este “todo vale” en beneficio propio y a costa de los demás.

Ser formal no debería ser una cuestión de esfuerzo para nadie sino de costumbre para todos, instalada por la educación recibida, practicada a diario en un entorno de confianza y seguridad y consolidada por el ejemplo del actuar general. Ser formal debería ser una credencial de credibilidad total y no una patente para dejarse engañar, pues de la formalidad se aprovechan quienes ven en ella un hueco para medrar. Los informales se alimentan de quienes se esfuerzan por ser formal.

No puedo negar que el desarrollo de mi proyecto Marathon-15% tropieza con muchos obstáculos de informalidad que me obligan a un sobreesfuerzo añadido al ya de por sí exigente de escribir y entrenar. Estar detrás de todo el mundo cuando este solo se deja llevar agota, disuade y tienta a abandonar. ¿Qué dificultad hay en contestar a un correo, cumplir un plazo acordado o llegar puntual…?. Parece que ninguna o quizás sea mucha si es que esto hoy no es lo normal, que evidentemente no lo es pues ya es una costumbre de otra época y otra edad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿La vida nos enseña o nosotros debemos aprender…?

Einstein tocando el violín

Por supuesto que ahora no me acuerdo ni remotamente del momento de mi nacimiento pero por entonces, sin saber hablar y menos leer, estoy convencido de no haber recibido más enseñanzas de las que instintivamente yo tuve necesidad de aprender. Tras ello, puedo asegurar que casi nada ha cambiado en mi vida por más que en ocasiones la indolencia y la procrastinación me inviten a no aceptar que el conocer es más una cuestión de buscar, escuchar y leer que de esperar a que una luz, a la flamígera manera de Moisés, sobre mi quiera descender.

¿Es posible aprender sin querer…? Puede ser, especialmente en aquellos casos en los que la repetición constante de algo concluye en su aprendizaje por aburrimiento al estilo de las letanías con las que nos pretendían enseñar las tablas de multiplicar en las aulas de mi niñez. Es cierto que entonces las memorizamos, pero no supimos el porqué de esos cálculos y aún menos el para qué. La escuela nos lo enseñó antes de que nosotros lo quisiéramos aprender y en esta ejemplificación de algo aprendido por reacción y no por decisión se encuentra la ineficiencia del conocer sin querer.

Albert Einstein atribuyó públicamente parte de la explicación de su destacado desarrollo intelectual a que casi todo lo que aprendió en su infancia y primera juventud fue por su propio interés, porque lo investigó y lo preguntó, no conformándose con respuestas insatisfactorias por debajo del nivel de sus expectativas de saber. De esta forma, logró llegar a su madurez partiendo desde un escalón de conocimiento superior, que evidentemente siempre se encargo de extender siguiendo en su vida este mismo proceder.

Por tanto, en asuntos de conocimiento no parece suficiente el resignarse a recibir sino que es aconsejable el indagar y para ello nada mejor que potenciar una competencia que, como todas, de no tenerla como instinto natural siempre se puede incorporar. Me refiero a la curiosidad, entendida como el deseo propio e independiente de conocer aquello que no se sabe para satisfacer la necesidad de aprender. La curiosidad moviliza el comportamiento mientras que la indiferencia retiene el interés. La curiosidad es alimento de vida como así lo demuestra el actuar de los niños, frente al desinterés que anuncia el ocaso de la misma y en la que se instalan los ancianos que por ella se dejan vencer.

Así pues, el tránsito por la vida no garantiza de ningún modo el saber, ni aun en su forma de experiencia como sistema de conocimiento empírico y procedimental, por mucho que muchos se obstinen en calcularla simplemente en proporción directa de la edad que figura en nuestro carné. La experiencia no lo es sin interés. Nunca se atesora experiencia desde el sedentario y contemplativo desdén y en caso de duda que se lo pregunten al conocimiento que logra acaparar en su vida cualquier centenario ciprés.

Aceptar que la vida nos enseña es trasladarle equivocadamente una responsabilidad docente que no tiene ni nunca podrá tener pues somos nosotros, los vitalmente discentes, quienes podemos y debemos aprender, aunque solo si lo queremos y por tanto para ello hacemos lo que haya que hacer…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Lo Educado y lo Adecuado

 

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En estas fechas que corren he tenido la feliz oportunidad de compartir una Cena Aniversario de lo que fue mi añorada clase de preescolar y que luego sería de Enseñanza General Básica, ahora que casi todos sus alumnos hemos cumplido los 50 (pues algunos lamentablemente fallecieron ya).

Tras casi 40 años sin habernos visto muchos de los presentes, pasamos entre recuerdo y recuerdo una agradable reunión animada por las comparaciones entre el ayer y el hoy y las inevitables risas y chanzas sobre lo despejado o blanco de las cabezas de algunos y los kilos de más en las cinturas de otros, constatable realidad que obligó a más de uno a tenerse que identificar convenientemente ante las serias dificultades planteadas para ser reconocido por los demás.

Los tiempos cambian y en el sentir de todos (la mayoría, padres), una misma constatación: ¡ya no se educa como antes! Frase que lleva siendo repetida generación tras generación sin solución de continuidad y también, hay que decirlo, sin ninguna perspectiva temporal más allá de la estrictamente personal. Es evidente que nunca se educará como antes, pues no tendría sentido mantener algo mientras cambia todo lo demás. Otra cuestión distinta será que el sistema educativo actual no nos satisfaga y entendamos deba ser modificado para mejorar.

Es una realidad histórica y personalmente constatada que, incluso finalizando ya la década de los ´60 del siglo pasado, el reino del terror gobernaba la mayoría de los colegios religiosos de la España tardofranquista haciendo bueno aquello de… “la letra con sangre entra”, como alguna que otra cicatriz de mi cabeza así podría demostrar. Partiendo de esa base, poco de lo que ocurrió en las aulas pudo ser académicamente bueno y menos la educación recibida, al margen de algunos nostálgicos y sentimentales recuerdos personales que cada uno de nosotros nunca seremos capaces de apreciar con la suficiente objetividad.

En la actualidad, dicen los profesores que son ellos quienes acuden a clase con miedo. Es muy posible. Pero, más allá de las responsabilidades que con seguridad son inherentes al sistema educativo presente, en algo también deberán tener ellos parte de culpa, quizás por no desarrollar todo lo que fuera necesario sus competencias relacionales, aquellas que les permitan liderar a un grupo de chavales sin el recurso a la inaceptable y ya hace años periclitada imposición de la autoridad por el criterio del mando y castigo más dictatorial (Kurt Lewin). Es probable que los docentes de hoy no acaben de concederle todavía la importancia que merece su propio desarrollo en habilidades de liderazgo y de relación interpersonal (al mismo nivel incluso que el de sus conocimientos teóricos sobre las materias impartidas), tal y como ya valora cualquier directivo que aspira a conducir a su equipo de colaboradores por la senda del éxito empresarial.

La educación es la columna vertebral del desarrollo de las personas y condiciona muy mucho su transitar por la vida, pues establece las bases que determinan lo que entendemos como adecuado en cada momento para nosotros y para los demás. Sin duda, para muchos de los que estamos iniciando la cincuentena o incluso para otros más jóvenes, lo que es “Adecuado” ahora no puede ser deudor de lo que nos fue “Educado” entonces, realidad que prueba que el proceso de aprendizaje en las personas siempre exigirá continuidad, si lo que verdaderamente buscamos es vivir con pleno aprovechamiento y satisfacción las diferentes realidades que en cada momento de nuestra existencia nos va tocando afrontar y por qué no, también disfrutar…

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