Pires abre la temporada del Palau de la Música de Valencia

Buena entrada, pero el Teatro Principal, aun con su limitado aforo, no se llenó…

Cuando en 1987 se inauguró el Palau de la Música de Valencia, yo entonces era uno de sus más jóvenes visitantes y hoy sigue siendo igual. Esta sorprendente paradoja temporal no augura buenos tiempos futuros para una institución musical que, en estos treintaicinco años, no ha sabido conectar con el aficionado joven e incluso con el de mediana edad. Ayer, el patio de butacas del Teatro Principal de Valencia era un plateado mar.

Al hilo de lo anterior, la condicionada presencia de la Orquesta de Valencia en el Principal por las obras del Palau de la Música recuerda épocas pasadas en las que esa era su sede, entonces menos deteriorada, como así pudieron atestiguar mis posaderas, enfrentadas a un asiento tan destartalado como impropio del teatro más representativo de nuestra ciudad. No fui el único en sufrir esta lamentable realidad, pues mi vecino de localidad tenía su apoyabrazos huido en Afganistán.

El arranque de la Temporada 2022/23 de este primer Palau valenciano (Les Arts lo fue dieciocho años después) no podía ser más sugerente y no por contar con la Orquesta de Valencia, que eso era obligado, sino por la participación de una de las últimas leyendas vivientes de la interpretación musical de la segunda mitad del siglo pasado: Maria João Pires, esa pianista excepcional.

Pese a ello, su intervención no respondió a las expectativas por un error de programación que, al juntar al Mozart de su concierto 23 con obras del siglo XX (Penderecki, Panufnik y Stravinsky), hizo inevitable lo que vino a pasar. Y es que para una orquesta, el cambio de estilo en una misma actuación deriva en una complicación que muy pocas se encuentran en disposición de afrontar. Hace cuarenta años, lo normal era que la orientación interpretativa de las orquestas apuntara más hacia el clasicismo y primer romanticismo en lugar de lo finisecular, pero esa disposición ha venido a cambiar en estas décadas (sobre todo tras la irrupción de la interpretación historicista de los sesenta y setenta), lo que ayer pudimos constatar.

Aun estando escrito en un luminoso modo mayor, el Concierto para piano y orquesta n.º 23 de W. A. Mozart (1786) sonó por la Orquesta de Valencia mucho más “romántico” de lo que ahora estamos acostumbrados a escuchar, planteando una equívoca contradicción con la introspección y dulzura interpretativa de una Pires desbordada por la querencia de Alexander Liebreich, buen director titular de nuestra orquesta pero que parece más cómodo en un repertorio posterior, como así nos lo vino a demostrar. Por esto mismo, fue la versión en suite de Pulcinella (I. Stravinsky-1922) lo mejor de una tarde, tanto en su conjunto como por las excelentes intervenciones solistas de los vientos y en especial del metal.

No comentaré las otras obras del programa (“El despertar de Jacob” de K. Penderecki-1974 y “Lanscape” de A. Panufnik-1965) porque ese tipo de música “moderna” me resulta indescifrable y alejada a mi sensibilidad particular.

Por fortuna, Maria João Pires contará con la oportunidad de lucir su magisterio el próximo 28 de octubre en Les Arts, libre de condicionantes orquestales y en solitario recital…

Maria João Pires en un momento de su desparejada interpretación…

Amor y enamoramiento en la nueva temporada de Les Arts

Comienza la decimoséptima temporada del Palau de Les Arts y como hace muchos años, mi amor por la Ópera ya no es enamoramiento, algo que en casi todo de la vida viene a ser normal.

Aprovechando la reciente publicación de mi último libro… “De entre los vivos”, quiero reproducir parte del texto de Paul Valéry que elegí para que lo viniera a encabezar: “Es el elemento desconocido el que da valor de infinito a cualquier objeto de que se trate, viviente o no”.

Y es que, gran parte del enamoramiento pasional que en el incipiente aficionado provoca el descubrimiento de la Ópera, parte del misterio que encierra su novedosa complejidad (musical, vocal, teatral, etc.) y que, para el veterano, el transcurso del tiempo logra desentrañar. El sentido reverencial con que acudía a mis primeras representaciones líricas hace cuarenta años ya no es tal, viviendo ahora un amor sereno que los emparejados de larga duración estoy seguro comprenderán. Así, encaro una nueva temporada en Les Arts con la expectación de quien ya sabe que los milagros no existen, pero que no se resigna a que en algún momento se puedan dar.

Ese momento no fue el estreno ayer de “Anna Bolena” (G. Donizetti-1830), pese a su alto nivel de calidad general. Lo mejor sin duda fue la escenografía, vestuario, iluminación y coreografía (bajo la dirección general de Jetske Mijnssen), que en modo alguno interfirieron con la obra musical, algo que no suele ser respetado en la actualidad. Elegancia y simplicidad pueden definir lo visto, cuya plasticidad pictórica convertía cada número en una postal de esas en las que ningún color busca destacar y todo se muestra equilibrado para no incomodar. Un fondo corredero que no parecía tener final, añadía y eliminaba unas puertas sobredimensionadas para cambiar de estancias la acción, pero sin tenerlas que cambiar. Sin embargo, hubo un punto de excentricidad incorporando a la pequeña hija de Anna que, vestida de mayor, causaba cierta extrañeza visual por sus proporciones infantiles, a la par que sus juegos con los muñecos que reproducían a los personajes de la obra no terminaron de encajar. Además, hasta casi el final todo sucedió en una caja escénica muy reducida por su escasa profundidad, el sueño de cualquier cantante en su búsqueda por proyectar la voz al frente para traspasar el muro que la orquesta interpone en su camino hasta el oído del público en general.

Junto con lo anterior, la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el Coro de la Generalitat Valenciana brillaron como siempre y esta infalible continuidad corre el riesgo de no valorarse, diluyendo su extraordinario mérito por tratarse de algo ya habitual. No olvidemos que, de todos los componentes de éxito de una producción operística, son estos dos los únicos que puede controlar un teatro estable, por lo que garantizar su calidad deja menos margen a la eterna lotería del resultado final.

Si “Anna Bolena” es bel canto, resulta principal contar con voces adecuadas para no naufragar. Solo Eleonora Buratto estuvo a la altura de una partitura y un estilo que exige lo más. Armada de una sólida voz natural, defendió con sobresaliente este personaje infernal en el que debutaba, aunque esto le obligó a estar muy pendiente de la técnica, algo que con el tiempo solventará para mejorar su componente emocional. En un escalón inferior, aunque notables, se encontraron el Enrique VIII de Alex Esposito y la Giovanna Seymour de Silvia Tro Santafé, que cantaron bien pero sin destacar. El primero, aquejado del mal del bajo actual, que es su limitada versatilidad, lo que aplana las interpretaciones disminuyendo la expresividad. En cuanto a Tro, hay que mencionar el error de casting al juntarla con Buratto, dos voces con escasa diferenciación en el registro, como así se demostró en el dúo del comienzo del segundo acto. Y es que la valenciana es una mezzosoprano ligera, cuya altura musical se encuentra muy cercana a la soprano dramática de coloratura, tesitura que a Buratto no le cuesta alcanzar. Además, no fue el día de Ismael Jordi (o quizás su ajuste al papel de Lord Percy), que solo se mostró seguro en el pasaje central, pero que falseteó en los numerosos agudos con la consecuente pérdida de sonoridad. Cuando, en su presentación de la temporada, Ramón Gener nos lo mostró cantando el célebre “México” de la opereta “El cantor de México”, la comparación con Luis Mariano en nada le vino a beneficiar.

“Anna Bolena” no es una ópera del primer repertorio, es verdad, pero lo es de un compositor muy popular, con un libreto bien construido y una música de contrastada calidad que mereció, al menos en el estreno (de la obra y de la temporada), un lleno total. Los presentes, que si eran muchos, aplaudieron a rabiar y sea por criterio propio o por contaminación emocional, es suficiente para asegurar que fue un éxito total.

Tras la representación, el destino nos ofreció una sorpresa de guion pues, al igual que Anna Bolena, los que acudimos en vehículo particular nos vimos presos, si bien aquí por mor de una competición atlética nocturna que tenía cortada la circulación alrededor de Les Arts y que nos obligó a esperar el paso de una interminable fila de corredores (yo lo soy) aunque, a diferencia de la reina decapitada, sin riesgo para nuestra integridad corporal…


Aunque en registro monoaural (remasterizado por Warner Classics), la “Anna Bolena” de Maria Callas y Giulietta Simionato (grabada el 14 de abril de 1957 en la Scala de Milán, con escenografía de Luchino Visconti y bajo la batuta de Gianandrea Gavazzeni) es imbatible en lo vocal.


“Wozzeck” en Les Arts: paradojas de lo atonal

Ha transcurrido más de un siglo desde que la Segunda Escuela de Viena (SEV) trastocó la tonalidad musical generando composiciones que solo sus autores y los seguidores del cuento de Andersen, “El rey desnudo”, consideran en su presunta calidad. La triple “A” (A. Schönberg, A. Webern y A. Berg) se vio envuelta en una paradoja de manual cuando quiso salir de Guatemala, liberando a la música del condicionante de la tonalidad, para entrar en Guatepeor ideando el dodecafonismo serial, que constriñe la composición todavía más al tener que repetir cadenas de doce notas diferentes, en un orden previamente establecido y sin que este se pueda alterar. Pero la revolución de la SEV no solo disolvió la armonía tonal, sino también el tema, la escala, la métrica, el timbre y la forma musical. La SEV se caracterizó por anteponer su denso entramado teórico al resultado artístico final. Fue “orden” (el suyo) pero sin “concierto” (el que piden los demás) y esto último es indispensable para el Arte universal. Música desconcertante a partir de sonidos no temperados que incomoda en lugar de agradar. Para mí que la SEV quiso buscar una salida a su incapacidad por mejorar lo que antes ofreció la genialidad de la verdadera santísima trinidad (Beethoven, Mozart y Bach) y así escapar de tormentos y decepciones como los sufridos por un Brahms que, abrumado por la responsabilidad de superar al genio de Bonn, publicó su primera sinfonía a los cuarenta y tres años de edad, tras más de tres lustros de vacilante trabajo frenado por su convencimiento de no creerse capaz. ¡Y era Brahms…!

Ciertas composiciones de esta música surgida de la SEV disfrutan ya de más de un siglo de “obligada programación” en los grandes teatros del circuito internacional, en pos de educar a un público que debe ser torpe de solemnidad pues no hay manera de que se aficione a la atonalidad. Pero para sus lúcidos programadores… “la letra con sangre entra” y así deben considerar que cien años de imposición son pocos para generar afinidad, por lo que mucho me temo que nos esperen otros cien de martirio musical.

Y todo ello… “pa ná”, porque es evidente que la música atonal nunca será popular debido a su demostrada falta de conexión con la impronta natural (que se lo pregunten a los bebés cuando les ponen a escuchar a Mozart y sin aleccionamiento alguno parecen disfrutar). Y si popular es lo mayoritario, a lo mayoritario se debe cualquier institución pública que maneje un presupuesto generado por la dolorosa pero inevitable fiscalidad. Las cuentas son muy claras: seis han sido las producciones ofrecidas esta temporada en la Sala Principal, siendo “Wozzeck” (A. Berg-1925) una de ellas, lo que debería suponer que uno de cada seis aficionados valencianos de nuestro operístico Palau son fans de este título atonal. Ramón Gener (a quien admiro como comunicador y disculpo como cronista oficial de Les Arts), al comienzo de su presentación institucional de la obra el pasado 18/05 en el Auditorio, trasladó la siguiente invitación a quienes ya la habían escuchado en alguna ocasión… “¡Qué levanten la mano aquellos que les ha sorprendido muy positivamente!” (textual). Solo pudo contar a tres personas del total (Isabel, Marta y Juan… según podemos comprobar aquí), lo que en su desconcierto le llevó a pronunciar un involuntario… “¡Estupendo!” (textual), fruto de algo que no puede ser más que una revoltosa paradoja subliminal. En mis más de cuatro décadas escuchando a diario Radio Clásica (antes Radio 2 de RNE) nunca he constatado una petición del oyente que fuera atonal.

Pues sí, el Palau de Les Arts va a estrenar “Wozzeck” al igual que en estos días también el Gran Teatro del Liceo de Barcelona la viene a programar, en una inverosímil coincidencia temporal que es evidente no viene justificada por el tirón de su popularidad. El protagonista en Barcelona es el gran barítono alemán Matthias Goerne, a quien tuve la oportunidad de escuchar en el Festival de Edimburgo de 2013 cantando “El castillo de Barbazul” (B. Bartók-1918), otra ópera disonante y muy alejada de cualquier concesión sonora a la amabilidad. En mi butaca, entonces me preguntaba por cuál sería el resultado de ser un barítono principiante quien interpretara al Duque Barbazul y si yo lo llegaría a notar. Porque… ¿qué es cantar bien o cantar mal en este tipo de música tan alejada de ese “Ars canendi” (mis saludos al maestro Reverter) que en la Ópera es consustancial y su aliciente principal?

Si todo estreno lírico (sea cual fuere el título) viene precedido de una tormenta promocional en la que directores, escenógrafos, cantantes, periodistas y presentadores (todos ocupados en conservar su puesto laboral) se afanan por santificar la composición considerándola siempre obra maestra total, ello todavía es muchísimo más cuando la taquilla se ve peligrar. Este es el caso que nos ocupa con el “Wozzeck” de Valencia y Barcelona, por lo que me he tomado la molestia de analizar lo publicado (tanto en medios de comunicación como en los propios teatros) con la intención de localizar algún tipo de argumento que explique satisfactoriamente la bondad sonora de la obra (es decir, lo que finalmente escucha nuestro oído), más allá del socorrido “interés histórico” o del equívoco “open your mind”. Nunca nada se dice del disfrute sin penar, de la belleza epitelial o en definitiva de todo eso que nos mueve a muchos a escuchar Ópera y es el arrebol emocional que convierte nuestro corazón en una desbocada máquina de placer sensorial. Es claro que Stendhal no hubiera podido patentar su “Síndrome” y Sorrentino tampoco filmar “La grande bellezza” si solo hubieran escuchado música atonal. El poeta romántico inglés John Keats dijo… “La verdad es belleza y la belleza, verdad”.

¡Ah! Ramón Gener, llegando al final, no tuvo inconveniente en afirmar… “Cada vez que escuches Wozzeck y no lo estés entendiendo es culpa tuya, porque todavía te falta para llegar” (textual) que unido a… “Es imposible que hagan Wozzeck en una ciudad como Valencia y no esté a petar” (textual), configura otra singular paradoja de lo surreal.

A fecha de hoy, desconozco si la huelga convocada por los trabajadores de Les Arts para el día del estreno (26/05/22) continuará pero sea cuando fuere yo asistiré y también animo a los demás, porque cien minutos no nos van a matar y también para comprobar por cuenta propia una vez más si lo dicho con anterioridad es falacia o verdad.

Para terminar y sin querer conculcar el libre derecho de cada cual, resulta una evidencia que en cualquier tipo de espectáculo escenográfico en vivo (no así el cine) acontece una paradójica obligatoriedad de premiar a los intérpretes, aun cuando el resultado no nos acabe de gustar. De esta manera, los aplausos del público al finalizar ofrecen la misma credibilidad que los contemporizantes “bien” cuando el camarero del restaurante nos viene a preguntar…


En 1951 aconteció en el Carnegie Hall la primera grabación íntegra de “Wozzeck”, en una sesión de concierto que dirigió D. Mitropoulos a la Orquesta Filarmónica de Nueva York y M. Harrell, E. Farrell y F. Jagel, editado por Testament en la actualidad.

La paradójica Sinfonía “Leningrado” en el Teatro Principal

Cuando el otoño pasado planifiqué mi temporada musical, no elegí el Concierto 18 de Abono del Palau de la Música de Valencia que se celebraría el 21/04/22 y dirigiría la coreana Shiyeon Sung a la Orquesta de Valencia en el Teatro Principal. En el atractivo programa (además del conocido Preludio de “La Revoltosa” de R. Chapí-1897 y el famosísimo Concierto nº1 para violín de M. Bruch-1866) destacaba la icónica Sinfonía nº7 “Leningrado” (D. Shostakóvich-1942), cuya interpretación estaba seguro no se podría ni acercar a la histórica que nos ofreció en 2018 la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinski de San Petersburgo con su mandamás, Valery Gergiev y que en su momento así vine a calificar:

“La interpretación, monumental, quedará en los anales del Palau como un hito difícil de superar. A la mitología de la Séptima del maestro Shostakóvich (con su estreno en pleno asedio de las tropas nazis sobre Leningrado y los famélicos músicos rusos sin fuerzas para soplar), se unía el prestigio de la orquesta más famosa de esa ciudad y su director, el gran Gergiev, capaz de dominar casi doscientos profesores (participaba también la Orquesta de Valencia) con solo el personal aleteo de sus manos y su “mondadientes” a modo de discreta batuta, pero con un poder imperial. El crescendo del hipnótico tema principal del primer movimiento, que Shostakóvich orquestó a la manera del bolero de Ravel (caja militar incluida), fue descomunal, desde el pianísimo inicial hasta una mascletá final que certifica la calidad del hormigón con el que fue construido el Palau. Hay momentos en los que están justificados los decibelios para expresar un pensamiento musical y este era uno de los que no se pueden criticar”.

Pero ayer (mismo día del concierto) me decidí a comprar una entrada por un motivo extramusical, propiciado por la casualidad de una programación que en su momento (quizás un par de años atrás) no podía sospechar que la “Leningrado” coincidiría con un escenario bélico similar al que propició su composición, aunque con opuesto signo militar: es ahora Rusia quien protagoniza una invasión y asedia a una ciudad, Mariúpol, que con su nombre bien se podría retitular esta sinfonía que denuncia lo que nunca nadie podrá justificar.

En 2018, al escuchar la Séptima de Shostakóvich fue inevitable empatizar con el sufrimiento de un inocente pueblo ruso ante los bombardeos del maligno ejercito alemán. Ejercito alemán que ahora bendecimos mientras al pueblo ruso venimos a demonizar. ¿Quién son los verdaderos responsables de esta o aquella atrocidad…? ¿Los pueblos, los ejércitos o quienes les vienen a gobernar…?

La escasa calidad interpretativa del concierto me reafirmó en mi decisión inicial y así, me dediqué a reflexionar sobre la “Leningrado” y su significación actual…

“Los cuentos de Hoffmann”: esplendor en Les Arts

Varios años han tenido que pasar para que, al fin, pudiéramos rememorar el esplendor de las representaciones con las que nació el Palau de Les Arts. Aquellas en donde todo respondía a la más alta calidad. Aquellas que nos ilusionaron por unos años, conscientes de que ese milagro en el Cap i Casal no iba a durar. La producción de la Semperoper de Dresde de “Los cuentos de Hoffmann” (J. Offenbach-1881) que ayer al fin se pudo estrenar, justifica que la Ópera sea el mayor espectáculo del mundo… mundial.

Con aforo completo debido a la reubicación causada por la cancelación del estreno programado para el 20/01 (sangre, sudor y lagrimas me costó acceder a esta nueva première), esta vez coincidí con el clamor popular que premió con arrebatada pasión un espectáculo total, de esos que tardaremos en olvidar.

Música, escena y voz se aliaron, cada cual para brillar por igual en esa rara coincidencia que casi nunca se suele dar. El director musical Marc Minkowski, la Orquesta de la Comunitat Valenciana (OCV), el Coro de la Generalitat Valenciana (CGV), el director de escena Johanes Erath, la soprano Pretty Yende (Stella, Olympia, Antonia, Giuletta), el tenor John Osborn (Hoffmann), la mezzo Paula Murrihy (la Musa, Nicklausse), el bajo-barítono Alex Esposito (Linfdorf, Coppélius, Miracle, Dapertutto) y todos los demás, participaron en un estado de gracia para enmarcar que nos hizo olvidar un inicio de temporada perjudicado por la libre disposición de la obra autoral.

La versión que Minkowski nos ha presentado es desconocida para la gran mayoría de los aficionados pero, al margen de que pueda o no gustar, nada se le puede reprochar pues al morir su autor está ópera quedó sin cerrar. Quizás lo más curioso de esta nueva revisión sea ese solo de arpa interpretando la Barcarola hacía el final (antes del Epílogo), que en un intermedio tuve la oportunidad de escuchar justo al lado de la solista, cuando ensayaba pendiente de la aplicación de su móvil, que identificaba al instante las notas emitidas por el instrumento para mi estupefacción y la de algún que otro más.

En lo estrictamente musical, cuando una orquesta suena a grabación, no se le puede pedir más. Pero si además del sonido se une la intención, eso ya es el no va más. Minkowski llevó a la OCV por los caminos de la perfección tanto estilística como formal, algo que solo logró Lorin Maazel y algunas veces Zubin Mehta en Les Arts.

La propuesta escénica es un derroche de fantasía, buen gusto y plasticidad. Una especie de versión actual de la cinematográfica de Powel/Pressburguer (1951) en su querencia por lo artístico, sin freno ni medida para estallar en una arrolladora propuesta visual. Por esto mismo, yo no quise indagar en correspondencias ni interpretaciones del argumento, que es lo que ocurre cuando todo fluye sin perjudicar. Este es un acertado ejemplo de modernidad en la concepción escénica, que dignifica a Johannes Erath como un director con sentido y sensibilidad.

Las voces corales (CGV) llegaron al máximo que las mascarillas se encargan de limitar. Hasta que no se eliminen no les podremos escuchar como debe ser, es decir, sin la sordina que oculta los armónicos que identifican en un coro su identidad.

Los solistas supieron cantar y actuar sus papeles como el mejor que hoy en día los pudiera interpretar. En especial, la portentosa Pretty Yende a quien la orquesta no pudo ganar en potencia ni en sutileza, como la que en el aria de Olimpia nos vino a regalar. Sus cuatro papeles corresponden a extensiones de soprano distintas (ligera, lírica y dramática) y en todos exhibió una facilidad muy rara para su joven edad. Paula Murrihy y Alex Esposito no se quedaron atrás en voz y en teatralidad, al igual que Marcel Beekman, un tenor cómico-ligero cuya imantada presencia escénica imposibilitaba el dejarle de mirar. Además, incansable John Osborn en un papel demoledor, nos relató sus cuentos románticos con una hermosa voz que se desengañaba a medida que el amor escapaba a su voluntad.

Solo he presenciado en una ocasión esta ópera y fue en 2013, en el Liceo de Barcelona, sentado en una estupenda localidad. Ayer divisaba medio escenario debido a la situación de la butaca que me pudieron asignar y aun así creí verlo entero, embriagado por la emoción de lo que no suele pasar…


En 1988 EMI publicó una recomendable grabación de “Los cuentos de Hoffmann” dirigida por Sylvain Cambreling, con la Orquesta y Coros de la Ópera Nacional del Teatro Real de la Monnaie de Bruselas y Neil Shicoff, Ann Murray, Luciana Serra, Rosalind Plowrigth, Jessie Norman, Robert Tear y José Van Damm.

“West Side Story” y “La Boheme”… en el Museo del Prado

Como las anteriores, la que acabamos de pasar para mí ha sido otra Navidad musical, que este año comenzó en mi entrañable Segovia con dos conciertos navideños de carácter muy singular. El primero en el Teatro Juan Bravo, protagonizado por el trío del afamado pianista catalán Ignasi Terraza y el vocalista de San Francisco, Randy Greer, que nos ofrecieron los temas de su disco “Around the Christmas tree”, una colección de las más conocidas canciones navideñas en estupendas versiones viradas al más clásico jazz, siempre tan elegante como intelectual.

En la ciudad castellana donde se encuentra la más bella construcción histórica española (el Acueducto) también fue especial el recital del “Conjunto vocal e instrumental Algarabía” en la Iglesia de San Marcos, con piezas de la Navidad medieval y cuya comparación con la propuesta anterior me confirmó que el espíritu musical de una tradición puede manifestarse por igual a lo largo de los siglos cuando el talento interpretativo nos lo viene a presentar.

También tuve la oportunidad de asistir a dos exposiciones plásticas de gran calidad. Una, la de mi querido primo el pintor Christian Hugo Martín en el Museo Esteban Vicente, donde sus últimas y excelentes obras se presentan en un espectacular dialogo con las del titular del Museo, el famoso artista hispano-estadounidense perteneciente a la primera generación neoyorkina del expresionismo abstracto, fallecido hace veinte años ya . La otra muestra, en el Palacio de Quintanar, recorría gran parte de la precursora obra del diseñador gráfico Manuel Prieto, autor del icónico Toro de Osborne en 1956 e innumerables portadas (más de 600) para la colección “Novelas y Cuentos” de Dédalo, por entonces una famosa editorial.

Días más tarde, en Madrid tuve que visitar de nuevo el Museo del Prado para acertar en la valoración del “West Side Story” de Spielberg y “La Boheme” del Teatro Real.

Messi tendría un 10 de no haber existido Maradona. De igual manera la versión fidedigna de “West Side Story” que ha filmado Steven Spielberg sería el mejor musical cinematográfico de todos los tiempos de no serlo, desde 1961, el de un Robert Wise en estado de gracia celestial. Embrujado por la arrebatadora música de Leonard Bernstein y las impetuosas coreografiás de Jerome Robbins, llevo toda mi vida (nací en aquel año) enamorado de ese “Romeo y Julieta” actual. Aquel “West Side Story” tiene un 10 o al menos ese es el número de premios Oscar con el que se le quiso recompensar. Este “West Side Story” no llegará a esa cifra pese a la extraordinaria calidad que destilan todas sus secuencias, iguales o superiores al original, que se benefician de sesenta años de evolución técnica y la maestría de un director que ya está por encima del bien y del mal. En los Cines Ideal, yo me volví a emocionar con “María”, “America”, “Tonight”, “I feel pretty” o “Somewhere” (cantado por la misma Rita Moreno que en la primera versión fue Anita), algo que en todos los órdenes de la vida cada vez me cuesta más.

La producción de “La Boheme” (G. Puccini-1896) a la que asistí en el Teatro Real fue la misma que tuve oportunidad de presenciar allí cuando se estrenó en 2017, acompañado de mi madre en una de sus últimas comparecencias antes de enfermar. Entonces no me llegó a entusiasmar por las discretas propuestas escénica y vocal. Pero en esta ocasión, la participación en el primer reparto de la gran Ermonela Jaho en el papel de Mimí me animó a repetir, sin sospechar que una vez más sobre mí caería de nuevo la maldición del Real (varias han sido las cancelaciones que me ha tocado soportar). Su positivo, junto al de otros cantantes, obligó a improvisar medio elenco para la función a la que yo asistía, tan desilusionado como resignado por no poderla escuchar.

Para finalizar, debo confesar mi estupefacción al visitar los principales museos de pintura, quizás porque las piezas más valiosas que allí se exponen ya las he visto y mejor en libros o incluso en la pantalla grande que tengo conectada a mi ordenador y por supuesto libres de cabezas que se interponen en una visión que siempre resulta parcial. “Las meninas” de Velázquez, “La gallina ciega” de Goya, “El jardín de las delicias” de El Bosco, “La adoración de los pastores” de El Greco y tantas otras más me decepcionan al natural, tras haberlas contemplado cientos de veces fotografiadas con la iluminación más perfecta y el detalle en megapixeles superior al que el ojo humano puede apreciar del natural. Soy consciente de que lo dicho pueda ser un sacrilegio y no se me va a perdonar, pero me resulta imposible de evitar. Sin embargo, mi visita al Prado tuvo una recompensa que no podía imaginar, al contemplar el cuadro “Adán y Eva” de Tiziano al lado de la fiel reproducción que ochenta años después Rubens se atrevió a pintar. Quizás el segundo sea mejor que el original pero, al igual que con “La Boheme” y “West Side Story”, las primeras versiones atesoran el gran valor de la creativa impronta que supone su novedad…

Un “Réquiem” de Mozart que no es tal…

Recuerdo que, entonces joven, el primer CD que me fui a comprar fue el de la versión de Karajan y la Filarmónica de Viena del “Réquiem” (W. A. Mozart-1791) y ese mismo disco también fue el que después inauguró mi primer (y actual) equipo Cyrus de alta fidelidad. Desde entonces, otras versiones de esta composición se han añadido a mi discoteca particular a la par de escucharlo en muchos conciertos, todos cargados para mí de honda emotividad. Es así que, como tantas otras obras más, el “Réquiem” de Mozart lo tengo interiorizado como tal y cualquier tergiversación de su contenido me resulta desconcertante y difícil de aceptar.

La temporada pasada me extrañó que la versión escenificada de esta obra (estrenada ayer por el Palau de Les Arts) se incluyese en la programación operística, cuando no lo es y además tiene una inhabitual por escasa duración (alrededor de 55 minutos), que poco justificaba el precio cobrado por una localidad de ópera tradicional. Además, también me sorprendió la aventura económica de Les Arts al coproducir un espectáculo de difícil encaje en la programación de los teatros líricos por la razón que antes he venido a señalar.

La respuesta a mis preguntas ha sido la peor que podría encontrar: para que la función tomara cuerpo y justificase su inclusión en una temporada de ópera al uso, se ha optado por alargarla (hasta los 90 minutos) con la inclusión de otras músicas del autor entreveradas en la misma composición a la manera de un Luis Cobos, rey del popurrí clásico-popular. Por citar un ejemplo de otro ámbito musical y así evidenciar este atentado al respeto por la obra original, imaginemos “Mediterráneo” de Serrat mezclado en simultánea barbaridad con “Penélope” y “Para la libertad”.

Pero aquí no finaliza el despropósito que, en aras de una equívoca libertad de expresión teatral, nos sorprende cada vez más al contemplar estas propuestas escénicas que ejercen en contra de lo que la música quiere expresar. Un “Réquiem” no tiene otra interpretación que la de su naturaleza como misa de difuntos y nada más. Pretender darle la vuelta y escenificar el gozo de vivir es tan absurdo como forzar el cuarto movimiento (“Himno de la Alegría”) de la Novena de Beethoven convirtiéndolo en un canto a la maldad.

No puedo negar que en las propuestas visuales ofrecidas por Romeo Castellucci ayer hay efectos de gran plasticidad, pero tampoco otros muy desafortunados como la inoportuna zozobra que traslada al someter a una niña a ese tormento de pinturera suciedad que irrita hasta llegar a olvidar la música que la acompaña, sin duda lo peor que a un director de escena le puede pasar.

El Coro de la Generalitat interpretó bien pero no tanto como su calidad podía presagiar pues fue obligado a danzar y danzar la misma inoportuna sardana sin solución de continuidad. Un baile ridículo que sobretodo chirrió en el arrebatador “Dies irae”, todo un canto a lo contrario que se quiso mostrar.

La Orquesta de la Comunidad Valenciana comenzó mal (olvidando que estas obras ya no se tocan desde el romanticismo, a la manera de un Karl Richter con Bach) pero se pudo recuperar o quizás eso me pareció, sumido yo en una desorientación de manual. El nuevo Director Musical de Les Arts, James Gaffigan, tendrá que mejorar.

El Público, un componente más de cada función, aplaudió tras el “Lux aeterna” (el último número del “Réquiem”) sin advertir (claro está) que aquello no estaba dispuesto a terminar. Al final premió tímidamente pero, como suele ser habitual, se dejó llevar por los pocos que se rompían las manos por no sé yo qué interés personal y la aprobación se volvió general.

Hasta el mediático Ramón Gener, tan “voz de su amo” en cada presentación que nos da (es lógico), no pudo disimular su parecer por más que lo intentase disfrazar. En fin, un “Réquiem” de Mozart que no es tal y a quien este “mix” musical le guste más, no seré yo quien se lo venga a afear. Las opiniones personales para eso están…

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He citado la versión de Herbert von Karajan para Deutsche Grammophon (https://www.youtube.com/watch?v=qYmauB4ILKE), pero también destacan la de Carlo Maria Giulini con la Orquesta Filarmonía para EMI (aunque un tanto delicada, como todo lo del director italiano) y la de Karl Böhm, también con la Filarmónica de Viena para DG.

Otro milagro en la “Cavalleria” del Real

En 2007 asistí, en el Teatro Real de Madrid, al estreno de esta producción de “Cavalleria Rusticana” (P. Mascagni-1890) y “Pagilacci” (R. Leoncavallo-1892) que dirigió Jesús López Cobos y que el Palau de Les Arts programó a medias en 2010 con Lorin Maazel (“Cavalleria” y “La vida breve”) y de nuevo ahora (las dos) con Jordi Bernàcer, en un pandemial 2021 necesitado de estas y otras ayudas para hacernos remontar.

Pues bien, sin perjuicio de lo que iba a escuchar, tenía pensado quejarme por la cercana repetición de esta misma producción del Real en Les Arts, como si no hubiera otras más en el mercado internacional que también poder programar. Pero no lo voy a hacer pues, escuchando esta “Cavalleria” de nuevo, he vivido otro de los momentos que no desaparecerá en mi recuerdo musical. En 2010, Maazel nos regaló un histórico “Intermezzo” entretejido con los más finos hilos de cristal, arrancándome unas lágrimas que cada vez me son más difíciles de derramar. Ayer me ocurrió otro igual, pero no con el “Intermezzo” sino con la “Regina coeli laetare” que canta Santuzza y un coro (de la Generalitat Valenciana) en estado de gracia celestial. Ocurrió que dispusieron a los cantantes en los laterales de los dos primeros pisos (muy cerca de donde yo me encontraba), consiguiendo un milagroso efecto de inmersión y divina estereofonía vocal nunca oído por mí (mérito de Francesc Perales), que me desarmó hasta volver a llorar. No tengo palabras que lo puedan expresar y esto prueba una vez más que, en ocasiones, la Ópera es capaz de activar sin poderlo remediar aquello que más nos llega a arrebatar y constituye, en el ser humano, la Emoción como rasgo diferencial.

Siempre me ha gustado la escenografía, en su minimalismo bicolor, que Giancarlo del Monaco logró diseñar para “Cavalleria Rusticana”: blanco para la cantera de Carrara (el continente siempre debiera ser neutral) y negro para el sobrio vestuario de unos personajes atrapados por la religiosa tradición y el honor medieval (que no por la caballerosidad rural). Pero el desproporcionado contraste posterior con el circense y felliniano multicolor de “Pagliacci” se me antoja fuera de lugar. En especial, considerando que el “Prólogo” de esta aparece al comienzo de “Cavalleria”, en un desconcertante intento musical por unificar las partituras de estas dos obras representativas de una nueva corriente en la Ópera del naciente siglo XX, que pronto sucumbiría ante la bárbara invasión de la atonalidad. Además, es curioso que en este “Prólogo” se nos advierta del carácter de ficción en lo que vamos a presenciar, cuando fue el propio Verismo quien pretendió plasmar la realidad. En fin, que escuchar el “Prólogo” de “Pagliacci” seguido sin solución de continuidad por el “Preludio” de “Cavalleria Rusticana” nos puede llevar a una esquizofrenia musical por romper con la primitiva intención autoral.

Todos los cantantes volvieron a estar en esa alta nota de calidad garantizada en los últimos tiempos por Les Arts, que nos permite escuchar estas y otras obras sin envidiar lo que en los teatros de primera división se pueda presenciar. Es cierto que no son estrellas de la Scala o el Metropolitan, pero defienden con holgura sus papeles y en algunas ocasiones los hacen brillar. De todos, el protagonista de la noche fue Jorge (¡corazón!) de León al abordar Turiddu y Canio, algo que pocos se atreven a cantar (no por la extensión de los dos papeles, sino por su peligrosa intensidad). Jorge, además de ser un tipo simpático, es un valiente que lleva años sin esconderse de ninguna responsabilidad. Pletórico en su capacidad pulmonar, su voz parece que se está engolando para adquirir un broncíneo color musical que apunta hacia papeles más dramáticos, como el “Otelo” que ya ha comenzado a cantar o quizás incluso un “Florestán”. Ayer no todo lo pudo interpretar con la misma calidad pero, sin duda, el aria que todos esperaban (“Vesti la giubba”, en el final del primer acto de “Pagliacci”) la cantó de manera magistral, entreverando ímpetu y melancolía sin apenas parecer respirar.

La casualidad hizo que ayer mismo se cumpliesen seis años desde que, un ventoso día de primavera, me fotografiara con Jorge de León en la Avenida de Aragón; los dos amantes de las motos y de una música en la que yo solo llego a disfrutar lo que él es capaz de interpretar. También fue casualidad que ayer, sin premeditar, yo llevase a Les Arts el mismo chaleco y él la misma gallardía vital…

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De “Cavalleria Rusticana” y “Pagliacci” hay dos grabaciones de 1966 difícilmente superables, servidas por Deutsche Grammophon y dirigidas por Herbert von Karajan con la Orquesta del Teatro alla Scala de Milán y mi tenor favorito, Carlo Bergonzi, junto a Fiorenza Cossotto, Joan Carlyle, Giuseppe Taddei y Rolando Panerai.

(“Jorge de León, un policía con alma de motero trovador“)

René Pape: ¡qué envidia de voz!

Quienes siguen estas crónicas conocen mis preferencias por las voces graves en el registro masculino de tal manera que, por ejemplo, ya no voy a ningún recital de Juan Diego Flórez o Javier Camarena (elegido mejor cantante de ópera mundial en 2021), dos sobresalientes exponentes de la cuerda de tenor lírico-ligero pero que a mí me dejan igual. Alguien podría pensar que, entonces, de los contratenores ya ni hablar. Pero no, los aprecio pues su voz es de registro femenino (por mucho que los teóricos la pretendan diferenciar) y ese es otro cantar.

Y es que, en mi opinión, no hay como los contrastes en el tono vocal, que determinan en lo masculino la gravedad y en lo femenino la altura musical. Tanta corrección política tendente a no molestar, al final ejerce de silente censura de lo que verdaderamente piensa cada cual. Nos estamos convirtiendo, por diplomáticos, en aburridos delegados de la mediocridad.

Ayer, René Pape (Dresde-1964), nos mostró un instrumento vocal proverbial, que va del bajo profundo al barítono ligero en una extensión poco habitual que le permite afrontar una gran variedad de canciones, pues esto es lo que nos vino a cantar. Dentro del ciclo de Lied del Palau de Les Arts, interpretó con elegante autoridad a Mozart, Dvorak, Quilter y Sibelius, cuyas exigencias no son las operísticas por lo que no pudimos apreciar todo lo que guarda este extraordinario cantante alemán. Ahora se encuentra en la plenitud de sus posibilidades, a la que llegan los bajos al traspasar la cincuentena, muy al contrario de los tenores que de la juventud hacen su valor principal. Pape, además, tiene ese vibrato que tanto ilumina un tipo de voz que, por su oscuridad, precisa de un aliciente para poder brillar. Todos los instrumentos de cuerda frotada se interpretan con esta técnica, que en la voz (frotada por el aire) solo puede ser natural.

Además, René Pape parece un tipo sincero y cabal cuando dice, sin ningún tipo de ambigüedad, que ya no interpreta a uno de los papeles que le hicieron famoso, el Hans Sachs de “Los maestros cantores de Núremberg”, porque no le merece la pena aprenderse cada vez un papel tan descomunal en su extensión para una ópera que casi no se viene a programar. A esto me refería antes cuando aludía al excesivo celo de opinión que nos impone esta sociedad y por ello aprecio a quienes no aparentan ver la vida como un parque temático de la felicidad.

Poco público (pese al descuento del 30%) para escuchar a una figura de la ópera, no actual, sino del último cuarto de siglo cuya voz envidio menos de lo que la pueda admirar…

“Falstaff” por “Tristán…”

Comenzaré por algo que se suele comentar al final: ayer, durante toda la representación del estreno de “Falstaff” (G. Verdi-1893) en el Palau de Les Arts de Valencia, solo se aplaudió en una ocasión (hacía el comienzo) y no por falta de merecimiento de otras intervenciones, sino por algo que define muy bien a la última creación de ese genio de la composición lírica que representó a la ópera italiana en su máxima expresión musical.

Desde que en 1843 Wagner irrumpiera con “El holandés errante” como un ciclón en el panorama operístico mundial, su influencia no cesó de crecer en un público atónito ante aquella nueva forma de dramaturgia musical que cuestionaba, desde la continuidad tonal, las reglas que hasta entonces habían gobernado una Ópera que después solo se permitiría una sola mirada atrás (el “Verismo”). Pero también, los compositores coetáneos al maestro alemán quedaron impregnados de sus avanzados conceptos (enmarcados en lo que llamaría “Obra total”) y cada cual los incorporó a su estilo de forma desigual. Verdi era mucho Verdi como para asumir cambiar, pero cincuenta años de cohabitación con Wagner eran tantos como para no venirse a cuestionar los caminos que la Ópera del futuro iba a transitar. Fue, sobretodo, durante su periodo de silencio (entre la “Aida” de 1872 y el “Otelo” de 1887) cuando se convenció de que su tipología de música no tendría continuidad. Con “Otelo” incorporó ciertas novedades que en “Falstaff” fueron a más (incluida, solo por segunda vez en su carrera, la comicidad) y desconocemos hasta dónde habrían podido llegar de ser más joven para que su obra hubiese tenido continuidad. De las muchas innovaciones que sutilmente Verdi incorporó en su última composición (admirado por la propuesta de un Wagner absolutamente convencido de su revolución conceptual), fue la continuidad musical en la acción lo que determinaba un giro sustancial. Algo que modificaba el concepto tradicional de avance de la dramaturgia por piezas separadas (recitativos “seccos” y arias, sobretodo) y que, como ocurre con la obras de Wagner, dificultaba sino impedía el gesto de aplaudir “interacto” hasta no llegar a su final.

Pero además hay otra singularidad en lo que ayer aconteció y es que, pese a ser “Falstaff” una obra trufada de pasajes cómicos que llevan a la hilaridad, no se escuchó ninguna carcajada y de sonrisas ocultas bajo las mascarillas no puedo hablar. Sin duda, el asfixiante peso de un año de reclusión, angustia y temor ante los estragos causados por esta epidemia sanitaria mundial, ha congelado nuestro sentido del humor, que espera todo se resuelva para volver a despertar. En mi caso particular, todavía fue mucho más, pues asistí ausente de toda complicidad y vaciado de ganas de disfrutar, tras el fallecimiento de mi querida madre solo cinco días atrás. A ella, que en Madrid tantas veces me acompañó al Teatro Real, le dedico con amor esta música inmortal de Falstaff.

La producción, en general, es merecedora de gastar el importe de su entrada, sobretodo por escuchar al estupendo Falstaff de Ambrogio Maestri quien, dando el tipo en lo horizontal, ahorró mucho relleno de atrezzo en su vestuario y proyectó su poderosa voz en una sala que no se completó pese a las normas que lo venían a limitar. Algo tendrá el estar grueso que a todos los cantantes de esta complexión singular les sale una voz mejor (ver el decepcionante caso de Aquiles Machado tras adelgazar). También me gustó la Nannetta de Sara Blanch, con su gusto al cantar y su afinada tonalidad, que iluminó en algunos momentos las tinieblas de mi corazón, llevándome a otro lugar. Ainhoa Arteta, como Mrs. Alice Ford, actuó mejor que cantó (que no lo hizo mal). Violeta Urmana no se pudo lucir en el papel de Mrs. Quickly, muy corto para lo que reclama su fama internacional. La escenografía no me gustó, incapaz de descubrir lo que aportaba a la historia y decepcionado porque, una vez más, la belleza de la música no se acompañó en lo visual. El director italiano Daniele Rustioni (sustituto del inicial, James Gaffigan) llevó a la Orquesta de la Comunidad Valenciana por los caminos de la mediocridad al no plantear una interpretación valiente de la partitura y limitarse a acompañar, precisamente en la obra de Verdi donde la orquesta tiene un protagonismo principal.

En enero, unos contagios modificaron la programación inicial de las representaciones de este “Falstaff”, que se han ubicado en los mismos días en que deberíamos haber asistido al “Tristán…”, cancelado por su larga duración y su grandiosidad instrumental. La casualidad no podía relacionar mejor la vinculación de estas dos obras y de sus compositores, máximos exponentes de la Ópera universal…

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Recomiendo la grabación de Herbert von Karajan para EMI en 1957, dirigiendo a la Orquesta y Coros Philharmonia, con Tito Gobbi, Elisabeth Schwarzkopf, Nan Merriman, Rolando Panerai, Fedora Barbieri, Anna Moffo y Luigi Alva.