A solas con la soledad

Georges Moustaki

Para mí, el mundo se divide entre quienes al entrar en casa buscan conversar y aquellos que prefieren el silencio. Unos necesitan la sociabilidad y otros la soledad. Ambas elecciones son válidas y lícitas por igual pues a nadie hacen mal, excepto a uno mismo cuando lo acontecido se aleja de lo querido y además no hay intención de cambiar.

No es casual la elección del entorno hogareño como el medidor más puro del componente relacional de cada cual, pues tras la puerta reinará mejor nuestra voluntad que en la calle, donde es evidente impera un mayor condicionamiento social. Por esto mismo los hay solitarios que, por ejemplo, llevados por su trabajo no paran de reunirse y hablar sin por ello traicionar a su idiosincrasia, cuya línea de sincera expresión tenderá más a inscribirse en su ámbito particular.

La soledad se elige mientras que la marginalidad se nos impone. De aquí que no puedan ser soledades las forzadamente devenidas (divorcios, defunciones, disputas, animadversiones, etc.) sino más bien penas por condenas a que muchas veces nos lleva la realidad. Es solitario quien, pudiendo relacionarse, elige la contención social mientras que es marginado el ninguneado o abandonado por los demás. No todo es soledad y no a todo se debería llamar soledad. La verdadera soledad es estructural por decidida y no coyuntural por soportada, pues quien decide podrá ser feliz pero sin duda nunca lo será el que asume y se resigna a soportar.

Además, la soledad no depende de entornos y situaciones que puedan condicionar. Se puede ser solitario en Nueva York y socialitario (italianismo tomado prestado) en la Fuentealbilla más local. Se puede ser solitario participando de todos los grupos de la Red más social y socialitario sin acceso alguno al Internet de alta velocidad. Se puede ser solitario compartiendo habitación con siete hermanos y socialitario siendo hijo único y durmiendo en el desván. Se puede ser solitario vendiendo en El Corte Inglés y socialitario vigilando un faro escocés. El hábito no hace al monje cuando este lo ve como un disfraz. Ser adaptable no traiciona el ser cuando se mantiene la personalidad.

Es un hecho visible también que últimamente la soledad no está de moda y aun más, es frecuentemente catalogada como equivocación vital, en una promoción altamente sospechosa de la sociabilidad como fuente inagotable de felicidad. Pertenecer a una gran familia, contar con legiones de amigos y trabajar en entornos multimilrelacionales es considerado necesario para la salud y las buenas costumbres de un tiempo actual que solo pareciera buscar la roma unanimidad en lugar de la incisiva identidad. Aun por paradójico que pueda parecer, siempre será más fácil dirigir un rebaño que a uno de sus miembros en soledad.

De otra parte, uno de los ataques más flagelantes a la soledad es su miope asociación con el egoísmo, cuando lo peyorativo de este (el desinterés por los demás) en nada corresponde con la naturaleza, quizás oculta pero generosa, de aquella que desde la individualidad busca la mejora social sumando singularidad y no duplicidad. Las grandes aportaciones a la humanidad provienen de espíritus solitarios que dedicaron el crecimiento de su vida al progreso de la comunidad. Posiblemente haya más egoísmo escondido en el parabán que ofrece la colectividad que en la franca desnudez de la particularidad.

En fin, que yo me reconozco socialmente un solitario vocacional pero más a la manera cantada por el gran Georges Moustaki en Ma solitude, ese inolvidable poema musical que proclama con melancólica serenidad aquello de… no, yo no estoy nunca solo con mi soledad, estribillo confesional que abandera aquello que algunos sentimos al vivir la ausencia de compañía socialmente institucionalizada y regular como otra suerte de acompañamiento más singular basado en el que es siempre fiel, propio e intransferiblemente personal…

Re-flexiones…21, 126, 159, 208, 220, 223, 261, 265, 276, 410, 517, 554 y 651

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

No hay independencia sin soledad

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Nunca he conocido a nadie que, inmerso en un frenesí relacional, sea plenamente independiente en sus manifestaciones vitales. Por contra, en ocasiones me he cruzado con personajes cuyo singular anonimato social estaba a la altura de una gran coherencia con sus principios y valores, demostrada por su libertad de criterio al tenerse que expresar. A partir de aquí y como siempre, seguro que abundarán tantas excepciones como casi lectores de este artículo se puedan dar.

Independencia y soledad son dos atributos del ser humano que se autoalimentan biunívocamente de manera que cuanto más tenemos de una así también más de la otra y viceversa. Además es cierto que si bien la primera es buscada por todos, la segunda no y por razones que tienen mucho que ver con el signo actual de los tiempos, tan proclive a la inflación red-acional.

En cualquiera de las más comunes e históricamente asentadas manifestaciones de comportamiento vital como lo puedan ser el matrimonio, los hijos, el trabajo, las amistades, las aficiones, etc., rigen las leyes de lo grupal que determinan reglas para el necesario entendimiento mutuo. Así pues, al pertenecer a colectivos estamos obligados a aceptar marcos de actuación predeterminada que evidentemente vienen a condicionar nuestro actuar.

Por supuesto esto debe ser así pues lo contrario apuntaría a la anarquía, cuyo éxito nunca ha sido probado por más intentos que se hayan podido realizar. No obstante y con todo, las reglas de comportamiento social pueden ejercer de elementos limitantes para muchos que, por el interés o la necesidad de pertenecer a un determinado grupo o estamento, están dispuestos a abdicar de su ideario personal. Y es aquí en donde surge la cuestión capital: ¿vivir intensamente en sociedad, tanto profesional como personalmente, es incompatible con la independencia de criterio al hablar?

Yo creo que sí, aunque soy consciente de que sería más políticamente correcto (o güay) decir que no (lo cual, evidentemente, a mi independencia vendría a traicionar).

Uno de los ejemplos más representativos de lo anteriormente mencionado es el de la política, en donde los profesionales del gremio, debiendo, no ejercen su derecho a libremente opinar, sometidos a la disciplina de partido que les exige unidad. Un caso contrario sería el del ejército, cuya naturaleza misma no contempla la independencia en sus miembros por evidentes razones de eficacia en su operatividad. Entre ambos modelos se pueden reunir todos los demás, en algunos de los cuales participamos con desigual defensa de nuestra individualidad.

Personalmente debo definirme como un gran partidario de la independencia, pues es lo único que garantiza la protección de mi singularidad como persona frente a la influencia mimetizante de la colectividad. Lucho por tener palabra y poderla expresar con libertad. Libertad que soy consciente no es gratuita pues me impone un necesario pago en forma de aceptada y para mí compañera soledad, que abono prestamente con la ilusión de quien asume un posible menor mal por la obtención de un seguro mayor bien, eso si, según mi forma de pensar …

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro