Mis 15 días en agosto

p1000935.JPGEl pasado 30 de julio publicaba “15 días de agosto”, una “Coach-tión” que aludía al famoso video naif de Edu Glez y en donde también anunciaba mi ya tradicional viaje en moto por algunos de los festivales más afamados de la Europa musical. En aquel momento, no podía ni sospechar lo que acontecería y demostraría una vez más que, para lograr nuestros propósitos, solo la perseverancia garantiza la posibilidad de vencer a la adversidad.

Antes y con el dulce precedente de mi ascenso anual en carrera individual desde la Plaza Mayor de Segovia hasta el Puerto de Navacerrada, este año coincidí con la “Marcha Cicloturista Pedro Delgado”, por lo que tuve que “rivalizar” (yo a pie) con algunos ciclistas en las empinadas 7 revueltas finales de esos 30 kms. de pendiente constante que sube hasta los casi 2.000 metros de cota y que, en mi 50 cumpleaños, he vuelto con éxito a desafiar.

Tras el dulce sabor que solo las victorias sobre uno mismo nos pueden regalar, por fin llegó el esperado día de la partida motera que me llevaría, en 11 etapas durante 15 días, desde Segovia (residencia veraniega familiar), primero a Toulouse (con su famosa Orquesta del Capitolio, tantos años dirigida por el prolífico Michel Plasson) y luego a Lyon (cuya singular Ópera, rediseñada por Jean Nouvel, desconcierta por su evidente contraste de estilos), para llegar el tercer día a Lucerna (Suiza), sede de su famoso Festival.

p1000909-copia.JPGEn esta edición, el motivo conductor de todos los conciertos ha sido La Noche y fue allí donde pude escuchar, en el impactante edificio del KKL (Kultur und Kongresszentrum Luzern), a la Lucerne Festival Orchestra dirigida por el mítico Claudio Abbado, interpretando la única “Quinta” de Bruckner que hasta la fecha no me ha ocasionado dolor craneal. Tras el concierto, un ensimismado paseo nocturno por el famoso puente de madera cubierto del siglo XIV que atraviesa el río Reuss, me sugirió que el arte siempre es capaz de cruzar el tiempo para traer, a quien la busque, esa belleza que llega a emocionar.

A la mañana siguiente, cumplidas sobradamente las expectativas de la primera de las tres citas musicales planificadas, afronté con optimismo la reanudación del camino que me llevaría por la Romantische Strasse a la medieval Wüzburg (Alemania), antesala del motivo más deseado de mi gira europea: el Festival de Bayreuth, en su edición número 100 (efeméride que no fui a buscar).

Transcurridos apaciblemente los primeros kilómetros por una Suiza que en agosto presenta un contrastado tono bicolor de cielos azules y suelos verdes, parado en un semáforo, al arrancar se me desequilibró la motocicleta y ambos caímos hacia el costado izquierdo, en donde note un dolor muy agudo: me había roto la clavícula (según constataron las radiografías que me practicaron seguidamente en un cercano hospital).

Asistir al Bayreuther Festpiele supone 15 años en lista de espera para conseguir una entrada oficial o pagarla en reventa a importe fuera de lo normal. En septiembre del 2010 elegí la segunda opción como única viable, pese a esa penalización económica que no pude evitar.

Debo reconocer que la perspectiva de renunciar a uno de los sueños musicales de mi vida me atormentó en los instantes posteriores a conocer el desfavorable diagnóstico de mi estúpida caída, fruto de un despiste de manual. Tras consultar con los facultativos suizos, a regañadientes me facilitaron un aparataje de inmovilización clavicular para después de las conducciones diarias y una buena dosis de calmantes, que nunca pudieron con un dolor infernal. Así, decidí proseguir los 5.000 kilómetros que me restaban, armado de un valor que no tengo, pero que solo ante la extrema dificultad suele aflorar.

Para colmo de infortunios, al salir del hospital la fatalidad (o realmente yo mismo en mi estado de perplejidad) provocó que me resbalase el teléfono móvil cuando terminaba de hacer una llamada y al caer al suelo se inutilizase totalmente, añadiendo a la complicada situación de mi viaje el silencio comunicacional.

Al llegar a Wüzburg, la cara del recepcionista del hotel al verme fue el mejor espejo para constatar el estado lamentable en el que debía encontrarme, circunstancia que me aconsejó acostarme pronto para afrontar la etapa siguiente hasta a mi destino principal. Antes, tener que sacar el equipaje de la moto, deshacerlo, desvestirme, ducharme, volverme a vestir, cenar y al día siguiente lo mismo, pero a la inversa y todo con el hombro quebrado y quejándose sin parar. Esta penalidad me advirtió que cada jornada supondría un reto más para mi capacidad de perseverancia, en donde el dolor sería el protagonista principal y al que debería atender para conocer sus avisos, pero sin mayores familiaridades que le indujesen a mantener su presencia como un invitado más.

p1010020.JPGBayreuth me recibió con el calor de su wagneriana historia y el de su climatología que, como es costumbre muy comentada, invade en cada representación estival el Festspielhaus, teatro que Richard Wagner diseñó y construyo en lo alto de una verde colina con el mecenazgo de Luis II de Baviera, pues el antiguo y todavía hoy existente no reunía las condiciones suficientes para representar sus monumentales obras, como así pude comprobar en visita personal. Con lleno siempre hasta los topes, los esmóquines se siguen empapando de un sudor inevitable, que todavía hoy la técnica se niega a subsanar para no traicionar los 100 años de vida y tradición del Festival.

El “Parsifal” que dirigió a la mejor orquesta y coros wagnerianos que yo haya oído nunca un Daniele Gatti en estado de gracia, escenografiado brillantemente por Stefan Herheim y cantado (pese a la evidente crisis actual de voces wagnerianas) sin ningún reproche por Simon O´Neill, Detlef Roth y Susan MacLean, bien valió lo que me costó llegar hasta allí y lo que me costaría continuar. Sin duda, el “Parsifal de mi vida”, en el propio Teatro para el que fue compuesto y estrenado y al que mi entusiasmo no pudo asociar un deseado aplauso por razones obvias de impedimento físico, pues me negué a patalear como por allí es costumbre cuando algo apasiona de verdad.

p1010006.JPGDel “Tristán e Isolda” de la jornada siguiente, nada merece decirse ni aplaudirse (también en las catedrales pueden oficiarse malas misas) a excepción de la extraordinaria casualidad de encontrarme con mis vecinos de abono operístico del Palau de les Arts de Valencia y de la emocionante visita que hice por la mañana a Wahnfried, la casa donde vivió Wagner y reposan sus restos mortales rodeados de una eterna y verde hierba primaveral.

Abandonando Bayreuth, sentí que nada de lo próximo en el viaje podría igualar lo vivido y nuevamente me vine a equivocar.

p1010049.JPGVivir la pasión de las motos y llegar a Múnich en mi BMW 1200 RT me obligaba a visitar el espectacular museo que la marca bávara tiene en su ciudad natal y allí pude sentir bien de cerca la apasionante historia de una leyenda que ha hecho de los motores “Bóxer” la seña de identidad de esta motoingeniería germana con casi un siglo de antigüedad. Nada hay que identifique más a un hombre y una máquina como la relación de cada motorista con su vehículo, noble unión que también lleva asociada una música, la del dulce sonido de un motor que en el viaje siempre parece querer animar a continuar.

Después, la visita a la neoclásica Bayerische Staatsoper (Opera Estatal de Baviera) me recordó que Wagner seguía acompañándome en mi viaje, pues en este teatro fueron estrenadas “Tristán e Isolda”, “Los maestros cantores de Núremberg”, “El oro del Rin” y “La Valquiria”, algo que le significa para la posteridad

p1010247.JPGTras Múnich vendría Florencia, de la que todo se ha dicho y yo no añadiré nada más que el profundo respeto sentido ante la tumba de Gioachino Rossini en la Basílica de la Santa Croce, que junto a las de Miguel Ángel, Galileo Galilei, Dante Alighieri y Nicolás Maquiavelo rivaliza en personajes ilustres enterrados con la mismísima Abadía de Westminster en el Londres más tradicional.

p1010514.JPGEn Venecia me esperaba la tercera cita musical del periplo, con el estreno de “La Traviata” en La Fenice, precisamente el teatro en donde por primera vez se vino a representar. La Fenice es uno de esos cuatro o cinco templos históricos de la ópera mundial y se merecía una atención especial que quise dispensarle, la noche anterior, cenando reposadamente en una de las terrazas que adornan la plaza de su entrada peatonal (pues hay otra fluvial para góndolas) y al día siguiente en mi visita turístico-peregrina matinal donde tuve acceso al palco real. El interior, de un rococó muy veneciano-carnavalesco, seguro fue testigo de grandes veladas líricas a lo largo de su historia, que yo no tuve la suerte de rememorar, pues durante la representación presenciada y a tenor del escaso acierto de la producción en general, mi interés estuvo puesto más en el continente que en el contenido musical. Esta vez tampoco pude aplaudir, un impedimento que asumí sin pesar, anticipando la deliciosa copa de helado italiano que después tomaría en San Marcos y su Florián.

De regreso, ya con los deberes casi cumplidos, Grenoble y Roses fueron mis últimas y sosegadas etapas, que constataron una vez más la sensación conocida por mí de éxito sobre la adversidad. Defender un viaje de la fatalidad de un destino en el que no creo, con la determinación y la constancia que otorga la ilusión por alcanzar el propósito que me llevó a comenzar, ha sido un premio que no podré olvidar…

 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro