“Il tutore burlato”… por el televisor y Volant

Por el televisor he presenciado en directo la penúltima representación de “Il tutore burlato” (Vicente Martín y Soler-1774) que ha desembarcado en la Temporada 2020/21 del Palau de Les Arts tras una gira por más de veinte localidades de la Comunidad Valenciana a lomos del camión de Les Arts Volant que, como dice la promoción, es una versión moderna de La Barraca, el teatro ambulante que Federico García Lorca fundó para llevar el arte escénico allí donde no había más oportunidad. No puedo estar más de acuerdo con esta iniciativa, necesaria para acercar la ópera a nuevos públicos en lugar de lo habitual, es decir, que deban viajar a Les Arts. Pero también necesaria para descentralizar el elevado presupuesto destinado a la Ópera que no puede concentrarse en el Cap i casal, so pena de incurrir en comparativos agravios por desigualdad territorial.

Esta nueva producción, modesta por su presupuesto pero ambiciosa en su ejecución, es un ejemplo de lo que debe hacer la “segunda unidad” de un teatro de ópera público para rentabilizar culturalmente lo que gasta y genera su “primera unidad”. La Ópera no será elitista si a una gran parte del público potencial se le ofrece la oportunidad.

Todo lo escuchado y visto en esta primera ópera (bufa) compuesta por un veinteañero Martín y Soler tiene un nivel de digna calidad que la hace merecedora de ser representada en cualquier teatro de categoría internacional. Nada es sobresaliente pero todo es notable, en especial la colorista y divertida puesta en escena de Jaume Policarpo y José María Adame, que se valen de títeres gemelos de los personajes y vestuarios de época filtrados por el gusto minimalista actual. Respecto a esto, no pude adivinar la razón por la cual en ocasiones los cantantes se desprendían de su marioneta/avatar para continuar la interpretación, pues la sobreimpresión del texto (en blanco) resultaba a menudo ilegible, algo difícil de solucionar dado que cualquier color puede tener en la escena su igual. Los cantantes (del Centro de Perfeccionamiento del Palau de Les Arts) cumplieron sin brillar, porque no debemos olvidar que la técnica nunca podrá mudar la voz de cada cual. La orquesta y la dirección musical (Cristóbal Soler) se adaptaron al amable estilo mozartiano de la partitura y hay que mencionar al pianista Carlos Sánchis que, desde el escenario, interpretó como si se tratase de un personaje más.

Pero lo más curioso para mí de esta visualización “on line” es que al fin he podido comprobar algo que es imposible en una función presencial: conocer la opinión del espectador mientras transcurre la representación, pues la pantalla ofrecía el número de conectados a tiempo real. La cifra máxima, hacia el comienzo, no superó los 125 y adelgazó progresivamente hasta finalizar con unos 80, lo cual me lleva a pensar que a un tercio no les gustó o que, dada la gratuidad, se habían apuntado algunos por simple curiosidad. Pero en definitiva, no podemos olvidar que en torno a una media de 100 asistentes “on line” no es un aforo conforme a esta propuesta de calidad ofrecida por una institución de prestigio como el Palau de Les Arts.

Finalmente y dado que en este principio de temporada se han eliminado los entreactos, trasladar una inquietud respecto de los próximos títulos que llegarán, cuya duración (“La Cenerentola”/3 h., “Falstaff”/2:50 h., “Tristán e Isolda”/4:30 h., “Cavalleria Rusticana-Pagliacci”/3 h.) excede lo que una persona normal, sentada y enmascarada, puede aguantar sin solución de continuidad…

El mejor beso, la mejor película, la mejor música y el mejor director

En dos martes consecutivos La 2, en su programa “Días de cine clásico”, nos regala el mejor beso que jamás se filmó y la mejor película de cuantas este arte concibió. Ambos “número uno” debidos al mismo autor: Alfred Hitchcock, a su vez el mejor director de todos los que han llevado a imágenes en movimiento la naturaleza del ser humano en su constante búsqueda de la felicidad y en su incesante estado de contradicción. Pero también, ahí está Bernard Herrmann, el mejor compositor de bandas sonoras y confeso deudor de toda la música clásica en su influyente tradición.

¿Alguien podría esperar que la jovencita Frances Stevens (Grace Kelly) supiera besar al maduro John Robie (Cary Grant) con esa inapelable seguridad y además, dejarle plantado en el umbral de su habitación…? Solo ella en “Atrapa a un ladrón” (A. Hitchcock-1955). El premio no lo consigue por cómo besar sino por cómo mirar, diciéndolo todo pero ocultando lo mejor.

Cuando, tras más de dos décadas sin derechos de exhibición, en 1984 vi por primera vez “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), mi corazón se paró. Nunca antes había sentido tal arrebatadora emoción al contemplar una película y ahora, desmedidamente, sigo sintiéndola en cada visualización. “Sigth and Sound”, la revista del British Film Institute que cada 10 años reúne a cientos de críticos de todo el mundo para nominar a las 10 mejores películas de la historia del cine, por aquellas fechas la ignoró. En 1992 ya apareció en el cuarto lugar, para ascender al segundo en 2002 y llegar a desbancar en 2012 a “Ciudadano Kane” (O. Welles-1941), hasta entonces siempre ganador. ¿Por qué?. Porque “Vértigo” define y explica con quirúrgica precisión lo que más ocupa y preocupa al Hombre: el enamoramiento como quintaesencia del amor. Y es tal la claridad y profundidad de su exposición que se erige por derecho propio en una de esas obras de arte que reinan en el Olimpo de la creación a la altura de la Novena de Beethoven, las Meninas de Velázquez, el David de Miguel Ángel, el Quijote de Cervantes o el viejo Partenón.

Además, la banda sonora original para “Vértigo” compuesta por Bernard Herrmann no tiene parangón. Entretejida con los profundos hilos wagnerianos de “Tristán e Isolda”, define y configura la película dándole su verdadera dimensión. Una obra creada en estado de gracia por el también mejor compositor. Nunca una música cinematográfica tuvo tanto significado y valor.

Solo por filmar este beso, crear aquella película y elegir a su compositor, Hitchcock ya sería merecedor de un lugar en esa indeleble Posteridad que registra a quienes contribuyeron a comprender y embellecer la civilización. Pero si a ello le añadimos todas las obras maestras que gestó desde 1920 hasta 1976, esa posición se encuentra a la cabeza, junto a la contada docena de genios que han deslumbrado en el arte universal y dan a la especie humana un sentido arrebatador…