Schrott y Mozart, Flotats y Molière, Vera y Shakespeare, Hopkins y Zeller

Las cuatro asociaciones del título anterior no pretenden ejercer de acertijo embaucador, sino destacar lo principal de lo visto y escuchado estas “coronavidades” en un Madrid desolador: “Don Giovanni” (Teatro Real), “El enfermo imaginario” (Teatro de la Comedia), “Macbeth” (Teatro María Guerrero) y “El padre” (Cine Embajadores).

En el verano de 2010 realicé uno de mis viajes moto-musicales; el que me llevó al Festival de Salzburgo y al Festival de la Arena de Verona, además de otras bellas ciudades de esa Europa central que hace gala de antigua serenidad y buena educación (crónica en… “Salzburgo, Verona y el Amor”). La producción de “Don Giovanni” (W. A. Mozart-1787) que presencié entonces en la Haus Für Mozart de Salzburgo era la misma que este mes de Diciembre programó el Teatro Real, cantantes protagonistas incluidos, lo cual para mí no dejaba de ser tentador. Si entonces destaqué al barítono inglés Christopher Maltman en su varonil papel de Don Giovanni, diez años después debo reivindicar la interpretación de Erwin Schrott como un Leporello magistral en lo actoral y sobresaliente en lo vocal, ambas cualidades necesarias hoy para triunfar en un tipo de ópera donde lo visual va ganando en protagonismo y aceptación. El uruguayo-español Schrott, tras una década, ha profundizado su resonante voz y se encuentra más cerca de ser bajo que barítono, mostrando un estereofónico timbre de cuerda vibrador que tanto me llega a gustar (a lo Nicolái Giaúrov) en lugar de ese otro engolado-monofónico que no puedo soportar (a lo Martti Talvela) y que abunda a mi pesar en este panorama actual de bajos sin meritoria distinción. En aquellas representaciones de Salzburgo, Schrott era todavía esposo de Anna Netrebko (ella cantaba allí la Julieta de Gounod junto a Beczala como Romeo, que también presencié) y no pude resistirme a pensar que su inclusión en el reparto del Don Giovanni tenía algo de imposición de la diva rusa (como ahora es evidente ocurre con su actual marido, el regular tenor azerí Yusif Eyvazov). Pero me equivoqué, porque Erwin Schrott merece por sí mismo estar entre los bajo-barítonos más competentes de hoy. Además, cuando un año después me lo presentaron, él creyó que yo era también cantante (desconozco cual sería la imposible razón) hasta que llegó mi aclaración, a partir de la cual me siguió tratando con la misma consideración (ver en… “La Humildad y Erwin Schrott”), algo infrecuente en un cantante de ópera de esa fama y proyección.

A José María Flotats le propuso Helena Pimenta (la anterior directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico) dirigir una obra en ese teatro público dedicado al repertorio histórico y su propuesta de montar e interpretar “El enfermo imaginario” (Molière-1673) es la que pude disfrutar. Disfrutar por su tan técnica interpretación a los ochenta y un años de edad (sigue siendo actor de la Comédie Française), junto a la mucho más intuitiva pero también meritoria de la simpática Anabel Alonso, que a todos agradó. El texto de la obra, seamos sinceros, no destacaría de haberse escrito hoy pero le otorgamos nuestra consideración por la pluma que lo escribió y por exponer unos comportamientos humanos tan cercanos a la contemporaneidad en el casi cuatricentenario del nacimiento del autor (1623). Y es que, pese a que nos creamos ser la quintaesencia de la historia de la civilización, la problemática del ser humano no ha cambiado mucho en los últimos 2.000 años y de ello ya se percató la Grecia y Roma clásicas, donde todo lo actual comenzó.

El Teatro Maria Guerrero clausuró, el miércoles 30/12, la función programada de “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) para la que había comprado entrada con más de un mes de antelación (el positivo en Covid-19 de uno de los miembros del equipo técnico obligó a tomar esa acertada precaución). Afortunadamente, pude adquirir una de la últimas disponibles para el día primero de año pues de lo contrario me habría perdido el que quizás sea, en esta temporada, el espectáculo teatral mejor. Este “Macbeth” del Centro Dramático Nacional es un ejemplo de moderno diseño de puesta en escena (a cargo de Gerardo Vera, antes de fallecer el pasado septiembre), que prescinde de todo lo que no añade significado a un texto inmortal que también se retrata en lo actual, como el anterior. Un escenario desnudo de todo atrezo (solo compuesto de dos grandes estructuras móviles de listones de madera, superior e inferior, a modo de marco visualizador) y el solo poder de la impactante ambientación musical arropada por una impresionista videoproyección en donde el rojo de la sangre domina toda la acción, bastan para mantener sin respiro la tensión de una tremenda historia que Verdi también utilizó (“Macbeth”-1847). A esto hay que añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años dedicados a la interpretación.

A los dieciséis años, cuando se estrenó, vi “Ese oscuro objeto del deseo” (L.- Buñuel-1977) y me prometí no volver a elegir una película cuya estructura narrativa solo fuese comprendida por su director, aunque este fuera consagrado por la crítica especializada como un gran autor. Al igual que ocurre con la música clásica contemporánea, la pintura abstracta o cierta literatura de erudición, me parece una falta de consideración hacia el público el plantear insondables lenguajes tan personales que rayan en el egocentrismo más avasallador (Fellini es otro ejemplo, como en la música lo es Schoenberg, en la pintura Miró o en la literatura Joyce). En cine, ser capaz de contar historias amenas e interesantes que incluyan capas de honda significación, haciéndolas inteligibles, es un mérito que encumbra con toda justicia a directores como Hitchcock, Wilder, Hawks o Ford. Pero… ¿cabe a esto alguna excepción? Es decir… ¿podría gustarme una película cuya trama careciese de orden y significación? Pues sí, cuando la historia fuera contada desde la perspectiva de una persona que no es capaz de ordenar su realidad por estar aquejado de una enfermedad mental que le lleva a distorsionar lo que acontece a su alrededor. En “El padre” (F. Zeller-2020), Anthony Hopkins aborda la interpretación (absolutamente colosal, también a sus ochenta y tres años de edad) de un enfermo de Alzheimer que no comprende porqué la vida se está empeñando en cambiarle todo de tiempo y lugar (incluso la personalidad de su hija y de su yerno), en un juego de equívocos que va a más y que el espectador comparte desorientado por la subjetividad de una narración que mira con los ojos del protagonista y sufre con la emoción de su desamparo mental ante tanta confusión. Además, la película plantea la difícil situación a la que se enfrenta todo familiar de un enfermo dependiente ante la disyuntiva de atenderlo personalmente (con el ineludible coste personal) o ingresarlo en una institución. “El padre” está llamada a cosechar tantos premios cinematográficos como los conseguidos por la obra teatral del mismo autor-director desde que en 2012 se estrenara en París y luego arrasara en todas las ciudades en las que se programó…

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Muchas son las versiones de “Don Giovanni” que se han registrado, pero yo prefiero la de Carlo María Giulini para EMI en 1961, dirigiendo a la Philharmonia Orchestra and Chorus y un elenco avasallador: E. Wächter, J. Sutherland, L. Alva, G. Frick, E. Schwarzkoff, G. Taddei, P. Cappucilli y G. Sciutti.