Ese otro lugar donde morar hasta el final

Una semana atrás, el jueves 25 de febrero de 2021, mi vida no quiso pero tuvo que cambiar. De ser hijo pasé a un desorientado estado en el que ya no me podía llamar como tal, perdiendo sin esperarlo todo lo que había constituido mi referencia ancestral. Hace treinta y un años que mi padre falleció, dejando a su esposa como guardiana plenipotenciaria de una raíz familiar que, como a cualquiera le viene a pasar, marcó con indeleble signo maternal toda mi personalidad.

La vida enfoca su luminoso haz hacia adelante y vivirla obliga a no mirar atrás. Por ello, no me voy a reprochar todo lo que no le supe decir y elegí callar. No me voy a reprochar aquellos abrazos y besos que me costaba dar. No me voy a reprochar el no haberla visitado más. No me voy a reprochar mi incapacidad de aceptar su emocional idiosincrasia, tan dispar a la mía por racional. No me voy a reprochar aquello que me pidió casi al final y no quise enmendar. No me voy a reprochar, en fin, todo lo que ya no puedo remediar. Ser hijo es y será recibir más que entregar, en una cadena paterno-filial que nunca se equilibrará e irá descabalgada siempre en un eslabón por detrás.

Voy a cumplir sesenta años, pero hoy mi rejuvenecido corazón tiene cada uno de aquellos en los que ser hijo se constituyó en señal troncal de mi identidad. Identidad filial ya perdida y que ahora deberá buscar ese otro lugar donde morar hasta el final.

Que Berta, mi querida madre, descanse en paz…