Aplaudir… ¿a qué o a quién?

Uno de los distintivos más representativos de la idiosincrasia de cada cual es su opinión, cuya manifestación pública debiera constituir todo un ejercicio de identidad desde la libertad. Al ofrecer nuestra opinión manifestamos un posicionamiento ante la vida que justifica nuestra personalidad.

Una manera habitual de opinar es la que, en el mundo occidental, se ejerce mediante el aplauso, esa singular convención sonora basada en el entrechocar acompasado de las manos cuya duración e intensidad determina la medida de la satisfacción por lo que se pretende enjuiciar. Aplaudir supone aprobar, por lo que su ejercicio debe administrarse sólo cuando se justifique como tal. El aplauso gratuito por razones de educación formal es una suerte de fraude a la realidad y dice muy poco de quien lo viene a regalar.

Pero… ¿a qué o a quién aplaudir? Hace muchos años que vengo defendiendo que en los conciertos de música clásica y en la óperas se aplaude, en la mayoría de los casos, a la obra y no a la interpretación, lo que supone una curiosa paradoja pues los receptores de esa aprobación la asumen como propia por equivocación (error que ya forma parte de la normalidad). Es evidente que, respecto de esta confusa práctica, hay excepciones pero son las menos pues suelen obedecer a excelsas interpretaciones que son muy raras de presenciar.

Ayer tuve oportunidad de constatar un ejemplo de aplauso sin equivocada intencionalidad. Fue en una representación teatral y su destinatario, el intérprete, se lo mereció mucho más allá de un texto que, en forma de monólogo, le llevó hora y media terciar. Noventa minutos que no se justifican sólo por una frase genial (“Una mujer que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir”). “Señora de rojo sobre fondo gris”, de Miguel Delibes, triunfó por José Sacristán.

Esta vida (lo he dicho muchas veces) no tiene vocación de imparcialidad y así premia lo mediocre si quien lo firma ha traspasado el umbral de la admirada consideración general. Cuando alguien consigue habitar sobre el bien y el mal, la indulgencia de los demás lo preserva del rigor con que otros son juzgados y condenados cuando no ofrecen calidad. Seamos sinceros: el texto de “Señora de rojo sobre fondo gris” no tiene nada de particular para considerarlo a la altura de otros de su autor, como por ejemplo “Cinco horas con Mario” (cuyos aplausos son merecidos y esta vez justamente compartidos con una Lola Herrera magistral).

Delibes, adoptando otra personalidad, se abre en canal para contar sus emociones durante la enfermedad y fallecimiento de su esposa, Ángeles de Castro, pero lo hace como muchos otros lo podrían contar. Pero es Delibes y esto parece lo hace especial. Sus sinsabores por el duelo de un familiar no son muy diferentes a los de cualquiera de nosotros y tienen el mismo derecho a ser admirados pero no más. Sobretodo cuando están escritos sin nada que los haga destacar.

José Sacristán recibió muchos aplausos que, esta vez, no equivocaron el destinatario final…