“ARIODANTE”: una música celestial… pero de otro tiempo y lugar

El Jaguar E-Type de 1961 fue definido por Enzo Ferrari como… “el automóvil más bello jamas fabricado”. Hoy es pieza de coleccionista y sus propietarios quizás lo conduzcan algún domingo por la mañana, pero ni se les ocurre usarlo como coche habitual. Cualquiera de los deportivos actuales le superan en prestaciones, comodidad, eficiencia energética y seguridad. Y es que, lo que en cada momento fue ejemplo de excelencia con el paso del tiempo puede que ya no sea tal.

Las óperas de Händel se constituyen como el paradigma del mejor barroco tardío, pero la posterior evolución musical (clásica y luego romántica) vino a desarrollar el concepto de drama lírico tanto como la incorporación de la perspectiva a la pintura, la llegada del sonido al cine o la utilización del hormigón armado en la arquitectura monumental.

“Ariodante” (G. F. Händel-1735) se estrenó en España… ¡en 2006! y aparece por encima del puesto cien en las estadísticas de las operas más representadas en la actualidad. Y de igual manera se encuentra ubicado el resto de la producción operística del mismo Händel o de Vivaldi, Monteverdi, Gluck, Purcell, Rameau, Pergolesi, Caldara, Porpora, Scarlatti, Cavalli, etc., etc. ¿Por qué una música tan sublime no goza del favor popular…?

La respuesta es… por ser de otro tiempo y lugar. De un tiempo en el que el desarrollo de la ópera no llegaba a más y sus obras hoy nos suenan a repetición de un mismo tipo de musicalidad que, aunque celestial, carece de la necesaria progresión dramática que a lo largo de la obra la venga a diferenciar. De un lugar en el que se representaban estas obras, no para ser escuchadas sino para socializar, por lo que se componían a tal efecto y eso explica su dificultad a la hora de estar atento más tres horas sentado en una butaca sin tener que pestañear.

Sobre esto último debo confesar que (“no hay mal que por bien no venga”), durante la reciente limitación sanitaria de aforo en el Palau de Les Arts de Valencia, pude disfrutar de no tener a nadie a mis costados y así poderme mover un poco sin molestar. Aunque sigo considerándolo necesario para el bien general, cada vez me cuesta más interpretar a una estatua de sal durante cada representación, añorando la libertad y comodidad del sillón de mi hogar. Por ello y sacrificando algo la visibilidad, ahora busco alguna de esas pocas localidades exentas que me permiten cierta independencia de movimientos sin llegar a importunar a los demás.

En mi opinión y dado que las partituras son las que son, el éxito de la ópera barroca hoy pasa por el acierto en su representación escénica, como vehículo de adecuación a la actualidad de un concepto musical tan lejano como sus tres siglos de antigüedad. Pues bien, la propuesta que ayer nos ofreció Benjamin Davis (del original de Richard Jones) no contribuye en nada a facilitarnos ese acercamiento a nuestra realidad como espectadores del siglo XXI y lo que es peor, para entenderla nos la tendría que aclarar a quienes nos negamos a asistir a una representación sabiendo de antemano lo que el escenógrafo quiso relatar. Y es que, cuando la plasmación escénica de una ópera no es auto explicativa (de manera racional o emocional) y requiere su traducción, ya ha comenzado a fallar. Si a ello unimos la fealdad, poco podemos salvar. Un único escenario que representa una vivienda campestre, horrenda de solemnidad, acoge muy mal esta música de Händel que es todo un dechado de elegancia y sensibilidad. Además, los personajes (vestidos como para una representación colegial) estaban por estar, deambulando sin más criterio que el de posicionarse bien para cantar, hasta el punto de que muchas de las arias se interpretaron tan estáticas como en un recital. Solo tuvo un cierto carácter artístico la sustitución de los ballets de la obra por un juego de marionetas que representaban a los protagonistas, muy bien articuladas por cuatro titiriteros que les daban vida real, aunque su inclusión también me la deberían justificar.

El apartado musical a cargo del director italiano Andrea Marcon fue espléndido en lo técnico, al controlar todos los aspectos de una partitura que nunca se le llegó a desmadejar. Sin embargo, hay algo que no pudo evitar y es ese sonido “sinfónico/romántico” que caracteriza a cualquier orquesta contemporánea acostumbrada al repertorio post Beethoven, que en definitiva es el más habitual. El limpio y compacto sonido que exhibieron las cuerdas de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, aun prescindiendo del vibrato de la mano izquierda, no es el del barroco que en los años cincuenta rescató Nikolaus Harnoncourt y hoy en día es referente al escuchar ese tipo de música que no pide espectacularidad. Para conseguirlo hay dos caminos que, simultáneos, se deben transitar: disminuir el número de efectivos en el foso y contar con instrumentos de la época, esto último imposible para una orquesta contemporánea como la de Les Arts.

Lo mejor del estreno fue la parte vocal. Todos acertados en estilo y con afinados instrumentos jóvenes en sus gargantas, que rivalizaban con un excesivo sonido orquestal y soportaban bien la principal dificultad de estas obras: los interminables trinos sin respirar. Además, a la ópera barroca le van los lamentos y los que protagonizaron por separado Ekaterina Vorontsova (Ariodante) y Jane Archibald (Ginevra) fueron de sobresaliente, sin menospreciar varias de las intervenciones del contratenor Christophe Dumaux (un Polinesso al que el vestuario maltrató más con una sotana fuera de lugar), Jacquelyn Stucker (una Dalinda enérgica y temperamental), Luca Tittoto (un Rey de Escocia de voz profunda y que era el único que vestía como tal) y David Portillo (un Lucarno al que en ocasiones le costó llegar). La casualidad propició un hecho que, con buen criterio por parte del público, no afectó al gran éxito obtenido por Ekaterina Vorontsova, que es miembro destacado del Teatro Bolshoi de Moscú, quizás la compañía rusa de teatro, danza y ópera más estatal. Además, me pareció que Les Arts rendía homenaje a Ucrania pues el gran voladizo que corona el edificio estaba iluminado de azul, si bien lo del amarillo no lo pude apreciar.

Como anécdota añadiré que no me creo equivocar si aseguro que Anselmo Alonso (el responsable de subtitulación) estará rezando para que pronto vuelva la ópera barroca a Les Arts, dado que sus constantes “Da capo” reducen el texto no repetido a la mínima expresión, algo que mi presbicia también agradece al compositor inglés pero nacido alemán.

Hubo aplausos apresurados al final, aunque la media entrada que deslucía este estreno confirma lo indicado al comienzo y que se vino a concretar por la fulgurante salida del público al terminar (a las once de la noche en un día laborable) esta extensa representación que, aun comenzando a las siete, debería haberse adelantado todavía más…


Un “Ariodante” muy recomendable lo firma el flamante director que nos visitó en Enero, Marc Minkowski, quien con sus Musiciens du Louvre y Anne Sofie von Otter, Lynne Dawson, Eva Podles, Verónica Cangemi, Richard Croft, Denis Sedof y Luc Coadou, grabó en 1997 para ARCHIV una nueva versión referencial.

Re-flexiones… 3.344 (sueños)

“¿Acaso el sueño no es el testimonio del ser perdido, de un ser que se pierde, de un ser que huye de nuestro ser, incluso si podemos repetirlo, volver a encontrarlo en su extraña transformación?”

Gastón Bachelard