La elegancia fallera en peligro de naufragar

Avanzaba yo en la veintena cuando, viendo “Armas de mujer” (M. Nichols-1988), quedé atónito al presenciar como Melanie Griffith caminaba por Manhattan vestida con traje sastre y unas deportivas que en nada combinaban con el concepto de la elegancia tradicional. Nadie la miraba, acostumbrados los neoyorkinos a estar curados de espanto ante cualquier tipo de barbaridad. Hoy en día, hasta los hombres de cualquier ciudad se ufanan por incluir ese tipo de calzado súper sport al traje de corbata formal (que incluso llegan a combinar con mochilas de acampar), atentando al buen gusto secular y constatando que el competitivo negocio de la moda centrifuga galanuras y viene con todo a arrasar.

Hace un par de meses, paseando por Valencia, me fijé en un escaparate de indumentaria típica valenciana que mostraba varias deportivas cuya lona reproducía, a semejanza de los zapatos oficiales, los mismos floridos dibujos barroquizantes del lujoso “espolín” (seda tejida a mano con la que los mejores trajes de fallera se vienen a confeccionar). Para no dejar ninguna duda respecto de su desconcertante originalidad, también aparecía una especie de saquito de colgar que completaba lo que no podía ser otra cosa que un disfraz en aquel tiempo de carnaval. La propuesta me pareció una broma o quizás una extravagancia para llamar la atención comercial, pero durante estas Fallas de 2024 he comprobado que su uso lleva camino de ser general.

En efecto, al igual que la Griffith se calzaba unas deportivas para ir y volver de trabajar, ahora muchas falleras hacen lo propio antes y después del instante final de la Ofrenda a la Virgen de los Desamparados, en una bovina comunión de desestilo que hiere a la vista y a la tradición popular. Y lo peor es que no se conforman con esta deconstruida variedad, sino que lucen los modelos más atrevidos de New Balance, Nike, Adidas o Vans. Que las falleritas infantiles las usen tiene la justificación de atender cariñosamente a un cansancio indumentario que no puede remediar su tierna edad, pero observar a veteranas señoras ataviadas como un “ninot indultat” humilla su trayectoria fallera y a la fiesta emblema de la ciudad. Yo no soy fallero, pero sí observante de la elegancia correspondiente a cada momento y lugar, como baluarte de la dignidad personal y la necesaria consideración hacia los demás.

Pero este no es el único ejemplo de contradicción tradicional, pues en el peinado de muchos jóvenes falleros encontramos otro dislate difícil de asimilar. Y es que, ese corte de pelo que es moda actual al estilo último mohicano o marine de la II Guerra Mundial, queda fatal a quienes visten de “torrentí” o “zaragüell” sin sombrero o pañuelo “al cap” y consideran que con su traje de época ya no necesitan más. Para mí, resulta un anacronismo similar a entrar en una Notaría y ver su titular tocado con una peluca Luis XIV dispuesto a firmar.

Sin embargo, aquí no todo es desatino y relajación popular, pues hay algo muy de estimar: el acompañamiento musical que cada comisión fallera contrata para amenizar los festejos josefinos suele interpretar pasodobles, que son iguales a los que suenan en otras fiestas del territorio nacional y suelen generar estampas de vergüenza local. Música alegre que invita al baile (“Paquito, el chocolatero” sería el paradigma popular), cuya donosura se viene a perjudicar por el alcohol ingerido y el que todavía queda por tomar. No obstante, en Valencia nunca se traspasa el decoro en el movimiento (en los pasacalles públicos, me refiero), que en las falleras es muy comedido (quizás por lo aparatoso del traje) y en sus acompañantes masculinos ni hay, pues se muestran tan hieráticos como intransigentes al compás. Por este lado, aplauso y nada que censurar.

Cierto es que el gusto es algo muy personal, pero también que hay personas sin ningún gusto y por ello adoptan el de los demás…