Una “Orquesta Filarmónica Checa” con resultado desigual

No lo puedo evitar y como tantos, también soy un mitómano musical. El irresistible influjo de los éxitos pasados de orquestas, directores, solistas y cantantes, imantan mi interés por lo que fueron y sin necesidad de que lo sigan siendo, esto último en el caso de las orquestas, cuya vida trasciende la humana, convirtiéndose en longevas banderas culturales de los países o ciudades que las promueven para disfrute de propios y de los extraños que las escuchamos cuando nos vienen a visitar.

Uno de los mitos orquestales del siglo pasado es la Orquesta Filarmónica Checa, por su ininterrumpida excelencia musical desde que fuera creada a finales del siglo XIX y cuyo primer concierto con el nombre por el que hoy la conocemos lo dirigió Antonín Dvořák interpretando obras suyas, algo que ayer no podía olvidar. Como tampoco su histórica nómina de directores titulares, entre los que destacan Rafael Kubelik, Karel Ančerl, Václav Neumann, Jiří Bělohlávek, Vladímir Ashkenazi, Eliahu Inbal o el Semyon Bychkov de la actualidad.

En efecto, el programa del Abono 27 del Palau de la Música de Valencia para esta temporada 2023-24 estaba dedicado a Dvořák, con una obertura (“En el reino de la naturaleza”) y dos de sus composiciones más reconocidas (el “Concierto para violonchelo y orquesta en sí menor” de 1895 y la “Sinfonía número 8 en sol mayor” de 1889), interpretadas por la orquesta de referencia para este fascinante compositor nacido en uno de los países europeos con mayor tradición musical.

Hace unos treinta años asistí, en el mismo Palau de la Música, a una histórica interpretación del citado “Concierto para violonchelo” a cargo de Mstislav Rostropóvich, a quien recuerdo con su personal expresión facial y sentado sobre un pedestal a la izquierda de la orquesta (no sé cuál), mientras yo escuchaba rendido ante aquel mito viviente, amigo de la reina que pone nombre al Palau de Les Arts. Su vibrante interpretación distó mucho de la que ayer pudimos escuchar a Semyon Bychkov y Pablo Fernández, ambos responsables de una versión edulcorada que se aleja en exceso del canon romántico que propugna el bélico enfrentamiento entre orquesta y solista instrumental.

Yo diría que el joven y aclamado Pablo Fernández es afín en su intención interpretativa al pianista español Javier Perianes, porque ambos buscan ese sonido satinado que suma poesía, pero resta contundencia y dinamicidad. Además, a esto se vino a juntar la impronta de un Bychkov que limó asperezas y fortalezas a la Orquesta Filarmónica Checa, llegando todos a un resultado esteticista, pero falto de contrastes y de la energía esperada en este concierto que pide más y más.

Lo que fue antes falta resultó luego idoneidad en la Sinfonía número 8, cuya partitura, toda ella de una bella amabilidad, fue interpretada de manera magistral, continuando con ese sonido almibarado que esta obra sí pide y es capital. Destacó la portentosa sección de cuerdas (violines primeros en especial) y unos metales cuya delicadeza les hacía parecer cálidas maderas, además de la metrónoma percusión siempre ajustada en cada golpe de timbal.

Tres reconocibles propinas cerraron esta clamorosa noche de éxito para un público que, a diferencia de antaño, no termina de llenar la Sala Iturbi (si no es con estas orquestas estrella… ¿cuándo lo será?) y que en mi opinión fue desigual…

“Orfeo y Eurídice”… los costes de una música preliminar

La pertenencia de una ópera al repertorio actual no siempre responde solo al favor popular, pues en algunas influyen otras consideraciones defendidas por los programadores y los medios de comunicación, como por ejemplo su trascendencia histórica al ser principio de algo o en ocasiones incluso final.

Esto le ocurre a “Orfeo y Eurídice” (C. W. Gluck-1762), una obra que nace con la pretensión de reformar la ópera seria italiana (la que conocemos como ópera barroca), cuyos máximos exponentes fueron el compositor alemán Georg Friedrich Händel, el libretista italiano Pietro Metastasio y el “castrato” Farinelli, empeñados ante todo en lucir sus artes añadiendo a las obras más y más complejidad. Gluck, en cambio, trató de simplificar buscando un cierto minimalismo musical, suprimiendo los recitativos “seccos” (los suyos suelen incorporar un discreto acompañamiento orquestal), las arias “da capo” (pues ya no busca ese canto melismático con gran virtuosismo vocal) y a la manera de la tragedia griega, devolviendo a la acción dramática su papel principal. Todo ello tuvo gran influencia posterior (Mozart, Beethoven o Wagner), pero como cualquier intento precursor, no llega a la maestría que el desarrollo ulterior lograría alcanzar.

Y es que, eliminados los ornamentos de su música y de la interpretación vocal, “Orfeo y Eurídice” resulta un tanto llana al escucharla entera y sin solución de continuidad, tal como ocurre en una representación teatral. No tanto, claro, si nos limitamos solo a ciertos pasajes como la “Danza de los espíritus bienaventurados” (Acto II-Escena II) o la famosa aria “Che farò senza Euridice” (Acto III-Escena I), igualmente sencillos y tristes, si bien plenos de armonía e inspiración emocional. Y digo tristes porque toda la obra destila un lastimero y doliente decaimiento del que no se libran ni los supuestos momentos de felicidad (algo que más tarde escucharemos en el “Lied” alemán). Por tanto, ante el espectador actual, la puesta en escena de esta ópera deviene en un factor de éxito crucial, pues debe ser capaz de aportar una lectura que consiga dinamizar ese valle de homogeneidad musical.

Les Arts estrenó ayer “Orfeo y Eurídice” (versión vienesa) en una coproducción de cuatro teatros (nutrida mancomunidad, pues parece que en estos tiempos ya nadie tiene presupuesto para afrontar una producción en soledad) y también con cuatro representaciones (un par menos de lo habitual), habida cuenta de que este tipo de música preliminar de la ópera romántica no atrae del todo al público en general.

En esta ocasión, la escenografía propuesta por Robert Carsen sumó en lugar de restar. Y es que, casi siempre menos es más, en especial cuando se trata de traer la historia a la actualidad. Un desnudo páramo es el continente de esta obra cuya acción se podría contar en solo un par de líneas, pero que aquí resulta amena por la gran labor actoral de coro y solistas, todos al servicio de una imagen plástica tan artística (escena de las candelas y los espíritus ensabanados, por ejemplo) como ingeniosa en el movimiento de personajes (escena entre Orfeo y Eurídice, que no se pueden mirar a la vez que nos deben mirar para cantar). Todos los personajes visten a lo “Bodas de sangre”, en un blanco y negro eclipsador de cualquier motivo ajeno a la adversidad que representa una sencilla tumba, puerta de entrada al tenebroso más allá.

En lo musical, el director principal de “Les Musiciens du Prince-Mónaco”, Gianluca Capuano, nos presentó una versión acelerada (85 minutos) de esta ópera, algo que no la suele mejorar. Estoy con Celibidache y su pausada solemnidad, pues lo contrario (compárese la enloquecida versión grabada en el 53 por Glen Gould de las “Variaciones Goldberg” con su más reposada de 1981) lleva a la trivialización musical. En este circuito de velocidad, hubo extrañas contradicciones como la de “Che farò senza Euridice”, interpretada al sprint durante su primera parte para decelerar en la segunda, tanto que nunca parecía terminar.

A la Orquesta de la Comunidad Valenciana le ocurrió lo que a todas (filarmónicas de Berlín y Viena incluidas) cuando afrontan el repertorio preclásico y es que suenan mal. Acostumbrados al sonido “Harnoncourt” y su revisionismo historicista, solo las formaciones especialistas en el repertorio barroco y medieval son capaces de sonar como los autores de aquellas épocas imaginaron y las orquestas vinieron a interpretar. Se trata de una cuestión de estilo, pues cualquier orquesta romántica con instrumentos originales tampoco lograrían alcanzar esa fidelidad.

En lo vocal, el triunfador de la velada fue el Coro de la Generalidad Valenciana, certero en estilo e inmenso en empaste y teatralidad. En la Scala o en el Metropolitan hubieran igualado cualquier récord de aplausos, sino más. Y a propósito de esto, durante toda la representación no se aplaudió ninguna intervención y no por demérito de los cantantes, sino porque esta pesarosa ópera sume al espectador en un intrínseco letargo que logra anestesiar cualquier intento de mostrar recompensas hasta llegar al final.

El protagonista total de la obra es Orfeo, que en aquellos tiempos lo cantaba un castrado porque era lo que solicitaba el público, aunque tenga poco de lógico al tratarse de una voz que no contrasta con la de Eurídice y además ahora no la hay. Vaya por delante que no soy fan de las voces masculinas agudas, como el tenor lírico ligero y en especial el contratenor, al que llego a soportar en disco, pero no en un escenario, donde imagen y voz me producen una confusión identitaria que no puedo remediar. Además, los contratenores pierden parte de su cualidad vocal al emitir en falsete, algo similar a lo que ocurre con el ecualizador en un equipo de alta fidelidad. Al margen de esto (que es mi gusto personal) debo reconocer que el italiano (del Lugo de Italia) Carlo Vistoli, aunque suena grave para su cuerda, sabe cantar. Lo demostró en su ininterrumpida presencia plagada de pasajes que, si en apariencia parecían sencillos, estaban cargados de intrínseca dificultad. Por otra parte, tanto Francesca Aspromonte (Eurídice) como Elena Galitskaya (Amor), cumplieron en sus breves papeles, destacando más la segunda al conformar su personaje con gracia y expresividad. Hay que destacar que, siendo una excepción, el canto ayer se pudo escuchar, pues la orquesta (en la que salían y entraban miembros por cada lateral) por momentos no llego a superar los veinte profesores, en otra demostración del adelgazamiento reformista propuesto por el compositor alemán.

En esta ocasión ocurrió lo contrario a lo que suele ser habitual en Les Arts, pues se bajó el telón cuando el teatro permanecía lleno de espectadores, sentados y aplaudiendo sin parar (a las 19:30 h de un domingo no hay prisa por marchar). Fue una lástima que ningún responsable de la escenografía saliese a saludar para comprobar si el público coincide con el criterio que antes he intentado explicar.

Quiero finalizar significando lo que, por imposible y por insultar a la inteligencia de los demás, nunca se debió publicar. Tras las numerosas quejas de aficionados y medios de comunicación solicitando la restitución de los programas de mano impresos, Les Arts incluye ahora en su Web una página titulada “Les Arts en un mundo cambiante”, donde explica su nueva política de sostenibilidad. Entre otras medidas adoptadas está la de restringir los programas solo a lo digital y como prueba de acierto se indica que “…la supresión de programas de mano en 12 espectáculos ha significado un ahorro de 24,84 toneladas de papel…”. Pues bien, calculando con extrema generosidad, si la Sala Principal de Les Arts cuenta con 1.412 localidades y cada espectáculo se ofrece en, como máximo, 6 representaciones, ello supondrá unos 8.472 programas por título, que siendo 12, arrojaría un total de 101.664, cuyo peso de cada ejemplar deberá ser por necesidad de unos 244 gramos para así lograr completar esas 24,84 toneladas de papel que esta poco matemática institución se elogia en ahorrar. Es decir, que para ser esto real, uno solo de los programas de mano equivaldría a un par de ejemplares juntos de “Cien años de soledad”. “Sostenibilidad”, ese disfraz que viste cualquier desmán…


Muchas y meritorias son las grabaciones disponibles de esta obra, aunque cabe significar la versión en italiano (1762) de Sigiswald Kuijken y René Jacobs (Orfeo-contratenor) con los instrumentos originales de La Petite Bande y el Collegium Vocale Gent, para ACCENT en 1982. Respecto de la versión adaptada al francés por Gluck en 1774 e instrumentada por Berlioz en 1859, destaca el pasional registro de John Eliot Gardiner con la Orquesta de la Ópera de Lyon, el Coro Monteverdi, Anne Sofie von Otter (Orfeo-mezzosoprano) y Barbara Hendricks, para EMI en 1989. Al parecer, el papel de Orfeo ejerce de imán para muchos cantantes, sea cual fuere su cuerda, como podemos apreciar en 1968, cuando el romanticista Karl Richter dirigió una grabación para DG con el gran barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau en el papel de un insólito Orfeo por su varonil tonalidad. Incluso el belcantista Juan Diego Flórez (tenor lírico ligero) dirigido por Jesús López-Cobos para DECCA, en 2010 y en francés lo quiso intentar.