“LA BOHÈME”… por encima de todo bien y mal

He perdido ya la cuenta de las “Bohèmes” presenciadas, pero sí recuerdo que la mayoría han acontecido en Navidad. No se trata de una casualidad, pues su argumento comienza en una Nochebuena de los años treinta del siglo XIX, lo que junto a su insuperable popularidad es motivo para programarla en estas fechas en las que hay obligación de nostalgia y sentimentalidad.

Desde hace tiempo defiendo que el objetivo principal de todo teatro de ópera es llenarlo, considerando cada butaca vacía como un fracaso de gestión artística y comercial. Lo público se debe al interés de la mayoría, pues es quien lo sustenta con su esfuerzo fiscal. Por tanto, hay que programar aquello del agrado de la audiencia (que sin duda es mucho más que los grandes títulos del repertorio usual) y olvidar cualquier veleidad educacional. “La Bohème” (G. Puccini-1896) asegura completar aforos, sí, pero hay un detalle a no olvidar y es que la mayor parte de los asistentes a cualquier representación operística son aficionados habituales que, al presenciar un mismo título, reclaman cierta variedad. Variedad que en la ópera actual se fundamenta en las propuestas escenográficas como vehículo de significado musical y artística plasticidad. Volver a programar la producción propia del Palau de Les Arts de Valencia (vista en 2012 y 2015), para muchos resta en lugar de sumar. Y este mal no solo afecta al teatro valenciano, pues en diciembre del pasado 2021 (¡otra vez en Navidad!), asistí en el Teatro Real de Madrid a la misma producción propia de una “Bohème” que presencié allí en diciembre de 2017 (¡otra vez en Navidad!), lo que explica mi indisposición y encarecida petición de diversidad.

Aun con ello, “La Bohème” se encuentra por encima de todo bien y mal, siquiera sea por su luminoso y arrebatador duo de amor del primer acto, la mejor constatación del poder de la lírica para acelerar hasta el corazón de quienes presumen solo escuchar música trap. Ese primer encuentro entre Rodolfo y Mimí, creado por la sublime inspiración de un compositor que nunca solía fallar, llega a ser capaz de convertir un frío y gris invierno parisino en el más luminoso día primaveral. Gélidas “maninas” que pronto se calentarán, arrobadas por la pasión del único sentimiento con potestad de tergiversar totalmente la realidad: el enamoramiento que fulmina la capacidad de pensar. Y nada mejor que dos jóvenes bohemios para resucitar un romanticismo que, en tiempos del autor, pertenecía a un pasado superado ya. El poeta y la costurera sueñan vencer su adversidad y nosotros les acompañamos hechizados, aun a sabiendas de que todo terminará mal. Así es la música inmortal de Giacomo Antonio Domenico Michele Secondo Maria Puccini, como así es el amor pasional, embriagador pero ciego a nuestro pesar.

De lo presenciado en el estreno de ayer en Les Arts no cabe volver a hablar de la puesta en escena, por su escaso interés y por haber sido comentada años atrás. Queda entonces lo musical en donde, una vez más, sobresalió la Orquesta de la Comunitat Valenciana y su director titular, James Gaffigan. Cierto es que esta maravillosa formación en ocasiones parece apagar las voces por su excesiva sonoridad, culpabilizando a sus directores por no saberla amarrar. Pero esto no es verdad. El problema no es de la Orquesta sino de la acústica de la Sala Principal, que levanta un muro vertical a la altura del foso que ni los irrefrenables Birgit Nilsson o Franco Corelli podrían traspasar. Es imposible interpretar un pasaje indicado como “forte” en la partitura aminorando su intensidad sin falsear el significado musical, al igual que no tendría sentido gritar susurrando para no molestar.

En cuanto a las voces, también una vez más, solo las corales lograron destacar. En especial, las de las Escolanías “Veus Juntes” y “Mare de Déu dels Desamparats”, todo un prodigio de empastación y expresión musical, que define la profesionalidad de sus infantiles componentes al mismo gran nivel que los mayores del Coro de la Generalitat.

Los solistas aprobaron con un raspado capilar, transmitiendo la sensación de no llegar a lo que se esperaba de ellos en esta obra inmortal. Federica Lombardi (Mimí) tiene voz de “Tosca” y no de ingenua jovencita, por lo que solo en el último acto pudo brillar. A Saimir Pirgu (Rodolfo) le faltó el resuello en cada pasaje donde se requería evidenciar un fiato que nunca pudo demostrar. Mattia Oliveri (Marcello) fue alumno del Centre de Perfeccionament y en 2012 cantó el papel de Schaunard, cuando esta misma producción la estrenó Riccardo Chailly en Les Arts. Entonces, como ahora, deberá estudiar más. Marina Monzó (Mussetta) no lo hizo mal, pero en su famoso vals “Quando mén vò” se excedió tanto en adornos que aquello pareció una improvisación de Jazz. Lo dicho con anterioridad, al igual que en otras ocasiones, debe entenderse siempre desde la extrema dificultad de interpretar los personajes acercándose a las referencias establecidas por voces de leyenda, que es lo que a uno le gustaría escuchar.

Finalizo con la constatación de lo que para mí había sido una sospecha pendiente de comprobar. Desde la inauguración de Les Arts, hace dieciséis años, he asistido a todas las óperas programadas en su Sala Principal sin probar el bufé de los entreactos, contemplándolo desde los balcones recayentes con una mezcla de estupor y curiosidad. Por azares del destino, la persona que ayer se ubicaba en la butaca contigua a la mía tuvo la generosidad de regalarme su tique porque un imprevisto la obligó a marchar. Y a partir de aquí ocurrió lo que tenía que pasar: carreras disimuladas, empujones subrepticios, miradas desafiantes y colas del hambre para unos canapés cuya invariante cantidad obliga a la lucha por la supervivencia cuando hay mucho personal. Así, a la manera de los desamparados protagonistas de “La Bohème”, queda retratada la supuesta urbanidad de los distinguidos amantes de la Ópera cuando hay que ganarse el pan. Yo también tuve que batallar, regresando avergonzado a mi localidad mientras me prometía no volverlo hacer más…

RECOMENDACIÓN FONOGRÁFICA

1- GRABACIÓN: Pocas dudas hay respecto al absoluto reinado del histórico registro en el que Herbert von Karajan dirigió a la Orquesta Filarmónica de Berlín, el Coro de la Ópera Alemana de Berlín y Mirella Freni, Luciano Pavarotti, Rolando Panerai, Elizabeth Harwood, Nicolai Ghiaurov y Gianni Maffeo (impecablemente grabado en la Jesus-Christus-Kirche de Berlín, en octubre de 1972 para DECCA).

2- REPRODUCCIÓN: Pese a la trivializada proliferación de sistemas baratos de reproducción sonora ofrecidos por la tecnología actual, solo la acertada elección de componentes de calidad (en especial… fuente de sonido, amplificador y cajas acústicas) nos puede garantizar una escucha satisfactoria, es decir, con la mínima pérdida de información musical (https://www.xataka.com/audio/alta-fidelidad-no-tiene-que-ser-elitista-te-ayudamos-a-configurar-equipo-buena-calidad-precio-realista-2).

Las vanguardias musicales y Mondrian

A la izquierda, el cuadro “New York City 1” como ha estado colgado hasta la fecha y a la derecha, en su sentido original…

En asuntos de preferencias y gustos, queda admitido en las sociedades democráticas el principio de la autonomía personal, de tal manera que la libertad se viene a instalar en las elecciones de cada cual. Esto, que supone un derecho a ejercitar sin más, en numerosas ocasiones se utiliza por algunos para configurarse una imagen pública de calidad que no se corresponde con la verdad.

Proclamar filias relacionadas con aquello más exclusivo e intelectual (en teoría solo reservado a unos pocos) ha sido el fin de muchos desde la antigüedad, pero aún lo es más en este mundo actual en donde el “postureo” reina como salvoconducto de éxito social. Modelar una personalidad entendida en aquello que para la mayoría resulta difícil de interpretar y apreciar, parece que instala en una división superior y es por muchos la manera elegida de epatar.

Ser amante del “Ulises” de Joyce, el “Wozzeck” de Berg o el “New York City 1” de Mondrian, es algo que parece reservado a una reducida élite cultural, aunque sean innumerables los que proclaman pertenecer a la misma, pues para ello no se pide carnet de identidad: con decir que la obra les gusta, ya está. Pero… ¿de quién se compone esa supuesta élite cultural? Podríamos decir que de unos pocos que parecen apreciar este tipo de obras y de otros muchos que, ajenos a las mismas, se suben al carro de la exclusividad. Distinguir entre unos y otros no es tarea fácil, pues incluso los expertos más acreditados pueden ser sospechosos de falsedad.

En estos días hemos conocido que el cuadro “New York City 1” de Piet Mondrian, durante los últimos 75 años, ha sido expuesto boca abajo en diferentes museos con el beneplácito de los directores, comisarios y especialistas de los mismos, que en estas décadas no han ahorrado parabienes a lo que tergiversaba la obra original. ¿Alguien se atrevería a ensalzar “Las Meninas” colgado del revés? Sin duda que nadie pues el mundo entero, capacitado para poderlo valorar, se lo vendría a afear. No obstante, el citado cuadro de Mondrian pertenece a ese tipo de vanguardia plástica cuyos recónditos secretos de belleza son desconocidos hasta por los más entendidos del mundo mundial, que también aplaudieron en su día obras de Matisse, Van Gohg, Picasso o Dalí colgadas como sus autores nunca las quisieron pintar,

Y esto no es diferente a lo que podría ocurrir si, por algún error, se descubriese que el “Ulises” de James Joyce se ha estado editando con las páginas intercambiadas o las partituras originales del “Wozzeck” de Alban Berg se hubieran transcrito equivocando aspectos de su atonalidad. Y todo porque la legitimación artística del arte de las vanguardias deja mucho que desear.

En 2007, el prestigioso compositor Tomás Marco publicó “Elogio de las vanguardias”, un pequeño ensayo del que solo se imprimieron 150 ejemplares a modo de tesoro editorial. Yo he podido conseguir el numerado “132”, con la esperanza de hallar en sus páginas mi tan demandada explicación sobre la supuesta bondad de la música contemporánea y en especial, la atonal.

En las páginas 30 y 31, Marco escribe:

“…una nueva vanguardia debe plantearse la música como un acto de creación pura, y consiguientemente nueva, independientemente de otra consideración. Esta creación obliga a una investigación que, como toda investigación, exige un acto mental, una actividad intelectual importante que no tiene más remedio que resultar compleja. Cualquier facilidad o simplificación a priori son contraproducentes… La grandeza y dificultad de la vanguardia no está solo en que cambia constantemente sus puntos de partida sino la manera de aproximarse a los de llegada por parte del que lo recibe. No se trata de agradar, de pasar el rato, de entretenerse… sino de reflexionar, pensar y crear. Y todo esto exige un esfuerzo, tanto del creador como del receptor. La creación artística no tiene las mismas cualidades placenteras que los masajes o las cosquillas. Sus placeres, que no son prioritarios, son de la inteligencia y la sensibilidad, no de la sensorialidad inmediata…”.

Sobre esto, me gustaría preguntar a Beethoven, Mozart y Bach…

Pires abre la temporada del Palau de la Música de Valencia

Buena entrada, pero el Teatro Principal, aun con su limitado aforo, no se llenó…

Cuando en 1987 se inauguró el Palau de la Música de Valencia, yo entonces era uno de sus más jóvenes visitantes y hoy sigue siendo igual. Esta sorprendente paradoja temporal no augura buenos tiempos futuros para una institución musical que, en estos treintaicinco años, no ha sabido conectar con el aficionado joven e incluso con el de mediana edad. Ayer, el patio de butacas del Teatro Principal de Valencia era un plateado mar.

Al hilo de lo anterior, la condicionada presencia de la Orquesta de Valencia en el Principal por las obras del Palau de la Música recuerda épocas pasadas en las que esa era su sede, entonces menos deteriorada, como así pudieron atestiguar mis posaderas, enfrentadas a un asiento tan destartalado como impropio del teatro más representativo de nuestra ciudad. No fui el único en sufrir esta lamentable realidad, pues mi vecino de localidad tenía su apoyabrazos huido en Afganistán.

El arranque de la Temporada 2022/23 de este primer Palau valenciano (Les Arts lo fue dieciocho años después) no podía ser más sugerente y no por contar con la Orquesta de Valencia, que eso era obligado, sino por la participación de una de las últimas leyendas vivientes de la interpretación musical de la segunda mitad del siglo pasado: Maria João Pires, esa pianista excepcional.

Pese a ello, su intervención no respondió a las expectativas por un error de programación que, al juntar al Mozart de su concierto 23 con obras del siglo XX (Penderecki, Panufnik y Stravinsky), hizo inevitable lo que vino a pasar. Y es que para una orquesta, el cambio de estilo en una misma actuación deriva en una complicación que muy pocas se encuentran en disposición de afrontar. Hace cuarenta años, lo normal era que la orientación interpretativa de las orquestas apuntara más hacia el clasicismo y primer romanticismo en lugar de lo finisecular, pero esa disposición ha venido a cambiar en estas décadas (sobre todo tras la irrupción de la interpretación historicista de los sesenta y setenta), lo que ayer pudimos constatar.

Aun estando escrito en un luminoso modo mayor, el Concierto para piano y orquesta n.º 23 de W. A. Mozart (1786) sonó por la Orquesta de Valencia mucho más “romántico” de lo que ahora estamos acostumbrados a escuchar, planteando una equívoca contradicción con la introspección y dulzura interpretativa de una Pires desbordada por la querencia de Alexander Liebreich, buen director titular de nuestra orquesta pero que parece más cómodo en un repertorio posterior, como así nos lo vino a demostrar. Por esto mismo, fue la versión en suite de Pulcinella (I. Stravinsky-1922) lo mejor de una tarde, tanto en su conjunto como por las excelentes intervenciones solistas de los vientos y en especial del metal.

No comentaré las otras obras del programa (“El despertar de Jacob” de K. Penderecki-1974 y “Lanscape” de A. Panufnik-1965) porque ese tipo de música “moderna” me resulta indescifrable y alejada a mi sensibilidad particular.

Por fortuna, Maria João Pires contará con la oportunidad de lucir su magisterio el próximo 28 de octubre en Les Arts, libre de condicionantes orquestales y en solitario recital…

Maria João Pires en un momento de su desparejada interpretación…

Amor y enamoramiento en la nueva temporada de Les Arts

Comienza la decimoséptima temporada del Palau de Les Arts y como hace muchos años, mi amor por la Ópera ya no es enamoramiento, algo que en casi todo de la vida viene a ser normal.

Aprovechando la reciente publicación de mi último libro… “De entre los vivos”, quiero reproducir parte del texto de Paul Valéry que elegí para que lo viniera a encabezar: “Es el elemento desconocido el que da valor de infinito a cualquier objeto de que se trate, viviente o no”.

Y es que, gran parte del enamoramiento pasional que en el incipiente aficionado provoca el descubrimiento de la Ópera, parte del misterio que encierra su novedosa complejidad (musical, vocal, teatral, etc.) y que, para el veterano, el transcurso del tiempo logra desentrañar. El sentido reverencial con que acudía a mis primeras representaciones líricas hace cuarenta años ya no es tal, viviendo ahora un amor sereno que los emparejados de larga duración estoy seguro comprenderán. Así, encaro una nueva temporada en Les Arts con la expectación de quien ya sabe que los milagros no existen, pero que no se resigna a que en algún momento se puedan dar.

Ese momento no fue el estreno ayer de “Anna Bolena” (G. Donizetti-1830), pese a su alto nivel de calidad general. Lo mejor sin duda fue la escenografía, vestuario, iluminación y coreografía (bajo la dirección general de Jetske Mijnssen), que en modo alguno interfirieron con la obra musical, algo que no suele ser respetado en la actualidad. Elegancia y simplicidad pueden definir lo visto, cuya plasticidad pictórica convertía cada número en una postal de esas en las que ningún color busca destacar y todo se muestra equilibrado para no incomodar. Un fondo corredero que no parecía tener final, añadía y eliminaba unas puertas sobredimensionadas para cambiar de estancias la acción, pero sin tenerlas que cambiar. Sin embargo, hubo un punto de excentricidad incorporando a la pequeña hija de Anna que, vestida de mayor, causaba cierta extrañeza visual por sus proporciones infantiles, a la par que sus juegos con los muñecos que reproducían a los personajes de la obra no terminaron de encajar. Además, hasta casi el final todo sucedió en una caja escénica muy reducida por su escasa profundidad, el sueño de cualquier cantante en su búsqueda por proyectar la voz al frente para traspasar el muro que la orquesta interpone en su camino hasta el oído del público en general.

Junto con lo anterior, la Orquesta de la Comunitat Valenciana y el Coro de la Generalitat Valenciana brillaron como siempre y esta infalible continuidad corre el riesgo de no valorarse, diluyendo su extraordinario mérito por tratarse de algo ya habitual. No olvidemos que, de todos los componentes de éxito de una producción operística, son estos dos los únicos que puede controlar un teatro estable, por lo que garantizar su calidad deja menos margen a la eterna lotería del resultado final.

Si “Anna Bolena” es bel canto, resulta principal contar con voces adecuadas para no naufragar. Solo Eleonora Buratto estuvo a la altura de una partitura y un estilo que exige lo más. Armada de una sólida voz natural, defendió con sobresaliente este personaje infernal en el que debutaba, aunque esto le obligó a estar muy pendiente de la técnica, algo que con el tiempo solventará para mejorar su componente emocional. En un escalón inferior, aunque notables, se encontraron el Enrique VIII de Alex Esposito y la Giovanna Seymour de Silvia Tro Santafé, que cantaron bien pero sin destacar. El primero, aquejado del mal del bajo actual, que es su limitada versatilidad, lo que aplana las interpretaciones disminuyendo la expresividad. En cuanto a Tro, hay que mencionar el error de casting al juntarla con Buratto, dos voces con escasa diferenciación en el registro, como así se demostró en el dúo del comienzo del segundo acto. Y es que la valenciana es una mezzosoprano ligera, cuya altura musical se encuentra muy cercana a la soprano dramática de coloratura, tesitura que a Buratto no le cuesta alcanzar. Además, no fue el día de Ismael Jordi (o quizás su ajuste al papel de Lord Percy), que solo se mostró seguro en el pasaje central, pero que falseteó en los numerosos agudos con la consecuente pérdida de sonoridad. Cuando, en su presentación de la temporada, Ramón Gener nos lo mostró cantando el célebre “México” de la opereta “El cantor de México”, la comparación con Luis Mariano en nada le vino a beneficiar.

“Anna Bolena” no es una ópera del primer repertorio, es verdad, pero lo es de un compositor muy popular, con un libreto bien construido y una música de contrastada calidad que mereció, al menos en el estreno (de la obra y de la temporada), un lleno total. Los presentes, que si eran muchos, aplaudieron a rabiar y sea por criterio propio o por contaminación emocional, es suficiente para asegurar que fue un éxito total.

Tras la representación, el destino nos ofreció una sorpresa de guion pues, al igual que Anna Bolena, los que acudimos en vehículo particular nos vimos presos, si bien aquí por mor de una competición atlética nocturna que tenía cortada la circulación alrededor de Les Arts y que nos obligó a esperar el paso de una interminable fila de corredores (yo lo soy) aunque, a diferencia de la reina decapitada, sin riesgo para nuestra integridad corporal…


Aunque en registro monoaural (remasterizado por Warner Classics), la “Anna Bolena” de Maria Callas y Giulietta Simionato (grabada el 14 de abril de 1957 en la Scala de Milán, con escenografía de Luchino Visconti y bajo la batuta de Gianandrea Gavazzeni) es imbatible en lo vocal.


“Wozzeck” en Les Arts: paradojas de lo atonal

Ha transcurrido más de un siglo desde que la Segunda Escuela de Viena (SEV) trastocó la tonalidad musical generando composiciones que solo sus autores y los seguidores del cuento de Andersen, “El rey desnudo”, consideran en su presunta calidad. La triple “A” (A. Schönberg, A. Webern y A. Berg) se vio envuelta en una paradoja de manual cuando quiso salir de Guatemala, liberando a la música del condicionante de la tonalidad, para entrar en Guatepeor ideando el dodecafonismo serial, que constriñe la composición todavía más al tener que repetir cadenas de doce notas diferentes, en un orden previamente establecido y sin que este se pueda alterar. Pero la revolución de la SEV no solo disolvió la armonía tonal, sino también el tema, la escala, la métrica, el timbre y la forma musical. La SEV se caracterizó por anteponer su denso entramado teórico al resultado artístico final. Fue “orden” (el suyo) pero sin “concierto” (el que piden los demás) y esto último es indispensable para el Arte universal. Música desconcertante a partir de sonidos no temperados que incomoda en lugar de agradar. Para mí que la SEV quiso buscar una salida a su incapacidad por mejorar lo que antes ofreció la genialidad de la verdadera santísima trinidad (Beethoven, Mozart y Bach) y así escapar de tormentos y decepciones como los sufridos por un Brahms que, abrumado por la responsabilidad de superar al genio de Bonn, publicó su primera sinfonía a los cuarenta y tres años de edad, tras más de tres lustros de vacilante trabajo frenado por su convencimiento de no creerse capaz. ¡Y era Brahms…!

Ciertas composiciones de esta música surgida de la SEV disfrutan ya de más de un siglo de “obligada programación” en los grandes teatros del circuito internacional, en pos de educar a un público que debe ser torpe de solemnidad pues no hay manera de que se aficione a la atonalidad. Pero para sus lúcidos programadores… “la letra con sangre entra” y así deben considerar que cien años de imposición son pocos para generar afinidad, por lo que mucho me temo que nos esperen otros cien de martirio musical.

Y todo ello… “pa ná”, porque es evidente que la música atonal nunca será popular debido a su demostrada falta de conexión con la impronta natural (que se lo pregunten a los bebés cuando les ponen a escuchar a Mozart y sin aleccionamiento alguno parecen disfrutar). Y si popular es lo mayoritario, a lo mayoritario se debe cualquier institución pública que maneje un presupuesto generado por la dolorosa pero inevitable fiscalidad. Las cuentas son muy claras: seis han sido las producciones ofrecidas esta temporada en la Sala Principal, siendo “Wozzeck” (A. Berg-1925) una de ellas, lo que debería suponer que uno de cada seis aficionados valencianos de nuestro operístico Palau son fans de este título atonal. Ramón Gener (a quien admiro como comunicador y disculpo como cronista oficial de Les Arts), al comienzo de su presentación institucional de la obra el pasado 18/05 en el Auditorio, trasladó la siguiente invitación a quienes ya la habían escuchado en alguna ocasión… “¡Qué levanten la mano aquellos que les ha sorprendido muy positivamente!” (textual). Solo pudo contar a tres personas del total (Isabel, Marta y Juan… según podemos comprobar aquí), lo que en su desconcierto le llevó a pronunciar un involuntario… “¡Estupendo!” (textual), fruto de algo que no puede ser más que una revoltosa paradoja subliminal. En mis más de cuatro décadas escuchando a diario Radio Clásica (antes Radio 2 de RNE) nunca he constatado una petición del oyente que fuera atonal.

Pues sí, el Palau de Les Arts va a estrenar “Wozzeck” al igual que en estos días también el Gran Teatro del Liceo de Barcelona la viene a programar, en una inverosímil coincidencia temporal que es evidente no viene justificada por el tirón de su popularidad. El protagonista en Barcelona es el gran barítono alemán Matthias Goerne, a quien tuve la oportunidad de escuchar en el Festival de Edimburgo de 2013 cantando “El castillo de Barbazul” (B. Bartók-1918), otra ópera disonante y muy alejada de cualquier concesión sonora a la amabilidad. En mi butaca, entonces me preguntaba por cuál sería el resultado de ser un barítono principiante quien interpretara al Duque Barbazul y si yo lo llegaría a notar. Porque… ¿qué es cantar bien o cantar mal en este tipo de música tan alejada de ese “Ars canendi” (mis saludos al maestro Reverter) que en la Ópera es consustancial y su aliciente principal?

Si todo estreno lírico (sea cual fuere el título) viene precedido de una tormenta promocional en la que directores, escenógrafos, cantantes, periodistas y presentadores (todos ocupados en conservar su puesto laboral) se afanan por santificar la composición considerándola siempre obra maestra total, ello todavía es muchísimo más cuando la taquilla se ve peligrar. Este es el caso que nos ocupa con el “Wozzeck” de Valencia y Barcelona, por lo que me he tomado la molestia de analizar lo publicado (tanto en medios de comunicación como en los propios teatros) con la intención de localizar algún tipo de argumento que explique satisfactoriamente la bondad sonora de la obra (es decir, lo que finalmente escucha nuestro oído), más allá del socorrido “interés histórico” o del equívoco “open your mind”. Nunca nada se dice del disfrute sin penar, de la belleza epitelial o en definitiva de todo eso que nos mueve a muchos a escuchar Ópera y es el arrebol emocional que convierte nuestro corazón en una desbocada máquina de placer sensorial. Es claro que Stendhal no hubiera podido patentar su “Síndrome” y Sorrentino tampoco filmar “La grande bellezza” si solo hubieran escuchado música atonal. El poeta romántico inglés John Keats dijo… “La verdad es belleza y la belleza, verdad”.

¡Ah! Ramón Gener, llegando al final, no tuvo inconveniente en afirmar… “Cada vez que escuches Wozzeck y no lo estés entendiendo es culpa tuya, porque todavía te falta para llegar” (textual) que unido a… “Es imposible que hagan Wozzeck en una ciudad como Valencia y no esté a petar” (textual), configura otra singular paradoja de lo surreal.

A fecha de hoy, desconozco si la huelga convocada por los trabajadores de Les Arts para el día del estreno (26/05/22) continuará pero sea cuando fuere yo asistiré y también animo a los demás, porque cien minutos no nos van a matar y también para comprobar por cuenta propia una vez más si lo dicho con anterioridad es falacia o verdad.

Para terminar y sin querer conculcar el libre derecho de cada cual, resulta una evidencia que en cualquier tipo de espectáculo escenográfico en vivo (no así el cine) acontece una paradójica obligatoriedad de premiar a los intérpretes, aun cuando el resultado no nos acabe de gustar. De esta manera, los aplausos del público al finalizar ofrecen la misma credibilidad que los contemporizantes “bien” cuando el camarero del restaurante nos viene a preguntar…


En 1951 aconteció en el Carnegie Hall la primera grabación íntegra de “Wozzeck”, en una sesión de concierto que dirigió D. Mitropoulos a la Orquesta Filarmónica de Nueva York y M. Harrell, E. Farrell y F. Jagel, editado por Testament en la actualidad.

La paradójica Sinfonía “Leningrado” en el Teatro Principal

Cuando el otoño pasado planifiqué mi temporada musical, no elegí el Concierto 18 de Abono del Palau de la Música de Valencia que se celebraría el 21/04/22 y dirigiría la coreana Shiyeon Sung a la Orquesta de Valencia en el Teatro Principal. En el atractivo programa (además del conocido Preludio de “La Revoltosa” de R. Chapí-1897 y el famosísimo Concierto nº1 para violín de M. Bruch-1866) destacaba la icónica Sinfonía nº7 “Leningrado” (D. Shostakóvich-1942), cuya interpretación estaba seguro no se podría ni acercar a la histórica que nos ofreció en 2018 la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinski de San Petersburgo con su mandamás, Valery Gergiev y que en su momento así vine a calificar:

“La interpretación, monumental, quedará en los anales del Palau como un hito difícil de superar. A la mitología de la Séptima del maestro Shostakóvich (con su estreno en pleno asedio de las tropas nazis sobre Leningrado y los famélicos músicos rusos sin fuerzas para soplar), se unía el prestigio de la orquesta más famosa de esa ciudad y su director, el gran Gergiev, capaz de dominar casi doscientos profesores (participaba también la Orquesta de Valencia) con solo el personal aleteo de sus manos y su “mondadientes” a modo de discreta batuta, pero con un poder imperial. El crescendo del hipnótico tema principal del primer movimiento, que Shostakóvich orquestó a la manera del bolero de Ravel (caja militar incluida), fue descomunal, desde el pianísimo inicial hasta una mascletá final que certifica la calidad del hormigón con el que fue construido el Palau. Hay momentos en los que están justificados los decibelios para expresar un pensamiento musical y este era uno de los que no se pueden criticar”.

Pero ayer (mismo día del concierto) me decidí a comprar una entrada por un motivo extramusical, propiciado por la casualidad de una programación que en su momento (quizás un par de años atrás) no podía sospechar que la “Leningrado” coincidiría con un escenario bélico similar al que propició su composición, aunque con opuesto signo militar: es ahora Rusia quien protagoniza una invasión y asedia a una ciudad, Mariúpol, que con su nombre bien se podría retitular esta sinfonía que denuncia lo que nunca nadie podrá justificar.

En 2018, al escuchar la Séptima de Shostakóvich fue inevitable empatizar con el sufrimiento de un inocente pueblo ruso ante los bombardeos del maligno ejercito alemán. Ejercito alemán que ahora bendecimos mientras al pueblo ruso venimos a demonizar. ¿Quién son los verdaderos responsables de esta o aquella atrocidad…? ¿Los pueblos, los ejércitos o quienes les vienen a gobernar…?

La escasa calidad interpretativa del concierto me reafirmó en mi decisión inicial y así, me dediqué a reflexionar sobre la “Leningrado” y su significación actual…

“Macbeth” en Les Arts: buen principio y mal final

¿Qué hace a un artista inmortal? Ante todo, la excelencia de su obra… pero hay más. Y ese más son sus circunstancias, de tal manera que en el Olimpo de las artes son todos los que están pero no todos los que son, están. ¿Quién sería en la actualidad William Shakespeare de haber nacido en Portugal? Pero nació en Inglaterra, una potencia mundial y escribió en inglés, el idioma universal. Además, sus obras (que, seamos sinceros, pocos leen en la actualidad) siguen en lo más alto de la popularidad porque, al margen de las versiones teatrales, se ven beneficiadas por la aportación de otros artistas cuyas adaptaciones cinematográficas o musicales las vienen a realzar. En fin que, al igual que ocurre con el dinero, la fama llama a la fama en una retroalimentación que nunca parece tener final.

¿Por qué son tan estimadas las obras de Shakespeare como fuente de inspiración si tratan de los mismos temas que las de los demás? Pues, al margen de su indiscutible calidad, claramente por aprovechar una notoriedad que posiciona a la nueva versión en el interés general y así es muy posible que estos días acudan a Les Arts espectadores no aficionados a la Ópera pero llamados por un título universal. Y para probar que esto lo digo sin maldad, debo confesar que mi próxima novela versará sobre los personajes que aparecen en las películas más famosas de un director de cine muy popular del siglo pasado, creador de una filmografía inmortal.

Basadas en “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) se han filmado hasta la fecha diecinueve películas, algunas tan excelentes como la de Welles (1948), la de Kurosawa (1957), la de Polanski (1971), la de Kurzel (2015) o la más reciente de Coen (2021), para satisfacción de un dramaturgo que hace casi quinientos años esto no se lo podría imaginar. Ni tampoco que en 1847 Verdi llegara a musicar su tragedia, creando una ópera excepcional. Tanto que, en mi opinión y con todas las reservas ante una comparación entre obras pertenecientes a disciplinas diferentes, es superior al original. Y es que la música aventaja a la palabra cuando se trata de manifestar emociones dada su común intangibilidad. Música y emociones pertenecen a una misma dimensión sensorial de carácter inmaterial mientras que las palabras, aun poéticas, no se pueden escapar de la concreción a que obliga cualquier idioma diseñado para escribir o hablar.

El “Macbeth” de Shakespeare al igual que el de Verdi requieren de interpretaciones muy por encima de lo normal, pues sus representaciones deben destilar ante todo aquello que sustancia a esta obra y es la desaforada ambición de poder solo limitada por los remordimientos y la conciencia personal. Hace poco más de un año lo pude comprobar al asistir en Madrid a la versión teatral producida por el Centro Dramático Nacional, en cuya crónica entonces decía: “…añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años de dedicación profesional…”. En 2015 Les Arts programó el “Macbeth” de Verdi, con un Plácido Domingo cuya incuestionable presencia escénica solventó sus limitaciones como barítono de verdad. Tres años antes, en el Teatro Real, pude comprobar como Violeta Urmana otorgaba carta de autenticidad a una terrible Lady Macbeth, instigadora de esta sanguinaria tragedia que no da tregua hasta el final.

Dicen que Verdi era barítono y de ahí su predilección por esta cuerda, hasta el punto de hacerla protagonista absoluta de varias obras entre las que destaca “Rigoletto” como más popular. No obstante, el compositor parece que tenía otra preferencia al manifestar… “He aquí este Macbeth, el cual amo más que a todas mis otras óperas”, una opinión que sobre su indiscutible calidad nos debe guiar. Si bien es cierto que a mayor gravedad menor agilidad, también lo es que el color de una voz baritonal destila poder, nobleza y autoridad como los bajos pero también pasión, heroísmo y musicalidad como los tenores, configurándose para los hombres como el centro de su arte vocal.

Pues bien, tanto en lo actoral como en lo musical, el Macbeth de Luca Salsi (sustituto de un añorado Carlos Álvarez cuya salud parece que nunca termina de mejorar) y Anna Pirozzi no se correspondió con lo indicado con anterioridad. Salsi por falta de emotividad, quizás debida a su justeza vocal. Pirozzi por su intento de lo contrario que, pese a su alta cilindrada de soprano dramática, la llevó a descomponerse en los agudos cometiendo el error de chillar. Pese a que Marko Mimica (Banco) y Giovanni Sala (Macduff) cantaron mejor que los dos protagonistas, sin la idoneidad de estos es imposible que esta ópera nos llegue a emocionar (tal y como suele afirmar Carlos Boyero en muchas de sus descarnadas crónicas cinematográficas… “no siento lo que les ocurre a los personajes, lo que me lleva a desconectar”). Tanto es así que lo mejor de la velada fue el coro de introducción al cuarto acto… “Patria oppressa!” (de corte similar al “Va Pensiero” pero menos genial), un prodigio de delicadeza por parte del Cor de la Generalitat Valenciana y de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, bien dirigida en esta ocasión por Michele Mariotti pese a que me hubiera gustado un mayor vigor en ciertos pasajes de esta partitura que demanda la pasión que ayer eche a faltar.

La escenografía apuntaba a un acertado minimalismo de manual que varió a mal. Comenzó con un espacio desnudo limitado por tres grandes paredes de madera (que me recordaron el escenario del Teatro Monumental de Madrid, sede de la Orquesta Sinfónica de RTVE) y la aparición por el techo de motivos redundantes (lámparas, trajes, etc.) en disposiciones geométricas muy al estilo del arte repetitivo que tanto encaja con lo minimal, como también el vestuario elegido de corte actual. Si embargo, conforme avanzó la representación todo se desnaturalizó con la inclusión de una decimonónica mesa de celebración, un escenario ambulante a lo “Pagliacci” y hacía el final, un insustancial campo de refugiados y la aparición de gente disfrazada de dibujos animados, de coristas y de no se que más. Al terminar, el público quedó desorientado, recompensando a los responsables de lo visual (Benedict Andrews y Asley Marin-Davis) con uno de los pocos abucheos que en Valencia se suelen escuchar.

Dejo para el final la anécdota, que si no me equivoco tiene carácter de primicia en Les Arts, pues al comienzo del cuarto acto se tuvo que detener la música porque Luca Salsi no podía salir para interpretar su parte al sufrir, entre bastidores, una hemorragia nasal. Lo supimos quienes nos quedamos, dado que algunos se marcharon ante la falta de una explicación que se demoró quince minutos o más, en los que solo se comunicaba que algo pasaba pero sin especificar. Al final Salsi salió a cantar su “Piettà, rispetto, amore”, una de las arias más famosas para barítono que hay y que a mí no me llegó a emocionar pero que el público recompensó con el mayor aplauso del estreno, cuya justificación entiendo tenía más que ver con el pundonor del intérprete que con su calidad, algo que en este caso al respetable no se le puede reprobar.


De las múltiples grabaciones de “Macbeth”, mi preferida es la que en 1976 dirigió Claudio Abbado para Deutsche Grammophon, con el Coro y Orquesta del Teatro alla Scala y Piero Cappucilli, Shirley Verret, Plácido Domingo y Nicolai Ghiaurov, un elenco de los que ya no hay.

“ARIODANTE”: una música celestial… pero de otro tiempo y lugar

El Jaguar E-Type de 1961 fue definido por Enzo Ferrari como… “el automóvil más bello jamas fabricado”. Hoy es pieza de coleccionista y sus propietarios quizás lo conduzcan algún domingo por la mañana, pero ni se les ocurre usarlo como coche habitual. Cualquiera de los deportivos actuales le superan en prestaciones, comodidad, eficiencia energética y seguridad. Y es que, lo que en cada momento fue ejemplo de excelencia con el paso del tiempo puede que ya no sea tal.

Las óperas de Händel se constituyen como el paradigma del mejor barroco tardío, pero la posterior evolución musical (clásica y luego romántica) vino a desarrollar el concepto de drama lírico tanto como la incorporación de la perspectiva a la pintura, la llegada del sonido al cine o la utilización del hormigón armado en la arquitectura monumental.

“Ariodante” (G. F. Händel-1735) se estrenó en España… ¡en 2006! y aparece por encima del puesto cien en las estadísticas de las operas más representadas en la actualidad. Y de igual manera se encuentra ubicado el resto de la producción operística del mismo Händel o de Vivaldi, Monteverdi, Gluck, Purcell, Rameau, Pergolesi, Caldara, Porpora, Scarlatti, Cavalli, etc., etc. ¿Por qué una música tan sublime no goza del favor popular…?

La respuesta es… por ser de otro tiempo y lugar. De un tiempo en el que el desarrollo de la ópera no llegaba a más y sus obras hoy nos suenan a repetición de un mismo tipo de musicalidad que, aunque celestial, carece de la necesaria progresión dramática que a lo largo de la obra la venga a diferenciar. De un lugar en el que se representaban estas obras, no para ser escuchadas sino para socializar, por lo que se componían a tal efecto y eso explica su dificultad a la hora de estar atento más tres horas sentado en una butaca sin tener que pestañear.

Sobre esto último debo confesar que (“no hay mal que por bien no venga”), durante la reciente limitación sanitaria de aforo en el Palau de Les Arts de Valencia, pude disfrutar de no tener a nadie a mis costados y así poderme mover un poco sin molestar. Aunque sigo considerándolo necesario para el bien general, cada vez me cuesta más interpretar a una estatua de sal durante cada representación, añorando la libertad y comodidad del sillón de mi hogar. Por ello y sacrificando algo la visibilidad, ahora busco alguna de esas pocas localidades exentas que me permiten cierta independencia de movimientos sin llegar a importunar a los demás.

En mi opinión y dado que las partituras son las que son, el éxito de la ópera barroca hoy pasa por el acierto en su representación escénica, como vehículo de adecuación a la actualidad de un concepto musical tan lejano como sus tres siglos de antigüedad. Pues bien, la propuesta que ayer nos ofreció Benjamin Davis (del original de Richard Jones) no contribuye en nada a facilitarnos ese acercamiento a nuestra realidad como espectadores del siglo XXI y lo que es peor, para entenderla nos la tendría que aclarar a quienes nos negamos a asistir a una representación sabiendo de antemano lo que el escenógrafo quiso relatar. Y es que, cuando la plasmación escénica de una ópera no es auto explicativa (de manera racional o emocional) y requiere su traducción, ya ha comenzado a fallar. Si a ello unimos la fealdad, poco podemos salvar. Un único escenario que representa una vivienda campestre, horrenda de solemnidad, acoge muy mal esta música de Händel que es todo un dechado de elegancia y sensibilidad. Además, los personajes (vestidos como para una representación colegial) estaban por estar, deambulando sin más criterio que el de posicionarse bien para cantar, hasta el punto de que muchas de las arias se interpretaron tan estáticas como en un recital. Solo tuvo un cierto carácter artístico la sustitución de los ballets de la obra por un juego de marionetas que representaban a los protagonistas, muy bien articuladas por cuatro titiriteros que les daban vida real, aunque su inclusión también me la deberían justificar.

El apartado musical a cargo del director italiano Andrea Marcon fue espléndido en lo técnico, al controlar todos los aspectos de una partitura que nunca se le llegó a desmadejar. Sin embargo, hay algo que no pudo evitar y es ese sonido “sinfónico/romántico” que caracteriza a cualquier orquesta contemporánea acostumbrada al repertorio post Beethoven, que en definitiva es el más habitual. El limpio y compacto sonido que exhibieron las cuerdas de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, aun prescindiendo del vibrato de la mano izquierda, no es el del barroco que en los años cincuenta rescató Nikolaus Harnoncourt y hoy en día es referente al escuchar ese tipo de música que no pide espectacularidad. Para conseguirlo hay dos caminos que, simultáneos, se deben transitar: disminuir el número de efectivos en el foso y contar con instrumentos de la época, esto último imposible para una orquesta contemporánea como la de Les Arts.

Lo mejor del estreno fue la parte vocal. Todos acertados en estilo y con afinados instrumentos jóvenes en sus gargantas, que rivalizaban con un excesivo sonido orquestal y soportaban bien la principal dificultad de estas obras: los interminables trinos sin respirar. Además, a la ópera barroca le van los lamentos y los que protagonizaron por separado Ekaterina Vorontsova (Ariodante) y Jane Archibald (Ginevra) fueron de sobresaliente, sin menospreciar varias de las intervenciones del contratenor Christophe Dumaux (un Polinesso al que el vestuario maltrató más con una sotana fuera de lugar), Jacquelyn Stucker (una Dalinda enérgica y temperamental), Luca Tittoto (un Rey de Escocia de voz profunda y que era el único que vestía como tal) y David Portillo (un Lucarno al que en ocasiones le costó llegar). La casualidad propició un hecho que, con buen criterio por parte del público, no afectó al gran éxito obtenido por Ekaterina Vorontsova, que es miembro destacado del Teatro Bolshoi de Moscú, quizás la compañía rusa de teatro, danza y ópera más estatal. Además, me pareció que Les Arts rendía homenaje a Ucrania pues el gran voladizo que corona el edificio estaba iluminado de azul, si bien lo del amarillo no lo pude apreciar.

Como anécdota añadiré que no me creo equivocar si aseguro que Anselmo Alonso (el responsable de subtitulación) estará rezando para que pronto vuelva la ópera barroca a Les Arts, dado que sus constantes “Da capo” reducen el texto no repetido a la mínima expresión, algo que mi presbicia también agradece al compositor inglés pero nacido alemán.

Hubo aplausos apresurados al final, aunque la media entrada que deslucía este estreno confirma lo indicado al comienzo y que se vino a concretar por la fulgurante salida del público al terminar (a las once de la noche en un día laborable) esta extensa representación que, aun comenzando a las siete, debería haberse adelantado todavía más…


Un “Ariodante” muy recomendable lo firma el flamante director que nos visitó en Enero, Marc Minkowski, quien con sus Musiciens du Louvre y Anne Sofie von Otter, Lynne Dawson, Eva Podles, Verónica Cangemi, Richard Croft, Denis Sedof y Luc Coadou, grabó en 1997 para ARCHIV una nueva versión referencial.

“Los cuentos de Hoffmann”: esplendor en Les Arts

Varios años han tenido que pasar para que, al fin, pudiéramos rememorar el esplendor de las representaciones con las que nació el Palau de Les Arts. Aquellas en donde todo respondía a la más alta calidad. Aquellas que nos ilusionaron por unos años, conscientes de que ese milagro en el Cap i Casal no iba a durar. La producción de la Semperoper de Dresde de “Los cuentos de Hoffmann” (J. Offenbach-1881) que ayer al fin se pudo estrenar, justifica que la Ópera sea el mayor espectáculo del mundo… mundial.

Con aforo completo debido a la reubicación causada por la cancelación del estreno programado para el 20/01 (sangre, sudor y lagrimas me costó acceder a esta nueva première), esta vez coincidí con el clamor popular que premió con arrebatada pasión un espectáculo total, de esos que tardaremos en olvidar.

Música, escena y voz se aliaron, cada cual para brillar por igual en esa rara coincidencia que casi nunca se suele dar. El director musical Marc Minkowski, la Orquesta de la Comunitat Valenciana (OCV), el Coro de la Generalitat Valenciana (CGV), el director de escena Johanes Erath, la soprano Pretty Yende (Stella, Olympia, Antonia, Giuletta), el tenor John Osborn (Hoffmann), la mezzo Paula Murrihy (la Musa, Nicklausse), el bajo-barítono Alex Esposito (Linfdorf, Coppélius, Miracle, Dapertutto) y todos los demás, participaron en un estado de gracia para enmarcar que nos hizo olvidar un inicio de temporada perjudicado por la libre disposición de la obra autoral.

La versión que Minkowski nos ha presentado es desconocida para la gran mayoría de los aficionados pero, al margen de que pueda o no gustar, nada se le puede reprochar pues al morir su autor está ópera quedó sin cerrar. Quizás lo más curioso de esta nueva revisión sea ese solo de arpa interpretando la Barcarola hacía el final (antes del Epílogo), que en un intermedio tuve la oportunidad de escuchar justo al lado de la solista, cuando ensayaba pendiente de la aplicación de su móvil, que identificaba al instante las notas emitidas por el instrumento para mi estupefacción y la de algún que otro más.

En lo estrictamente musical, cuando una orquesta suena a grabación, no se le puede pedir más. Pero si además del sonido se une la intención, eso ya es el no va más. Minkowski llevó a la OCV por los caminos de la perfección tanto estilística como formal, algo que solo logró Lorin Maazel y algunas veces Zubin Mehta en Les Arts.

La propuesta escénica es un derroche de fantasía, buen gusto y plasticidad. Una especie de versión actual de la cinematográfica de Powel/Pressburguer (1951) en su querencia por lo artístico, sin freno ni medida para estallar en una arrolladora propuesta visual. Por esto mismo, yo no quise indagar en correspondencias ni interpretaciones del argumento, que es lo que ocurre cuando todo fluye sin perjudicar. Este es un acertado ejemplo de modernidad en la concepción escénica, que dignifica a Johannes Erath como un director con sentido y sensibilidad.

Las voces corales (CGV) llegaron al máximo que las mascarillas se encargan de limitar. Hasta que no se eliminen no les podremos escuchar como debe ser, es decir, sin la sordina que oculta los armónicos que identifican en un coro su identidad.

Los solistas supieron cantar y actuar sus papeles como el mejor que hoy en día los pudiera interpretar. En especial, la portentosa Pretty Yende a quien la orquesta no pudo ganar en potencia ni en sutileza, como la que en el aria de Olimpia nos vino a regalar. Sus cuatro papeles corresponden a extensiones de soprano distintas (ligera, lírica y dramática) y en todos exhibió una facilidad muy rara para su joven edad. Paula Murrihy y Alex Esposito no se quedaron atrás en voz y en teatralidad, al igual que Marcel Beekman, un tenor cómico-ligero cuya imantada presencia escénica imposibilitaba el dejarle de mirar. Además, incansable John Osborn en un papel demoledor, nos relató sus cuentos románticos con una hermosa voz que se desengañaba a medida que el amor escapaba a su voluntad.

Solo he presenciado en una ocasión esta ópera y fue en 2013, en el Liceo de Barcelona, sentado en una estupenda localidad. Ayer divisaba medio escenario debido a la situación de la butaca que me pudieron asignar y aun así creí verlo entero, embriagado por la emoción de lo que no suele pasar…


En 1988 EMI publicó una recomendable grabación de “Los cuentos de Hoffmann” dirigida por Sylvain Cambreling, con la Orquesta y Coros de la Ópera Nacional del Teatro Real de la Monnaie de Bruselas y Neil Shicoff, Ann Murray, Luciana Serra, Rosalind Plowrigth, Jessie Norman, Robert Tear y José Van Damm.

“West Side Story” y “La Boheme”… en el Museo del Prado

Como las anteriores, la que acabamos de pasar para mí ha sido otra Navidad musical, que este año comenzó en mi entrañable Segovia con dos conciertos navideños de carácter muy singular. El primero en el Teatro Juan Bravo, protagonizado por el trío del afamado pianista catalán Ignasi Terraza y el vocalista de San Francisco, Randy Greer, que nos ofrecieron los temas de su disco “Around the Christmas tree”, una colección de las más conocidas canciones navideñas en estupendas versiones viradas al más clásico jazz, siempre tan elegante como intelectual.

En la ciudad castellana donde se encuentra la más bella construcción histórica española (el Acueducto) también fue especial el recital del “Conjunto vocal e instrumental Algarabía” en la Iglesia de San Marcos, con piezas de la Navidad medieval y cuya comparación con la propuesta anterior me confirmó que el espíritu musical de una tradición puede manifestarse por igual a lo largo de los siglos cuando el talento interpretativo nos lo viene a presentar.

También tuve la oportunidad de asistir a dos exposiciones plásticas de gran calidad. Una, la de mi querido primo el pintor Christian Hugo Martín en el Museo Esteban Vicente, donde sus últimas y excelentes obras se presentan en un espectacular dialogo con las del titular del Museo, el famoso artista hispano-estadounidense perteneciente a la primera generación neoyorkina del expresionismo abstracto, fallecido hace veinte años ya . La otra muestra, en el Palacio de Quintanar, recorría gran parte de la precursora obra del diseñador gráfico Manuel Prieto, autor del icónico Toro de Osborne en 1956 e innumerables portadas (más de 600) para la colección “Novelas y Cuentos” de Dédalo, por entonces una famosa editorial.

Días más tarde, en Madrid tuve que visitar de nuevo el Museo del Prado para acertar en la valoración del “West Side Story” de Spielberg y “La Boheme” del Teatro Real.

Messi tendría un 10 de no haber existido Maradona. De igual manera la versión fidedigna de “West Side Story” que ha filmado Steven Spielberg sería el mejor musical cinematográfico de todos los tiempos de no serlo, desde 1961, el de un Robert Wise en estado de gracia celestial. Embrujado por la arrebatadora música de Leonard Bernstein y las impetuosas coreografiás de Jerome Robbins, llevo toda mi vida (nací en aquel año) enamorado de ese “Romeo y Julieta” actual. Aquel “West Side Story” tiene un 10 o al menos ese es el número de premios Oscar con el que se le quiso recompensar. Este “West Side Story” no llegará a esa cifra pese a la extraordinaria calidad que destilan todas sus secuencias, iguales o superiores al original, que se benefician de sesenta años de evolución técnica y la maestría de un director que ya está por encima del bien y del mal. En los Cines Ideal, yo me volví a emocionar con “María”, “America”, “Tonight”, “I feel pretty” o “Somewhere” (cantado por la misma Rita Moreno que en la primera versión fue Anita), algo que en todos los órdenes de la vida cada vez me cuesta más.

La producción de “La Boheme” (G. Puccini-1896) a la que asistí en el Teatro Real fue la misma que tuve oportunidad de presenciar allí cuando se estrenó en 2017, acompañado de mi madre en una de sus últimas comparecencias antes de enfermar. Entonces no me llegó a entusiasmar por las discretas propuestas escénica y vocal. Pero en esta ocasión, la participación en el primer reparto de la gran Ermonela Jaho en el papel de Mimí me animó a repetir, sin sospechar que una vez más sobre mí caería de nuevo la maldición del Real (varias han sido las cancelaciones que me ha tocado soportar). Su positivo, junto al de otros cantantes, obligó a improvisar medio elenco para la función a la que yo asistía, tan desilusionado como resignado por no poderla escuchar.

Para finalizar, debo confesar mi estupefacción al visitar los principales museos de pintura, quizás porque las piezas más valiosas que allí se exponen ya las he visto y mejor en libros o incluso en la pantalla grande que tengo conectada a mi ordenador y por supuesto libres de cabezas que se interponen en una visión que siempre resulta parcial. “Las meninas” de Velázquez, “La gallina ciega” de Goya, “El jardín de las delicias” de El Bosco, “La adoración de los pastores” de El Greco y tantas otras más me decepcionan al natural, tras haberlas contemplado cientos de veces fotografiadas con la iluminación más perfecta y el detalle en megapixeles superior al que el ojo humano puede apreciar del natural. Soy consciente de que lo dicho pueda ser un sacrilegio y no se me va a perdonar, pero me resulta imposible de evitar. Sin embargo, mi visita al Prado tuvo una recompensa que no podía imaginar, al contemplar el cuadro “Adán y Eva” de Tiziano al lado de la fiel reproducción que ochenta años después Rubens se atrevió a pintar. Quizás el segundo sea mejor que el original pero, al igual que con “La Boheme” y “West Side Story”, las primeras versiones atesoran el gran valor de la creativa impronta que supone su novedad…