¡La música para el cine es la “clásica” actual!

Una vez más visita Valencia la “Film Symphony Orchestra” con un programa centrado en la música para el cine y sin fallar, una vez más agota las entradas, lo que no consigue casi ninguna otra formación del panorama clásico orquestal.

¿Cómo explicar este imparable fenómeno, que sin duda es ajeno al valor de la interpretación musical? Pues es evidente que por el otro componente del atractivo de un concierto y son las obras a programar. La música para el cine apasiona como ninguna otra en la actualidad, llevada por la fama de las películas, sí, pero también por su indiscutible calidad. Nadie podrá negar que las composiciones escritas para las bandas sonoras de “Lo que el viento se llevó” (Steiner), “Cantando bajo la lluvia” (Freed, Brown y Hayton), “Vértigo” (Herrmann), “Lawrence de Arabia” (Jarre), “El Padrino” (Rota), “La guerra de las galaxias” (Williams), “Blade Runner” (Vangelis), “Memorias de África” (Barry), “La misión” (Morricone), “West Side Story” (Bernstein), “El señor de los anillos” (Shore) y muchísimas más, responden tanto al indiscutible talento musical de sus autores como a su orientación al espectador, algo que olvidaron los compositores de la “clásica” del siglo XX y así les va.

El caso que mejor conozco de excelencia musical en el cine es el de la soberbia banda sonora de Bernard Herrmann para “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), que aparece en “De entre los vivos” (https://www.amazon.es/entre-vivos-Antonio-Alonso-Sampedro/dp/B0BC6DNFC8/), mi libro sobre el cineasta más universal. De raíces inequívocamente wagnerianas (el tema de amor en especial), la complejidad de esta partitura sinfónica no obsta para que todos sus pasajes se muestren cristalinos y encajen a la perfección en las hipnóticas imágenes de esta cumbre del séptimo arte, consiguiendo lo que pretende y es hacernos partícipes irredentos de una historia de amor fatal. Lo que tiene lugar en la escena circular del beso de Scottie y Judy (en el apartamento de esta cuando aparece convertida en Madeleine), es de una magia tal que siempre (SIEMPRE) me hace llorar y eso es a lo máximo que puede aspirar el arte, según nos mostró Stendhal. Sin la música celestial de Herrmann, “Vértigo” sería una de las mejores películas de la historia del cine, pero con su contribución es la mejor, para quien esto escribe y para tantos otros más.

Soy consciente del rechazo que muchos melómanos muestran hacia estos conciertos de música para el cine (quizás por su extravagante espectacularidad, tan alejada del código habitual), pero desde hace casi cien años, ninguna composición orquestal puede competir en aceptación con la música para el cine, la “clásica” de la contemporánea actualidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Orquesta de la Radio de Berlín y Jurowski: oír no es escuchar

Tras cuatro años de interminables obras, al fin he vuelto a mi añorado Palau de la Música de Valencia, sala de conciertos que llenó mi juventud de incipientes emociones prolongadas hasta la actualidad. La música que se llama “clásica”, pero que debería tener otra denominación más particular, revela hasta donde el ser humano ha conseguido arte a partir de su creatividad. Algo que nunca podrá igualar la Inteligencia Artificial.

El Palau de la Música de Valencia siempre me ha resultado de trato familiar, por cuanto de acogedor tiene en sus atinadas proporciones y amable decoración, que siendo contemporánea no está exenta de la calidez que ofrecen sus componentes de madera, instalados también para atemperar el sonido tridimensional. Y en esto último me gustaría redundar, pues si ya era proverbial la sonoridad de la Sala Iturbi, los reajustes realizados durante esta remodelación casi integral, han elevado sus prestaciones al olimpo de la perfección formal. Cuatro años oyendo sin escuchar a las orquestas en el otro Palau (el de Les Arts, cuya acústica urge mejorar), han finalizado ya con esta reapertura que todos los melómanos valencianos esperábamos con ansiedad.

Ayer nos visitó la Orquesta Sinfónica de la Radio de Berlín con su titular Vladimir Jurowski, formación y director ambos de talla internacional. Titulares ilustres también fueron Eugen Jochum, Sergiu Celibidache y nuestro Rafael Frühbeck de Burgos, lo que revela la importancia de esta agrupación, cuyo sonido no puede ser más alemán.

El programa ofrecido era muy atractivo, por el color y la originalidad de las obras: “Scherzo fantástico” (J. Suk-1905), “Concierto para piano y orquesta n.º 2” (S. Prokófiev-1913) y “Sinfonía n.º 3 en la menor” (S. Rajmáninov-1936). Color, pues todas son un banco de pruebas para que una buena orquesta lo pueda demostrar y originalidad, pues son menos conocidas que otras composiciones de sus autores y siempre es de agradecer esta novedad. Además, constituyen buenos ejemplos de música del siglo XX que, pese a su vanguardismo, no atentan contra los oídos de quienes acudimos a un concierto con la única intención de disfrutar.

El solista de piano fue el joven canadiense Jan Lisiecki, que a sus veintiocho años ya lleva veinte de carrera profesional. Su talento quedó justificado en una interpretación tan endiabladamente exigente que al mismo Prokófiev le sorprendió cuando, al frente del piano, la quiso estrenar.

La ejecución de la sinfonía de Rajmáninov fue la demostración de las altas cotas de perfección a que llegan las orquestas alemanas en el repertorio posromántico, densa de sonoridad y brillando en todas sus secciones con empaste sin igual. Jurowski, una estrella mundial, justificó su fama con una dirección tan artística como temperamental.

El Palau de la Música de Valencia no se llenó y ello se debe a la sempiterna falta de relevo generacional. Muchos eran los espectadores cuya avanzada edad ponía en dificultad sus movimientos al acceder renqueantes a su localidad o les obligaba a visitar los aseos sin poder esperar al final. A mí, cada vez me queda menos para llegar.

Aun con todo, en el Palau de la Música de Valencia, oír no es escuchar…


Posdata: A diferencia del Palau de Les Arts, que ha suprimido los programas impresos, mis opiniones desde el Palau de la Música seguirán encabezadas por las fotografías de los mismos, eligiendo cualquier rincón que los venga a adornar.

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

“La dama de picas” y las obras maestras con ubicuidad

Que cada estreno operístico viene catalogado como obra maestra por el teatro que lo programa, es una realidad que la promoción equívoca y desconsiderada impone a voluntad. Este septiembre de 2023, el Liceo alardea de un “Eugenio Oneguin” que define como la obra maestra de Chaikovski y Les Arts presume de una “Dama de picas” que cataloga como la obra maestra del mismo compositor, en un imposible juego de absurda ubicuidad.

Vaya por delante que, entre estas dos maravillosas obras del compositor ruso, yo prefiero con diferencia “Eugenio Oneguin”, un monumento musical al desencanto, la melancolía y la desesperación vital… todo por haber elegido mal. Guardo en mi memoria la excelsa versión que por dos veces nos ofreció el Palau de Les Arts (disponible en DVD y Blu-ray), un magnífico ejemplo de acierto multidisciplinar. Pero volviendo a la ofensiva promocional por captar el interés del aficionado, no solo esta se queda en los fuegos artificiales de la premiación universal, sino que también incluye acuerdos comerciales como el de Les Arts y el Liceo, que ofrecen un descuento del 50% comprando entradas para los dos títulos de Chaikovski, una iniciativa que no por impracticable hay que reprochar.

Siempre he defendido que la maximización de la venta de localidades es el objetivo principal de los teatros de ópera, pues tras ello vienen asegurados otros logros necesarios, como el acierto en la elección de la programación o la adecuación de precios a un público con diversa capacidad. Para ello la información es esencial, pero siempre en los límites de la sensatez y sin exagerar. El… “Que viene el lobo” constante y falaz, termina por desprestigiar a quien lo proclama sin solución de continuidad. Cada teatro es responsable de su comunicación y en ella le va su credibilidad. No todos los títulos programados son obras maestras, algo exento por obvio de la necesidad de justificar.

Ayer presencié el estreno de la temporada 2023/24 en el Palau de Les Arts con “La dama de picas” (P.I. Chaikovski-1890), que no pasará a la posteridad.

El día anterior tuve la mala idea de volver a visualizar “El espíritu de la colmena”, la que para mi gusto es la mejor película del cine español, si por cine entendemos ese séptimo arte cuyo apellido hace décadas perdió su carta de identidad. La emoción artística que provocan las imágenes y los silencios de esta magnética obra de Víctor Erice es lo que, en otras disciplinas escénicas, busco sin encontrar. La Ópera, para definirse como arte total, debería acompasar a la grandeza de sus músicas, la poesía visual. Cuando esto no ocurre (que es lo normal), el efecto no es neutral, sino que viene a restar, por lo que siempre recomiendo comprar entradas con baja visibilidad.

La propuesta escénica de Richard Jones es para olvidar. Carente de línea argumental, transita por un batiburrillo de ideas sin hilvanar, llegando a solicitar prestada la buhardilla de “La Boheme” para convertirla en lo que fuera menester: habitación de Lisa, habitación de la Condesa o sala de juego al final. Un puzle de ocurrencias inconexas de las que solo se pueden salvar el cuadro de los títeres y el original plano cenital de la cama de Herman, con caída de carta en horizontal. En fin, que así las cosas, yo mismo podría ser Director de Escena sin saber de esta misa ni la mitad.

No son muchas las voces disponibles para el repertorio ruso, tan escaso y difícil de abordar que solo lo visitan los cantantes de aquel país o los que, no siéndolo, a falta de otros papeles buscan así su oportunidad. Por ello, en estos casos nunca me hago muchas ilusiones sobre la calidad vocal de lo que voy a escuchar.

Solo Elena Guseva (Lisa) mereció esos obligados aplausos que el público valenciano siempre viene a regalar (en 17 temporadas, ningún cantante ha dejado de gustar). Quiero pensar que esto se debe a su mediterránea generosidad, en lugar de otras explicaciones no convenientes aquí de señalar. La joven soprano rusa (hoy el límite ya son los 40 años) abordó su personaje con la facilidad que brinda un instrumento de rango superior a las exigencias de la partitura, tanto en estilo como en sonoridad, siendo la única a la que se pudo escuchar. Respecto a esto y aunque solo sea por ciencia estadística, no es nada normal lo que ocurre en Les Arts: que la mayoría de las voces parezcan cantar desde sus camerinos cuando en otros teatros se les escucha con facilidad. Y lo peor es que cuanto más cara es la entrada mayor es la dificultad (hace tiempo dejé de sentarme en un patio de butacas donde la orquesta manda a todos callar).

Arsen Soghomonyan (Herman), no es tenor para esta obra al presentar muchos de los problemas que los barítonos asumen al pretender subir de tonalidad y que se evidencian sobre todo en la falta de agilidad. Si a ello añadimos su evidente engolamiento en la emisión que anula los destellos vocales del metal, nos encontramos ante un sonido plano y carente de emocionalidad.

A Doris Soffel (Condesa) no se le puede reprochar su edad, pues dentro de diez años este papel tan breve todavía lo podrá cantar. Queda su saber estar escénico y ese aroma que una carrera de cincuenta años obliga a juzgarla, ahora sí, con la benevolencia que se ganan quienes nada tienen que demostrar.

Esta vez el Coro de la Generalitat no estuvo tan bien como viene siendo habitual, embarullado en muchos pasajes y sin empastar. El idioma ruso no es fácil y supongo que cada cual lo dicciona a su manera, como el Coro del Ejército Ruso al interpretar cualquiera de nuestras zarzuelas en versión original.

Todas las partituras de Chaikovski ofrecen la oportunidad de lucimiento a una orquesta, si esta tiene capacidad. Los frecuentes contrastes de color, sin renunciar a la melodía del más puro romanticismo finisecular, ponen a disposición del Director material suficiente para brillar. Así, el excelente arranque instrumental de esta obra presagiaba otra demostración de solvencia y calidad de la grandísima Orquesta de la Comunitat Valenciana, pero ayer no fue tal, quizás por un exceso de voluntariedad. No hubo frenadas a tiempo y la masa orquestal (lleno el foso a lo Wagner) se desbocó confundiendo tocino con velocidad. Los profesores no tenían el problema del idioma, que en las partichelas es universal, pero aun así cada cual transitó por su lugar. Solo fue en algunos pasajes, es cierto, pero a esta Orquesta y a su Director, James Gaffigan, ya le pedimos esa excelencia que implica el no fallar.

No me explico el pobre aforo registrado para ser el día de los estrenos de la obra y de la temporada, un domingo además. Así como en otras ocasiones he manifestado mi contrariedad a la programación de óperas tan vanguardistas como indigeribles, “La dama de picas” no lo es, formando parte merecidamente del repertorio habitual.

Finalmente, significar que Les Arts ya no imprime programas de mano, otro signo del cambio de los tiempos que nos priva de pasearlos con elegancia en los entreactos y luego poderlos coleccionar. Ahora los códigos “QR” contribuirán a que la contaminación lumínica de los teléfonos en cualquier momento y lugar se haga general, perdiéndose del todo el respeto a los demás. Si esta medida tiene alguna argumentación presupuestaria, no debemos olvidar que los nuevos gastos de gestión en la adquisición de localidades por cualquier canal podrían compensar. ¿Llegará un día en que al comprar en El Corte Inglés debamos pagar al dependiente un sobrecoste por su atención personal…?


Una buena opción, por estilo y sonoridad, es la grabación ADD de 1977 para Deutsche Grammophon que Mstislav Rostropovich dirigió a la Orquesta Nacional de Francia, el Coro Chaikovski, Peter Gougaloff, Regina Resnik y la gran Galina Vishnevskaya, legendaria Lisa y esposa vitalicia de Mstislav.

El “feminismo radical” llega al Real, pero no al Liceo ni a Les Arts

Que… “es peor el remedio que la enfermedad” lo constata la kafkiana situación a que hemos llegado en la defensa de los derechos de igualdad entre mujeres y hombres, algo que es aceptado mayoritariamente en esta sociedad, pero cuyas tortuosas vías de acceso reclaman con urgencia sensatez y un golpe de racionalidad.

Muchos son los ejemplos que podrían ilustrar el desbocado integrismo del “feminismo radical”, que invade de condicionamientos desproporcionados a todos los estamentos, tanto públicos como privados y lo que es peor, también a la mente de cada cual. El terror a “quedar mal” se ha instalado en nuestra sociedad, circunscribiendo la manifestación del libre pensar al silencio preventivo o a la repetición resignada del discurso oficial.

Pero aún es más, esta atravesada realidad genera despropósitos como el que Paco Azorín (director de escena) manifestó en declaraciones a Radio Nacional de España con motivo del estreno en el Teatro Real de Madrid de “Medea” (L. Cherubini-1797). En el programa “Por tres razones” del pasado 18/09/23 (https://www.rtve.es/play/audios/por-tres-razones/medea-opera-teatro-real-madrid/6970746/), respecto del asesinato a sus dos hijos cometido por Medea para vengarse del padre Jasón, Azorín expresaba esto de manera textual:

“…No podemos justificar esa solución, la violencia no tiene sentido en ningún caso, PERO HAY QUE ADENTRARSE EN EL CORAZÓN DE MEDEA E INTENTAR ENTENDER SU FUNCIONAMIENTO, EL PORQUÉ LA VIOLENCIA CONTRA SU DESCENDENCIA PUEDE SER LA SOLUCIÓN…”

Es evidente la flagrante contradicción entre el cabal preámbulo (en minúsculas) y la inquietante reflexión (en mayúsculas), algo que al propio director le escuché ese mismo día en otro programa de RNE, por lo que no se trata de una equivocación, sino más bien el reflejo de una disparatada actualidad que extrema hasta lo improcedente una reivindicación feminista que se ha llegado a desnaturalizar.

La casualidad ha propiciado que el Gran Teatro del Liceo y el Palau de Les Arts arranquen sus temporadas con sendas obras de P. I. Chaikovski… “Eugenio Oneguin” (1879) y “La dama de picas” (1890) respectivamente, lo que no es habitual. En la primera hay un duelo entre Oneguin y Lenski que propicia la muerte de este, algo que no dará que hablar al “feminismo radical”, pues solo las muertes de mujeres despiertan su belicosidad. En “La dama de picas”, Hermann y Lisa se suicidan, un empate mortuorio e individual que parece alejar la violencia machista del punto de mira de quienes solo defienden a una mitad de la humanidad.

¿En qué patíbulo estaría ahora Paco Azorín de haber sido Jasón el asesino filial…?

“Ernani” o como programar…

“Ernani” (G. Verdi-1844) se configura, para cualquier teatro de ópera actual, como uno de los mejores ejemplos sobre como programar títulos muy poco conocidos sin atentar contra el gusto mayoritario del público y lo principal, sin enmascarar la verdadera calidad por consideraciones esnobistas y ajenas al arte musical.

No pudiéndolo demostrar, me atrevería a afirmar que nueve de cada diez veteranos aficionados a la ópera no han asistido nunca a una representación de esta obra verdiana, muy popular cuando se estrenó, pero alejada hoy del circuito habitual. Como tampoco a “Oberto” (1839), “Un giorno di regno” (1840), “I Lombardi alla prima crociata” (1843), “Giovanna D´arco” (1845), “Alcira” y “Attila” (1846), “Jerusalem” (1847), “La battaglia di Legnano” (1849), “Stiffelio” (1850) o “Aroldo” (1857), todas del genial maestro italiano y olvidadas en la actualidad. Y del mismo modo, podríamos citar otras tantas composiciones de Puccini, Rossini, Mozart, Donizetti, Bellini, Chaikovski y muchos más, que duermen el sueño de los justos porque las extravagantes e impopulares cuotas regaladas al siglo XX imponen su voluntad. Por consiguiente, no cabe el gastado argumento de ofrecer nuevos títulos para justificar a esas minoritarias obras vanguardistas del siglo pasado cuando hay tantas, de probada aceptación general, que tienen que esperar su parva oportunidad.

En este orden de cosas, el pasado 23 de mayo asistí a la actuación de Anne-Sophie Mutter (formando trío con el violonchelista Maximilian Hornung y con Lambert Orkis, su pianista habitual) en el Teatro Principal de Valencia, cuyo programa incluía obras de Beethoven, Clara Schumann, Brahms y Sebastian Currier, un desconocido compositor actual que presentó “Ghost Trio for piano trio”, indigerible partitura de 2018 cuyo recorrido sería nulo de no ser patrocinada por la gran violinista alemana de fama mundial. El autor, que se encontraba presente, recibió ese tipo de aplausos que solo la obligada urbanidad impone en un recital. Su visita debió ser inesperada, pues a última hora hubo que cambiar el orden de las piezas programadas en la primera parte, pasando la suya al final para que el pretendido agasajo se pudiera facilitar. Imposturas que no logran tergiversar una demostrada realidad: el absoluto divorcio existente desde hace un siglo entre quien compone y el público en general.

Sobre todo esto, los medios de comunicación no se atreven a decir la verdad, esclavos de intereses comerciales y a la sombra del sempiterno discurso institucional. Así, en el artículo de Valencia Plaza publicado el pasado día 3 de junio y referido a la próxima temporada de Les Arts, se indica como uno de los deberes del teatro valenciano: “…que los abonados acojan a las nuevas narrativas para que no haya contrastes de público tan amplios, por ejemplo, entre Jenůfa y La Boheme“. Pues bien, es precisamente ese ejemplo el que a la perfección autodefine la realidad del gusto del espectador habitual, cuyos intentos de ser modificado en los últimos cien años no han tenido ningún éxito y nadie lo dude, ya no lo tendrán. Si la soberanía popular no se discute en la democracia actual… ¿por qué sí la de los aficionados en su preferencia musical? Aficionados, en su mayoría melómanos, con dilatada experiencia asistiendo a conciertos y óperas, que son poseedores de una discoteca particular en la que será muy difícil encontrar ese tipo de composiciones tan indescifrables en su concepción como impenetrables en su emoción y que nadie escucha en el hogar.

Además, la casualidad ha propiciado que, en el programa de Radio Clásica “Maestros Cantores” del pasado sábado 27 de mayo, se retransmitiera desde Munich una representación de “I Lombardi alla prima crociata”, algo que muchos agradecimos, como también el que en esta temporada haya sido incluida “Ernani” por el Palau de les Arts.

Bienvenidos sean aquellos títulos de nuevo repertorio que ensanchan nuestro saber musical, siempre que los podamos disfrutar.

El estreno, ayer, de esta coproducción entre el mismo Palau de les Arts de Valencia y el Teatro La Fenice de Venecia (donde por primera vez se vino a representar), fue excelente en lo musical y deficiente en lo visual. Cerrando los ojos, esta versión no desmerece a lo mejor que hoy se pueda escuchar.

Y lo mejor fue el sobresaliente cuarteto de voces protagonistas, todas en estilo verdiano y con bellos instrumentos que rivalizaron en afinación, armonía, poder, color y sensibilidad.

Piero Pretti (Ernani), mostró lo que hoy falta en los tenores verdianos y es la seda de su voz, siempre controlada aun en los pasajes que la llevan a forzar (similar a un Francesco Meli, que nos visitará la próxima temporada y también con éxito interpreta este papel en la actualidad). Cierto es que pueda faltarle algo de proyección sonora, pero yo prefiero la clase a esos decibelios que enmascaran con fuegos de artificio el saber cantar.

Angela Meade (Elvira), triunfó pese a que hoy la ópera exige, además de voz, presencia acorde con los papeles a interpretar. Desde mi independencia de opinión, alejado de cualquier condicionante enmarcado por la discutible “corrección política” actual, no puedo ocultar que la generosa morfología física de Meade encaja mal con su personaje, pretendido simultáneamente por tres varones (récord en la ópera, quizás) que matan y mueren arrobados de pasión carnal. La Caballé fue una Traviata-Violetta que moría tísica pese a esa desbordante humanidad. Su extraordinaria voz se lo permitía, como a Meade ser estrella del “Met”, el teatro del mundo que más cuida la correspondencia actoral. Con una inusitada amplitud de registro, desde los agudos de coloratura hasta los graves dramáticos propios de una mezzo, la soprano estadounidense pudo con todo el arsenal que Verdi exige a este endiablado papel que pocas cantantes son capaces de afrontar.

El barítono milanés Franco Vassallo (Don Carlo) deslumbró con su línea de canto, limpia, homogénea y sin atisbos de fatiga en ningún momento de sus comprometidas intervenciones, que no desmerecieron a las mejores que podamos recordar.

Evgeny Stavinsky (Ruy Gómez de Silva), se alejó de la tradición de bajos rusos al no presentar una gran voz, si bien sus matices en la interpretación compensaron y defendió un personaje cuya tesitura camina por la cuerda floja de la confusión con la de Don Carlo, algo que ayer en muchos momentos pudimos notar.

Coro y Orquesta de la Comunitat Valenciana, dirigidos en esta ocasión por el joven Michele Spotti, nos ofrecieron lo que ya es costumbre y motivo de satisfacción general: el sólido armazón que requiere todo teatro de ópera de división de honor para afrontar los diversos títulos de cada temporada con la garantía de una sobresaliente calidad musical.

La dirección escénica a cargo de Andrea Bernard fue la nota discordante con respecto a lo demás, insulsa en su transcripción, aburrida por falta de dinamicidad y hasta barata sin disimular. El público así lo entendió, siendo abucheada al final.

Y con respecto a la expresión del público, es evidente que me encuentro en otro lugar. Durante la función se aplaudió muy poco, a pesar de la brillantez de varias intervenciones que lo merecían sin dudar. Esto contrasta con anteriores representaciones en las que esa gratificación se regaló sin merecimientos y por pura reacción ante los aplausos de los demás. Y es que, en este “Ernani” no parece haber esa “clac” de las primeras filas a la izquierda (parece que reservadas a la producción) que tira de un público tímido en manifestar su opinión por temor a quedar mal. Alguien anónimo lo intentó en un par de ocasiones con un solo golpe de aplauso y ante su soledad opto por parar. Es evidente que diecisiete temporadas son pocas para crear un auditorio autóctono con suficiente personalidad a la hora de demostrar su parecer sin que se lo tengan que indicar.

Finaliza con esta magnífica obra de Verdi la presente temporada operística del Palau de Les Arts y tras varias publicando mi opinión justo el día siguiente a los estrenos, quizás en la próxima me tome ese descanso que algunos de mis lectores menos coincidentes agradecerán…


Una estupenda opción para escuchar esta ópera es la histórica grabación de 1956 (en vivo desde el Metropolitan Opera House), dirigida por Dimitri Mitropoulos y con Mario Del Monaco, Zinca Milanov, Leonard Warren y Cesare Siepi. Se encuentra disponible a la venta en CD (Bongiovanni), aunque yo tengo la versión en vinilo editada por el sello italiano Cetra en su serie Opera Live.

Isolda y el acorde de Tristán

Comenzar con una declaración de intenciones, en cualquier orden de la vida, es lo más honesto que hay porque, al tiempo que no se engaña, aflora una voluntad de anticipar lo que se pretende contar. Así, solo el principio de la 5ª Sinfonía de Beethoven, con su llamada del destino, es tan revelador como el de “Tristán e Isolda” y su declarada imposibilidad. Las dos obras plantean un interrogante: la sinfonía en sus celebérrimas cuatro notas sucesivas (sol-sol-sol-mi) y la ópera en otras tantas (fa-si-re-sol), pero simultáneas en su peculiar acorde, disonante hasta no poder más, aunque tras escucharlo tantas veces nos parezca normal. Beethoven aclarará pronto el enigma, pero Wagner lo mantendrá hasta el final.

El hipnótico acorde de Tristán, cuyo extraño sonido en términos de la armonía convencional plantea una suerte de tensión sin resolución, anuncia lo que acontecerá en este febril drama musical: Isolda sufrirá por un acorde que no es responsabilidad de Tristán, pues ambos son víctimas del Wagner que a Mathilde Wesendonck no pudo conservar, de tal manera que los amantes nunca concluirán en vida sus ansias de felicidad.

“Tristán e Isolda” comienza con una pregunta que, incesante a lo largo de la partitura, se repite hasta llegar al “Liebestod”, ese sobrecogedor final en el que la muerte es la mejor por única posibilidad de encontrar el amor, lejos de las leyes de lo terrenal (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2009/09/20/el-sobrecogedor-final-de-tristan-e-isolda/). Wagner, con su música que progresa suspendida hasta la perpetuidad, nos dice que en este mundo no cabe la fascinación sin solución de continuidad, porque estamos condenados a vivir en una montaña rusa emocional.

Además, este acorde trajo otra involuntaria calamidad al abrir una puerta a la atonalidad, que Wagner nunca contempló en su obra, aunque en el desarrollo cromático de muchos de sus pasajes no se retornase al tono dominante, más por una cuestión estética que formal. A pesar de ello, el siglo XX amanecería con Arnold Schönberg para consternación del arte musical.

Casi cien años después del estreno de “Tristán e Isolda” (R. Wagner-1865), Bernard Herrmann eligió esa misma intención musical del “iniciar sin terminar” para su magistral banda sonora de “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), mi irresistible película favorita y a la que he dedicado “De entre los vivos”, un relato homenaje al enamoramiento trascendente y su inviabilidad (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2022/08/30/de-entre-los-vivos-ya-publicado/). Ambas obras plantean un triángulo similar (Tristán/Scottie, Isolda/Madeleine y Marke/Elster), en el que el amor pasional se interpone al conyugal y todo acaba mal. En las dos asistimos a un coitus interruptus sentimental que nos desasosiega tanto como a los personajes, condenados a una existencia que no pueden consumar. No deja de ser revelador que, las que en mi opinión son las cumbres de la Ópera y la Cinematografía universal, compartan temática, argumento y concepto musical, además de ser hijas de Wagner y Hitchcock, los dos autores referentes en su especialidad. Nada es por casualidad.

De otra parte, los larguísimos parlamentos musicales que el genial compositor de Leipzig articula en sus óperas para dotarlas de un carácter más místico y teatral, en “Tristán e Isolda” adquieren mayor carta de identidad. Por ejemplo, los más de cincuenta minutos con los que un moribundo y doliente Tristán (con alguna incursión de Kurwenal) abre el tercer acto esperando a Isolda sin que esta parezca nunca llegar, posiciona al espectador en la zozobra y la incomodidad. La zozobra, pues nuestro atavismo emocional busca siempre en las historias de amor el final feliz y cuando este no llega, lo pasamos mal. La incomodidad, porque en el siglo XXI no se lleva lo de esperar y más si es haciendo de impertérrita estatua durante más de cuatro horas en nuestra localidad, anhelando que (pese a la belleza de la música) todo termine ya. Nótese que, en general, el estallido de aplausos al final de una obra extensa (sinfónica o lírica) no suele corresponder tanto a la calidad de su partitura o la interpretación como a la liberación de esta pena, desconocida cien años atrás, que es la obligación de no pestañear (algo similar al griterío desbordado que se escucha en el patio de un colegio cuando, después de las clases, salen los alumnos a jugar). Así, de la combinación de ambas sensaciones (zozobra e incomodidad) surge en nosotros una premura insatisfecha que replica a la de los protagonistas de esta ópera, sumergiéndonos en su mismo desasosiego vivencial. De aquí que el “Liebestod” adquiera valor de catarsis tanto para los personajes como para el público en general.

También cabría destacar que es en “Tristán e Isolda” donde el sistema de composición basado en los “leitmotiv” alcanza su máxima calidad (el “Anillo” se lleva la cantidad), porque asignar motivos a personajes y sentimientos no resulta difícil para cualquier compositor, pero sí armonizarlos al objeto de que cuando aparezcan conjuguen de una manera tan especial que eleven la música a categoría de obra de arte total. Wagner lo consiguió con una brillantez sin igual y por ello la Historia nunca lo olvidará. Dentro de mil años esta música, inspirada por un amor imposible, seguirá instalada en el corazón de quienes nos sucedan, herederos de un milagro que perdurará en su inmortalidad.

Para cualquier teatro del mundo, programar una ópera de Wagner es el mayor reto a que puede aspirar. Si el “Anillo del Nibelungo” asusta por su monumentalidad, es “Tristán e Isolda” la que presenta mayor dificultad dado su extremo dramatismo pasional, lo que en todo momento posiciona a los intérpretes de la obra (orquesta y voces) al borde de un ataque de nervios musical. Ni tan siquiera la colina sagrada (que no suele fallar) se salva y de primera mano lo pude comprobar al presenciar en 2011 un “Tristán”, con Irene Theorin y Robert Dean Smith en el Festival de Bayreuth, para olvidar (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2011/09/03/mis-15-dias-en-agosto/). Tampoco me llegaron a entusiasmar las propuestas presenciadas en la Royal Opera House (2009, con Nina Stemme y Ben Heppner) o en el Teatro Real (2014, con Violeta Urmana y Robert Dean Smith, otra vez), aunque si guardo en mi memoria el histórico “Tristán e Isolda” que inauguró la temporada 2007-2008 de la Scala de Milán, con escenografía de Patrice Chereau y Daniel Barenboim dirigiendo a Ian Storey y una Waltraud Meier celestial (puedo decir que yo estuve allí, a pesar de la inverosímil peripecia vivida hasta lograr llegar… https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2009/04/25/el-condicionamiento-mental-y-la-scala-de-milan/). De aquella colaboración entre Barenboim y Chereau, surgió “Diálogos sobre música y teatro”, libro imprescindible para comprender mejor esta apasionante obra, cuyos múltiples significados parecen no tener final.

Dicho lo anterior, el estreno ayer en el Palau de Les Arts de la producción de la Ópera de Lyon no desmerece lo que hoy podemos presenciar en el circuito de la primera división mundial y aún es más, lo llega en muchos aspectos a superar, pero sin llegar a la deseada excelencia, algo difícil de alcanzar desde hace medio siglo por la ausencia de voces que satisfagan al exigente universo del compositor alemán.

Los premios que ha recibido esta escenografía, a cargo de Ollé, Flores, Abril, Schönebaum y Aleu, son merecidos y constatan que lo conceptual, cuando se aleja del capricho irracional, enriquece una partitura abriendo puertas a nuevos significantes de creatividad. La omnipresencia de una colosal semiesfera decorada por sugerentes imágenes proyectadas, todo en blanco y negro, empequeñece a los personajes hasta el punto de que su grandiosa historia podría ser la nuestra y de hecho lo es, pues cualquier amor participa de ese mismo fuego abrasador con fecha de caducidad. Todos nos hemos enamorado, sufriendo luego el desencanto de su falta de continuidad. Antes hablaba de la no existencia de la casualidad, pero la gran similitud plástica de este montaje (cromatismos aparte) con el de Bayreuth de 1966, que al final recomiendo, me lo hace pensar.

La interpretación musical de James Gaffigan y la Orquesta de la Comunitat Valenciana es la otra razón para ponderar este espectáculo por su apabullante y atinada sonoridad. Músculo y empaste a lo Filarmónica de Berlín se unieron a fiel estilo wagneriano (similar al de la Orquesta de Bamberg, base de la agrupación que todos los veranos llena el foso del Festspielhaus de Bayreuth), ofreciendo un admirable resultado canónico, privilegio de muy pocos teatros y merecimiento del que a Valencia posiciona ya como referente mundial.

De las voces, solo puedo destacar al Rey Marke de Ain Anger, que brilló con luz propia mientras el resto del elenco transitaba entre las sombras de unas dificultades que no pudieron solventar. Su emisión, potente y desengolada, transmitió una expresividad difícil para los bajos y más para quien se la juega en solo dos pasajes, que son en esta historia el contrapunto musical.

Que la tesitura de la soprano Claudia Mahnke (una Brangäne que debe ser mezzo o contralto) no se diferenciase de la de Ricarda Merbeth (Isolda) fue un lastre durante todo el primer acto, en especial para mí, al encontrarme en una localidad de visión parcial que, sin mirar los subtítulos, no me permitía identificar a estos dos personajes femeninos al cantar.

Es un asunto personal, pero la voz de Kostas Smoriginas (Kurwenal) tiene lo que en canto me resulta muy difícil de soportar y es (a diferencia de Ain Anger) el engolamiento, que convierte la emisión en una planicie sensorial (algo similar a lo que ocurre en la cuerda cuando no se aplica el vibrato a la mano izquierda y todo suena aburridamente igual). Puso voluntad, sí, pero no mucho más.

A Stephen Gould (Tristán) no se le puede negar su bello timbre de voz y ese estilo de “heldentenor” que recuerda al pasado, excepto por un detalle aquí trascendental y que arruinó los momentos cumbres de la obra: su falta de sonoridad. Incapaz de pugnar con Isolda en los dos grandes duos pasionales (final del primer acto y principio del segundo), solo cumplió en los tres siguientes, más líricos y por tanto asumibles desde su limitada capacidad. Pese a su extensa experiencia wagneriana, algo le debe pasar a este tenor, cuya baja forma física evidenció en sus muchos problemas de movilidad.

Ricarda Merbeth (Isolda) eclipsó a Stephen Gould en los duos, pero con trampa, la que una soprano dramática nunca debe utilizar y es gritar. Cualquier voz aguda, sin ser superior, gana en sonoridad a una grave y todavía más al chillar. Este es un mal al que nos acostumbran algunas cantantes veteranas que no se encuentran con la capacidad de mantener notas altas continuadas y a un volumen en pugna con una orquesta más poblada de lo habitual. A su manera, también contribuyó al fracaso de los duos, lo que a mi parecer es la esencia de esta ópera que fue creada para arrebatar.

No obstante, es de justicia significar que para cualquier cantante profesional no debe ser considerado un fracaso lo anterior, como no lo es para un alpinista el no poder alcanzar un ochomil y volverlo a intentar.

Al final, tras aplausos y telones, la función termino casi a medianoche, horario inconveniente en la semana laboral y que merecería un europeo ajuste para futuras ocasiones en las que se programe este tipo de obras, que no fueron creadas para las prisas de esta contemporaneidad…


Tras casi 120 grabaciones oficiales de “Tristán e Isolda”, la icónica de Furtwängler con Kirsten Flagstad en 1953 destaca como un referente musical difícil de superar, pero en registro mono, lo cual no permite disfrutarla en su integridad. Por ello, mi recomendación apunta a la magnífica toma stereo y en vivo realizada por Deutsche Grammophon desde el Festival de Bayreuth de 1966, con la probervial dirección de Karl Böhm y las volcánicas interpretaciones de Birgit Nilsson, Wolfgang Windgassen, Christa Ludwig, Marti Talvela y Eberhard Waechter. Un legado para la eternidad.

La paradoja musical de la “Mascletá”

En plena semana grande de Fallas, trasladar una opinión distinta al sentir popular sobre las “Mascletaes” no parece una buena idea, a menos que la pueda argumentar. Pero ni esto, pues es bien conocido que las tradiciones y los sentimientos son inmunes a los datos y su carga de objetividad. Me juego el cuello, pero qué sería esta vida sin opinar.

La “Mascletá” o ese disparo pirotécnico que caracteriza a la Comunidad Valenciana y a la ciudad de Valencia en particular, se encuentra arraigada hasta tal punto que, junto a los satíricos monumentos que nacen para quemar, configura lo más típico de las Fallas, aunque su naturaleza contradiga el otro signo distintivo de esta sociedad: su carácter musical.

En 2018, la secular tradición de la Comunidad Valenciana fue declarada “Bien de Interés Cultural”, con sus más de 500 sociedades musicales (la mitad de todas las españolas) y unos 40.000 instrumentistas en ejercicio, es decir, un caso tan insólito que es una barbaridad. Esto podría significar que el pueblo valenciano entiende de música como el que más, pero yo lo dudo a tenor del éxito que durante diecinueve días de marzo al año cosecha en la Plaza del Ayuntamiento de Valencia cada “Mascletá”.

Junto a la melodía y la armonía, el otro de los tres componentes básicos de la música es el ritmo, que define su parte dinámica y organizativa, siendo el origen de cualquier manifestación festiva desde los orígenes de la humanidad. El ritmo es algo tan primitivo que es entendido por todos y a todos les emociona por igual. Un bebé de cualquier nacionalidad no necesita aprendizaje para bailar con cualquier ritmo y su unidad de medida, el compás.

La manera más sencilla de interpretar el ritmo es mediante la percusión. Casi todos los utensilios son susceptibles de generar sonido rítmico, pues solo es necesario golpear con algún criterio musical. Sin duda, la “Mascletá” también puede ser un vehículo más de expresión musical cuando los sonidos de los petardos se suceden con ritmo y compás. Pero en realidad, la mayoría de ellas solo evidencian barullo sonoro y nada más, incluso en esta actualidad presidida por una electrónica que facilita la precisión relojera al disparar. El ritmo incita a seguirlo a la manera de cada cual, algo imposible en la “Mascletá”.

Estos días en Valencia, el público aplaude enfervorizado al “Senyor Pirotêcnic” tras cada “Mascletá”, aun no atendiendo a ningún criterio musical, pues lo único que espera se lo dan: el estruendo creciente en decibelios hasta llegar al ensordecedor “Terratremol” final. Una demostración de bravura, pero inesperadamente en esta Comunidad, no de musicalidad.

Ayer por la tarde, paseando en Fallas por mi ciudad, encontré por casualidad a un grupo de percusión que animaba la calle de un casal, cuyo arrebatado ritmo, encadenado y atronador, sin yo querer me obligaba a bailar, emocionándome hasta hacerme llorar. Paradójicamente, se llamaba “Tro de Bac”…

Los mitos de “Don Giovanni”, Sokolov y Forman

Desde que, siendo veinteañero, vi “Amadeus” (M. Forman-1984), sigo preguntándome si alguien capaz de componer la música más celestial que nunca se haya creado podía ser un infantocretino de calibre sideral. Mucho me temo que la imagen que nos dejó impresa Ton Hulce del genio salzburgués nos acompañará toda la vida, aun a pesar de presenciar una vez más su inmortal “Don Giovanni” (ayer en la Sala Principal de Les Arts) o escuchar su maravillosa Sonata para piano n.º 13 interpretada por Sokolov (el sábado pasado en el Auditorio de Les Arts).

Cierto es que, despuntar en un área de la vida, no supone hacerlo en las demás y quizás sean muchos más los genios desequilibrados que quienes armonizaban calidades en todo su actuar. Pero, seamos sinceros, con independencia de lo que nos diga la Historia, a los mitos los vemos como esos seres superiores que se encuentran por encima del bien y del mal. Por esto, lo de mitificar no es más que engañar puerilmente a la verdad, muy en especial tras acontecer el inevitable fallecimiento de cualquier mortal (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2014/11/08/hay-que-estar-muerto-para-ser-superior/).

Grigory Sokolov es un mito de la interpretación y para llegar a serlo, estoy convencido de que, además de un imprescindible talento natural, en su vida no ha cabido más que el piano, dejando aparcado todo lo demás. De nuevo triunfó en Valencia (al igual que en cada una de las veintiocho temporadas anteriores), regalando seis bises, como también lo hiciera en 2020, cuya reseña escrita pocos días antes del confinamiento, para este concierto sirve igual (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2020/02/21/solo-sokolov/).

“Don Giovanni” (W. A. Mozart-1787) contiene dos mitos: el de la propia ópera, como una de las cimas de la lírica universal y el de su protagonista, que encarna la figura literaria del Don Juan. Mozart y da Ponte no eligieron mal al fijarse en el “Burlador de Sevilla” de Tirso de Molina para retratar con humor y bondad a ese desalmado rompecorazones, de cuyo juicio histórico el libreto hoy se salva por el castigo final. Una historia de realismo mágico que, sin buscarlo, anticipa lo que en la actualidad se ha convertido en una desnaturalizada cruzada que nadie sabe bien adónde va.

Pero a la música de Mozart le ocurre lo mismo que a James Stewart en su carrera profesional y es que nunca pudo ser malvado, aun en los personajes que lo requerían (como Colorado Jim), por más que lo llegase a intentar. El Cuadro 5º del Segundo Acto de “Don Giovanni”, en el que acontece la expiación de culpa antes mencionada, es de tal armonía musical que en su terciopelo azul asistimos sin ese atisbo de venganza que Clint Eastwood nos genera en cada ocasión que tiene de desenfundar. Todo en Mozart es exultante belleza y facilidad, incluso la muerte, a la que dedicó un Réquiem por el que la mayoría de dioses matarían para que sonase en su funeral.

Este encanto luminoso y amable de las composiciones mozartianas, en sus óperas casi siempre encaja mal con propuestas escénicas vanguardistas, produciéndose encontronazos estéticos que resultan difíciles de asimilar. Por fortuna, la producción de La Fenice de Venecia, ofrecida ayer en su estreno en Valencia, no pretendió polemizar y compaginó con una partitura que tampoco busca epatar. Apuntando a la discreción cromática, tanto los decorados como el vestuario de época se tiñeron de desvaídos grises para dejar claro que la música era lo principal, aunque no se puede negar que el ingenioso entramado circular que encadena sin solución de continuidad ambientes de una misma casa señorial, resulta un tanto mareante llegados al final. Además, algunas escenas que en esta ópera transcurren en el exterior (las afueras de Toledo o el jardín de Don Giovanni), pierden su naturaleza al presentarse en el interior como todo lo demás. Los personajes atienden a una coreografía impecable, que atesora momentos de gran brillantez, como la escena de seducción cantada en “La ci darem la mano” y ese acercamiento de espaldas y sincrónico entre Don Giovanni y Zerlina, que luego se volverá a repetir con Doña Elvira, subrayándonos que para ese tenorio todas las conquistas son igual. Sin embargo, Damiano Micheletto se toma algunas licencias de discutible rigurosidad, como la de los poderes hipnóticos de Don Giovanni o la sustitución de la cena final por una explícita bacanal.

Las voces, que en la ópera siempre es lo más difícil de garantizar, triunfaron por su calidad general, tanto en la emisión como por adecuación al estilo que Mozart requiere y resulta tan personal. El Don Giovanni de Davide Luciano mantuvo la tensión de su arrogancia durante las tres horas de protagonismo estelar, con una línea de canto viril que acompañaba su acertada gestualidad. Las Doñas Anna y Elvira (Ruth Iniesta y Elsa Dreising) no quedaron atrás, brillando en sus respectivas arias, al igual que el Don Ottavio de Giovanni Sala, todo sentido y sensibilidad. Gran Zerlina la de Jacquelyn Stucker, mezzo equilibrada y de gran sensualidad. Los bajos Adolfo Corrado (Masetto) y Gianlucca Buratto (el Comendador) destacaron por la potencia de su voz, pero no exenta de intención, que es lo que se debe pedir a los registros graves, cuyo peso lastra la agilidad. Quien estuvo por debajo del nivel general fue Riccardo Fassi en su composición de Leporello, bien en lo actoral pero demasiado plano en lo vocal.

Quizás Riccardo Minasi sea el Director de expresión gestual más elegante que hay en la actualidad. Su especialización en música barroca le beneficia con Mozart, alejando su propuesta de toda tentación romántica, lo que la Orquesta de la Comunidad Valenciana también supo muy bien interpretar. Esto propició algo que no suele acontecer en Les Arts y es que pudiéramos escuchar las voces sin dificultad.

Bien también el Coro de la Generalitat, que alternó sus breves intervenciones entre el escenario y el foso, para los hombres, en su acompañamiento del Cuadro final.

Se llenó la Sala Principal de Les Arts, pese a la competencia de otro partido del siglo más, lo que prueba que el aficionado a la Ópera responde cuando se programa lo que le gusta de verdad.

Yo disfruté menos que el resto del personal, torturado por la pantalla del teléfono móvil que una señorita de la fila anterior se empeñó en utilizar durante toda la representación para comunicar por una conocida aplicación de chat. No quise afearle su conducta, en la seguridad de que lo consuetudinario hoy es elevar el móvil a rango de santidad y por encima de cualquier derecho de los demás.

Aun así, este “Don Giovanni” es quizás el mejor que he presenciado (Festival de Salzburgo-2010 incluido) y por ello recomiendo no dejarlo pasar, pues no lo encontraremos mejor en la Scala o en el Metropolitan…

NOTA: El título y la primera parte de este texto (hasta llegar a mi opinión sobre la representación) fue escrito antes de la conferencia de Ramón Gener.


De las innumerables grabaciones de esta popular obra, una de las más interesantes es la que dirigiera en 1961 para EMI y con asombroso sonido estereofónico, Carlo Maria Giulini, al mando de la Orquesta y Coros Philharmonia que arropaban las incomparables voces de Wächer, Sutherland, Alva, Frick, Schwarzkopf, Taddei, Cappuccilli y Sciutti.

“Jenůfa”: una tragedia musicada en espiral

“Jenůfa” (L. Janáček-1904) es un buen ejemplo de lo que, en el pasado siglo, podríamos aceptar como un intento logrado de evolución musical cabal. Estrenada en plena efervescencia del verismo, esta ópera participa del mismo en su gusto por la expresividad, pero aquí a partir de cierta flexibilidad armónica y formal, tanto en las voces como en la contrastada orquestación, plagada de obstinados ritmos repetitivos que se suceden en espiral, buscando evocar los sentimientos de unos personajes que no pueden abandonar su destino fatal. Por esto, la música de “Jenůfa” no suena igual a la compuesta por sus contemporáneos Mascagni, Leoncavallo, Giordano, Cilea o el mismo Puccini, aunque también por inspirarse en raíces folclóricas del otro extremo de Europa (moravas, en particular), que imprimen un estilo muy personal y distinto al que estamos acostumbrados a disfrutar. A pesar de ello, “Jenůfa” no provoca ese “mal de cap” que, como el “Wozzeck” (A. Berg-1925) programado la temporada pasada en Les Arts, incorporan las partituras que optaron por la disruptiva atonalidad. Dos obras pertenecientes a un mismo tiempo que relatan atroces tragedias, pero desde una consideración musical dispar: la de Janáček no olvida al espectador, mientras que la de Berg solo atiende a su propia mismidad. “Jenůfa” se puede afrontar sin sufrir la inhóspita sensación de encontrarse en ese extravagante submundo de la Segunda Escuela de Viena, teórico e indescifrable, que a la sensibilidad más general viene a maltratar.

Como “Jenůfa”, aquellas partituras que todavía no han perdido del todo la tonalidad, pero que al oído resultan de un talante menos convencional, en la Ópera se benefician de algo imposible en el sinfonismo instrumental y es la ayuda que la escenografía presta para podérnoslas acercar. La correspondiente a la producción de la Dutch National Opera de Amsterdam, estrenada ayer en el Palau de Les Arts de Valencia, cumplió su cometido semántico con independencia de que en lo estético pueda o no gustar. Un reducido escenario en Panavisión, traslada la acción a nuestros días en las oficinas de una fábrica de harina y en una especie autocaravana (que veremos por delante y por detrás), cuyos limitados espacios compartimentados permiten explicar las escenas de una oscura trama que, por momentos, deviene en muy actual. Además, los cantantes no se podrán quejar, al interpretar en esas pequeñas cajas de resonancia que facilitan su emisión vocal, pese a que alguno no las pudiese aprovechar.

Al ser “Jenůfa” una obra deudora del wagnerismo en lo que se refiere a su apuesta sonora por la continuidad, es decir, sin arias que sobresalten el discurso musical, el mejor camino para abordarla es posicionar nuestro oído en la orquesta, que aquí se muestra plena de color y sonoridad. Gustavo Gimeno, quizás el director español más internacional en la actualidad, ha conseguido una brillante transcripción de esta partitura, que pide al foso permanente atención a un torbellino de notas agolpadas sin solución de continuidad. Y todo, con un estilo que no desmerece al de las orquestas eslavas en su forma de interpretar. Si a ello añadimos que la orquesta de la Comunidad Valenciana suena con la calidad de una grabación comercial, no se le puede pedir más.

En cuanto a las voces, confieso que en este tipo de obras más vanguardistas me resulta muy complicado opinar. Desconozco que está bien o mal, al perderse bastante la melodía, en donde se suele distinguir bien el cantar del gritar. Solo llego a constatar aspectos como la sonoridad o la emotividad, en los que destacó la contundencia arrasadora de la soprano dramática alemana Petra Lang, encarnando a “Kostelnička”, que aun no titulando la ópera, es sin duda el personaje principal. El resto del cuarteto protagonista es estadounidense, algo inusual. Corinne Winters (“Jenůfa”) demostró capacidad vocal y el dominio de un personaje en su continuo vaivén emocional. El “Laca” de Brandon Javanovich fue todo lo temperamental que no llegó a ser Norman Reinhard encarnando a un “Števa” con varios decibelios por debajo de los demás.

El Coro de la Generalitat Valenciana me sonó regular, quizás porque este tipo de música condensada introduce tantos sonidos que puede resultar enmarañado el resultado final. Tampoco sus destartaladas evoluciones escénicas ayudaron, apelotonándose sin más criterio que el de conseguir entrar en los disminuidos recintos a la fuerza, a imagen del camarote de los Hermanos Marx.

Como era de esperar, en la noche del estreno las butacas vacías casi igualaron a las que se vieron ocupar (atendiendo esto no solo al patio de butacas, sino al aforo general), a pesar de las discutibles por improvisadas promociones de última hora, que indignan al abonado y al aficionado habitual, fieles seguidores del teatro que suelen comprar por anticipado las entradas a precio nominal. También hubo mucha invitación, como pude comprobar en los palcos de honor, repletos de jóvenes funcionarios que posiblemente visitaran por primera vez Les Arts.

Aun con todo, yo animo a presenciar esta “Jenůfa”, una obra poco programada que transita por las fronteras sonoras del repertorio tradicional, pero que se deja escuchar…


De la casi docena y media de grabaciones realizadas de esta obra, pocas son las que se encuentran disponibles en la actualidad. A diferencia de los títulos más populares, que se suelen reeditar, solo las grandes discográficas se atreven con lo marginal. Como EMI, que nos presenta un estupendo registro de junio del ´69 que dirige Bohumil Gregor a los Coros y Orquesta del Teatro Nacional de Praga, además de unos solistas checos cuyo enrevesado nombre es imposible reproducirlo con las teclas de mi ordenador personal.

Raphael o el ocaso de una voz sin igual…

La voz, como el resto de nuestro entramado corporal, envejece mal, perdiendo esas cualidades que el esplendor de la juventud se encarga de destacar. Ser mayor de cierta edad no suele ser un problema para hablar, pero sí para cantar, en especial cuando alguien es aclamado como un referente por su cualidad vocal. Saberse retirar a tiempo es tan importante como lograr triunfar.

Hace años asistí, en la primera fila del Palau de la Música de Valencia, a una actuación de Montserrat Caballé que trato de olvidar, pues me estropeó el recuerdo que entonces tenía de su inigualable manera de cantar, tan elegante y sensual en aquellos imposibles pianísimos, cuando el aire se parecía dispersar para dejar paso a un hilo de susurrante emotividad. Quien fuera capaz de tal magia en sus años de majestad, luego no supo renunciar a ese aplauso que tenía asegurado en cualquier recital, aun cantando peor que mal. En sus últimos años de carrera profesional, el público premiaba un pasado dejándose engañar. Plácido Domingo, cuya decadencia no ha sido tan brutal, decidió cambiar de cuerda cuando constató que en su avanzada madurez ya no podría replicar los grandes papeles de tenor que le llevaron al estrellato internacional. Sin embargo, prolongar una carrera a base de interpretar personajes que no están hechos para su tesitura actual también ha sido un error fatal, al menos para quienes defendemos la adecuación de cada instrumento vocal a su rol y condenamos cualquier privilegio que, debido a la fama y a la popularidad, lleve a tergiversar la obra original. José Carreras, tras su grave enfermedad, ya no fue el mismo, pero se empeñó en continuar. Y como ellos, se han dado, se dan y se darán muchos casos más, en los que la búsqueda de la ovación es tan adictiva que nubla el entendimiento y quiebra la voluntad.

La pasada Nochebuena de este 2022, de nuevo la televisión pública española nos quiso programar un especial de Raphael (ver aquí), el cantante sin par que hace ya mucho tiempo se instaló en nuestros comedores como uno más a la hora de cenar, ofreciéndonos esa tradicional gala navideña que el paso del tiempo no parece agotar. Tanto que, tras el padre, ahora es el hijo quien ejerce de telonero real, leyendo su discurso con el convencimiento de no ser él a quien la audiencia espera para escuchar.

En mi opinión, Raphael ha sido la mejor voz española de la música popular, aun por encima de Nino Bravo y Camilo Sexto, los otros dos excelsos integrantes de esa santísima trinidad del saber cantar. Nino presumió de virilidad con su armónico registro de “barítenor”, Camilo fue un “tenor lírico ligero” con asombrosa capacidad para enlazar las notas agudas sin solución de continuidad, pero Raphael llegó a más. Era un “tenor lírico spinto” que lograba transiciones imposibles, desde la dulzura juvenil que adquirían los requiebros de su afinada media voz hasta la pasión más desatada y a todo pulmón que le permitía retar a una trompeta y conseguir ganar (ver aquí). Reconocido en su tiempo por el Festival de Salzburgo como la mejor voz infantil de Europa, luego en los sesenta su registro se aterciopeló (le llamaban… “la voz de humo”) a la vez que ganó en cuerpo y emotividad, convirtiéndole en una figura internacional desde aquella España cuya música ligera pugnaba por independizarse del folclorismo que la copla impuso como enseña nacional.

Cuando Abraham Maslow jerarquizó las necesidades humanas en su famosa pirámide, colocó muy arriba la del reconocimiento social. Y tales son las ansias de seguir recibiéndolo seis décadas después que Raphael no duda hoy en intentar, a su edad, el doble salto mortal: proponer duos con cantantes que podrían ser sus hijos o incluso sus nietos, evidenciando tristemente lo que la naturaleza no suele perdonar. Medirse con Mónica Naranjo en el “Qué sabe nadie” es el colmo temerario de la torpeza más colegial (ver aquí). Comprobar como sus frases han acortado la longitud habitual, que ya no hay seda sino lija cuando hay que forzar y que compartir con el público una canción se le hace imprescindible para descansar, me apena tanto como me incomoda esa innecesaria agonía profesional. No obstante, cada cual es muy libre de opinar y por supuesto, pagar por verlo e incluso escucharlo en la actualidad.

Raphael ya no es aquel que… por tenerlo daríamos la vida y que aun estando lejos no se olvida (ver aquí), porque en la actualidad solo es Miguel Rafael Martos Sánchez, un ilustre ciudadano que maravilló con una voz sin igual…

Raphael llena el Palacio de los Deportes de la Comunidad de Madrid (Navidad de 2022)