“Maria Stuarda” en el Palau de Les Arts

“Maria Stuarda” (G. Donizetti-1835) es la segunda entrega anual programada por el Palau de Les Arts de Valencia correspondiente a esa “Trilogía Tudor”, junto con “Anna Bolena” (1830) y “Roberto Devereux” (1837), compuesta por el maestro belcantista de Bérgamo y a la que la memoria ha arrebatado “Il castello de Kenilworth” (1829), un cuarto título también “Tudor” que es ignorado en la actualidad. En la historia de la Ópera resulta imposible averiguar muchas de las razones por las que se han etiquetado obras o ciclos partiendo de una discutible subjetividad. Pero en la vida ocurre igual, plena de arbitrariedades que asumimos sin rechistar. La mejor enseñanza de mi ciclo educativo escolar me la regaló un profesor de filosofía en BUP, quien me aconsejó que en mí caminar vital… “Siempre me preguntase el porqué de todo”, como único remedio de conservar un criterio propio que la pereza al pensar y la aceptación sin cuestionar se empeñan en silenciar.

La reciente celebración del maratón de Valencia, un año más, ha posicionado a esta capital y en particular a la Ciudad de las Artes y las Ciencias (con el Palau de Les Arts al frente) en un luminoso nivel de notoriedad mundial, por ser principio y fin de una exitosa carrera que tiene mucho de musical. En efecto, la “melodía” mental, el “ritmo” de las zancadas y la “armonía” en la técnica al avanzar, son indispensables para completar los 42,195 km, que el día de la carrera parecen algunos menos cuando todo se ha hecho bien al entrenar. También, como en la música, la práctica en la vida es el único camino que lleva a prosperar.

Así, para tocar un instrumento, dirigir una orquesta, planear una escenografía, cantar o bailar en una ópera y triunfar, hay que consagrar media vida renunciando a mucho de lo demás. Lo que presenciamos en cualquier función, nos agrade o no, es un dechado de dedicación y profesionalidad, pues aquello que diferencia a la Ópera del resto de artes escénicas es su endiablada dificultad para que el resultado final alcance esa excelencia que es condición necesaria a fin de emocionar. No obstante, cuando esto no ocurre, los espectadores estamos en nuestro derecho de poderlo manifestar.

Ayer, prenavideño domingo 10 de diciembre (aunque también noviembre es prenavideño en la actualidad), tuvo lugar el estreno de “Maria Stuarda” en la nueva producción del Palau de Les Arts junto a la Dutch National Opera y al Teatro San Carlo de Nápoles (que se mantiene operativo desde 1737, todo un monumento a la longevidad). Lo que presencié fue excepcional y estoy convencido de que quedará recordado como uno de los hitos principales en la historia de Les Arts. ¿Por qué…?

Todo funcionó a la perfección, pero esto no sería suficiente de no darse un factor novedoso y diferencial: por primera vez en Les Arts las voces se pudieron escuchar como, por ejemplo, en la Scala de Milán. Y es que el azar del destino reservó a esta producción una escenografía que obró el milagro, al componerse de un solo decorado cuya disposición configuraba una gran y perfecta caja de resonancia que, a modo de las bocinas de los gramófonos, ayudó a los cantantes a manifestar sin peleas con la orquesta su arte vocal. Por fin hemos podido escuchar las voces de Buratto, Tro Santafé o Jordi, tal y como las disfrutan en el Liceo o en el Real. Un lujo aquí que no debería ser tal.

La dirección escénica planteada por la holandesa Jetske Mijnssen es un prodigio de elegancia y sobriedad, tanto en los cromatismos (blanco y negro) como en ese tipo de minimalismo estructural que cuando se busca la abstracción histórica es lo que mejor suele funcionar. Todo respira serenidad en una historia crispada como la que más. Y en estos silentes contrastes radica la fuerza de la representación de lo visual. Jetske Mijnssen lo ha vuelto a bordar. El pasado 2/10/22, con motivo del estreno de “Anna Bolena” en Les Arts, escribía: “Lo mejor sin duda fue la escenografía, vestuario, iluminación y coreografía (bajo la dirección general de Jetske Mijnssen), que en modo alguno interfirieron con la obra musical, algo que no suele ser respetado en la actualidad. Elegancia y simplicidad pueden definir lo visto, cuya plasticidad pictórica convertía cada número en una postal de esas en las que ningún color busca destacar y todo se muestra equilibrado para no incomodar” (https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2022/10/02/amor-y-enamoramiento-en-la-nueva-temporada-de-les-arts/).

Como el equipo se repite en esta “Trilogía Tudor”, las voces principales que el año pasado no llegaron a funcionar, este han estado a un nivel magistral, sobresaliendo una Eleonora Buratto (Maria Stuarda) que no ha desmerecido la comparación con las sopranos que mejor han logrado cantar este papel principal. En el otro extremo a la sutileza canora de una Caballé, su poderoso registro dramático compone un personaje de bravura que aporta a la obra mucha personalidad. La valenciana Silvia Tro Santafé (Elisabetta) no es la vacilante mezzo del año pasado, deslumbrante ayer en su protagonismo inicial (aunque parece que llegó cansada al final), ha manejado su partitura con absoluta seguridad. Ismael Jordi (Leicester), cuya voz no es especialmente bella (una rarísima cualidad con la que nacieron solo unos pocos en la historia musical), logra con excelente técnica dotar a su personaje de la suficiente credibilidad como para que resulte muy atractivo en su papel de conde atrapado entre dos reinas que le quieren enamorar. El bajo alicantino Manuel Fuentes (Giorgio Talbot) demostró la razón de tantos premios obtenidos, merecimientos a su magnífica voz grave, que en España no es nada habitual.

Si los solistas tuvieron el viento a favor, el Coro de la Generalitat Valenciana apabulló, llegando en la “Plegaria” (“Deh! Tu di un’ umile preghiera il suono”) a deslumbrar, con una potencia empastada envidia de esas históricas formaciones rusas de corte militar.

La Orquesta de la Comunidad Valenciana, a la que por lo antes mencionado escuchamos en su justa proporcionalidad, fue liderada por Maurizio Benini como solo un director italiano sabe llevar, plena de delicadeza y musicalidad.

Mediada la función y a pocas butacas de mi localidad, pudimos escuchar un… ¡Mari Carmen!, repetido varias veces con esa angustia que suele presagiar lo peor, aunque por fortuna todo quedó en un desmayo que detuvo por unos segundos la representación, sin que el sucedido llegara a más.

Finalizo significando lo que soy consciente será muy impopular: pese a que la representación nos regaló momentos de sublime emocionalidad, Valencia solo aplaudió lo que finalizaba en “chim-pam”, estadio adolescente de un público (que no llenó el estreno, una vez más) tan animoso como pendiente de madurar.

No hay palabras para más. De asistencia obligatoria para quienes buscan la belleza y no la suelen encontrar… 


Para los fans de ese prolífico trío que formaron el matrimonio Bonynge/Sutherland con Pavarotti, su “Maria Stuarda” de 1974 para DECCA, con la Orquesta y Coro del Teatro Comunale de Bolonia, es una excelente opción que destaca sobre todo en lo vocal.

“Macbeth” en Les Arts: buen principio y mal final

¿Qué hace a un artista inmortal? Ante todo, la excelencia de su obra… pero hay más. Y ese más son sus circunstancias, de tal manera que en el Olimpo de las artes son todos los que están pero no todos los que son, están. ¿Quién sería en la actualidad William Shakespeare de haber nacido en Portugal? Pero nació en Inglaterra, una potencia mundial y escribió en inglés, el idioma universal. Además, sus obras (que, seamos sinceros, pocos leen en la actualidad) siguen en lo más alto de la popularidad porque, al margen de las versiones teatrales, se ven beneficiadas por la aportación de otros artistas cuyas adaptaciones cinematográficas o musicales las vienen a realzar. En fin que, al igual que ocurre con el dinero, la fama llama a la fama en una retroalimentación que nunca parece tener final.

¿Por qué son tan estimadas las obras de Shakespeare como fuente de inspiración si tratan de los mismos temas que las de los demás? Pues, al margen de su indiscutible calidad, claramente por aprovechar una notoriedad que posiciona a la nueva versión en el interés general y así es muy posible que estos días acudan a Les Arts espectadores no aficionados a la Ópera pero llamados por un título universal. Y para probar que esto lo digo sin maldad, debo confesar que mi próxima novela versará sobre los personajes que aparecen en las películas más famosas de un director de cine muy popular del siglo pasado, creador de una filmografía inmortal.

Basadas en “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) se han filmado hasta la fecha diecinueve películas, algunas tan excelentes como la de Welles (1948), la de Kurosawa (1957), la de Polanski (1971), la de Kurzel (2015) o la más reciente de Coen (2021), para satisfacción de un dramaturgo que hace casi quinientos años esto no se lo podría imaginar. Ni tampoco que en 1847 Verdi llegara a musicar su tragedia, creando una ópera excepcional. Tanto que, en mi opinión y con todas las reservas ante una comparación entre obras pertenecientes a disciplinas diferentes, es superior al original. Y es que la música aventaja a la palabra cuando se trata de manifestar emociones dada su común intangibilidad. Música y emociones pertenecen a una misma dimensión sensorial de carácter inmaterial mientras que las palabras, aun poéticas, no se pueden escapar de la concreción a que obliga cualquier idioma diseñado para escribir o hablar.

El “Macbeth” de Shakespeare al igual que el de Verdi requieren de interpretaciones muy por encima de lo normal, pues sus representaciones deben destilar ante todo aquello que sustancia a esta obra y es la desaforada ambición de poder solo limitada por los remordimientos y la conciencia personal. Hace poco más de un año lo pude comprobar al asistir en Madrid a la versión teatral producida por el Centro Dramático Nacional, en cuya crónica entonces decía: “…añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años de dedicación profesional…”. En 2015 Les Arts programó el “Macbeth” de Verdi, con un Plácido Domingo cuya incuestionable presencia escénica solventó sus limitaciones como barítono de verdad. Tres años antes, en el Teatro Real, pude comprobar como Violeta Urmana otorgaba carta de autenticidad a una terrible Lady Macbeth, instigadora de esta sanguinaria tragedia que no da tregua hasta el final.

Dicen que Verdi era barítono y de ahí su predilección por esta cuerda, hasta el punto de hacerla protagonista absoluta de varias obras entre las que destaca “Rigoletto” como más popular. No obstante, el compositor parece que tenía otra preferencia al manifestar… “He aquí este Macbeth, el cual amo más que a todas mis otras óperas”, una opinión que sobre su indiscutible calidad nos debe guiar. Si bien es cierto que a mayor gravedad menor agilidad, también lo es que el color de una voz baritonal destila poder, nobleza y autoridad como los bajos pero también pasión, heroísmo y musicalidad como los tenores, configurándose para los hombres como el centro de su arte vocal.

Pues bien, tanto en lo actoral como en lo musical, el Macbeth de Luca Salsi (sustituto de un añorado Carlos Álvarez cuya salud parece que nunca termina de mejorar) y Anna Pirozzi no se correspondió con lo indicado con anterioridad. Salsi por falta de emotividad, quizás debida a su justeza vocal. Pirozzi por su intento de lo contrario que, pese a su alta cilindrada de soprano dramática, la llevó a descomponerse en los agudos cometiendo el error de chillar. Pese a que Marko Mimica (Banco) y Giovanni Sala (Macduff) cantaron mejor que los dos protagonistas, sin la idoneidad de estos es imposible que esta ópera nos llegue a emocionar (tal y como suele afirmar Carlos Boyero en muchas de sus descarnadas crónicas cinematográficas… “no siento lo que les ocurre a los personajes, lo que me lleva a desconectar”). Tanto es así que lo mejor de la velada fue el coro de introducción al cuarto acto… “Patria oppressa!” (de corte similar al “Va Pensiero” pero menos genial), un prodigio de delicadeza por parte del Cor de la Generalitat Valenciana y de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, bien dirigida en esta ocasión por Michele Mariotti pese a que me hubiera gustado un mayor vigor en ciertos pasajes de esta partitura que demanda la pasión que ayer eche a faltar.

La escenografía apuntaba a un acertado minimalismo de manual que varió a mal. Comenzó con un espacio desnudo limitado por tres grandes paredes de madera (que me recordaron el escenario del Teatro Monumental de Madrid, sede de la Orquesta Sinfónica de RTVE) y la aparición por el techo de motivos redundantes (lámparas, trajes, etc.) en disposiciones geométricas muy al estilo del arte repetitivo que tanto encaja con lo minimal, como también el vestuario elegido de corte actual. Si embargo, conforme avanzó la representación todo se desnaturalizó con la inclusión de una decimonónica mesa de celebración, un escenario ambulante a lo “Pagliacci” y hacía el final, un insustancial campo de refugiados y la aparición de gente disfrazada de dibujos animados, de coristas y de no se que más. Al terminar, el público quedó desorientado, recompensando a los responsables de lo visual (Benedict Andrews y Asley Marin-Davis) con uno de los pocos abucheos que en Valencia se suelen escuchar.

Dejo para el final la anécdota, que si no me equivoco tiene carácter de primicia en Les Arts, pues al comienzo del cuarto acto se tuvo que detener la música porque Luca Salsi no podía salir para interpretar su parte al sufrir, entre bastidores, una hemorragia nasal. Lo supimos quienes nos quedamos, dado que algunos se marcharon ante la falta de una explicación que se demoró quince minutos o más, en los que solo se comunicaba que algo pasaba pero sin especificar. Al final Salsi salió a cantar su “Piettà, rispetto, amore”, una de las arias más famosas para barítono que hay y que a mí no me llegó a emocionar pero que el público recompensó con el mayor aplauso del estreno, cuya justificación entiendo tenía más que ver con el pundonor del intérprete que con su calidad, algo que en este caso al respetable no se le puede reprobar.


De las múltiples grabaciones de “Macbeth”, mi preferida es la que en 1976 dirigió Claudio Abbado para Deutsche Grammophon, con el Coro y Orquesta del Teatro alla Scala y Piero Cappucilli, Shirley Verret, Plácido Domingo y Nicolai Ghiaurov, un elenco de los que ya no hay.

“ARIODANTE”: una música celestial… pero de otro tiempo y lugar

El Jaguar E-Type de 1961 fue definido por Enzo Ferrari como… “el automóvil más bello jamas fabricado”. Hoy es pieza de coleccionista y sus propietarios quizás lo conduzcan algún domingo por la mañana, pero ni se les ocurre usarlo como coche habitual. Cualquiera de los deportivos actuales le superan en prestaciones, comodidad, eficiencia energética y seguridad. Y es que, lo que en cada momento fue ejemplo de excelencia con el paso del tiempo puede que ya no sea tal.

Las óperas de Händel se constituyen como el paradigma del mejor barroco tardío, pero la posterior evolución musical (clásica y luego romántica) vino a desarrollar el concepto de drama lírico tanto como la incorporación de la perspectiva a la pintura, la llegada del sonido al cine o la utilización del hormigón armado en la arquitectura monumental.

“Ariodante” (G. F. Händel-1735) se estrenó en España… ¡en 2006! y aparece por encima del puesto cien en las estadísticas de las operas más representadas en la actualidad. Y de igual manera se encuentra ubicado el resto de la producción operística del mismo Händel o de Vivaldi, Monteverdi, Gluck, Purcell, Rameau, Pergolesi, Caldara, Porpora, Scarlatti, Cavalli, etc., etc. ¿Por qué una música tan sublime no goza del favor popular…?

La respuesta es… por ser de otro tiempo y lugar. De un tiempo en el que el desarrollo de la ópera no llegaba a más y sus obras hoy nos suenan a repetición de un mismo tipo de musicalidad que, aunque celestial, carece de la necesaria progresión dramática que a lo largo de la obra la venga a diferenciar. De un lugar en el que se representaban estas obras, no para ser escuchadas sino para socializar, por lo que se componían a tal efecto y eso explica su dificultad a la hora de estar atento más tres horas sentado en una butaca sin tener que pestañear.

Sobre esto último debo confesar que (“no hay mal que por bien no venga”), durante la reciente limitación sanitaria de aforo en el Palau de Les Arts de Valencia, pude disfrutar de no tener a nadie a mis costados y así poderme mover un poco sin molestar. Aunque sigo considerándolo necesario para el bien general, cada vez me cuesta más interpretar a una estatua de sal durante cada representación, añorando la libertad y comodidad del sillón de mi hogar. Por ello y sacrificando algo la visibilidad, ahora busco alguna de esas pocas localidades exentas que me permiten cierta independencia de movimientos sin llegar a importunar a los demás.

En mi opinión y dado que las partituras son las que son, el éxito de la ópera barroca hoy pasa por el acierto en su representación escénica, como vehículo de adecuación a la actualidad de un concepto musical tan lejano como sus tres siglos de antigüedad. Pues bien, la propuesta que ayer nos ofreció Benjamin Davis (del original de Richard Jones) no contribuye en nada a facilitarnos ese acercamiento a nuestra realidad como espectadores del siglo XXI y lo que es peor, para entenderla nos la tendría que aclarar a quienes nos negamos a asistir a una representación sabiendo de antemano lo que el escenógrafo quiso relatar. Y es que, cuando la plasmación escénica de una ópera no es auto explicativa (de manera racional o emocional) y requiere su traducción, ya ha comenzado a fallar. Si a ello unimos la fealdad, poco podemos salvar. Un único escenario que representa una vivienda campestre, horrenda de solemnidad, acoge muy mal esta música de Händel que es todo un dechado de elegancia y sensibilidad. Además, los personajes (vestidos como para una representación colegial) estaban por estar, deambulando sin más criterio que el de posicionarse bien para cantar, hasta el punto de que muchas de las arias se interpretaron tan estáticas como en un recital. Solo tuvo un cierto carácter artístico la sustitución de los ballets de la obra por un juego de marionetas que representaban a los protagonistas, muy bien articuladas por cuatro titiriteros que les daban vida real, aunque su inclusión también me la deberían justificar.

El apartado musical a cargo del director italiano Andrea Marcon fue espléndido en lo técnico, al controlar todos los aspectos de una partitura que nunca se le llegó a desmadejar. Sin embargo, hay algo que no pudo evitar y es ese sonido “sinfónico/romántico” que caracteriza a cualquier orquesta contemporánea acostumbrada al repertorio post Beethoven, que en definitiva es el más habitual. El limpio y compacto sonido que exhibieron las cuerdas de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, aun prescindiendo del vibrato de la mano izquierda, no es el del barroco que en los años cincuenta rescató Nikolaus Harnoncourt y hoy en día es referente al escuchar ese tipo de música que no pide espectacularidad. Para conseguirlo hay dos caminos que, simultáneos, se deben transitar: disminuir el número de efectivos en el foso y contar con instrumentos de la época, esto último imposible para una orquesta contemporánea como la de Les Arts.

Lo mejor del estreno fue la parte vocal. Todos acertados en estilo y con afinados instrumentos jóvenes en sus gargantas, que rivalizaban con un excesivo sonido orquestal y soportaban bien la principal dificultad de estas obras: los interminables trinos sin respirar. Además, a la ópera barroca le van los lamentos y los que protagonizaron por separado Ekaterina Vorontsova (Ariodante) y Jane Archibald (Ginevra) fueron de sobresaliente, sin menospreciar varias de las intervenciones del contratenor Christophe Dumaux (un Polinesso al que el vestuario maltrató más con una sotana fuera de lugar), Jacquelyn Stucker (una Dalinda enérgica y temperamental), Luca Tittoto (un Rey de Escocia de voz profunda y que era el único que vestía como tal) y David Portillo (un Lucarno al que en ocasiones le costó llegar). La casualidad propició un hecho que, con buen criterio por parte del público, no afectó al gran éxito obtenido por Ekaterina Vorontsova, que es miembro destacado del Teatro Bolshoi de Moscú, quizás la compañía rusa de teatro, danza y ópera más estatal. Además, me pareció que Les Arts rendía homenaje a Ucrania pues el gran voladizo que corona el edificio estaba iluminado de azul, si bien lo del amarillo no lo pude apreciar.

Como anécdota añadiré que no me creo equivocar si aseguro que Anselmo Alonso (el responsable de subtitulación) estará rezando para que pronto vuelva la ópera barroca a Les Arts, dado que sus constantes “Da capo” reducen el texto no repetido a la mínima expresión, algo que mi presbicia también agradece al compositor inglés pero nacido alemán.

Hubo aplausos apresurados al final, aunque la media entrada que deslucía este estreno confirma lo indicado al comienzo y que se vino a concretar por la fulgurante salida del público al terminar (a las once de la noche en un día laborable) esta extensa representación que, aun comenzando a las siete, debería haberse adelantado todavía más…


Un “Ariodante” muy recomendable lo firma el flamante director que nos visitó en Enero, Marc Minkowski, quien con sus Musiciens du Louvre y Anne Sofie von Otter, Lynne Dawson, Eva Podles, Verónica Cangemi, Richard Croft, Denis Sedof y Luc Coadou, grabó en 1997 para ARCHIV una nueva versión referencial.

La Butterfly de una Rebeka sensacional

En el repertorio operístico tradicional, junto con “Carmen” y “La Traviata”, “Madama Butterfly” (G. Puccini-1904) es una de esas obras cuya protagonista no puede fallar, condicionando el éxito o fracaso de la representación al margen de todo lo demás. Ayer, Marina Rebeka, elevó a la categoría de acontecimiento vocal la pronta repetición de la producción de 2017 del Palau de Les Arts.

Sobresaliente y no matrícula de honor porque a la cantante letona le faltó llegar al tope de la emocionalidad que pide Puccini en un personaje con el que hay que llorar. Además y pese a no ser su responsabilidad, en los pasajes a dúo con Pinkerton, Rebeka sufrió la insuficiencia de un tenor (Marcelo Puente, que a última hora sustituyó a Piero Pretti) incapaz de defender un personaje masculino que, entre los protagonistas de Puccini, es de los que tiene menor complicación vocal. Al margen de los numerosos desajustes entre los dos (que nunca cantaron al unísono), solo se escuchó la voz de Rebeka, que es sonora y con proyección por contraposición a la sorda y plana de un Puente perdido en la lejanía sideral y con evidentes dificultades de fiato, que le obligaban a finalizar por la vía de urgencia cada pasaje donde el compromiso se hacía respetar.

Con un registro central incombustible emitido con pasmosa facilidad, Marina Rebeka, que ha cantado de todo (Handel, Mozart, Rossini, Donizetti, Bellini, Bizet, Verdi o Tchaikovsky), no tendría dificultad en cantar la princesa Turandot y eso no es para casi nadie en el actual panorama internacional.

Notables Ángel Ódena (Sharpless) y Cristina Faus (Suzuki), que cumplieron sin menoscabar unos papeles poco agradecidos pero imprescindibles para que en la obra se produzca el equilibrio dramático y musical.

La Orquesta de la Comunitat Valenciana no llegó a brillar por una irregular dirección de Antonio Fogliani al olvidar a los cantantes y no contener a los metales, disparándose un sonido que solo Rebeka fue capaz de afrontar. Todo conjunto musical, por excelente que pueda ser, depende de quien le dice como debe tocar.

El Coro de la Generalitat Valenciana protagonizó el mejor momento de la velada en el pasaje “A Bocca Chiusa”, un primor de delicadeza y sensibilidad admirablemente escenografiado por una etérea bailarina con alas de mariposa que a casi todos nos llegó a emocionar. Y es que, cuando una puesta en escena busca complementar la música en lugar de tratar de epatar al personal con decorados imposibles, vestuarios ridículos o transposiciones de tiempo y lugar, está cumpliendo el primer mandamiento de cualquier representación: el Director de Escena es un capitán y el Compositor su general.

Y hablando de vestuario, también es importante el del espectador, dado que la experiencia artística de asistencia a una ópera comienza antes de que se levante el telón y la música comience a sonar. Cuando hace dieciséis años se inauguró el Palau de Les Arts, la novedad en Valencia y un cierto provincianismo local llevó a una gran mayoría de los espectadores a acudir vestidos como para un “fotocall”, excedidos en periofollos y brillos respecto a lo que en los mejores teatros de Europa se solía llevar. Incluso la Scala de Milán, que exige etiqueta (a este respecto cuento mi desventura allí en… https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2009/04/25/el-condicionamiento-mental-y-la-scala/), se hubiera abochornado por aquella demostración de pretensión berlanguiana fuera de lugar. Pero parece que somos tierra de extremos y lo que antes fue un exceso hoy es un defecto que daña a la vista aun sin querer mirar. Sin ninguna consideración hacia los demás, los espectadores ahora llegan a Les Arts recién salidos de su cuarto de estar tras dormitar en el sofá. Y es que en esta mediocre actualidad prima un equivocado sentido de la comodidad que ofrece a muchos salvoconducto de fealdad. ¿Se puede tener sensibilidad artística para disfrutar de “Madama Butterfly” y acudir ataviado como para una fiesta de pijamas del Primark…?


Mi versión favorita de “Madama Butterfly” es la que protagonizan Mirella Freni, José Carreras, Teresa Berganza y Juan Pons con la Philharmonia Orchestra y los Ambrosian Opera Chorus bajo la dirección de Giuseppe Sinopoli, en 1988 y para Deutsche Grammophon.

“Doña Francisquita”, otro Réquiem en Les Arts

Por el humo se sabe dónde está el fuego y así mucho me temo que, en la “Madama Butterfly” que el próximo mes de Diciembre nos presentará Les Arts, podremos escuchar a Pinkerton cantar “Nessun Dorma” y “Vissi d´arte” a Cio-Cio San.

Tras la versión deconstruida del “Réquiem” (Mozart-1791) que vino a inaugurar la presente temporada, ahora le ha tocado a “Doña Francisquita” (A. Vives-1923) ser objeto de una desnaturalización tal que no la reconocería ni el padre musical que la… concibió, ni por supuesto los libretistas (Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw) en su esfuerzo por escribir una trama coherente, entendible y de calidad.

Una de las características de la Zarzuela es que incorpora partes habladas que complementan a las cantadas, tal y como ocurre en la Opereta francesa o el Singspiel alemán. Canto y declamación son indisociables en estas obras pues lo que el primero tiene de arte musical, la segunda le da sentido al vertebrar la historia que se nos quiere contar. Eliminar los diálogos en estas obras las convierte en una sucesión de números musicales carentes de línea argumental.

Pues bien, al director de escena Lluis Pascual se le ha ocurrido eliminar los parlamentos de la versión de “Doña Francisquita” que ayer presenciamos en Les Arts, cayendo en una contradicción al verse obligado a inventar un personaje (encomendado al no culpable actor Gonzalo de Castro) que los sustituyese por otros suyos, claro está, de mucha peor calidad. Hasta tal punto llegó la paradoja que, en repetidas ocasiones, el personaje de Doña Francisca (madre de la protagonista) se refiere a que el público no entenderá nada si se eliminan los diálogos, lo que no deja de ser toda una subliminal confesión de fracaso por parte de Pascual.

A partir de esta nueva violación de la obra autoral todo lo demás queda ensombrecido por esta ilegalidad y por tanto, dolido de nuevo por tener que pagar una entrada para presenciar algo que no se corresponde con el título original, no me merece la pena hablar de nada más, excepto que lo más aplaudido fue el impostado cameo de Lucero Tena al tocar el Fandango con sus castañuelas en medio de la representación (ver aquí), tan campante, garbosa, entrañable y vestida de particular…


Aunque se trate de una selección, una recomendable grabación de 1979 en disco de vinilo de “Doña Francisquita” fue editada por Hispavox, en la que Pablo Sorozábal dirigía a la Orquesta de Conciertos de Madrid y al Coro Cantores de Madrid junto a Teresa Tourné, María Reyes Gabriel, Pedro Lavirgen, Julio Catania y Segundo García.