“DE ENTRE LOS VIVOS”… fragmento Capítulo 5

5 Scottie y Madeleine

…El comedor, en el primer piso, se encontraba al completo cuando llegué y para preservar mi anonimato me dispuse a tomar un scotch whisky en la barra, alejado de unos comensales que me inducían a discrepar de la añoranza de otros tiempos que esa misma tarde Elster me vino a confesar: si esa concurrencia no representaba “color, emoción, poder y libertad”, nadie mejor la podría encarnar. También la decoración contribuía homenajeando al pasado del San Francisco más señorial, con sus paredes forradas de una adamascada tela de terciopelo rojo pasión que venía a contrastar en su atrevimiento cromático con el discreto esmoquin negro de los caballeros e incluso con los trajes de noche de las señoras, muy contenidos esa velada para tratarse de la élite social. Sin embargo, una fulgurante luz iluminaba todo lo demás. Al fondo, frente a Elster y de espaldas a mí, se hallaba su esposa Madeleine, de unos veintipocos años de edad con platino cabello recogido en un sencillo moño que liberaba su nuca desnuda y muy sensual. Rutilante, lucía un escultural vestido de raso negro que contrastaba con el ribeteado verde esmeralda de su aristocrático chal, portado con la categórica serenidad de quien se sabe por encima del bien y del mal. Su elocuente espalda, descubierta y temperamental, anunciaba una contundencia física que pronto pude corroborar y que, de primeras, me llegó a desarmar.

Durante varios minutos quedé suspenso por un irresistible fulgor que mantenía imantada mi mirada hacia aquella insondable dama cuyo incógnito rostro no me impedía comenzarla a desear. Cuando se levantó para marchar, armada de su firme escote palabra de honor, encaminó unos pasos deslizantes avanzando ingrávida hasta mí y destilando ese enigma que acompaña siempre a quienes son hijos de la seguridad. Su pálida cara, juvenil y a la vez intemporal, manifestaba una particular belleza que sabía muy bien como gestionar. Al pasar, nimbada por un aura de etérea divinidad, pude admirar su perfil perturbador recortado sobre el fondo bermellón de la pared, hasta que se giró hacia Elster y tuve que volverme para esquivar un cruce de miradas que hubiera delatado lo que mis ojos ya no podían ocultar. Cuando salían los dos, quise observar a Madeleine de nuevo por detrás, si bien ahora reflejada en un espejo que duplicaba su hermosura y dotaba de ambigüedad a su personalidad. En aquella fascinante localización, el restaurante se vino a transmutar en la epifanía de un corazón palpitante y sentí que mi ignoto destino, fuera cual fuere, perdido en el enigma de la sinrazón se había desposado a su eternidad.

Nunca en vida había visto nadie igual y ahora en muerte solo Lisa se la podía comparar, llena de elegancia connatural, pero carente de ese arrebatador toque animal que convierte a ciertas hembras en un oscuro objeto de deseo, irresistible y fatal. Madeleine era mucho más que un ser espectacular, porque su recóndito espíritu la envolvía de una inaccesibilidad imposible de olvidar. Una mujer sublime que, de no existir en mis ensoñaciones, yo la hubiera deseado inventar. Una diosa que, al fin o al principio, configuraba mi desconocido ideal. Ideal de corporeidad espectral que, como un Pigmalión con su Galatea, sin poderlo evitar estaba ya condenado a buscar en todas las demás…

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Pires abre la temporada del Palau de la Música de Valencia

Buena entrada, pero el Teatro Principal, aun con su limitado aforo, no se llenó…

Cuando en 1987 se inauguró el Palau de la Música de Valencia, yo entonces era uno de sus más jóvenes visitantes y hoy sigue siendo igual. Esta sorprendente paradoja temporal no augura buenos tiempos futuros para una institución musical que, en estos treintaicinco años, no ha sabido conectar con el aficionado joven e incluso con el de mediana edad. Ayer, el patio de butacas del Teatro Principal de Valencia era un plateado mar.

Al hilo de lo anterior, la condicionada presencia de la Orquesta de Valencia en el Principal por las obras del Palau de la Música recuerda épocas pasadas en las que esa era su sede, entonces menos deteriorada, como así pudieron atestiguar mis posaderas, enfrentadas a un asiento tan destartalado como impropio del teatro más representativo de nuestra ciudad. No fui el único en sufrir esta lamentable realidad, pues mi vecino de localidad tenía su apoyabrazos huido en Afganistán.

El arranque de la Temporada 2022/23 de este primer Palau valenciano (Les Arts lo fue dieciocho años después) no podía ser más sugerente y no por contar con la Orquesta de Valencia, que eso era obligado, sino por la participación de una de las últimas leyendas vivientes de la interpretación musical de la segunda mitad del siglo pasado: Maria João Pires, esa pianista excepcional.

Pese a ello, su intervención no respondió a las expectativas por un error de programación que, al juntar al Mozart de su concierto 23 con obras del siglo XX (Penderecki, Panufnik y Stravinsky), hizo inevitable lo que vino a pasar. Y es que para una orquesta, el cambio de estilo en una misma actuación deriva en una complicación que muy pocas se encuentran en disposición de afrontar. Hace cuarenta años, lo normal era que la orientación interpretativa de las orquestas apuntara más hacia el clasicismo y primer romanticismo en lugar de lo finisecular, pero esa disposición ha venido a cambiar en estas décadas (sobre todo tras la irrupción de la interpretación historicista de los sesenta y setenta), lo que ayer pudimos constatar.

Aun estando escrito en un luminoso modo mayor, el Concierto para piano y orquesta n.º 23 de W. A. Mozart (1786) sonó por la Orquesta de Valencia mucho más “romántico” de lo que ahora estamos acostumbrados a escuchar, planteando una equívoca contradicción con la introspección y dulzura interpretativa de una Pires desbordada por la querencia de Alexander Liebreich, buen director titular de nuestra orquesta pero que parece más cómodo en un repertorio posterior, como así nos lo vino a demostrar. Por esto mismo, fue la versión en suite de Pulcinella (I. Stravinsky-1922) lo mejor de una tarde, tanto en su conjunto como por las excelentes intervenciones solistas de los vientos y en especial del metal.

No comentaré las otras obras del programa (“El despertar de Jacob” de K. Penderecki-1974 y “Lanscape” de A. Panufnik-1965) porque ese tipo de música “moderna” me resulta indescifrable y alejada a mi sensibilidad particular.

Por fortuna, Maria João Pires contará con la oportunidad de lucir su magisterio el próximo 28 de octubre en Les Arts, libre de condicionantes orquestales y en solitario recital…

Maria João Pires en un momento de su desparejada interpretación…