Anna Netrebko y su Rusia natal [9]

Antes del día de ayer, solo en una ocasión había tenido la oportunidad de escuchar a Anna Netrebko en directo y fue en la singular Felsenreitschule (Escuela de Equitación de la Roca) del Festival de Salzburgo de 2010, cantando maravillosamente “Romeo y Julieta” (C. Gounod-1867) junto a un Piotr Beczala que, como ella, ya era una gran estrella mundial. Días después asistiría en esa misma mozartiana ciudad a un “Don Giovanni” cuyo Leporello encarnaba el barítono uruguayo Erwin Schrott, esposo entonces de una diva que para contrartarla parece hay que contar con su pareja sentimental, algo todavía más evidente en el caso de su segundo exmarido (el tenor Yusif Eyvazov), también elevado a un estrellato tan fugaz como su relación marital. A Netrebko la recuerdo con su belleza meridional, esa pizpireta manera de actuar y con la imparable energía vocal de sus treinta y nueve años que, en la famosa “Ah!, Je veux vivre”, enfervorizó a uno de los públicos más entendidos con quien yo he compartido localidad. El Salzburger Festpiele no es para menos y sí para más, un extraordinario acontecimiento estival que reúne a lo mejor de cada especialidad musical y de la afición melómana internacional. Tras visitar todos los más importantes, sin duda para mí… el mejor que hay.

La mayoría de los cantantes de ópera que llegan a triunfar recorren el mismo camino en el apartado del recital: en sus inicios, para destacar, abordando las piezas más conocidas y exigentes del repertorio, esas que el público siempre quiere escuchar y una vez conseguido un nombre en el panorama internacional, programas desconocidos que no les comprometan y sirvan como relajo de las representaciones de ópera, que cansan más. Han transcurrido casi veinte años desde la inauguración del Palau de Les Arts sin Anna Netrebko en su escenario (si la vimos como espectadora de su entonces marido Schrott en alguna función) y ahora ya es tarde para escucharla cantar Mimí, Violeta, Tatiana, Lucía, Manon, Desdémona o Floria Tosca en un recital. Solo su improbable participación en una ópera nos ofrecería muestras consolidadas de lo que todavía hoy es capaz. Ser descubierta por Valerie Gergiev, cuando solo era una joven acomodadora del Teatro Mariinski de San Petersburgo, para convertirse en la soprano de referencia del siglo XXI es prueba de que, en ocasiones, los sueños se cumplen a la manera más espectacular.

Ayer compartió la Sala Principal de Les Arts con el pianista Pavel Nebolsin y la mezzo Elena Maximova, en un programa mayoritariamente ruso (Chaikovski, Rajmáninov, Rimski-Kórsakov y Prokófiev) cuya elección no deberemos confundir con ninguna reivindicación, pues la soprano (ya lírico spinto) nacida en la entonces U.R.S.S. es ciudadana austríaca desde 2006, sin que ello le obligue a olvidar Krasnodar en su Rusia natal.

El programa elegido ejerció de Seat 600 para comprobar las virtudes de pilotaje de Fernando Alonso, plagado de canciones rusas desconocidas y de corte técnico tan similar que homogeneizaron las prestaciones de Netrebko, sin exigirle todo lo que podía dar. Solo al final de la primera parte, en la extraña elección (sin duda motivada por un favor de amistad a Maximova) del Dúo de las Flores de “Lakmé” (L. Delibes-1883), pudimos comprobar algo distinto y familiar, aunque rompiera del todo el sentido de la velada musical.

Anna Netrebko no posee la sutileza celestial de Caballé, ni la endiablada agilidad de Popp, ni el dramatismo escénico de Callas, ni la técnica absoluta de Tebaldi, ni la coloratura kilométrica de Sutherland, ni la elegancia natural de Schwarzkopf, pero su centro vocal no conoce rival. No canta mejor que sus más afamadas contemporáneas (Oropesa , Sierra, Jaho, etc.), pero sí tiene mejor voz, algo natural que no se puede comprar. Ser capaz de cantar de espaldas al público sin apenas pérdida de sonoridad, nos ratificó que sigue en suficiente forma vocal y con la evidente pérdida de peso, también visual. Y es que, desde sus comienzos, hace más de treinta años ya, Anna Netrebko ha exhibido esa gracia natural que encandila a un público que ayer la recibió dispensando el aplauso de bienvenida más cerrado en Les Arts que yo haya podido escuchar, con el aforo al completo y todos rendidos antes de comenzar. Sin embargo, no resultó una noche de apoteosis jubilar, quizás por el programa, cuya aridez no se pudo remediar en los bises, pues solo concedió uno (junto a Maximova), algo que yo no me esperaba en su debut en Les Arts. Tampoco esperaba que, en esta ocasión tan especial, el programa de mano fuese aún más pobre que el habitual e incluso que en Guardarropía repartiesen fotocopias en blanco y negro del original (mal recuerdo para quienes los solemos guardar). Cada nueva crónica dudo el mostrarlos en la fotografía del encabezado, porque no representan el gran valor que los aficionados (de aquí y de allá) otorgamos a este icónico Teatro de la Ópera… que sin duda se merece mucho más.

En la parte técnica se le escuchó respirar, lo que anuncia una disminución del fiato y por tanto, la capacidad de enlazar las frases sin perder sonoridad. La voz se mantuvo sedosa y plena de carnalidad, aunque oscurecida por los cincuenta y tres años de la edad, tanto que en ocasiones no contrastaba con Maximova, consiguiendo unos meritorios graves parejos en profundidad. Los agudos no son su fuerte, pero aparecen compensados por unos decibelios que es capaz de mantener sin chillar durante más tiempo que nadie, demostrando que no hay cansancio vocal. Ya sé que cantar con piano no es lo mismo que afrontar el muro orquestal, pero estoy convencido de que ni el omnipresente en Les Arts podría hacerla callar.

Pero además, si lo que escuchamos se interpreta con esa distinción que regala un vestuario a la antigua usanza elegido para deslumbrar (incluido el chal esmeralda a juego con la iluminación ambiental de Les Arts) y el protagónico saber estar de quien se reconoce imperial, queda del todo adornado el resultado final.

Es indudable que Anna Netrebko sigue siendo la Primadonna mundial…