“Estar sin estar, estando”

Directivo tirando de una cuerda

La virtud de encadenar pocas palabras y que logren significar mucho nos referencia a la deseada eficiencia en el lenguaje que, si la unimos a la belleza, entonces nos llevará a construir poesía o el arte de la literatura conceptual.

El título de este artículo es pura poesía tomada prestada del escritor uruguayo Eduardo Galeano quien, ante la imposibilidad de asistir físicamente a un evento de apoyo a un amigo, quiso testimoniar su presencia aunque fuera de otra manera menos material.

Hace ya cuatro años escribí… ¡El Directivo muerto en su despacho! como macabra alegoría de tantos líderes que detentan responsabilidades sobre equipos de trabajo y todavía desconocen cómo lo deben practicar. Hoy vuelvo a la cuestión pues soy conocedor, a partir de mi experiencia profesional como Business Coach, de lo mucho que todavía nos resta por avanzar.

Y hablando de alegorías, traeré a cuento esa que asocia a todo directivo con una cuerda atada a un peso. Peso como representación de los objetivos que se ha comprometido a alcanzar en el seno de la organización en la que trabaja y cuyo arrastre cada vez es más difícil por el exponencial crecimiento de las dificultades que los mercados imponen a las empresas en estos entornos nuestros de galopante competividad.

Es evidente que la unión hace la fuerza y solo este axioma explica y justifica la necesidad de configurar equipos eficientes que sumen todas las energías de sus componentes, cada cual en acuerdo con su potencialidad. De otra manera, los pesos tras las cuerdas no podrán arrastrarse o se arrastrarán tan lentamente que el avance siempre quedará lejos del marcado por los demás.

Dicho esto, cuya evidencia no sorprenderá a nadie, la cuestión es más bien si al arrastrar el peso debe estar siempre presente el líder del equipo o no hay necesidad. En la respuesta a este dilema radica la solución de los devenires de tantos directivos, cuyas ansias de imposible ubicuidad en el trabajo les llevan reiteradamente al encadenamiento de fracaso tras fracaso profesional.

En definitiva, todo líder que considere que sin él las cosas nunca funcionarán ya está aceptando su imprescindibilidad como un requisito necesario para el éxito y lo que es peor, en muchas ocasiones incluso suficiente, lo cual no hace falta demostrar que no es verdad.

Al final y por simple que pueda parecer, todo se reduce a aceptar que lo importante no es lo que pasa cuando el líder está sino aquello que ocurre cuando no está, es decir, estar sin estar, estando

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La improductividad laboral de los políticos

La corrupción según ForgesNo es mi costumbre abordar reflexiones profesionales que tengan como protagonista a la clase política española pues, con independencia del cuidado observado en elegir las palabras que mejor trasladen mis pensamientos, antes o después siempre serán interpretadas en forma de parte, lo cual no tiene sentido pues yo no soy de nadie. No obstante, una vez más asumo el riesgo y a ello voy…

El título de este artículo constituye una afirmación cuya demostración, ahora mismo, no parece muy difícil de descubrir.

La productividad laboral es un término que alude a la eficiencia en la realización de las tareas que un profesional tiene encomendadas en su trabajo y que siempre deben estar relacionadas con los objetivos de la empresa u organización a la que pertenece.

Los objetivos de los partidos políticos son los mismos a los que en cada ciclo electoral se comprometen ante sus votantes, por lo que la productividad laboral de los políticos deberá orientarse a su dedicación exclusiva a estos menesteres.

En la actualidad, España evidencia una supuesta epidemia de casos de corrupción política que lamentablemente está afectando mucho a nuestra credibilidad internacional, precisamente en unos tiempos en los que la confianza se cotiza como un valor crucial para afrontar esta crisis económica que a más de medio mundo nos atenaza.

¿Hay más corrupción ahora que antes?. En mi opinión, la respuesta es no. Lo que ocurre es que la fuerza investigadora ha crecido mucho y por consiguiente ha descubierto más.

¿Y quién compone esa fuerza investigadora?. Pues precisamente los mismos políticos, cuyo afán por derribar a sus adversarios de otros partidos (y en ocasiones del propio) les ha convertido en cómicos remedos del conspicuo Sherlock Holmes, eso sí, más preocupados por destruir que de lo contrario.

Así las cosas, gran parte de la dedicación profesional de los políticos se centra en asuntos que nada tienen que ver con los programáticos, que son los que verdaderamente interesan a sus electores y justificarían su dedicación laboral, por lo que podemos concluir que ahora en España la productividad de la clase política es tan baja que, si pertenecieran al colectivo empresarial, nadie les contrataría para trabajar, añadiéndose por tanto más efectivos a las listas del paro: justamente lo que pretenden combatir.

La paradoja por tanto está servida…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Ser igual o Desigual…?

desigual.gif

Ser igual a los demás, piensan algunos, es un signo de evolución social mientras que distinguirse, otros opinan, es el espíritu que siempre ha caracterizado a los individuos que quieren progresar.

Efectivamente, la igualdad es un logro de las sociedades desarrolladas en la garantía de los derechos y obligaciones de las personas que las componen, pero no tiene ningún sentido cuando trasciende más allá hasta el ámbito de sus intenciones y actuaciones para mejorar.

A mediados de los años ochenta triunfó en la juventud (en mi juventud) las cazadoras de Desigual, una firma de moda renacida ahora cuyo lema… Desigual no es lo mismo se aplicaba a unas prendas divertidas por sus motivos Disney, confeccionadas con retales de tejido vaquero usado y diferentes unas de otras hasta no encontrar un par igual. Entonces, todos queríamos tener una chaqueta única pero de Desigual, una marca no única pues era compartida con los demás. Es curioso pero a partir del siglo XX la exclusividad ya no se entiende por lo estrictamente único (lo artesanal), si no por aquello que siendo escaso es compartido con otros bajo el concepto de marca con pretensiones de notoriedad (Rolex, Ferrari, Louis Vuitton, Chanel…) y que restringe el circulo de sus poseedores, casi siempre, a su estatus económico y social.

Por tanto, es evidente que en aquello que compramos y por consiguiente tenemos ya no hay nada verdaderamente desigual (con independencia del valor de lo adquirido), por lo que será la vía de lo que realmente somos la única forma de buscar la verdadera singularidad personal. Desgraciadamente, las sociedades actuales (equívocamente) solo fomentan la supuesta desigualdad por aquello que tenemos sin atender a nuestra personalidad, lo cual nos traslada una responsabilidad particular que cada cual deberá asumir en función de su aspiración vital.

En el ámbito profesional es donde quizás gana todavía más importancia el concepto de desigualdad pues, bien seamos empresarios, autónomos o empleados, nuestra aportación de valor personal pasará por ofrecer soluciones a los problemas y ello siempre será más difícil transitando por los caminos conocidos que por los novedosos, es decir, siendo igual que desigual. Las empresas y demás organizaciones precisan de la diferenciación para triunfar y esta será imposible obtenerla a partir de equipos iguales y dentro de estos, de personas con igual estilo y capacidad. Una empresa de iguales puede llegar a ser tan insulsa como una paella de arroz, pero de solo arroz, sin nada más.

Yo tuve una cazadora de Desigual por no querer ser igual a los demás y hoy estoy convencido de que puedo ser desigual aunque mi cazadora ya sea muy igual a las de los demás…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡Fracasa rápido!

fracasarapido.jpg

Quien dijo que los mensajes de afirmación personal siempre debían expresarse en positivo olvidó que lo supuestamente negativo en ocasiones se constituye como el peaje necesario que, para alcanzar lo deseado, debemos pagar.

Si bien es cierto que el éxito es lo opuesto al fracaso, esto no significa que aquel no pueda contener a este, tal y como la evolución del conocimiento humano históricamente nos ha llegado a demostrar al configurar la prueba y error como método científico de probada efectividad.

Fracasar tiene un sentido negativo que solo se justifica cuando los fracasos no derivan en nuevos intentos de éxito modificando, eso sí, cada vez algo del procedimiento a desarrollar. Fracasar es un error cuando no incorpora el aleccionamiento de lo que no hay que volver a practicar. Fracasar se constituye en nuestro peor consejero cuando llega a condicionarnos mentalmente hasta el punto de cercenarnos toda la confianza en nuestra posibilidad. Fracasar es vergonzoso cuando no somos capaces de entender la vida como una oportunidad de aprendizaje sin solución de continuidad. Fracasar es un fracaso cuando decidimos excluir para siempre esta palabra de nuestro vocabulario por temor a errar.

Pero el fracaso no es malo de suyo cuando se enmarca en un plan de objetivos que predeterminadamente lo contempla como algo posible y en ocasiones necesario para avanzar. El no llegar a asumir convencidamente que la probabilidad de acertar a la primera es muy menor nos lleva a restringir nuestras intentonas de éxito solo a aquellas en las que este está casi asegurado, lo que sin duda es el mejor camino para nunca nada importante lograr (por ejemplo, en España un 64% de los emprendedores no vuelve a intentarlo después de fracasar).

No hay éxito sin fracaso. Y esto es tan así que, en los albores del mercado de la industria informática, los directivos más valorados eran aquellos que provenían de empresas fracasadas pues, en un mundo sin reglas de juego todavía conocidas, saber lo que no se debía volver a hacer ya era toda una garantía de efectividad.

En definitiva, si admitimos que en la mayoría de las ocasiones para tener éxito hay que fracasar primero, lo que convendrá entonces es minimizar el tiempo que nos lleven los fracasos. En un mundo en donde el tiempo es el valor más codiciado, la eficiencia en el éxito requerirá también abaratar los fracasos, por lo que sin más esperar…

¡Fracasa rápido!

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La envidia… ¿sana?

la-envidia-sana.jpg

Porque nos comparamos… nos envidiamos y no habría nada de malo en ello si la envidia fuera siempre sana, como a continuación voy a tratar de explicar.

En efecto, la comparación es inevitable pues es el único baremo del que disponemos para enjuiciar y valorar lo que somos en cualquiera de las áreas de la vida. El anacoretismo lleva a la desorientación vital, precisamente por la pérdida de la referencia que supone no conocer el que, como, cuando y cuanto son los demás.

Evidentemente toda comparación deviene en desigualdades, las propias de nuestras diferencias como personas, lo que supondrá jerarquías por competencias o posesiones en función de con quién nos queramos comparar.

Una de las variables que más condiciona a las comparaciones es la capacidad de objetividad desarrollada en la valoración de uno mismo y que puede afectar nuestra posición en los ránkines que finalmente lleguemos a determinar. Si somos muy autorigurosos terminaríamos equívocamente muy abajo, mientras que la indulgencia nos llevaría falsamente a escalar.

Por tanto, si constantemente estamos comparándonos y ubicándonos en diversas escalas valorativas es inevitable que nos surjan anhelos de mejora y para ello tomemos por modelo a ciertos individuos que se encuentran en los primeros puestos y a los que nos gustaría imitar.

Así las cosas, ¿alguien aseguraría que tomar por modelo a Rafa Nadal o Plácido Domingo está relacionado con la envidia…? Pues depende. Depende del camino elegido para acercarse a estos u otros arquetipos de referencia que nos atraen y pretendemos emular.

Si optamos por el deseo de mejora sin querer recorrer el esforzado trayecto necesario para ello, entonces muy posiblemente alimentemos sentimientos negativos de envidia hacia los demás al comprobar que no podemos ser fácilmente como ellos (olvidando todo lo que les ha costado llegar). Se trata de un mecanismo de defensa que viene a culpar al otro de lo que es o tiene y nosotros carecemos, pero no estamos dispuestos a intentar conseguir con laboriosidad.

Por el contrario, al compararnos con personas a quienes admiramos por algo y asumir que eso no les ha sido regalado, estamos estableciendo un criterio de meritoriaje que difícilmente se puede traducir en envidia insana, pues implícitamente aceptamos que los efectos son consecuencias de las causas o las actuaciones y estas suelen estar mayoritariamente al alcance de todos los que las quieran implementar (excepto en los casos de evidentes condicionamiento físico o mental).

Por todo ello, cuando frecuentemente escucho decir a una persona que tiene envidia sana de otra (escondiendo su falta de coraje para luchar), comienzo a dudar de sus palabras y lo que es peor, de lo que puedan acarrear…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

1.100 millones de Descreídos

 1100-millones-de-descreidos.jpg

Según un reciente informe del Foro Pew Research Center, en esto de las religiones parece ser que tras los 2.200 millones de Cristianos (31,5%) y los 1.600 millones de Musulmanes (23,2%), está cobrando importancia un tercer grupo a nivel mundial que les pisa los talones en número de acólitos: los Descreídos (quienes no profesan religión alguna o no afiliados), con 1.100 millones de fieles, lo que representa un 16,3% de la población mundial.

Ser creyente (religioso) dicen es más fruto de un don recibido que de una decisión tomada, por lo que ser no creyente o descreído supongo obedecerá a lo contrario, es decir, el resultado tras la reflexión de la voluntad. Si esto es así, un creyente lo sería por reacción mientras que un descreído por acción, lo que indicaría que en asuntos de fe religiosa también se repite aquello que es habitual en la vida: algunos esperan mientras otros deciden (sin esperar).

Las creencias religiosas se constituyen como respuestas a esas preguntas formuladas en cada momento y que no se pueden solucionar. Ante lo desconocido, el ansia del ser humano por explicar las cosas le lleva inicialmente a hacerlo por la vía de la fantasía, la intuición o cualquier otra aproximación no racional. Pero hay inconformistas que confían en la posibilidad de que pueda llegar la demostración de forma empírica cuando el estado de la ciencia alcance su adecuada evolución (que la Tierra era el centro del Universo fue un creencia hasta que el error se pudo demostrar).

Hace casi 2.500 años Platón ya dijo que… la creencia se convierte en conocimiento cuando viene justificada por la razón. Esto nos llevaría a pensar que si nuestras actuaciones en la vida se fundamentan tanto en nuestras creencias como en nuestros conocimientos, deberemos ser más cautos con aquellas derivadas de las primeras que con las basadas en los segundos, so pena de errar.

Que cada vez seamos más los Descreídos en este mundo podría explicarse por las posibilidades geométricamente crecientes de información y conocimiento que auguran el futuro y definen nuestra contemporaneidad, lo que me lleva a enfrentarme ante la vida con el derecho y la obligación de creer menos y saber más…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El arrepentimiento decisional

autovia-nevada.jpg

Como tantas veces he defendido, la vida no es una cuestión de asunción sino de decisión, debiendo quedar siempre el arrepentimiento para la reactividad que caracteriza lo primero pero nunca para la proactividad asociada a lo segundo.

Recientemente tuve que desplazarme hasta Segovia para resolver algunos asuntos familiares. En pleno enero y con más de una semana de plazo me dispuse a verificar día a día la previsión meteorológica en varias fuentes de información, pues mi pasión por la motocicleta me empujaba a trasladarme en ella pese a lo inconveniente del frío invernal. Incluso hasta horas antes de partir estuve consultando detalladamente los datos del tiempo y siendo todos unánimes y favorables, tomé la decisión de montame en mi BMW para disfrutar de lo que en automóvil solo sería para mí un monótono desplazamiento.

La ida fue maravillosa (incluido el bocadillo reglamentario de sabrosísimo embutido requenense en el bar Ramos de San Antonio), pero la vuelta no pues contrariamente a lo previsto amaneció nublado y chispeando con la amenaza por el intenso frio de algo peor que, transitando por la provincia de Cuenca, se convirtió en lo temido y nunca esperado: la nieve.

Más de cien kilómetros conduciendo serpenteantemente bajo una súbita nevada acompañada de un temperamental viento siberiano y sobre una resbaladiza pista blanca que solo las huellas de los vehículos precedentes lograban engrisecer. Con la visera del casco obligadamente levantada para poder ver tras un manto de vaho y nieve, mis pensamientos se dirigían con obcecación al cuestionamiento de la decisión tomada mientras el color de mi montura y vestuario se iban confundiendo gradualmente con el paisaje albino.

Seriamente preocupado por garantizarme el buen fin de la delicada situación en la que me encontraba, una y otra vez me repetía lo equivocado de mi decisión al no haber optado por otro medio de locomoción más convencional. Actitud totalmente errónea, pues a un problema inevitable y que requería de toda mi concentración, yo gratuitamente le añadía otro totalmente evitable y que me restaba recursos para la solución.

Tomar una decisión, cuando esta se ampara consecuentemente en toda la información disponible en ese momento, nunca debiera devenir en ningún sentimiento de arrepentimiento o culpabilidad mientras sigamos sin poder atesorar la capacidad de adivinar el futuro. Todos sabemos que llegado este siempre se torna muy fácil cuestionarse el pasado, pero es necesario comprender que no tiene sentido alguno arrepentirse de lo decidido y si de lo vacilado.

Finalmente, entrando en el garaje de mi vivienda y sin percance alguno, conforme tomaba una caliente ducha reparadora me fui olvidando completamente del supuesto error cometido, lo que prueba que, como ocurre frecuentemente, este tampoco fue tan grave como mis reproches me lo llegaron a magnificar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡Rebajas!

rebajas.jpg

Nunca me han gustado las Rebajas porque suponen el reconocimiento público por parte del vendedor de un engaño previo en forma de precio mayor. Engaño que todos solemos aceptar tácitamente víctimas de una costumbre, tan arraigada en nuestra cultura, que nos ciega la capacidad de valorar.

En Rebajas, además, el comprador está dispuesto a considerar la utilidad de lo adquirido en un segundo plano, lo que le aleja diametralmente del sentido mismo de la compra racional que es la satisfacción de una necesidad (no olvidemos que lo que compramos lo pagamos con el dinero que obtenemos de nuestro trabajo, que así también se convierte en necesidad).

Asimismo, las Rebajas no son muy distintas al castizo regateo, aunque con unas reglas previamente marcadas y unos plazos que, si antes eran puntualmente calendarizados, ahora parece se extienden a cualquier momento y lugar.

Pero, ¿las Rebajas solo acontecen en los comercios? Pues no. También están presentes en muchas otras manifestaciones de nuestra vida, aunque no seamos plenamente conscientes de todo lo que nos vienen a condicionar.

Una situación que frecuentemente utiliza de las Rebajas es la del cortejo o ligue cuando, por conseguir un propósito sexual o sentimental, nos mostramos estratégicamente diferentes a quienes normalmente somos amabilizando nuestro carácter habitual para así mejor agradar. Al margen de otras muy principales cuestiones de índole emocional, este componente específico de compraventa relacional entre dos personas al conocerse, dependiendo del nivel de la rebaja inicial ofrecida por las partes, puede derivar en fracaso posterior al comprobarse el engaño en lo comprado cuando al fin concluye la temporada de esa galante liquidación y llega la verdad.

El ámbito profesional también está salpicado de peligrosas campañas de Rebajas siendo, por ejemplo, de las más comunes las derivadas de nuestra dificultad para decir no cuando es necesario negar. Asumir compromisos de realización de tareas o gestiones sin la verdadera convicción de su idoneidad e incluso factibilidad, es la mejor forma de rebajar el precio de nuestro tiempo de trabajo al no considerar a la priorización como la herramienta que le fija su valor real. Decir si a todo o a casi todo es vender nuestra profesionalidad por debajo de lo que vale y por tanto contribuir seriamente a desacreditarla ante los demás.

En la vida, rebajar para vender no suele traer buenos resultados si lo que buscamos es dignificar lo que somos y ofrecemos a los demás, defendiendo nuestra singularidad, valorándola y haciéndola valorar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

No hay independencia sin soledad

lobo-solitario.jpg

Nunca he conocido a nadie que, inmerso en un frenesí relacional, sea plenamente independiente en sus manifestaciones vitales. Por contra, en ocasiones me he cruzado con personajes cuyo singular anonimato social estaba a la altura de una gran coherencia con sus principios y valores, demostrada por su libertad de criterio al tenerse que expresar. A partir de aquí y como siempre, seguro que abundarán tantas excepciones como casi lectores de este artículo se puedan dar.

Independencia y soledad son dos atributos del ser humano que se autoalimentan biunívocamente de manera que cuanto más tenemos de una así también más de la otra y viceversa. Además es cierto que si bien la primera es buscada por todos, la segunda no y por razones que tienen mucho que ver con el signo actual de los tiempos, tan proclive a la inflación red-acional.

En cualquiera de las más comunes e históricamente asentadas manifestaciones de comportamiento vital como lo puedan ser el matrimonio, los hijos, el trabajo, las amistades, las aficiones, etc., rigen las leyes de lo grupal que determinan reglas para el necesario entendimiento mutuo. Así pues, al pertenecer a colectivos estamos obligados a aceptar marcos de actuación predeterminada que evidentemente vienen a condicionar nuestro actuar.

Por supuesto esto debe ser así pues lo contrario apuntaría a la anarquía, cuyo éxito nunca ha sido probado por más intentos que se hayan podido realizar. No obstante y con todo, las reglas de comportamiento social pueden ejercer de elementos limitantes para muchos que, por el interés o la necesidad de pertenecer a un determinado grupo o estamento, están dispuestos a abdicar de su ideario personal. Y es aquí en donde surge la cuestión capital: ¿vivir intensamente en sociedad, tanto profesional como personalmente, es incompatible con la independencia de criterio al hablar?

Yo creo que sí, aunque soy consciente de que sería más políticamente correcto (o güay) decir que no (lo cual, evidentemente, a mi independencia vendría a traicionar).

Uno de los ejemplos más representativos de lo anteriormente mencionado es el de la política, en donde los profesionales del gremio, debiendo, no ejercen su derecho a libremente opinar, sometidos a la disciplina de partido que les exige unidad. Un caso contrario sería el del ejército, cuya naturaleza misma no contempla la independencia en sus miembros por evidentes razones de eficacia en su operatividad. Entre ambos modelos se pueden reunir todos los demás, en algunos de los cuales participamos con desigual defensa de nuestra individualidad.

Personalmente debo definirme como un gran partidario de la independencia, pues es lo único que garantiza la protección de mi singularidad como persona frente a la influencia mimetizante de la colectividad. Lucho por tener palabra y poderla expresar con libertad. Libertad que soy consciente no es gratuita pues me impone un necesario pago en forma de aceptada y para mí compañera soledad, que abono prestamente con la ilusión de quien asume un posible menor mal por la obtención de un seguro mayor bien, eso si, según mi forma de pensar …

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Trabajar más… o menos?

trabajo.jpg

No necesito de la constatación del CIS (Centro de Investigaciones Sociológicas) para corroborar algo que lleva destacando muchos meses en los resultados de sus últimos barómetros, es evidente y representa la que viene siendo mayor preocupación en la opinión pública española: el Trabajo.

Las inmensas dificultades con que se encuentran quienes buscan un trabajo o las crecientes dudas sobre su futuro que embargan a quienes todavía lo tienen, constituyen uno de los signos distintivos de este tiempo de dificultad que, por no anticipado, sorpresivamente nos está tocando vivir desde hace ya algunos años.

Comprendo a todos pues yo soy uno de ellos y mi realidad profesional no es ajena a las contrariedades económicas que atravesamos. La incertidumbre acampa entre nosotros y este desasosiego no hace más que poner las cosas todavía más difíciles, al configurar en el imaginario colectivo un profundo sentimiento de resignación que en nada favorece la proactividad personal e institucional.

Cuando algo es muy valioso en nuestra vida como ahora lo es el Trabajo, su disminución o incluso pérdida ejerce de desequilibrador vital que afecta al resto de áreas, contaminando seriamente su desarrollo aunque no participe directamente en él.

No obstante, es curioso comprobar que el valor que las personas le damos al Trabajo no es constante en el tiempo siendo, como para casi todo, inversamente proporcional a su abundancia.

Todavía tengo vivo el recuerdo de tantos de mis clientes que, hace seis o siete años, me trasladaban que su máxima aspiración era trabajar menos pues no lo consideraban entre las prioridades de su vida. Estos mismos son quienes hoy han cambiado esos deseos por la voluntaria y bienaceptada intensificación de su jornada laboral.

¿Por qué…?

La respuesta es muy sencilla y se ampara en la verdadera naturaleza del Trabajo: hoy por hoy la riqueza en la Tierra es limitada, por lo que no hay todo lo que todos quieren y por tanto se impone un sistema de obtención y reparto de la misma basado en la prestación de un bien personal que se llama Fuerza de Trabajo en sus diferentes vertientes (asalariado, empresarial, autónomo, etc.).

En definitiva y desde un punto de vista objetivo el Trabajo mientras exista como tal, ha sido, es y será una imposición socioeconómica necesaria, al margen de filosofías y religiones que siempre le arrogan acepciones con intenciones sesgadamente partidistas. Salvo limitadas excepciones trabajamos por necesidad y no por deseo, aunque la evidente falta de posibilidad de elección entre ambos nos obliga a compatibilizar una y otro si lo que buscamos es vivir sin desesperar.

Todo el mundo quiere ahora trabajar más y esta productiva predisposición laboral sería lo mejor que podría quedar de la situación actual cuando cambie el ciclo y nos vuelvan a asaltar las paradójicas tentaciones de trabajar menos…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro