…Esa justificación tan banal no me convenció y resolví denunciar en una comisaria cercana lo que semejaba ser un secuestro, pero nadie allí consideró suficiente lo que había visto como para iniciar una investigación policial. A la mañana siguiente, un agente me telefoneó para informar que Roger Thornhill se hallaba detenido en la comisaría de Glen Cove (una población costera cercana a Queens), por conducción temeraria bajo los efectos del alcohol y desacato a la autoridad. Cuando llegué estaba siendo juzgado en la misma comisaría, algo que no me asombró pues ya formaba parte de esta continuada excentricidad que definía el nuevo mundo que me había tocado morar. Entre el singular público asistente se identificó su madre, una señora mucho más joven de lo que cabría suponer para serlo de un hijo de cincuenta y cinco años de edad (tal como Anna, la madre de Alexander Sebastian). Además Clara, que así se llamaba, era una copia exacta de Jessie Stevens (la madre de Frances), es decir, la que podría haber sido su suegra de no haber finalizado aquella veraniega relación sentimental. La estrambótica carambola de esa fisonomía dual otra vez me recordó que mi travesía por la eternidad seguía sin estar sujeta a cualquier tipo de racionalidad: John Robie no se pudo librar de una futura suegra que terminó siendo su madre, a la que parecía verse muy ligado pese a su imagen independiente y de hombre con éxito profesional. Llamarse Clara no dejaba de ser una paradoja en esta sospechosa confusión de la maternidad…
…A la espera de noticias sobre el destino del colgante, me quedé en Cannes el tiempo suficiente como para comprobar que la relación entre Robie y Frances no llegó a prosperar por la intromisión de un pequeño Príncipe, tímido y con pinta de hombre vulgar, que a la caprichosa americana convirtió un año más tarde en Gracia, la hermosa Princesa con nombre real vista por mí en el Casino de Montecarlo jugar. En una de esas súbitas alucinaciones que me llegaban sin pretenderlas buscar pude presagiar que, pese a las escasas horas en que fue de su propiedad, la maldición del collar “MacGuffin” latía en ella y no había perdido su intención mortal pues, transcurridos veintisiete años, aquella primorosa dama dejaría su vida en una de las cerradas curvas en las que a Robie logró enamorar…
…Por extraño que parezca, lo acontecido en esta peripecia brasileña había sido anticipado en mi primera ensoñación, cuando la Sra. Atwater no conseguía recordar el título de una película cuyo argumento replicaba de manera textual lo que aquí venía a pasar. Una especie de guiño subliminal como tantos otros que, a veces inadvertidos, en mi camino se vienen a cruzar. Si la vida terrenal no la comprendía y rebusqué su sentido sin llegarlo nunca a encontrar, esta otra la supera en complejidad y me resulta imposible de justificar. A pesar de ello, tanto entonces como ahora, no tengo otra opción distinta a la de continuar.
Así, sin otra alternativa y con la necesidad de averiguar lo que ocurría tras la portada de la mansión de Sebastian, opté por activar mi invisibilidad. Y fue que, descubierta la vinculación de Alicia con el espionaje americano, esposo y suegra se confabularon para envenenar a quien les podía comprometer ante “Farbi”, sentenciando que el café adulterado sería el discreto verdugo que la iba a ejecutar. Aquello me hizo reflexionar: Madeleine se había suicidado, Rebeca casi igual y Alicia se consumía tendida en la cama esperando su final. Las tres, casadas con caballeros poderosos y poseedoras del collar. Collar que, ya no cabía duda, contenía la ira de Carlotta, ingenua esposa a quien el poder y la libertad de un hombre desalmado arrebató a su hija y la llevó a trenzar una interminable venganza desde la inmortalidad…
…Otra característica de ser un fantasma con poder decisional que pude comprobar es que el espacio temporal no solo avanza, sino que también tiene marcha atrás. A diferencia de las ensoñaciones, ahora mi aspecto no parece cambiar cuando si lo hace lo demás, pues al comienzo de mi estancia en Montecarlo me asombró el que lo observado a mi alrededor había retrocedido unos veinte años según pude apreciar en la indumentaria, los automóviles e incluso las noticias del mundo que, por haberlas vivido, conocía ya. Esta rareza me planteaba un intrincado problema de sincronicidad: Pop Leibel manifestó que Rebeca recibió el collar de Carlotta como herencia de Madeleine y esta falleció casi dos décadas después que la primera, un legado imposible en la lógica de lo real. Con posterioridad pude constatar que aquella alhaja tenía la capacidad de viajar a través del tiempo y alterar su transcurso para quienes la poseían, sin que lo vinieran a notar. Como yo, pertenecía a la dimensión de lo extrasensorial, donde las normas espacio-temporales se liberaban de la ciencia secular…
“No existe un ser capaz de amar a otro tal como es. Lo que es real no puede ser deseado, pues es real. El amor extremo es el sentimiento de la imposibilidad de existencia del ser amado. Es el elemento desconocido el que da valor de infinito a cualquier objeto de que se trate, viviente o no” (Paul Valéry)
…Resuelto a no marcharme de la librería hasta contar con alguna pista que me pudiera guiar, pregunté a Leibel sobre aquel colgante, el mismo que lucía Carlotta en su retrato y que a Madeleine vi observar con hipnótico afán, aunque en mi presencia nunca lo quisiera llevar. Según me informó, se trataba de una famosa alhaja de oro y rubíes denominada “MacGuffin” (apelativo que proviene del antiguo maestro orífice Alfred Joseph MacGuffin, el orfebre que los vino a tallar y engastar) y que le sirvió al Sr. Valdés para conquistar a su juvenil amada, comprándolo en “Shoebridge”, la joyería más exclusiva de la ciudad. Mientras la tienda otra vez se oscurecía, también me habló de unas extrañas sincronías que vinculaban el tipo de muerte con la edad de las féminas de ese clan que habían poseído el collar: Carlotta se suicidó hace un siglo, en 1857 (a los veintiséis años), su hija falleció sepultada bajo los escombros de su casa en el terremoto de San Francisco (a los cincuenta y dos, el doble que su madre), la nieta murió en 1945 (asimismo a los cincuenta y dos, aplastada por su vehículo tras volcar), la bisnieta (Madeleine o “Madalone”) se suicidó en 1957 (a los veintiséis, la misma edad y un siglo después que Carlotta) evidenciando signos de locura (“mad”) y soledad (“alone”). Así, esa caprichosa simetría de la fatalidad semejaba tener por vínculo de unión una joya cuyas poseedoras, aseguraba Pop Leibel, estaban destinadas a una muerte prefijada y accidental…
…parecía que el collar de Carlotta Valdés se hallaba investido de cierto poder sobrenatural y era el nexo de unión de Madeleine con el Más Allá, lo que me conminaba a buscarlo si la quería encontrar. Por tanto, volví a preguntar a Leibel quien me informó que, tras la muerte de Madeleine, el colgante fue reclamado como herencia por una prima lejana llamada Rebeca Hillridge, bisnieta de la hermana de Carlotta Valdés y que vivía en Manderley, una señorial mansión inglesa propiedad de su esposo, George Fortescue Maximillian de Winter, rico descendiente de una ilustre saga familiar…
…El comedor, en el primer piso, se encontraba al completo cuando llegué y para preservar mi anonimato me dispuse a tomar un scotch whisky en la barra, alejado de unos comensales que me inducían a discrepar de la añoranza de otros tiempos que esa misma tarde Elster me vino a confesar: si esa concurrencia no representaba “color, emoción, poder y libertad”, nadie mejor la podría encarnar. También la decoración contribuía homenajeando al pasado del San Francisco más señorial, con sus paredes forradas de una adamascada tela de terciopelo rojo pasión que venía a contrastar en su atrevimiento cromático con el discreto esmoquin negro de los caballeros e incluso con los trajes de noche de las señoras, muy contenidos esa velada para tratarse de la élite social. Sin embargo, una fulgurante luz iluminaba todo lo demás. Al fondo, frente a Elster y de espaldas a mí, se hallaba su esposa Madeleine, de unos veintipocos años de edad con platino cabello recogido en un sencillo moño que liberaba su nuca desnuda y muy sensual. Rutilante, lucía un escultural vestido de raso negro que contrastaba con el ribeteado verde esmeralda de su aristocrático chal, portado con la categórica serenidad de quien se sabe por encima del bien y del mal. Su elocuente espalda, descubierta y temperamental, anunciaba una contundencia física que pronto pude corroborar y que, de primeras, me llegó a desarmar.
Durante varios minutos quedé suspenso por un irresistible fulgor que mantenía imantada mi mirada hacia aquella insondable dama cuyo incógnito rostro no me impedía comenzarla a desear. Cuando se levantó para marchar, armada de su firme escote palabra de honor, encaminó unos pasos deslizantes avanzando ingrávida hasta mí y destilando ese enigma que acompaña siempre a quienes son hijos de la seguridad. Su pálida cara, juvenil y a la vez intemporal, manifestaba una particular belleza que sabía muy bien como gestionar. Al pasar, nimbada por un aura de etérea divinidad, pude admirar su perfil perturbador recortado sobre el fondo bermellón de la pared, hasta que se giró hacia Elster y tuve que volverme para esquivar un cruce de miradas que hubiera delatado lo que mis ojos ya no podían ocultar. Cuando salían los dos, quise observar a Madeleine de nuevo por detrás, si bien ahora reflejada en un espejo que duplicaba su hermosura y dotaba de ambigüedad a su personalidad. En aquella fascinante localización, el restaurante se vino a transmutar en la epifanía de un corazón palpitante y sentí que mi ignoto destino, fuera cual fuere, perdido en el enigma de la sinrazón se había desposado a su eternidad.
Nunca en vida había visto nadie igual y ahora en muerte solo Lisa se la podía comparar, llena de elegancia connatural, pero carente de ese arrebatador toque animal que convierte a ciertas hembras en un oscuro objeto de deseo, irresistible y fatal. Madeleine era mucho más que un ser espectacular, porque su recóndito espíritu la envolvía de una inaccesibilidad imposible de olvidar. Una mujer sublime que, de no existir en mis ensoñaciones, yo la hubiera deseado inventar. Una diosa que, al fin o al principio, configuraba mi desconocido ideal. Ideal de corporeidad espectral que, como un Pigmalión con su Galatea, sin poderlo evitar estaba ya condenado a buscar en todas las demás…
…Al día siguiente, soleado como todos los demás, fuimos al mercado popular con los Drayton y pudimos comprobar lo diferente que podían resultar las costumbres a la hora de vender y comprar. Por ejemplo, el orden no parecía ser lo principal pues las gentes deambulaban sin destino dejándose llevar por los gritos de los vendedores, los olores de las especias, los colores de las flores, las canciones de su folclore, los cuentos de los pastores y hasta las circenses actuaciones de saltimbanquis y titiriteros que demostraban su habilidad a cambio solo de la voluntad. En uno de esos corros, mezclado entre el público que presenciaba las evoluciones de unos acróbatas, pude reconocer al mismo caballero a quien vi toquetear un reloj en casa del músico Bagdasarian cuando fui Jeff y que en ese preciso instante asocié con el que me crucé en la calle siendo Rupert, una triple concordancia que no podía dejar pasar, por lo que tomé la resuelta decisión de acercarme para conversar. Y así lo hice, desconociendo que mi intención, lejos de aclarar esa eventualidad que trascendía a cualquier tiempo y lugar, me confundiría aún más. Al alcanzar su altura me presenté y comencé a hablar, rememorando nuestro encuentro en Nueva York cuando le pregunté por una dirección que yo no acertaba a encontrar, en tanto que él no dejaba de admirar a los equilibristas, ajeno de nuevo a mí y a lo que le intentaba contar. Ese extraño comportamiento, que me pareció el colmo de la mala educación, lo quise remediar tomándole del brazo para captar su atención, pero entonces ocurrió algo imposible de explicar: mi mano se fundió en lo inmaterial tal y como me ocurrió cuando, exánime en aquel callejón de San Francisco, intentaba también tocar. Por tanto, si al fallecer no podía manipular lo que pertenecía al mundo de los vivos, ¿significa que este individuo misterioso pueda ser el único viviente de cuantos hasta ahora me he venido a tropezar? Y el resto, ¿están muertos como yo y es por esto que con ellos me puedo comunicar? Sin embargo, ¿cómo un vivo logra deambular por el mundo de los difuntos y luego puede retornar?…
…Lisa era la exquisitez en mujer acabada de hornear. Con talento, hermosa y sofisticada, brillaba como el mejor ejemplar de una Park Avenue donde lucir vestidos de mil dólares para frecuentar los restaurantes caros y las fiestas de la intelectualidad semejaba lo más natural. Vivía en un fascinante apartamento de la calle 63 y pertenecía a ese exigente universo en el que a todas horas había que estar a la altura de lo que se esperaba de cada cual. Un mundo que yo nunca quise tratar, porque el mío se encontraba liberado de toda fatua apariencia y en el otro extremo de la escala social. Sin nada más que un sueldo mensual en el banco, aventurero acostumbrado a recorrer la parte de este planeta en la que no reinaba la comodidad, nuestro desequilibrado casamiento nacería con fecha próxima de caducidad. Yo no era para ella y ella no era para mí, algo que por momentos tendía a olvidar cuando volvía a verla, deslumbrante y enamorada como una adolescente colegial. Según me garantizaba Stella, Lisa estaba loca por mí (lo que yo no me podía explicar) y esto planteaba otra dificultad al hallarme en un desolador estado de calmada serenidad, pues los corazones que se emparejan sin coincidir en su nivel emocional convierten cualquier relación en un atropellado zigzag, imposible de sobrellevar.
Atardecía cuando Lisa llegó mientras yo dormía la siesta y como era usual, me despertó con uno de esos lentos y dulces besos que solo ella sabía regalar. Radiante, con un sofisticado vestido de gasa y tul que sin su ayuda yo nunca hubiera sabido denominar, siempre estaba dispuesta a instruirme en las novedades de una exclusiva moda confeccionada para aquella cosmopolita ciudad, sin duda poco práctica en los rústicos parajes a los que viajaba como fotógrafo profesional. Pero Lisa no se contentaba con deslumbrar y acompañaba otras sofisticadas sorpresas, como en esa ocasión una cena a base de langosta que había encargado al Club 21 (aquel famoso restaurante de las figuritas de jinetes en la calle 52), que nos preparó un camarero tan impecable en el vestir como en su trato servicial. Por desgracia yo no era un gurmé de los que saben apreciar en su justo valor esos acaramelados menús con acento francés, que en mi persona no hallaban el adecuado paladar y en mi destartalado alojamiento su mejor lugar…
…Fracasado mi primer intento por destensar un ambiente que se espesaba con creciente velocidad, opté por distraer a todos haciendo uso de la ironía, una habilidad en la que me reconozco pues en vida la usaba con la generosidad y frecuencia que demandaba cada situación particular. Por tanto, quise recordar una estrafalaria e increíble teoría del asesinato que en mis tiempos de profesor utilizaba como recurso eficaz para activar la mente de mis alumnos en la búsqueda de argumentos que la pudieran refutar. Aquella tesis definía el crimen perfecto como un arte supremo reservado a sujetos destacados por su superioridad, cuya licencia para matar debiera estar incluida en el Derecho Natural. Como cabría esperar, esto no terminó de agradar al circunspecto Sr. Kentley, que prudente dudaba sobre si la intención de mis palabras era seria o una broma de humor negro sin mayor maldad. Por desgracia, Brandon continuó la línea de este mordaz discurso muy convencido, asegurando que personas como él, Phillip e incluso yo mismo éramos de esa clase de individuos con una ventaja intelectual que nos posicionaba por encima de los conceptos de la moral tradicional, ya que fueron los seres inferiores quienes tuvieron que inventar el bien y el mal llevados por su necesidad. Incluso declaró admiración por la teoría del “superhombre” de Nietzsche, que defendió en “Así habló Zaratustra” una única norma para la moral de ciertos hombres determinada solo por su utilidad. Incrédulo y molesto a la par, el Sr. Kentley no salía de su asombro, al tener que escuchar aquella inesperada defensa de lo que había motivado la reciente conflagración mundial. Defensa que también a mí me inquietaba al no dudar de que las palabras pronunciadas por Brandon reflejaban su peligrosa verdad. Indignado y asimismo de manera irónica, no me pude resistir a hacérselo notar…