Quisiera ser un “Fausto” de la actualidad… [6,2]

A mis 64 años recién cumplidos y a pesar de encontrarme en un óptimo estado físico para mi edad, vendería mi alma al diablo para volver a disfrutar de aquella lejana juventud que desbordaba eléctrica energía y esperanzada positividad. Digo… “vendería mi alma al diablo” porque, al no ser creyente, no temo ninguna berlioziana condenación que me hipoteque en un improbable más allá. Lo que Mefistófeles concede en la obra de Goethe a Fausto es lo que, antes o después, nuestros descendientes disfrutarán sin coste moral, merced al imparable progreso de una ciencia que… ha sido, es y será una insospechada barbaridad.

A diferencia de la precedente Ilustración, en el decimonónico Romanticismo la ciencia no podía competir con el amor en eso de justificar la existencia de cada cual. “Fausto” (C. Gounod-1859) así lo explicará al comenzar la ópera, cuando el personaje principal (viejo ya) se arrepiente de una vida dedicada solo al estudio y la erudición, lo que le llevará al intento de suicidio, una curiosa paradoja, pues el haraquiri de los románticos venía por males del corazón en lugar de por pensar.

“Fausto” es una gran ópera (y también Grand Opéra), por su arrebatadora partitura y por un libreto que, pese a centrarse en el episodio sentimental que tiene como protagonista a la Margarita de la novela de Goethe, no deja de trasladar muchos planteamientos filosóficos vigentes en la actualidad. El sentido de la vida no tiene vuelta a atrás y en cada momento solo puede mirar adelante, para bien o para mal.

Abordamos así la vigésima temporada del Palau de Les Arts de Valencia con un espléndido y popular título, en una nueva coproducción nada menos que con la Staatsoper de Berlín, el Teatro Real de Madrid y la Scala de Milán (al parecer, el teatro valenciano es el que más dinero ha puesto y por ello estrena en primer lugar). Por tanto, antes de comenzar, muchas expectativas y nada que objetar. Pero en la Ópera como en la Vida en general, los anhelos suelen superar a la realidad y el estreno de este “Fausto” así lo viene a corroborar…

– ESCENOGRAFÍA [5]: Comencé con el agrado que en mí supone contemplar cierta austeridad visual, pero conforme avanzó la función todo se vino a complicar con una catarata de freudianas e insondables referencias propuestas por Johannes Erath (el responsable de la meritoria escenografía de “Los cuentos de Hoffmann” en 2022) y que, es mi sincera recomendación, no vale la pena tratar de averiguar. Si el decorado mantuvo siempre una arquitectónica sobriedad, en los personajes y figurantes todo se vino a desmadrar. Al recurso ya gastado de duplicar a los protagonistas con sus “otro yo”, se unió una suerte de alocado vestuario multidisciplinar que llegó a su cenit cuando Mefistófeles vistió de Papa o al aparecer el soldado Valentín (hermano de Margarita) ataviado al más puro estilo del pagliacci Canio carusiense, listo para un “Vesti la giubba” que yo temí se atreviese a cantar. Y es que resulta imposible atender a la música ante tanto ensordecedor estímulo conceptual, siempre innecesario por todo lo que lleva a perturbar. Confieso que pasó por mi cabeza cerrar los ojos y solo escuchar, borracho de tanta extravagante disparidad y perdido el norte de mi intelección mental. Puede que yo tuviera un mal día, pero también puede que lo tuviera Erath.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [7]: Lorenzo Viotti, al tomar la decisión de dulcificar (retardando) la partitura en muchos pasajes, condicionó la respuesta musical de la obra en la orquesta y en los cantantes, todos sumidos en un diletante sesteo que me impidió disfrutar de esa garra tan propia de este título y que no pude escuchar. La Orquesta de la Comunidad Valenciana volvió a maravillar por su técnica, pero no por su fidelidad al original (ver recomendación discográfica final).

– CORO [7]: Pese a los encendidos vítores del final, el Coro de la Generalidad Valenciana pasó por varios momentos de dificultad, desparejándose las voces en más de una ocasión, lo que en esta sólida formación no es normal.

– VOCES SOLISTAS [6]: Siempre he considerado que el verdadero protagonista de “Fausto” es Mefistófeles, un papelón para todo Bajo que pretenda triunfar. Para cantarlo es necesaria una voz con más ductilidad de lo que en esta cuerda suele ser habitual y sobre todo, lograr ese histrionismo controlado que resulta tan complicado de interpretar. Tras Chaliapin, Christoff o Guiaúrov, quienes vinieron detrás se han tenido que resignar, como un voluntarioso Alex Esposito [7] en ese querer y no poder por más que pretendiese disimular. Ruth Iniesta [6], que tan buena sensación me dejó en sus últimas comparecencias en Valencia, no tuvo su día interpretando una Margarita esforzada, pero estilísticamente algo desencaminada y que no llegó a brillar (quizás sea porque este personaje se aleja un tanto de sus cualidades vocales, algo que todo cantante debe saber valorar). Al sorprendente ganador de un Operalia, el peruano Iván Ayón-Rivas [5], le faltó el centro vocal, algo que imposibilita la emisión resonante y condiciona la audición en todos los pasajes que no requieren cantar a todo gas. Su Fausto solo lo fue en ciertos agudos, porque en el resto no lo pudimos escuchar.

Por casualidad, ocupé el asiento contiguo al de una antigua amiga cuyo abono, en los primeros años de Les Arts, también era adyacente al mío y con quien asimismo coincidí en un “Tristán e Isolda” de Bayreuth sin previo aviso, por sorpresa y con la mayor naturalidad…


Pese al año de grabación (1959), el registro para EMI de esta obra en un novedoso estéreo se mantiene en la primera posición de las preferencias melómanas, sin duda por la indiscutible calidad de las estrellas vocalistas (el teatral Boris Christoff, la candorosa Victoria de los Ángeles y el versátil Nicolai Gedda), además de las afrancesadas prestaciones de André Cluytens y la Orquesta y Coros del Théâtre National de L´Opéra, todo un deleite para los amantes de la interpretación más tradicional.


Con este título muy popular en el estreno del arranque de la nueva temporada 2025/26 del Palau de Les Arts, las localidades sin vender justifican el que solo se programen cinco funciones, pues Valencia parece no dar para más…

El 50º Festival de Música de Segovia

Este verano se celebra la 50ª edición del Festival de Música de Segovia (MUSEG), que comenzó en 1974 llamándose Festival Internacional del Acueducto y al que pude asistir en aquellos primeros años de mi despertar musical. Cinco décadas de un MUSEG que ha conseguido presentar, en sus monumentos más conocidos (Acueducto, Alcázar y Catedral), a estrellas de la interpretación como Mstislav Rostropóvich, Montserrat Caballé, Barbara Hendricks, José Carreras, el Ballet Nacional de Cuba y algunas otras figuras más. Sin embargo, las restricciones presupuestarias de los últimos lustros han apagado un tanto los brillos de antaño, quedando en festival veraniego de mediana calidad, organizado por una Fundación Don Juan de Borbón voluntariosa, pero que no puede milagrear.

De la propuesta actual elegí solo dos conciertos, huyendo de los varios que se celebraban con amplificación sonora (incluso para formaciones sinfónicas), algo del todo punto improcedente y por tanto, pecado mortal.

El primero tenía como aliciente la interpretación de la “Misa para la colocación del Altar Mayor de la Catedral de Segovia”, del que se conmemoran los 250 años y que fue compuesta por Juan Montón y Mallén en 1781. El resultado (como el propio Altar neoclásico que entona poco en el conjunto gótico de la Catedral) fue decepcionante por la escasa calidad de la obra y una embarullada interpretación a cargo del conjunto Nereydas que, además, no supo aprovechar la acústica del templo por una equivocada ubicación quizás.

El segundo correspondía al plato fuerte del certamen, Jordi Savall y un Hespèrion XXI reducido solo a guitarra y percusión (por lo del presupuesto, supongo) que ofrecieron su conocido programa “El arte de la variación y de la improvisación: de la Antigua Europa al Nuevo Mundo”, una absoluta maravilla que no me canso de escuchar. Desde la primorosa elección de los temas hasta la maestría de los intérpretes (los tres sin excepción), la magia llenó el patio de armas del Alcázar y el aforo al completo se rindió, con encendidos aplausos, al regalo recibido en una noche segoviana para recordar. Jordi Savall utiliza una viola de gamba soprano inglesa (Barak Norman de 1690) cuyo embelesador sonido, nada arcaico, se encuentra entre la viola y el violonchelo actual. Con 83 años es capaz de hacerla sonar con delicadeza y también a toda velocidad, convirtiendo su virtuoso discurso interpretativo en arte musical. No fue necesario más para que, suspenso, recorriese los cinco minutos que tardé en llegar hasta mi casa flotando en una nube de éxtasis emocional…

“Roberto Devereux”: Bel Canto por encima de todo lo demás [8]

En alguna ocasión he confesado mi absoluta incapacidad para valorar las prestaciones vocales de los solistas en las óperas contemporáneas por su anarquía tonal y el distanciamiento total respecto del “Bel canto”, esa insuperable manera de cantar que fue perfeccionándose durante tres siglos hasta alcanzar su máxima expresión a principios del XIX con Bellini y Donizetti (los maestros del “Ars canendi”), para tormento y desesperación de tantos divos y divas que lo han preferido evitar.

El “Bel canto” y sus prosodias, fraseos, legatos, coloraturas, tonalidades, staccatos, portamentos, fiatos, messas di voce, rubatos, trinos, vibratos y todo tipo de gracias en general, enfrenta a cualquier voz que pretenda triunfar al examen más exigente que podamos encontrar. No se trata de poderío vocal, sino de dominio del instrumento musical más versátil que hay. Con Wagner se pasó del cantar al declamar y el verismo de Puccini (también Mascagni y Leoncavallo), de otra manera lo ratificó al buscar un mayor acercamiento a la forma de hablar. Tras ello (meritorio todavía) vendría el caos total.

Cierto es que las obras belcantistas, tal y como suenan, nos pueden parecer algo anticuadas (incluso con respecto al cercano Verdi, por ejemplo) y eso resulta difícil de negar, pero no tienen rival en su demanda de calidad vocal, quizás el componente de una ópera que todo melómano valora más. Asistimos a una función, en primer lugar para oír cantar, resultando en cierta manera subsidiario todo lo demás. El éxito de los cantantes redime a la orquesta, al director y a la escenografía teatral. Incluso viajamos a otras ciudades para escuchar a nuestros intérpretes favoritos porque son quienes nos llegan a emocionar. El “Bel canto”, bien interpretado, lo suele garantizar y Donizetti, que fue niño cantor, lo supo plasmar en esas elegantes partituras que hoy pueblan los mejores teatros de la ópera mundial.

Con “Roberto Devereux” (G. Donizetti-1837) el Palau de Les Arts de Valencia culmina su cronológica propuesta de la trilogía Tudor, donde hemos podido visualizar en las últimas temporadas a la reina Isabel I de Inglaterra encarnando tres momentos de su vida (infancia, juventud y madurez), por lo demás bastante fabulada como en la Ópera viene a ser normal. Pero también lo es en el Cine y para muestra… “La vida privada de Elisabeth y Essex” (Michael Curtiz-1939), donde también hay un anillo que determina el destino sentimental de Isabel I (Bette Davis) y Roberto Devereux (Errol Flynn), aunque Sara Nottingham se llame Penélope Gray (Olivia de Havilland) y su amor no sea correspondido por el aventurero galán (algo que en las otras siete películas que rodaron juntos fue del todo inusual). La casualidad pergeñó que, ese mismo año, Davis fuera a ser Escarlata O´Hara y Flynn, Rhett Butler, aunque al final solo Havilland se convertiría en la incondicional Melania Hamilton de un “Lo que el viento se llevó” inmortal.

La continuidad de estas tres nuevas producciones (junto a la Dutch National Opera y al Teatro San Carlo de Nápoles) ha quedado casi garantizada por la repetición en lo visual de la dirección escénica de Jetske Mijnssen, en lo vocal de Eleonora Buratto, Ismael Jordi y Silvia Tro Santafé, pero no del todo en lo orquestal, pues Maurizio Benini (el director de las dos primeras) ha dejado paso a Francesco Lanzillotta, otro italiano de esa inagotable cantera transalpina que lo mismo da directores, cantantes, instrumentistas o escenógrafos de lo musical.

Sobre el estreno de ayer, esta es mi valoración personal…

– ESCENOGRAFÍA [7]: De las tres atractivas propuestas escénicas de Jetske Mijnssen (todas de un mismo y neutral neoclasicismo visual), esta es la más floja por incorporar una extraña elección, como lo es que toda la primera parte se desarrolle en una reducida habitación (en lo que debiera ser la gran sala de Westminster), que lo mismo vale para las entrevistas de la reina como para las del resto de personajes que discuten tanto de política como de amor en su ausencia, llegando yo a pensar que el problema de las viviendas pequeñas también afecta a los castillos y no es solo noticia de la actualidad. En la segunda parte, a todo escenario semivacío (ahora sí… la gran sala de Westminster), los cantantes interpretan sus dramas con sensación de desamparo y soledad, algo que contribuye con éxito al desarrollo de los trágicos acontecimientos que llevan al clímax final.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [9]: La incorporación de Francesco Lanzillotta a la batuta de esta última entrega de la Trilogía iguala o incluso supera los brillantes resultados de Maurizio Benini en las anteriores, conduciendo a la Orquesta de la Comunidad Valenciana con el tino y delicadeza que su papel como acompañante de los cantantes es requerido para un “Bel canto” en donde la música repite las notas que los personajes vienen a interpretar. Respecto del sonido de la Orquesta, la especial disposición de la Sala Principal de Les Arts, con esas paredes revestidas de cerámica trencadís fluyendo en vertical entre los pisos sin solución de continuidad que ejercen de chimenea acústica, producen una sensación estereofónica muy singular cuando uno está sentado cerca de ellas y algo lateral.

– CORO [9]: Impecable, como siempre en lo vocal y lo actoral, no resultando necesario decir más.

– VOCES SOLISTAS [7,2]: Para mi gusto, la gran triunfadora de la velada ha sido Silvia Tro Santafé [9] en su papel de Sara que, de menos a más, ha llegado a este final Tudor en plenitud vocal. Con motivo de “Anna Bolena” escribí… “hay que mencionar el error de casting al juntarla con Buratto, dos voces con escasa diferenciación en el registro… Y es que la valenciana es una mezzosoprano ligera, cuya altura musical se encuentra muy cercana a la soprano dramática de coloratura, tesitura que a Buratto no le cuesta alcanzar”. Tanto es así que Tro podría interpretar a “Isabel” y Buratto a “Sara”, incluso creo que con mejor resultado final. Eleonora Buratto [8] sufrió en el primer acto (cuando para “Isabel” es necesaria una soprano ligera), acusando esa falta de fuelle que obliga a telegrafiar los fraseos, acortándolos más de lo que sería de desear. Sin embargo, el tercer acto encajó mejor con su orientación dramática, dejándonos ese buen sabor de boca que al revés no se puede dar. Ismael Jordi [7] ha sido un “Devereux” que no ha podido igualar el nivel de excelencia escuchado en el “Leicester” de “Maria Stuarda”, quizás porque su ligereza vocal no resulta la más adecuada para trasladar la tragedia a que le llevará su infidelidad. La voz sorda del barítono Lodovico Filippo Ravizza [5] en su papel de “Duque de Nottinham”, presa de un engolamiento que vela toda expresividad, fue un querer y no poder agradar. Voluntarioso, quedó eclipsado en los concertantes y en sus arias no transmitió lo que Donizetti le escribió para brillar.

El titular del nombre de esta ópera no fue el último que salió a saludar, honor que se reservó a Buratto, lo que no quiero interpretar como una discriminación contraria a la que ahora preside cualquier voluntad.

Para terminar, debo recomendar el análisis que hace de la “Solita forma” en el belcantismo (y en “Roberto Devereux” en particular) Francisco Carlos Bueno Camejo, publicado en la versión electrónica del Programa… que no se debería llamar “de mano”, pues ese es el de la escuálida cuartilla que para la fotografía del encabezamiento, con la izquierda, cada vez me cuesta más sujetar.

Finaliza así la temporada 2024/25, decimonovena de Ópera en la Sala Principal del Palau de Les Arts de Valencia, con un resultado notable en general, a la espera incansable de alcanzar en la próxima quizás ese deslumbrante sobresaliente de los años iniciales que todos disfrutamos pasmados de incredulidad.


Desde hace muchos años, está considerada como grabación de referencia la que dirigió Mario Rossi en 1964 a la Orquesta del Teatro San Carlo de Nápoles (donde se estrenó) con Bondino, Gencer, Cappuccilli y Rota (Opera D´oro) en un directo monoaural de sonido muy deficiente, por lo que voy a recomendar la versión de la Orquesta Filarmónica de Estrasburgo dirigida por Friedrich Haider en 1994 con Bernardini, Gruberova, Kim y Ziegler (Nightingale Classics), que seguro a nadie va a disgustar.


Menos localidades vendidas de las esperadas para el estreno de este atractivo último título de la temporada…

Romanticismo e Impresionismo por la Orchestre Philharmonique de Radio France [7]

Si con el Romanticismo se llega a la culminación formal de la música reglada, el Impresionismo posterior traerá una sensata búsqueda de libertad que más tarde se convertirá, con Schönberg y compañía, en disparatado libertinaje musical. Cuando escuchamos una obra romántica no resulta difícil percibir su expresividad emocional al contar con la seguridad tonal, eso que hasta los bebés entienden, pues sigue una impronta del todo natural. Por otra parte, al escuchar una obra impresionista, cuyo discurso musical es más circular que lineal, cambiaremos la emoción por la evocación y la concreción por la disonante atmósfera sensorial. Mientras que los compositores románticos disparan balas al centro de nuestro corazón, los impresionistas lanzan redes que nos envuelven en esferas psicodélicas, pero sin llegarnos nunca a enervar. Es el arrobamiento visceral frente a la laxitud temperamental, dos maneras distantes de expresar belleza, lo único que en el arte cuenta al crear.

El concierto, ayer, en el Palau de la Música de Valencia de la Orquesta Filarmónica de Radio Francia (la Orquesta Nacional de Francia, curiosamente, también depende de Radio Francia) nos ha permitido comparar ambos estilos musicales a partir de tres inmejorables representantes de cada uno de ellos: por una parte, el “Concierto para piano y orquesta n.º1” (1875) de P. I. Chaikovski y por otra, el “Preludio a la siesta de un fauno” (1894) y “La Mer” (1905) de C. Debussy, títulos instalados en el más alto altar de las preferencias melómanas de aquí y allá.

No creo haya título concertante que represente mejor al Romanticismo más pasional que la citada obra de Chaikovski y según mi gusto personal, la más destacada partitura para este instrumento y orquesta de todas cuantas enfrentan al teclado con la masa orquestal (y no olvido el n.º2 de Rachmaninov, el n.º1 de Chopin, el n.º5 de Beethoven o el n.º1 de Brahms). Ninguno como este me llega a emocionar por su apasionada fuerza nobiliaria entreverada con esa aterciopelada melancolía que en un romántico nunca puede faltar. Música para enamorarse de la música, cualesquiera sea la procedencia del oído y su nivel cultural. En la Wikipedia dedicada a esta composición se puede leer: “Aunque Chaikovski fue contemporáneo a Bruckner, Mahler o Debussy, se desvinculó de los ideales de ellos al considerar que la música debía ser un instrumento de comunicación de los deseos y las esperanzas humanas, considerando la melodía, la forma y el ritmo como los valores fundamentales de una obra”, lo que comparto sin dudar. Quienes, buscando la elitista notoriedad, desdeñan a Chaikovski por su conservadurismo decimonónico, lo aman en soledad, cargando con la penitencia de una hipocresía que no les autoriza a publicar su callada verdad.

De otro lado, con las obras impresionistas me ocurre algo muy singular y es que, tan alejadas de mi marcada idiosincrasia racional, no me suelo dejar llevar, lo peor que les puede pasar a ellas y a mí… todavía más. Sin embargo, consciente de su incontestable valor musical, sigo realizando esfuerzos por llegar a disfrutar de esa mágica originalidad que parece transitar por un laberinto buscando la salida sin quererla encontrar. Desconozco por cuanto tiempo permaneceré en este tantear. Y es que, en la música como en la vida, es conveniente dudar, pero no eternamente, pues son las opiniones quienes dibujan nuestra personalidad y su ausencia la que nos difumina en la sociedad.

El resultado del las interpretaciones ha sido muy dispar. El concierto de Chaikovski [5], enmarañado y falto de criterio musical, tuvo por responsables a la par tanto a la Orquesta Filarmónica de Radio Francia, dirigida por su titular Mikko Franc, como a la solista de piano Beatrice Rana, todos desnortados y sin acertar. El espíritu embelesador del compositor ruso se ausentó de una interpretación que en la orquesta fue confusión y en la pianista italiana falta de emoción, una decepcionante combinación que por inesperada me sentó mal. En cambio, haciendo honor a su nacionalidad, las dos piezas de Debussy [9] fueron un modelo de ajuste estilístico y preciosidad, obrándose el milagro en unas cuerdas que resucitaron de un mal principio para reinar en un gran final. Como aludo más abajo, con estas populares obras programadas los aplausos estaban garantizados aun antes de comenzar y el bis finlandés que propuso el simpático y autóctono Franc culminó una velada de lo más convencional.

Al margen de lo que sigue y como primera curiosidad, las dos arpas estaban al cargo de hombres (algo que ya hubiera sido excepcional de ser solo una) en un instrumento que, desde Nicanor Zabaleta, no parece conocer más dueño que las manos femeninas y su regazo maternal.

La Orquesta Filarmónica de Radio Francia por última vez visitó el Palau el 7 el mayo de 2019 (entonces al violín Hilary Hahn) y en la crónica de aquel concierto (leer completa AQUÍ) yo escribía… “Pues bien, de no ser que acontezca algo como lo que también ayer le ocurrió al FC Barcelona, todo concierto con obras muy conocidas del gran repertorio siempre está llamado a triunfar”. ¿Cabe mayor azar…? Efectivamente, ayer ha sido 7 de mayo y un mismo día antes, el Barça en la Champions ha perdido otra semifinal (encajando 4 goles de manera igual) y de nuevo esta orquesta irregular ha vuelto a triunfar en el Palau. Intrincados caprichos malabaristas de una irracional Providencia a la que en ocasiones le gusta hacernos dudar. Mientras escribo esto, todavía no “Habemus Papam” que lo pudiera explicar…


Buena asistencia, aunque no lleno total…

“La hora española” y ”Gianni Schichi”… una extraña pareja o el valor de una localidad

El pasado 8 de abril, en el Palau de la Música de Valencia, la London Philharmonic Orchestra bajo la dirección de su director emérito Vladimr Jurowski nos ofreció, entre otras obras, una monumental versión de la Sinfonía n.º 5 de Beethoven, estrenada en el Theater and der Wien de Viena el 22 de diciembre de 1808, acontecimiento histórico cuyo programa del mismo autor (Sinfonía n.º 6, Aria “Ah perfido!”, Gloria de la Misa en do mayor, Concierto para piano n.º 4, Sinfonía n.º 5, Sanctus y Benedictus de la Misa en do mayor, Improvisación al piano y la Fantasía Coral) justificó cualquiera fuera el precio de la localidad. Más de cuatro horas de duración que el estilo de vida actual no admitiría, excepto para presenciar alguna ópera de Wagner cuya partitura, es evidente, no se debiera trocear.

Hace tres y dos días, en el mismo Palau de la Música, también he tenido la oportunidad de escuchar el ciclo completo de las sinfonías de R. Schumann interpretado por la incontestable Staatskapelle Dresden y su reciente director titular Danielle Gatti, cuya duración total es inferior al beethoveniano concierto referido, pero fueron distribuidas en dos sesiones por la misma razón que antes vine a comentar.

En cambio, el Palau de Les Arts de Valencia nos ofreció ayer el estreno de “La hora española” (M. Ravel-1911) y de “Gianni Schichi” (G. Puccini-1918), dos óperas de sonoridad absolutamente dispar cuya reunión únicamente se explica por la corta duración de cada una, que sola no admitiría el importe de una localidad (hasta el inseparable dúo Cavalleria/Pagliacci adolece de la misma convención actual… la que asocia a los conciertos y las óperas una extensión determinada e instalada ya en la costumbre popular).

Anna Castro Grinstein, quien colabora en la Web de Les Arts con un video ilustrativo de cada ópera, fundamenta la agrupación de estas obras por el mero hecho de ser comedias y sin explicar al respecto nada más. También lo son “Los bingeros” y “El apartamento”, dos filmes que ningún programador cinematográfico cabal se atrevería a juntar. En el extremo opuesto, Ramón Gener, consciente de la imperiosa necesidad de acreditar este asombroso emparejamiento desparejado (como los calcetines que al comienzo vino a mostrar), empleó más de la mitad de su presentación (46 de los 87 minutos) en trasladar cuatro universales razones referidas a… la diosa de la comedia Talía, la picaresca, la complicidad con el espectador y la moralidad, que de manera absolutamente igual podrían validar la disparatada reunión del par de películas que antes vine a señalar. Por su parte, según informa Valencia Plaza, los directores de escena Moshe Leiser y Patrice Caurier afirman… “El punto en común es mostrar los defectos de la sociedad y del ser humano”, igualmente una decepcionante generalidad aplicable a cualquier aspecto de la realidad. ¡En fin…!

Es evidente que en esta vida todo se puede (aunque no se deba) argumentar, pero al final no encuentro aclaración alguna para esta inopinada dualidad lírica, que antes y después de su intermedio enfrentará la predisposición musical de cualquier espectador normal. Aun no encontrándose entre mis preferencias puccinianas, por descontado pagaría por ver y escuchar solo los alrededor de 55 minutos cómico/veristas de “Gianni Schichi” (al margen, claro, del “babbino” que no “bambino”… caro), aunque no lo haría en el caso de la hora impresionista (un estilo que funciona muy bien para lo instrumental, pero se atasca en lo vocal) de “La hora española” y quizás sea esta la razón, posiblemente compartida por más, de plantear una tan extraña pareja musical (al igual ocurre en esos conciertos que incluyen alguna encriptada pieza contemporánea que de otra manera no tendría ninguna posibilidad). Quien, abstrayéndose de cualquier distracción visual, escuche una grabación de la ópera de Ravel convendrá conmigo que (al margen de su indiscutible color orquestal) la música dista mucho de parecer cómica por ese vanguardista ambiente general tan inquietante como disonante, que en ciertos momentos llega a recordar la tremenda “El castillo de barbazul” (B. Bartók-1918), una tragedia de manual. ¡Ah! y ubicar primero la de Ravel para proteger de la desbandada resulta una frecuente maldad que muchos ya conocimos en los inolvidables programas dobles de aquellos sesenteros y parroquiales cines de nuestra infancia, donde la de color siempre iba detrás.

Así las cosas, respecto de estas nuevas producciones del Palau de les Arts Reina Sofía en coproducción con el Teatro de la Maestranza, por respeto a quien esto pueda leer no opinaré sobre “La hora española”, ante mi declarada incapacidad para valorar como se debería tocar y cantar esta ópera tan, tan… (que cada cual la adjetive según su sensibilidad). Por tanto, omitiré la valoración media de la velada, aunque sí referiré la correspondiente a “Gianni Schichi”, reservándome el secreto de todo lo ofrecido por el valor de la localidad para mi resignada intimidad.

GIANNI SCHICHI [6,6]

– ESCENOGRAFÍA [4]: Vaya por delante que el público aplaudió al final a los responsables de la misma (Moshe Leiser y Patrice Caurier) y vaya por detrás que de mi parte no encuentro razón alguna para tenerla que premiar (no puedo ocultar que este recurrente divorcio con el mayoritario sentir popular me llena de perplejidad). Partiendo de una inmensa habitación de hospital (que serían cuatro en nuestra Seguridad Social), mal iluminada, peor distribuida y sin que nada pueda justificar la transposición a una actualidad (en este caso resulta extraño escuchar hablar de florines, criados y latines) que en nada suma y en todo viene a restar. La factura visual es la de un pobre decorado de esos teatros independientes que frecuentan la periferia de una capital y el movimiento de los personajes parece abandonado al indolente azar. Así, ser escenógrafo de ópera parece estar al alcance de cualquier mortal.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [8]: Para la Orquesta de la Comunidad Valenciana (OCV), además de lo demás, esta doble propuesta añadía una dificultad: la de abordar dos estilos de interpretación muy diferentes y sin solución de continuidad. En lo que a Puccini respecta acertaron en casi todo, aunque no en lo de siempre, pese o a pesar del joven director milanés Michele Spottti, que también fue muy aplaudido al final. El excesivo volumen sonoro de la OCV en Les Arts es algo que no se puede solucionar, pues depende de las características de una sala que se proyectó con la atención puesta en la estética visual, pero no en la idoneidad musical. Cualquier director que se enfrente a la necesidad de contener decibelios corre el riesgo de desnaturalizar una partitura que pide lo que pide y no menos o más. En tanto no se busque (siempre es lo primero antes de encontrar) una solución, deberemos considerar que los atribulados cantantes poseen más voz de la que nos muestran o en el peor de los casos, que su gritar es el último recurso a la desesperación por hacerse escuchar.

– VOCES SOLISTAS [8]: “Gianni Schichi” tiene un solo protagonista y es el titular de la obra, al que se le pide mayor prestación actoral que vocal. Por ello, quien triunfa en esta obra también lo hace en “Falstaff” (G. Verdi-1893), con quien comparte las características de un personaje prácticamente igual. Ambrogio Maestri (que en 2021 también fue Falstaff en Les Arts), beneficiado por su generosa humanidad y una candorosa simpatía que elude cualquier sospecha de maldad (de ahí que con “Scarpia” tenga cierta dificultad), nos ofreció una estupenda encarnación [9] eclipsando (también en lo vocal) a los demás (algunos de los cuales doblaron participación) que cuentan con intervenciones episódicas, por lo que ejercen de coro del protagonista sin que se precise de ellos nada en especial [7]. Evidenciándose alguna que otra mejor, durante la función solo se aplaudió una interpretación y adivinar cuál fue es lo más fácil que hay. Efectivamente… “Oh mio babino caro”, esa inspirada pieza que nada tiene que ver con el tono general de la obra, fue cantada sin destacar por Marina Monzó, cuyo desconcertante atavío gótico-roquero no ayudó a una interpretación más emocional. Y es que esta desconsolada súplica de piedad (uno de los “40 principales” de la lírica mundial) se cante como se cante, siempre se ovacionará.

Para finalizar, debo significar mi perpetuo desconsuelo ante la proverbial cultura periodística que caracteriza nuestra actualidad: Valencia Plaza (de nuevo) en su Agenda Culturplaza (desde el pasado 21 hasta hoy sin rectificar) anuncia a la cristiandad… “L’heure espagnole de Gianni Schicchi llega a Les Arts en forma de comedia musical…”


Sin poderlo corroborar, desde hace muchos años consta como ejemplar la versión de “La hora española” que grabo en 1965, para Deutsche Grammophon, Lorin Maazel junto a la Orquesta Nacional de Francia con Berbié, Girardeau, Bacquier, Sénéchal y van Dam. En cuanto a “Gianni Schichi”, mi recomendación personal es la protagonizada en 1958 para EMI por la que quizás sea su mejor encarnación… Tito Gobi, junto al encanto de Victoria de los Ángeles y la Orquesta de la Opera de Roma bajo la batuta de Gabriele Santini, su entonces director titular.



La venta total de entradas testimonia el valor del interés final que ha suscitado cada espectáculo operístico presentado por el Palau de Les Arts. A falta de cuatro funciones, la correspondiente al día del estreno puede orientar…

La Staatskapelle Dresden, Gatti y su Schumann sinfónico integral [9,5]

Si hace unos días afeaba los méritos musicales intrínsecos del “Concierto para violín” de Robert Schumann con motivo de su reciente interpretación por la London Philharmonic Orchestra en el Palau de la Música de Valencia, hoy debo ensalzar su magnífico ciclo de cuatro Sinfonías que, en dos jornadas y en este mismo lugar, nos ha ofrecido la mítica Staatskapelle Dresden (lo de Sächsiste/Sajonia es cierto, pero solo lo nombraran quienes tengan a Wikipedia como único referente cultural) con Daniele Gatti, su reciente y excepcional director titular.

La visita de la orquesta con más antigüedad y desde hace algún que otro siglo una de las cinco o seis con mayor reputación mundial, junto a su origen sajón como el de Schumann (nació en Zwickau, localidad de ese Estado y vivió seis años en Dresde, donde compuso un tercio de toda su obra), constituyen argumentos suficientes para considerar esta propuesta sinfónica como la estrella de la presente temporada del Palau. Pero además, si a ello añadimos la batuta de Gatti (al que siempre honraré tras escuchar en Bayreuth su monumental “Parsifal”), el interés se redobla, por lo que la asistencia debería haber sido total. La sempiterna justificación de las fechas (semana de Pascua en Valencia) no parece valer para el Santiago Bernabeu, cuyo partido de Champions, en plena diáspora de Semana Santa madrileña, registro un lleno incondicional. Y es que el ocio popular sigue precediendo a la cultura en una peculiar España, todavía muy deudora de su tradicional indolencia voca-vacacional.

Aunque largo tiempo después denostadas y pese a cierta falta de color instrumental, las Sinfonías de Schumann triunfaron en el estreno por su marcado lirismo y un aire romántico que no ignoraba el clasicismo más formal (en el haydnesco arranque de la nº 3/“Renana” o el Scherzo de la nº 1/”Primavera”, lo podemos apreciar). A esta música no hay que pedirle la novedad y el temperamento de Beethoven, que tampoco pudieron replicar en sus sinfonías ni Schubert ni Brahms, conscientes todos de que el genio de Bonn sobrevolaba por encima de cualquier mortal. Sin embargo, escuchar a Schumann lleva a un estado de placentera estabilidad que el propio compositor nunca pudo disfrutar. A la sombra del incontestable talento de su esposa Clara, las ansias por triunfar comprometieron su equilibrio emocional y la depresión melancólica germinó en él como una mala hierba que ahoga todo lo demás. Su existencia fue un desesperado camino hacia la fatalidad, que le llevó a arrojarse a las gélidas aguas del Rin para luego, él mismo, pedir su ingreso en un sanatorio mental. Aun así, el maestro alemán logró intermitentes ventanas de claridad que alumbraron inolvidables obras, tanto vocales (lieder) como pianísticas (su famoso piano de cola lo heredó Brahms) y que, es cierto, en el sinfonismo perdieron algo de la inspiración poético-ensoñadora que le han hecho inmortal. Robert Schumann vivió y murió a los cuarenta y seis años de edad como un romántico de manual.

Desde la inauguración del Palau de la Música de Valencia en 1987 (justo hoy se cumplen 38 años), he asistido con fidelidad a cientos de sus conciertos y según he manifestado con anterioridad, los que nos ocupan hoy (aun al margen de los resultados) los califico como excepcionales por la orquesta, por su director y por un programa integrador que no suele ser nada habitual. Pero además, acontece que los resultados sí han acompañado a mis expectativas, confirmando la absoluta fiabilidad de estas míticas orquestas que nunca suelen fallar.

Lo primero que he podido constatar es ese sonido general que trasciende el de la suma de muchos instrumentos para convertirse en una sola unidad. Esta característica es propia de unas pocas orquestas en el mundo y las distinguen con autoridad de las demás. En particular, la Staatskapelle Dresden irrumpe en la magnífica acústica del Palau con una sonoridad de carácter grave, dominada por contrabajos y chelos, irreproducible por el mejor equipo de alta fidelidad. Las cuerdas altas, con la vara de mando que caracteriza a las formaciones alemanas, son un prodigio metronómico de ajuste y claridad. Las maderas cumplen con exquisita discreción su papel vehiculizador del fraseo más cordial y los metales, sin ninguno de esos carraspeos que arruinan la musicalidad, subrayan lo que la partitura pide destacar. En esta sobresaliente integral de las sinfonías de Schumann, por la sabia dirección de Gatti y la excelencia de una orquesta imperial, todo esto y lo que pueda olvidar lo hemos podido admirar y disfrutar…


Aun siendo de Abono (32 y 33), decepcionante asistencia a cada una de las dos sesiones, tal y como los planos de ventas vienen a constatar…

La London Philharmonic Orchestra y el Dragon Khan [7,6]

El Palau de la Música de Valencia nos ofreció ayer una nueva actuación de la London Philharmonic Orchestra (LPO), cuyo Concertino y Director eran los mismos de su visita en 2016 (la de 2019 fue dirigida por Juanjo Mena), según pude constatar en las fotos que tomé entonces y que revelan el pertinaz empeño del tiempo por añadir kilos y blanquear cabelleras sin piedad. Además, tal y como evidencian sus equipos de futbol, las orquestas británicas presumen de su potencial económico con simples detalles como el infrecuente cuidado en el calzado masculino o los tres asistentes de sala, pendientes en todo momento de que nada incomodase a los profesores de esta formación musical.

La LPO se presentó con un programa desequilibrado y que sin duda condicionó el resultado final, al juntar el temperamento singular de la “Coriolano” (1807) y la “Quinta” (1808) de Ludwig van Beethoven con la semántica confusión que traslada una obra sin matizar como es el “Concierto para violín” de Robert Schumann, que perjudicó lo que pudo ser una velada triunfal.

El melancólico Schumann ya evidenciaba síntomas de enfermedad mental al componer en 1853 su único concierto para violín y orquesta, cuyo desarrollo musical navega entre el desconcierto y la ambigüedad. Todo lo contrario al poder de acentuación beethoveniano, pleno de vigor y concreción en cada nota escrita con pulso arrebatador por su creatividad genial. Así las cosas, la montaña rusa de sensaciones no se pudo evitar y tras escuchar una sensacional obertura “Coriolano” [8], vino el bajón con el Concierto de Schumann [6], interpretado por una esbelta Vilde Frang que poco pudo hacer por remediar el sopor general. Tras el descanso, Vladimir Jurowski condujo con afilado bisturí a esta orquesta que conoce bien desde hace más de veinte años y de la que ahora es director emérito, ofreciéndonos una sensacional versión de la incomparable Sinfonía n.º 5 de Beethoven [9], rica en sutilezas y con una marmórea sección de cuerda que elevó los motivos principales a la categoría de monumento musical. Escuchar una de las cimas del arte universal interpretada así justifica tantos otros fiascos que inevitablemente hay que soportar.

Tras una obra de arte capital como la Quinta Sinfonía más famosa que hay, cualquier bis que la secunde y no rompa con su estilo imperial resulta inadecuado, aun perteneciendo al mismo autor, como lo fue la obertura de “Las criaturas de Prometeo”, que nos llevó a confirmar lo errático de una selección fallida hasta el mismo final.

Con todas las localidades vendidas y la expectación en su más alto lugar, el público del Palau se marchó convencido de que algo no terminó de encajar. Hoy repiten programa en el Auditorio Nacional de Madrid, cuya concurrencia mucho me temo también subirá al Dragon Khan…

Un “Holandés” sin buque y errante en un salón descomunal [7]

En el corto plazo de solo dos semanas, a caballo entre el final de 2016 y principios de 2017, asistí a las funciones de “El holandés errante” (R. Wagner-1843) en el Teatro Real de Madrid (también allí en el 2010) y luego semirepresentada en el Palau de la Música de Valencia, con resultado tan desigual como corresponde a lo que pude, más que ver, escuchar.

Al margen de la inusual (por acertada) escenografía del “Bausista” Alex Ollé, en el Teatro Real me ocurrió lo que solo la más caprichosa casualidad puede pergueñar. En mi programa de mano faltaba la hoja anexa que anunciaba la sustitución del “holandés” (Evgeny Nikitin) por otro barítono (Thomas Johannes Mayer) y hasta aquí todo dentro de cierta normalidad. Lo realmente sorprendente es que el sustituto cantaba el papel vestido de particular tras un atril en un costado del escenario al que yo no tenía acceso visual, mientras el cantante titular evolucionaba y movía los labios en playback con aparente sincronicidad. Aun así, durante toda la representación me pareció escuchar al holandés con una extraña reverberación, pero no fui capaz de advertir la verdad hasta que mi hermana me lo pudo explicar. Que el cantante titular estuviera indispuesto al igual que el suplente oficial y por tanto se tuviera que buscar “in extremis” otro (desconocedor, claro, de los movimientos escénicos) a la vez que yo no lo podía divisar, resulto una concatenación de casuales circunstancias tal que me sumió en un singular engaño vocal, imposible de replicar y que se ganó un lugar en mi anecdotario operístico personal. Todavía hoy me pregunto como pudo aceptar el reputado Nikitin esa mascarada de disparatado karaoke familiar.

Rechazadas (por el mismo Wagner) sus tres óperas de iniciación (“Las hadas”-1833, “La prohibición de amar”-1834 y “Rienzi”-1840) y establecido el canon de Bayreuth en sus diez siguientes, “El holandés errante” es por tiempo la primera de ellas (basada en una obra de H. Heine e inspirada por un suceso personal) y también la primera que debería escuchar todo pretendiente a entrar en el singular mundo wagneriano, cuyo acceso va más por el lado de la costumbre auditiva que por el del análisis musical (quienes acuden con regularidad a las entretenidas charlas de Ramón Gener están habituados a unas personales y meritorias interpretaciones solfeísticas de la partitura que vamos a escuchar, vinculadas siempre a hechos concretos contenidos en el libreto, algo que yo dudo mucho el compositor pensase de manera precisamente igual, pues no hay constancia suficiente de su veracidad). De duración limitada para los usos del autor, con melodías descriptivas y todavía bastantes pasajes líricos en lo vocal, su impetuosa partitura (cuyo esperanzador final copiará en “El ocaso de los dioses”) subraya esta romántica historia de maldición con redención (muy repetida después, como podemos comprobar hasta en “Piratas del Caribe”), que incluye la presencia autoral de unos cuantos leitmotiv más sencillos de lo habitual (tormenta, Holandés, marineros, Senta, etc.), lo cual facilita la audición para quienes no están acostumbrados en la Ópera a la preeminencia orquestal.

Y es precisamente en el Palau de la Música de Valencia, donde pude constatar entonces y una vez más que esa dominancia de la música sobre el canto en Wagner condiciona sobremanera el resultado final cuando la orquesta (era la Orquesta de Valencia) no es capaz de interpretar en estilo y sonoridad por falta evidente de experiencia musical. Estilo y sonoridad que ayer, en el estreno de esta obra en el Palau de Les Arts de Valencia estuvo muy condicionado por la singular versión que propuso James Gaffigan.

– ESCENOGRAFÍA [6]: La producción del Teatro Regio de Turín y la Ópera Nacional de París demostró, una vez más, que para representar una ópera hoy en día no es necesario contar con grandes medios escénicos, aquellos que Les Arts se enorgullecía de destacar en su inauguración y cuya fabulosa maquinaria del foso se estropeó nada más comenzar (sin que sepamos si se encuentra reparada en la actualidad). Pero da igual, porque con un par de paredes para toda la obra ya está. Ni por tener, este “Holandés” no tuvo su barco en el que navegar (condenado, eso sí, a errar en un desangelado salón talla “king size”), porque tres tristes cuerdas bastaron para ahorrar un navío de lo más conceptual (esta obra también es conocida como “El buque fantasma” y más fantasma no pudo resultar). ¿Qué sería de una Traviata sin copas para brindar o de una Tosca sin el castillo Sant´Angelo para poderse suicidar? Además, la anodina y plana iluminación diseñada aconsejó colocar, para cada solista, uno de esos focos perseguidores que proyectan inoportunas sombras en el suelo a la inocente manera de un navideño festival colegial. Desconozco si para todo esto Willy Decker en su momento tuvo mucho que pensar, pero Zefirelli hoy en día así no podría trabajar. Y lo peor de todo es que ya estamos tan acostumbrados a ver el escenario como su madre lo trajo al mundo que, si alguna vez se viste, puede que hasta nos parezca mal. En cualquier caso, prefiero esta desamparada simplicidad a ciertos ataques de egocéntrica autoría descerebral.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [6]: Gaffigan optó por una versión edulcorada de esta partitura que, como dije antes, es todo ímpetu y vitalidad. Y no me refiero solo a decibelios, sino a las dinámicas sonoras que son las que trasladan la expresividad. Desde la Obertura, una música en versión mozartiana evidenció la ausencia de garra (insisto… no de sonoridad) que pide esta historia de amor e infidelidad y los cantantes solistas se mostraron encantados de vencer por fin a una orquesta wagneriana sin tener que sudar.

– COROS [9]: Excepcionales las agrupaciones de la Generalitat Valenciana y de la Comunidad de Madrid en sus intervenciones de acompañamiento de los cantantes solistas, pero en especial en las que aparecieron en soledad, tanto las mujeres como los hombres, ellas encantadoras antes de la Balada de Senta y ellos irrefrenables en su epatante intervención estereofónica final.

– VOCES SOLISTAS [7,2]: Mucha dispersión en las prestaciones vocales de los protagonistas, que configuraron un elenco bastante irregular. Franz-Josep Selig [5] ha cantado en Bayreuth y (de no ser por un mal día o la edad) no me lo puedo explicar. Cogiendo carrerilla en cada pasaje de dificultad de su Dalland, mostró una línea de canto atascada y muy pendiente de no fallar. La Senta de Elisabet Strid [7] (también visitante de la Colina Sagrada) fue toda voluntad, pero sin esa torrencialidad vocal que caracteriza a otras compatriotas escandinavas a la hora de cantar. Además, su estilo tiene mucho de lírico, algo de lo que Wagner huía por considerarlo anclado en la antigüedad. Stanislas de Barbeyrac [8] encarnó un Erick de manual por su voz muy cercana al “heldentenor” (le falta más metal) y esa frialdad de los héroes wagnerianos que el volcán de Plácido Domingo nunca pudo respetar (es lo que tiene quererlo todo cantar). Es muy posible que no haya un “Holandés” como el de Nicholas Brownlee [9] en la actualidad. Si hace unos días admiraba el centro vocal de la Netrebko, el de este barítono es irresistiblemente espectacular. De timbre bellísimo y muy natural, sin rastro de engolamiento en la emisión, resultó incansable ante cualquier dificultad. Impactante en su aparición inicial, ganador de todos los dúos y único señor vocal de esta producción en la que no tuvo rival, su mejorable limitación actoral me impide valorarle con la máxima nota que hay.

Al menos en el estreno, el público (que no llenaba la sala) aplaudió con la tradicional generosidad valenciana, pero sin que sus manos se llegasen a lastimar…


No hay en mi discoteca particular una conjunción de Director y Orquesta tan repetida como la que formaron en los pasados años sesenta Otto Klemperer y la Philharmonia de Londres (fundada en 1945 por el mítico productor discográfico Walter Legge, esposo de la Schwarzkopf) y que alumbró la magnífica versión de “El holandés errante” para EMI grabada en 1968, con Theo Adam, Anja Siljia, Martti Talvela, Gerhand Unger, Ernt Kozub y Amelies Burmeister, que hoy quiero recomendar por esa grandeza épica que le otorga una lentitud plena de monumentalidad. Kemplerer, con la mitad del rostro paralizado, tenía 83 años de edad.

Anna Netrebko y su Rusia natal [9]

Antes del día de ayer, solo en una ocasión había tenido la oportunidad de escuchar a Anna Netrebko en directo y fue en la singular Felsenreitschule (Escuela de Equitación de la Roca) del Festival de Salzburgo de 2010, cantando maravillosamente “Romeo y Julieta” (C. Gounod-1867) junto a un Piotr Beczala que, como ella, ya era una gran estrella mundial. Días después asistiría en esa misma mozartiana ciudad a un “Don Giovanni” cuyo Leporello encarnaba el barítono uruguayo Erwin Schrott, esposo entonces de una diva que para contrartarla parece hay que contar con su pareja sentimental, algo todavía más evidente en el caso de su segundo exmarido (el tenor Yusif Eyvazov), también elevado a un estrellato tan fugaz como su relación marital. A Netrebko la recuerdo con su belleza meridional, esa pizpireta manera de actuar y con la imparable energía vocal de sus treinta y nueve años que, en la famosa “Ah!, Je veux vivre”, enfervorizó a uno de los públicos más entendidos con quien yo he compartido localidad. El Salzburger Festpiele no es para menos y sí para más, un extraordinario acontecimiento estival que reúne a lo mejor de cada especialidad musical y de la afición melómana internacional. Tras visitar todos los más importantes, sin duda para mí… el mejor que hay.

La mayoría de los cantantes de ópera que llegan a triunfar recorren el mismo camino en el apartado del recital: en sus inicios, para destacar, abordando las piezas más conocidas y exigentes del repertorio, esas que el público siempre quiere escuchar y una vez conseguido un nombre en el panorama internacional, programas desconocidos que no les comprometan y sirvan como relajo de las representaciones de ópera, que cansan más. Han transcurrido casi veinte años desde la inauguración del Palau de Les Arts sin Anna Netrebko en su escenario (si la vimos como espectadora de su entonces marido Schrott en alguna función) y ahora ya es tarde para escucharla cantar Mimí, Violeta, Tatiana, Lucía, Manon, Desdémona o Floria Tosca en un recital. Solo su improbable participación en una ópera nos ofrecería muestras consolidadas de lo que todavía hoy es capaz. Ser descubierta por Valerie Gergiev, cuando solo era una joven acomodadora del Teatro Mariinski de San Petersburgo, para convertirse en la soprano de referencia del siglo XXI es prueba de que, en ocasiones, los sueños se cumplen a la manera más espectacular.

Ayer compartió la Sala Principal de Les Arts con el pianista Pavel Nebolsin y la mezzo Elena Maximova, en un programa mayoritariamente ruso (Chaikovski, Rajmáninov, Rimski-Kórsakov y Prokófiev) cuya elección no deberemos confundir con ninguna reivindicación, pues la soprano (ya lírico spinto) nacida en la entonces U.R.S.S. es ciudadana austríaca desde 2006, sin que ello le obligue a olvidar Krasnodar en su Rusia natal.

El programa elegido ejerció de Seat 600 para comprobar las virtudes de pilotaje de Fernando Alonso, plagado de canciones rusas desconocidas y de corte técnico tan similar que homogeneizaron las prestaciones de Netrebko, sin exigirle todo lo que podía dar. Solo al final de la primera parte, en la extraña elección (sin duda motivada por un favor de amistad a Maximova) del Dúo de las Flores de “Lakmé” (L. Delibes-1883), pudimos comprobar algo distinto y familiar, aunque rompiera del todo el sentido de la velada musical.

Anna Netrebko no posee la sutileza celestial de Caballé, ni la endiablada agilidad de Popp, ni el dramatismo escénico de Callas, ni la técnica absoluta de Tebaldi, ni la coloratura kilométrica de Sutherland, ni la elegancia natural de Schwarzkopf, pero su centro vocal no conoce rival. No canta mejor que sus más afamadas contemporáneas (Oropesa , Sierra, Jaho, etc.), pero sí tiene mejor voz, algo natural que no se puede comprar. Ser capaz de cantar de espaldas al público sin apenas pérdida de sonoridad, nos ratificó que sigue en suficiente forma vocal y con la evidente pérdida de peso, también visual. Y es que, desde sus comienzos, hace más de treinta años ya, Anna Netrebko ha exhibido esa gracia natural que encandila a un público que ayer la recibió dispensando el aplauso de bienvenida más cerrado en Les Arts que yo haya podido escuchar, con el aforo al completo y todos rendidos antes de comenzar. Sin embargo, no resultó una noche de apoteosis jubilar, quizás por el programa, cuya aridez no se pudo remediar en los bises, pues solo concedió uno (junto a Maximova), algo que yo no me esperaba en su debut en Les Arts. Tampoco esperaba que, en esta ocasión tan especial, el programa de mano fuese aún más pobre que el habitual e incluso que en Guardarropía repartiesen fotocopias en blanco y negro del original (mal recuerdo para quienes los solemos guardar). Cada nueva crónica dudo el mostrarlos en la fotografía del encabezado, porque no representan el gran valor que los aficionados (de aquí y de allá) otorgamos a este icónico Teatro de la Ópera… que sin duda se merece mucho más.

En la parte técnica se le escuchó respirar, lo que anuncia una disminución del fiato y por tanto, la capacidad de enlazar las frases sin perder sonoridad. La voz se mantuvo sedosa y plena de carnalidad, aunque oscurecida por los cincuenta y tres años de la edad, tanto que en ocasiones no contrastaba con Maximova, consiguiendo unos meritorios graves parejos en profundidad. Los agudos no son su fuerte, pero aparecen compensados por unos decibelios que es capaz de mantener sin chillar durante más tiempo que nadie, demostrando que no hay cansancio vocal. Ya sé que cantar con piano no es lo mismo que afrontar el muro orquestal, pero estoy convencido de que ni el omnipresente en Les Arts podría hacerla callar.

Pero además, si lo que escuchamos se interpreta con esa distinción que regala un vestuario a la antigua usanza elegido para deslumbrar (incluido el chal esmeralda a juego con la iluminación ambiental de Les Arts) y el protagónico saber estar de quien se reconoce imperial, queda del todo adornado el resultado final.

Es indudable que Anna Netrebko sigue siendo la Primadonna mundial…

“Diálogos de carmelitas”: ¡Viva la honestidad, la sencillez y la personalidad! [8,8]

“Ustedes deben perdonarlas, mis monjas solo pueden cantar música tonal”. Así, con esa fina ironía de quien se declaraba confeso católico y daba la espalda a la expresionista Segunda Escuela de Viena para mirar atrás (Debussy en particular), justificaba Francis Poulenc su escritura modal (si bien original) para “Diálogos de carmelitas” (1957), un magnífico ejemplo de sensata evolución musical en el siglo XX, tanto por la calidad como por la claridad, evidenciando su compromiso con un público que sin captar nunca podrá disfrutar. El gran barítono francés Pierre Bernac, amigo del compositor durante más de veinticinco años y encargado de estrenar la mayoría de sus canciones, decía que su música… “Permanece dentro de los límites de un estilo clásico, tan lejos de la exageración como de la frialdad”.

Que esta ópera parta de una tragedia real sufrida por una comunidad de monjas carmelitas en 1794 durante la Revolución Francesa, inviste de una significación especial toda la obra y en particular el “Salve Regina” de su sobrecogedor final que, junto a los de “Tristán e Isolda” (R. Wagner-1965) y Salomé (R. Strauss-1905), constituyen en cuanto a sus sublimes formas de terminar (cada una en su estilo) la más excelsa trinidad. Si en Wagner es sosiego redentor después de más de cuatro horas de tormenta emocional y en Strauss un desbordante torrencial de venganza tras decapitar a quien no accedió a amar, Poulenc inunda de obstinado dramatismo con sordina galopante la escena musical, al silenciar una por una a las monjas que, víctimas de la revolucionaria guillotina por no renunciar al voto monástico, perderán también la cabeza y su plegaria celestial. Por difícil que parezca, aun sin la determinante música de Poulenc, esta encadenada tensión final también es conseguida en la meritoria versión filmada en 1960 por Agostini y Bruckberger, basada en la obra teatral de Georges Bernanos y protagonizada por Jeanne Moreau (Madre María), Alida Valli (Madre Teresa) y Pascale Audret (Novicia Blanche). El Papa Francisco, en noviembre pasado, elevó a las dieciséis mártires a la santidad (respecto de este número, desconozco la explicación a la cantidad variable de golpes de guillotina escuchados en esta ópera, que son 14 en las versiones recomendadas más abajo, pero en la de Bertrand de Billy, en la que mostró Ramón Gener o en la de Les Arts, llegan a las 16… para mi total asombro y perplejidad).

Afortunadamente, para apreciar y disfrutar “Diálogos de carmelitas” de Poulenc no hay que renunciar al gusto musical aprendido de los grandes maestros barrocos, clásicos y románticos, dejándonos llevar por una partitura tan singular que, sin copiar a las demás, logra transmitir fácilmente lo que sus congéneres se empeñaban por aquel tiempo (y el actual) en encriptar. ¡Viva la honestidad, la sencillez y la personalidad!.

Ayer, 23 de enero, se estrenó en el Palau de Les Arts de Valencia, la célebre producción de la Dutch National Opera y el Ballet de Ámsterdam que data de 1997 y cuyo resultado sobresaliente solo fue presenciado por los abonados y algún que otro aficionado más. Los demás (aún lo pueden remediar) se perdieron una obra que muy posiblemente no tengan otra ocasión de presenciar.

– ESCENOGRAFÍA [9]: Toda la fama que acompaña a esta veterana dirección escénica de Robert Carsen es merecida y no por su originalidad, pues cualquier otra propuesta minimalista hubiera replicado mucho de lo que ayer se pudo disfrutar. Y es que la fuerza dramática de los hábitos carmelitas inunda de blanco y negro una escena que no precisa de más, excepto la incorporación de un número inusual de figurantes como aportación diferencial. Su cometido parece querer representar al pueblo amenazante, pero en la práctica ejercen más de telón ante los discretos cambios de un atrezo en el que destaca un sillón Luis XVI como línea argumental. Carsen y su equipo, presentes en Valencia durante más de un mes, recibieron los segundos mejores aplausos de un público que, harto ya de experimentos sin gaseosa, agradeció la total ausencia de pretenciosidad.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [9]: Riccardo Minasi (Director de la Orquesta del Mozarteum de Salzburgo) nos ofreció una lectura de la partitura espectacular, cuyo mayor exponente lo tuvimos al final, en el “Prelude II” y el “Salve Regina”, ambos cargados de dinámica emoción a toda orquesta, tal y como esperábamos escuchar. Lástima las imprecisiones del metal, que añadieron disonancias a una partitura que las pretende evitar. No es fácil dirigir esta obra por cuanto funciona como las de Wagner, es decir, la música y no la voz es el vehículo que transporta el hecho narrativo, algo que resulta diferente a lo habitual. Música que armoniza con los cantantes y no los replica en su misma línea vocal, lo que requiere una batuta fina a la hora de empastar. En otro orden menor, Minasi no ejerció su italianidad y vistió a la usanza de un director bancario de sucursal (mi respeto a ellos, pues yo lo fui de varias hace mucho tiempo ya), con traje de corbata poco acorde a la ocasión y a la moda sinfónica actual que, buscando la comodidad prescinde del frac, pero no renuncia a la original elegancia de esas sencillas chaquetas de cuello cerrado e inspiración oriental.

– CORO [9]: Muy bien en su escasísima participación, dado que las carmelitas ejercen del mismo como corresponde a su regla monacal.

– VOCES SOLISTAS [8,5]: A diferencia del reciente “Trovador” que pudimos presenciar en Les Arts, para “Diálogos de Carmelitas” no se precisan las cuatro mejores voces del mundo, al distar mucho el canto verdiano (y cualquier otro del siglo XIX) de este permanente carácter recitativo silábico que salmodia cada intervención vocal. Así pues, los solistas cumplieron bien su trabajo, que fue especial en el caso de la incombustible (como la Rita Gorr de la recomendación) Doris Soffel, encarnando con pasión a la vieja Priora (único personaje al que Poulenc permite la expresividad teatral) y que por ello recibió el más agradecido aplauso final.

Como curiosidad, quisiera trasladar el resultado de mi seguimiento visual a ciertos abonados que, demostrando su infatigable tesón, van ganando año tras año esa buscada diagonal que les acerque hacia el centro y a las primeras filas de platea, cuyas localidades ganan en visibilidad, pero en Les Arts pierden acústica, algo que tras varias temporadas en esa ubicación me aconsejó migrar a otro lugar…


La gran mezzosoprano belga Rita Gorr es el nexo de unión de las dos mejores grabaciones de “Diálogos de carmelitas”, que distan treinta y tres años nada menos (desde el 1958 de la versión de Pierre Dervaux con la Orquesta y Coro del Teatro Nacional de la Ópera de París para EMI, al 1991 cuando Ken Nagano dirigió a la Orquesta y Coros de la Ópera de Lyon para Virgin), interpretando primero a la Madre María y después a la Madre Priora anciana, toda una demostración de infrecuente longevidad.