Dime y lo olvido…

Dime y lo olvido

Benjamin Franklin (1706-1790), estadista y científico norteamericano, vino a afirmar:

Dime y lo olvido, enséñame y lo recuerdo, involúcrame y lo aprendo

En tiempos del Sr. Franklin, el Coaching no se había inventado o quizás mejor, lo que no se conocía era el nombre de la disciplina pues, sin saberlo, algunos lo llegaban a practicar.

Mucho antes, en la antigua Grecia, desde Sócrates y la Mayéutica ya se utilizaba la pregunta como fuente de conocimiento y resolución de problemas, considerando que las respuestas están ocultas en la mente de cada ser humano y el encontrarlas solo depende de identificar los interrogantes adecuados que ejerzan de focos iluminadores en la oscuridad. Por esto se considera a Sócrates el padre del Coaching, anglicismo que no beneficia a su comprensión total.

¡Qué razón tenía B. Franklin al distinguir entre decir, enseñar e involucrar!.

Decir atiende a todas esas comunicaciones que, bien referidas a temas importantes como a los intrascendentes, no somos capaces de trasladarlas adecuadamente a su interlocutor, malográndose esa información por perdida de interés y atención.

Enseñar ya requiere un esfuerzo mayor pues la voluntad del enseñante es que quien le escucha aprenda, aunque esto pocas veces ocurre. La mayoría de las ocasiones, el proceso de enseñar solo consigue marcar un leve recuerdo en la mente del escuchante que, con el tiempo, va desdibujándose como un cuadro mojado por el agua.

Involucrar a los demás sin duda es lo más efectivo, pues consigue el aprendizaje óptimo al vincular lo comunicado con el compromiso del receptor para usarlo en su vida. Involucrar no es enseñar, porque enseñar utiliza la respuesta mientras que involucrar necesita de la pregunta.

¿Responder o preguntar…?

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡El sobrecogedor final de “Tristán e Isolda”!

De nuevo la Ópera protagoniza una de mis entradas a este Blog y en este caso las mayúsculas empleadas son poco reconocimiento a una de las cimas del arte universal: “Tristán e Isolda” de Richard Wagner, estrenada en Munich el 1 de junio de 1865, es la apoteosis convulsa del amor pasional.

El próximo 9 de octubre tendré la oportunidad, una vez más, de presenciar una representación de la ópera más ardiente que se ha escrito jamás, con mi alma entreverada de admiración wagneriana y devoción por los escenarios que han elevado la lírica a arte universal.

Será desde una butaca de la primera fila del Grand Tier Left del “Royal Opera House Covent Garden” de Londres, santuario de míticas e históricas noches, en donde el regalo apasionado de los cerrados aplausos y los bravos desaforados ha quedado grabado en sus centenarias paredes para siempre y que yo, volveré a escuchar. Hiervo por dentro mientras espero lo que acontecerá.

“Tristán e Isolda” es todo pasión desbordada y especialmente su sobrecogedor final “Mild und leise” (“Tranquilo y sereno”) que, cantado por una Isolda presta a morir por amor, se configura como una de las manifestaciones de la emocionalidad humana más hondas que el paso de la civilización ha podido dejar.

¿Se puede morir de amor?. No lo sé, pero el solo hecho de admitir esa posibilidad nos abre las puertas de la evidente complejidad del ser humano y su gran capacidad para sentir profundas emociones, hasta límites peligrosamente fronterizos a las leyes que la naturaleza dicta en su empeño por preservar la vida como bien principal.

Emociones que, en otra magnitud, presiden todas nuestras actuaciones y condicionan las actitudes que nos llevan a presentarnos ante nosotros y ante los demás. Emociones que también son las responsables de nuestros éxitos y fracasos y que, por abstractas, no acabamos de visualizar, siendo conocedores inconscientes de su protagonismo en nuestro devenir existencial.

Isolda se deja morir por amor, finalizando lo que hasta ese momento ha sido una partitura sísmica, desbordante y atronadora, en un hilo de silencio que resume todo lo que queda en el alma cuando el alma se hace silencio musical…

 

Saludos de Antonio J. Alonso

La Marca Personal

En la década de los ´60 del siglo pasado, cuando el Marketing todavía era una disciplina incipiente y necesitada de desarrollo académico, ya se decía eso de que… quien tiene una marca reconocida, tiene un tesoro. Poco tiempo transcurrió desde entonces para poderlo confirmar con total seguridad, cuando muchas de las grandes fusiones y adquisiciones entre compañías multinacionales se valoraron esencialmente por lo que sus marcas tenían de popularidad.

No lo dudemos: la marca es lo que confiere valor a un producto y productos hay tantos y de tan variadas naturalezas que hasta nosotros mismos lo somos, en un mundo que etiqueta todo y lo convierte en un dato más.

Efectivamente, cualquier profesional es un producto en sí mismo, tanto si desarrolla su labor por cuenta propia como por cuenta ajena. Todos tenemos algo que vender y en el mercado laboral lo es nuestra profesionalidad. La creación de una Marca Personal nos puede ayudar significativamente a ello al destacar nuestras competencias y conferirles rango de singularidad.

No es este el espacio idóneo para desarrollar detalladamente cómo se crea una Marca Personal, pero si para dar algún consejo que inicie el interesante camino de su construcción, siempre desde la veracidad:

1- Tú no eres como te ves sino como te ven, aunque no sea verdad.

2- Todo lo que hagas y lo que digas tiene una repercusión en tu reputación.

3- Se coherente y construye una vida orientada, no olvidando el pasado para decidir en el presente que hacer en tu futuro.

4- Nunca te atribuyas más méritos que los que tienes, pero tampoco menos.

5- Si dudas entre hablar o callar, elije el silencio.

6- No es mejor que te conozcan muchos poco, que te conozcan pocos mucho.

7- Interésate por los demás al igual que te interesas por ti.

8- Sonríe con frecuencia, sin engañar.

9- Invita y ayuda a los demás a ser felices desde la factibilidad.

10- Se constante en todo lo anterior y en todo lo demás.

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El Éxito del Error

El éxito del error

La palabra “éxito” viene comúnmente asociada a la resolución feliz de una actuación. El éxito es algo deseado por todos aunque solo verdaderamente buscado por algunos: los que hacen algo para conseguirlo.

Mi definición de éxito es aquella que lo vincula con la consecución de nuestros deseos y los deseos son patrimonio de cada cual, no debiendo necesariamente coincidir los de unos con los de otros. Los deseos, en definitiva, configuran todas las múltiples aristas del estilo de vida que quisiéramos practicar y sobre el que nos sentiríamos realizados como personas de alcanzarlos.

Tener éxito en los diferentes órdenes de la vida no es fácil y aun lo es menos si pretendemos acertar siempre en todas las actuaciones que emprendemos. Está demostrado que hay algo muy habitual en la mayoría de las personas denominado “aversión al fracaso”, que ejerce de potente condicionante negativo a la hora de intentar nuevos retos en su vida.

Evidentemente, si cada empeño que nos proponemos pretendemos sea exitoso, muchos de los que son complicados ni siquiera los acometeremos por miedo a su fracaso.

El error, sin duda, es un éxito en sí mismo cuando no interrumpe la persecución de lo buscado, genera el conocimiento suficiente y propicia el necesario cambio de actuación…

 Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro