“Nada nos envejece con mayor rapidez que el pensar incesantemente que nos hacemos viejos”
Re-flexiones… 39
La trampa de la Amabilidad
Los Equipos Amables llegan los últimos, libro publicado por Brian Cole Miller en 2010, defiende una teoría políticamente incorrecta que comparto sin dudar pues, al margen de su lógica intrínseca, trasciende el conservadurismo seudo-hipócrita de quienes siempre suelen decir solo lo que quieren oír los demás.
Admitida universalmente la Amabilidad como una de las herramientas probadamente más efectivas de relación social, es también cierto que su inapropiado uso puede degenerar en prácticas desnaturalizadas (ver aquí La Amabilidad y el Amabilismo), cuyo resultado arruine los buenos propósitos que a ella la vienen a justificar.
En resumen, la idea de B. C. Miller se centra en asegurar que los Equipos de Trabajo de cualquier organización son menos eficientes si lo que se pretende es que, prioritariamente y en todo momento, reine en su seno la Amabilidad. Cuando un Equipo se encuentra demasiado concentrado en ser a toda costa Amable pierde capacidad de discrepancia interna en la búsqueda de soluciones a los problemas, pues sus miembros temen agraviar con sus inconformidades y desacuerdos a los demás.
Si para evitar la confrontación actúa el Amabilismo (muchas veces en forma de silencio defensivo) las ideas no vuelan y la apatía resignada se instala en un almibarado y rutinario proceder que solo consigue que el progreso en el trabajo se llegue a estancar. Gana la paz y pierde la eficacia cuando, es un hecho evidente, nos encontramos en tiempos económicos de altisima competitividad.
Sin lugar a dudas, todos podremos encontrar múltiples ejemplos propios que dibujan situaciones en las que hemos preferido ignorar cierto problema con algún compañero de trabajo para salvar el supuestamente necesario buen ambiente laboral que, sin quererlo, se verá perjudicado con seguridad en cuanto el desencuentro inicial crezca y genere una verdadera incompatibilidad interpersonal.
Eludir el compromiso (cuando este si proceda) de la búsqueda del contraste de ideas y pareceres escondiéndonos en el silencio reactivo y terapéutico es la mejor manera de ejercitar la dejación de nuestro compromiso profesional, minimizando la personal aportación de valor a los objetivos comunes de la organización, sea cual sea el nivel y alcance de nuestra responsabilidad.
Brian Cole Miller define nueve tipologías profesionales que recogen la diversidad de comportamientos positivos que pueden observarse individualmente en los miembros de un Equipo de Trabajo, cuya naturaleza innata se suele distorsionar cuando se busca instalar la Amabilidad por concepto y a golpe de obligatoriedad:
- El Pacifista, que media para que todos se lleven bien: asume una armonía artificial para evitar conflictos.
- El Campeón, que lidera de forma natural: acepta las cosas como son para no perder apoyo.
- El Perfeccionista, que busca en todo la excelencia: se resigna a la mediocridad.
- El Enérgico, que fomenta el dinamismo y la actividad: tolera la ralentización de las tareas.
- El Guardián, que cuida y protege a los demás: se inhibe para no crear agravios comparativos.
- El Observador, que analiza y entiende los problemas: se abstrae para evitar conflictos.
- El Individualista, que explora caminos por sí mismo: se retrae para evitar un exceso de protagonismo que moleste a los demás.
- El Triunfador, que consigue lo que se propone: minimiza los objetivos para no presionar al Equipo.
- El Solidario, que ayuda siempre a los demás: teme no estar al nivel exigido.
Ser amable es generalmente conveniente pero no puede ser convenido por decreto. Quien transita de la Amabilidad al Amabilismo desconoce que, para el rendimiento de un motor, un exceso de aceite lubricante no siempre lo mejorará. Una vez más, todo deberá ajustarse a su punto de equilibrio y el proceder de las personas en las empresas todavía más…
Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro
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Alberto de Mónaco y la “Autorregulación”

Por lo que las imágenes de televisión nos han podido ofrecer del enlace matrimonial del Príncipe Alberto de Mónaco con la Srta. Charlene Wittstock, parece obvio que el evento nupcial tuvo mucho más de negocio que de ocio, arruinando así las ilusiones de tantos telespectadores ávidos de rememorar la más que cinematográfica emoción de una Grace Kelly al convertirse, hace medio siglo, en una princesa monegasca de cuento.
Las bodas reales siempre han sido, más que otra cosa, una “Cuestión de Estado” que subsidiaria y raramente ha concedido algún rincón de su justificación al corazón de los contrayentes, como parece que efectivamente así ha ocurrido en los recientes esponsales de William, el nieto de Isabel II de Inglaterra o los ya más lejanos en el tiempo de algunos miembros de la Familia Real española.
Casarse, si vas a ser o eres Rey, es una obligación más que personal sin duda profesional pues garantiza la preservación dinástico-familiar de un privilegio institucional de muy dudosa legitimidad democrática, aunque esta ahora es otra cuestión. Por tanto, en esos casos suele ocurrir que la obligación no necesariamente suele venir acompañada por la devoción aunque esta circunstancia, que acontece muy a menudo, todos sabemos conviene disimularla en beneficio de las “reales” apariencias.
Alberto de Mónaco trabaja para una empresa que es su propio Estado. Estado que vive, nunca mejor dicho, de las apariencias pues su PIB lo genera la venta del supuesto glamur que destila la familia Grimaldi, sea para bien o para mal. Lo que de su actuación y comportamiento públicamente quede manifestado se traducirá en el peso de las arcas de un país que se alimenta del papel cuché y cuya bondad fiscal no es argumento suficiente para compensar unas limitaciones geográficas que no le permiten aspirar a más.
Sin duda, el cuestionable espectáculo nupcial que nos ofreció el hijo de los ahora añorados consortes Rainiero y Grace constituyó una desafortunada gestión de lo que es su responsabilidad profesional y una valiosa oportunidad perdida, que minorará significativamente las expectativas de retorno de la inversión de una boda que tardará varias décadas en volverse a proponer en el pequeño principado europeo.
¿Profesionalmente, en qué falló Alberto de Mónaco…?
Una de las competencias esenciales de todo aquel profesional que interactúe en entornos relacionales es la adecuada gestión de su emocionalidad, ya sea por un exceso que le obligue a la contención o por su defecto que le aconseje su dinamización. Tan pernicioso puede ser el dejarse llevar incontroladamente por los sentimientos como el no ser capaz de generarlos y mostrarlos cuando se debe y es oportuno. Por desgracia, a menudo los extremos se suelen tocar siempre en el punto más inconveniente.
Si todos aceptamos que contener la emocionalidad en determinadas ocasiones es lo apropiado y hasta lo necesario, también deberemos considerar que no lo es menos el propiciarla y demostrarla en otras, aunque esto mismo pueda resultar a veces un tanto embarazoso por la ausencia de práctica habitual.
A lo largo de mi carrera profesional me he cruzado con algunos triunfadores que, entre sus principales virtudes, atesoraban la de saber manejar con tino de relojero helvético la manija del nivel de exteriorización de su comportamiento emocional y siempre con independencia de su “procesión interna”. Tenían lo que en palabras de Daniel Goleman se llama la Autorregulación, uno de los anclajes básicos de la Inteligencia Emocional (IE) que les permitía ajustar milimétricamente su actuación personal a lo demandado por las situaciones que vivían. Y todo ello por supuesto sin traicionar a la verdad, pues los predicamentos de la IE no fomentan el falseamiento de los sentimientos sino simplemente su adecuado manejo social.
La Autorregulación también es una de las virtudes de todo buen actor profesional, siempre en búsqueda de la verdad interpretativa a partir de su honesta capacidad para generar sentimientos a demanda, eso que tan bien supo hacer la Princesa Americana, madre del hierático e insulso Príncipe no azul de la cosmopolita Costa Azul mediterránea…
Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro
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Re-flexiones… 35
La Vida en 3D
Quien inventó el metro como unidad de medida longitudinal creía que, en el mundo, la distancia entre dos puntos todo lo podría calibrar, hasta que alguien se percató de que cruzando dos longitudes podría calcularse algo más complejo como es la superficie bidimensional y para su valoración creó el metro cuadrado, otra medida más. Pero no siendo suficiente esto para describir toda la realidad, más tarde se confirmó que la suma de superficies constituye el volumen y para este concepto fue incorporado el metro cúbico como referencia de medición tridimensional.
Hasta aquí ha llegado la evolución en la medición de nuestra percepción espacial de la realidad, basada en las tres dimensiones que nos son visualmente reconocibles (largo, ancho y alto) y a las que los científicos sesudamente han añadido alguna que otra que a los demás nos son difíciles de interpretar.
Esto mismo podríamos ilustrarlo con metafórica libertad imaginando que la radio es longitud, la televisión es superficie y el cine en 3D es volumen, precisamente lo que más se acerca a nuestra visión de la realidad.
Por otra parte, de entre todos los intereses que participan de nuestra existencia, sin duda el primero y principal ha sido y es aquel que tiene que ver con la mejora y aprovechamiento de nuestra vida, ese regalo de la naturaleza que no por su gratuidad se debe (aunque se puede) malgastar. Pues bien, si partimos del célebre axioma que asegura que… lo que no se puede medir no se puede mejorar y consideramos que nuestra vida debe y puede mejorarse, será necesario que sepamos cómo medirla para lograrla aprovechar.
Normalmente la medición de la vida suele acotarse de forma sencilla y lineal utilizando una sola dimensión: la DISTANCIA, representada por la variable (o constante, según se interprete) Tiempo. De esta ingenua manera sólo podremos contar con información sobre su cualidad de carácter longitudinal (larga/corta) que, por simple y restrictiva, necesariamente obliga a buscar otras dimensiones que descriptivamente la puedan complementar.
Así pues, podríamos considerar que una segunda dimensión a tener en cuenta para medir la vida pueda ser la relacionada con la DEFINICIÓN de lo que se pretende lograr en ella, cuyo carácter es transversal (ancha/estrecha) y que viene representada por los Objetivos personales que nos fijamos y en los que nos embarcamos paralelamente en cada momento de nuestra existencia a la manera de un frente de batalla que tenemos que gobernar.
Si combinamos las dimensiones longitudinal y transversal podríamos llegar a asegurar que, en la mayoría de las ocasiones, una vida corta pero ancha puede sumar un mayor valor de superficie vital que la contabilizada por una vida larga pero estrecha. Esto implicaría obviamente que no solo el Tiempo vivido o por vivir es el determinante para el aprovechamiento de la vida, sino también nuestras inquietudes por llenarla de múltiples y enriquecedores metas que alcanzar.
Pero también es cierto que ni tan siquiera contar con Tiempo suficiente y además Objetivos definidos es garantía del mejor uso posible de la vida, pues de nada valdrán si no somos capaces de conseguir mucho de lo que nos proponemos por desidia, falta de constancia u organización personal. Es aquí donde aparece la tercera dimensión valorativa de la vida: el DESEMPEÑO, entendido en función de una magnitud que podríamos definir como vertical (alto/bajo) y que determina la talla en el nivel de Consecución de nuestros Objetivos a partir de la planificación, su seguimiento y la medición de los resultados esperados y que, finalmente, conferirá de volumen al singular concepto geométrico aquí expuesto de medición vital.
En definitiva, solo podremos ver y disfrutar la vida en 3D (DISTANCIA, DEFINICIÓN y DESEMPEÑO) si somos capaces de combinar acertadamente el Tiempo (longitud), los Objetivos (anchura) y su Consecución (altura) en ese difícil equilibrio volumétrico para el que ninguna fórmula general ha sido ni será nunca inventada pues es tan personal como la percepción que de la vida tenga cada cual…
Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro







