“El Murciélago”… apoteosis escénica del vals [8,5]

El 31 de diciembre de 2007 asistí a la única representación de opereta que cada año programa la Ópera Estatal de Viena y que, ¡cómo no!, es… “El Murciélago” (J. Strauss II-1874), un ritual anual (para los vieneses) como lo es su Concierto de Año Nuevo (para todos los demás), universalmente conocido, aunque sea repetición del que el día anterior tiene lugar. En Viena, la opereta se representa durante toda la temporada en la Ópera Popular y es tanta allí la urbanidad que al entrar no te requieren la presentación de la entrada, convencido el personal de sala que no les vas a engañar (a los españoles se nos reconoce pronto por cierta sensación de clandestinidad y nuestra pasmada cara de incredulidad).

Si el concierto de Año Nuevo es la sublimación de la música festiva, elegante y de optimismo sin igual, “El Murciélago” es la Viena chispeante, disparatada, pícara y señorial. La opereta nace en París (Offenbach) de la “Opéra comique” y luego viaja a Viena (Strauss y Lehar) para refinarse cambiando el can-can por el vals, en un tiempo caracterizado por el triunfo de la Zarzuela en aquella España (Chapí, Bretón, Chueca o Barbieri) tan alejada del cosmopolitismo centro europeo como apegada al casticismo patrio nacional. No es fácil ser objetivo en general y menos aún cuando se opina sobre lo local.

En su concierto de Abono número 11, el Palau de la Música de Valencia nos ofreció el pasado domingo, día 22 de diciembre, la versión semiescenificada (es un decir) de “El Murciélago”, que el director francés Marc Minkowski y su veterana formación “Les musiciens du Louvre” presenta de gira por España (también en el Liceo de Barcelona, la Maestranza de Sevilla y el Festival Internacional de Música de Canarias) en esta Navidad. La orquesta, que desde 1982 se especializaba en el repertorio barroco y primer clásico con instrumentos originales, ha ido ampliando su catálogo a obras del siglo XIX, una desacostumbrada deriva que solo se puede explicar por razones de índole comercial.

El resultado ha sido espectacular y absolutamente inesperado por mí, ante la infinita distancia que media entre el Bach habitual de Minkowski y este burbujeante Strauss.

– ESCENOGRAFÍA [8,5]: Sin atrezo alguno, pero con la gracia actoral de los intérpretes (moviéndose delante de la orquesta y vestidos como para un recital), no se hizo faltar ninguna ocurrencia de las que hoy nos amenazan detrás de cualquier ejercicio escénico de bochornosa modernidad. Las bromas fueron tónica general, como la traducción al valenciano por algunos cantantes del título (Lo Rat Penat) o la primera vez que se presenta al Principe Orlofsky y se le nombra como Minkowski, el cómplice Director de la velada, cuyas intervenciones explicando una trama que los espectadores no podían seguir por ausencia de subtitulado, acompasaron bien el tono general de comicidad. También a destacar la simpatía en los omnipresentes pasos de baile de los cantantes, cuya responsabilidad no fue de ninguna coreografía profesional sino de su natural gracia personal.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [9,5]: Superlativas las prestaciones de “Les musiciens du Louvre”, como si de una Orquesta Filarmónica de Viena se tratase por su adecuación de estilo y un sonido empastado que en su compacta sección de cuerdas era imposible de superar (¿Cómo han logrado salir de sus pasiones, oratorios y cantatas con instrumentos de época para tutear a Strauss?). De manera igual a si cada día interpretase este tipo de música, Minkowski se mostró relajado y veraz, convencido y convincente de que, aquel sonido, esa noche no podía tener rival. A diferencia de otras músicas más “serias”, “El Murciélago” propicia la incorporación de añadidos y citas musicales, como fue en este caso unos breves compases del Danubio Azul y las apariciones de “La flauta mágica” (el motivo de la flauta), “Tosca” (el adiós a la vida) o “Rigoletto” (una Donna è mobile mordaz). Incluso Minkowski añadió al comienzo del segundo acto un par de piezas recién sacadas del Concierto de Año Nuevo, que aquel 2007 y en la Musikverein también pude presenciar.

– CORO [7]: Quizás lo único que no estuvo a la altura general (pese a tratarse del Coro de Cámara del Palau de la Música Catalana), un tanto desacompasado y algo triste en la ejecución, aunque sus integrantes parecían disfrutar, paradoja que no sé explicar.

– VOCES SOLISTAS [9]: Los diez solistas (si bien no muy conocidos, todos experimentados en su trayectoria internacional) me llevaron a recordar aquel viaje a Viena, por estilo y por capacidad de unas voces más que acertadas en este tipo de repertorio que pide desparpajo, capacidad y mucha armonía con los demás. Sonaron muy bien gracias a la excepcional acústica del Palau de la Música de Valencia, que permite cantar junto a la orquesta sin que esta les venga a tapar, una asignatura pendiente en el Palau de Les Arts.

En conclusión… no pude disfrutar más.


Aunque la electrizante versión de Kleiber es la mejor instrumental, la inigualable participación de E. Scwarzkopf como Rosalinde y todos los demás (Gedda, Streich, Krebs, Kunz, Christ, etc.) eleva a la grabación de Karajan con la Orquesta y Coros Philarmonia para EMI en 1955 a la categoría de excepcional.

“El trovador” y los cuatro mejores cantantes del mundo… a los que aún se pide más [7,6]

Escribo “El trovador” y no “Il trovatore” por cuanto esta obra atiende a un argumento basado en la homónima obra teatral del gaditano Antonio García Gutiérrez y que se desarrolla a principios del siglo XV (en tiempos del Compromiso de Caspe) entre Vizcaya y Aragón. Todo muy español, pese a que de esto no se suela hablar.

“El trovador” (G. Verdi-1853) fue compuesta entre “Rigoletto” (1851) y “La traviata” (1853), concentrando estas tres óperas la mayor densidad de melodías célebres por centímetro cuadrado de partitura musical que cualquier compositor haya sido capaz de crear. Además, su dificultad de ejecución vocal ejemplifica la compleja naturaleza del canto verdiano, definidor de caracteres y exigente como el que más. Célebre es la opinión atribuida a Enrico Caruso, quien aseguró que para interpretar con éxito “El trovador” eran necesarios los cuatro mejores cantantes del mundo, algo que en la celebérrima “Di quella pira” hoy es muy patente, aunque quizás no lo fuera con anterioridad.

“Di quella pira” es una cabaletta di forza que arrebata por su galopante melodía y su pirotécnico final. Final en agudo no escrito como ocurre en “La donna e mobile” o tergiversado en “Nessun dorma” (que no se debería alargar), pero reclamado en la actualidad por un expectante público que prefiere ignorar la fidelidad al original (recuérdese el escándalo protagonizado por el tenor argentino José Cura en su Manrico del 2000 y retransmitido en directo por RNE desde el Teatro Real). Así las cosas, escuchar cantar a Roberto Alagna esta aria en la grabación que dirigió Pappano en 2002 sobrecoge por su inhumano fiato final, en el registro más alto de la capacidad vocal de un tenor lírico (do sobreagudo) y asomado sin piedad al borde del colapso pulmonar. Este circo (similar a pretender redoblar en la Novena de Beethoven los trepidantes quince últimos golpes de timbal), no resultaría necesario si prevaleciese el respeto al original, pero ya no es posible volver atrás. Ahora, los cuatro mejores cantantes del mundo deben interpretar esta dificultosa partitura y aún más, si pretenden que se les considere como tal.

Ayer, domingo 8 de diciembre de 2024, se estrenaba en el Palau de Les Arts de Valencia la coproducción de la Dutch National Opera, la Opéra National de Paris y el Teatro dell´Opera de Roma de “El trovador”, con resultado notable, pero sin despuntar…

– ESCENOGRAFÍA [8]: Cualquier puesta en escena de carácter actual que no moleste a la obra ya es de elogiar y si esta incorpora detalles artísticos de buen gusto, pues todavía más. La escenografía de Alex Ollé, minimalista en su original propuesta de unos prismas móviles en vertical (parecidos a los de “2001: Una odisea del espacio”), reordena espacios y crea sutiles ambientes en una traslación de la historia a la Primera Guerra Mundial (según Les Arts), pero que por los cascos y los trajes parece más la Segunda, aunque entre una y otra da igual. Iluminaciones acertadas son capaces de significar a los personajes en ese entorno de calculada frialdad. Personajes que cuando les toca cantar lo complicado quedan eximidos de movimiento escénico, algo que ellos seguro agradecerán y los espectadores también, pues nada hay más inquietante que un tenor dando brincos sin parar. El público debió pensar igual, pues aplaudió a los responsables de escena cuando “Azucena” los sacó a saludar.

– ORQUESTA Y DIRECCIÓN MUSICAL [7]: A este respecto, mi opinión no es la de un músico porque no lo soy y por ello, al margen de mi propio gusto, trato de comparar lo que oigo desde mi butaca con lo escuchado en muchas de las grabaciones acreditadas que, de alguna manera, establecen el canon aceptado para cada obra musical. La versión instrumental que el experimentado director italiano Maurizio Benini nos ofreció, me pareció carente de unicidad, es decir, de un criterio al abordar la partitura de manera igual. A pasajes pasaportados a toda velocidad (véase el inicial “All´erta, all´erta”) sucedían otros con exceso de morosidad. Asimismo, combinó momentos de efusión sonora con otros en los que la orquesta enmudeció sin que ello tuviera una clara razón musical. Esta esquizofrenia directiva, por fortuna, no llegó a más y la función se pudo salvar. Como siempre, el público explosionó en aplausos a la Orquesta de esta Comunidad. Una Orquesta cuya fama (bien ganada), haga lo que haga, ya la sitúa más allá del bien y del mal. Es lo que tiene el posicionamiento popular.

– CORO [8]: Como siempre, actoral y bien timbrado, en especial las voces femeninas al afrontar el delicado coro de monjas (“Ah! se l´error t´ingombra”) que, desconozco si por ello será, pero fueron dirigidas in situ por un Jordi Blanch supuestamente escondido, pero fácilmente visible desde mi localidad.

– VOCES SOLISTAS [7,5]: De las cuatro mejores voces del mundo exigidas por Caruso (se entiende que para estos papeles) solo compareció una… Ekaterina Semenchuk [9], descomunal interpretando Azucena por su tesitura de casi contralto y por su arrebatadora personalidad (magnífica en “Stride la vampa!”), casi a la altura de las mejores en disco (Cossotto, Barbieri, Simionato o Horne), demostrando que doce años después de cantar lo mismo en Les Arts bajo la batuta de Mehta, ahora lo llega a mejorar. Olga Maslova [8], Leonora de voz sedosa, le siguió en calidad, sin descomponerse cuando la partitura pide decibelios y acertando (como demostró en “D´amor sull´ali rosee”) en los momentos de sutileza vocal. Manrico lo encarnó el italiano Antonio Poli [7], también de bella voz y siempre aterciopelada, pero a la que no le sienta bien la dificultad y eso se comprobó en una “Di quella pira” para olvidar. Finalmente, el Conde de Luna que iba a cantar el gran Artur Rucinski (inolvidable su Eugenio Oneguin de 2011 en Les Arts) fue sustituido (debido a la tan socorrida “afección vocal”) por el barítono Lucas Meachen [6], con presencia, pero de voz desarticulada y fuera de estilo verdiano, lo cual es pecado mortal.

“El trovador” se representó en Les Arts en junio del 2012, con análoga sustitución del Conde de Luna, pero mejores resultados, tal y como entonces lo vine a significar:

Ayer asistí al mejor “Trovatore” que yo haya podido presenciar. Fue en el Palau de les Arts de Valencia y todos los augurios preliminares así lo apuntaban: dirección de Zubin Mehta, escenografía de Gerardo Vera y las voces de Jorge de León, Maria Agresta, Ekaterina Semenchuk y Juan José Rodríguez, el sorpresivo sustituto de Sebastián Catana, que arrancó algunas de las ovaciones más apasionadas del cuarteto vocal...

De las innumerables grabaciones de esta obra, recomiendo la registrada en 1970 (partitura completa para RCA) por el vigoroso Zubin Mehta y la New Philharmonia Orchestra con Leontyne Price, un jovencito Plácido Domingo, Sherrill Milnes y la referencia absoluta de Fiorenza Cossotto, todos en una trepidante versión que destaca de las demás por su garra y el mágico equilibrio del cuarteto protagonista… casi imposible de encontrar.

Currentzis y su “Musicaeterna”: La visceral apoteosis de una histórica interpretación [9,75]

Por cuestiones personales de calendario, el Concierto extraordinario que el Palau de la Música de Valencia programaba para el 10/10/24 no entró en mi elección de compra de la Temporada, pero una confusión de la operadora telefónica que hace unos días me vendió todas las entradas, propició mi asistencia ayer a lo nunca visto y muy pocas veces oído, como explicaré a continuación…

En enero del 2017, la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinski de San Petesburgo con su director artístico y general, Valery Gergiev, visitó el Palau de la Música de Valencia para interpretar, entre otras piezas, la Sinfonía nº5 de D. Shostakóvich (1937). Entonces escribí: “…Por más que la perfección sea el fin de toda grabación, nunca se acercará a la profunda conmoción que transmite una interpretación en vivo y más si esta llega a la absoluta excelencia, lo que ayer felizmente ocurrió. Fueron 47 minutos antológicos que, hasta que la memoria me acompañe, no olvidaré y guardaré en mi docena de tesoros musicales, esos que justifican una vida buscando lo que no tiene dueño y se llama emoción…” (https://www.facebook.com/groups/foroperavalencia/posts/1465725136772926/).

Pues bien, lo que en el Palau de la Música de Valencia nos ofreció Teodor Currentzis con su “Orquesta Musicaeterna” (rusa y de solo 20 años de existencia), supera aquello que entonces y en este mismo lugar me pareció sublime, demostrando que la interpretación musical nunca tiene techo por más que uno crea que en ocasiones lo ha llegado a tocar, ingenuo desconocedor de los límites de una existencia que pugna por sorprendernos en cada ocasión. Tras más de cuarenta años de asistencia a conciertos y representaciones de ópera, cada vez me resulta más difícil emocionarme, por esa suerte de ley vital que penaliza lo muy conocido frente a la novedad que despierta lo ignoto en nuestro instinto de ilustración. Ayer, por sorpresa, volví a sentir aquello que no es posible explicar con palabras sin abaratar su valor.

El concierto comenzó con la galopante Obertura de “La forza del destino” [10] (G. Verdi-1862) y solo bastaron esos escasos ocho minutos de duración para que el público estallara en una apasionada ovación de las solo reservadas para el final de las grandes ocasiones, cuando el agradecimiento ya no atiende a medida y todo es rendido fervor. Luego vendría las “Variaciones sobre un tema rococó” [9] (P. Chaikovski-1876) con la violoncelista Miriam Prandi, cuyo carácter más intimista desentonó algo con el resto del flamígero programa, incluidos los bises de celebración (en especial, “Capuletos y Montescos” [10] del “Romeo y Julieta” de S. Prokófiev-1940, en una arrebatadora versión).

En la segunda parte, la Quinta de Shostakóvich hizo el milagro en un jueves (como diría Berlanga) de puente valenciano y merecida expectación. Y es que, cuando una orquesta y su director dejan de ser esclavos de la técnica para interpretar, sin olvidarla, con el intenso pulso del corazón, franquean ese límite que separa lo excepcional de la perfección. Sí, porque la perfección no es solo la ausencia de fallo, sino eso llevado al cielo de la emoción. Emoción en un Director cuya gestualidad no reprimía el arrobamiento que hervía en su interior. Emoción que se percibía en los cómplices músicos durante su concentrada e implicada interpretación (violines y violas de pie para atacar las cuerdas sin remisión). Emoción de todos ellos, felicitándose al término como futbolistas al marcar un gol, sabedores de que serán recordados por quienes tuvimos el privilegio de escuchar lo que no tiene parangón. Emoción la mía, al ver al primer violín de la segunda sección abrazar a cada uno de sus miembros mientras Currentzis saludaba a un desatado público que no se marchó, aplaudiendo y vitoreando en pie y sin ninguna excepción, algo nunca visto por mí en una Sala Iturbi que ayer habló ruso olvidando cualquier agresión y vivió uno de sus más grandes días de éxito y esplendor.

Mi rendido agradecimiento a la operadora telefónica que se confundió…

“Manon” y el enamoramiento como inspiración sin igual [8,1]

El amor, en su flamígera versión del enamoramiento ciego y visceral, no tiene rival en eso de emocionar y es por tal que la ópera, el cine o la literatura lo hayan elegido desde tiempo inmemorial como el tema principal de sus obras, a sabiendas de que no hay nada que suscite más el interés de un público que siempre anhela rememorar aquellos electrizantes pasajes de su vida en los que fue arrebatado protagonista en lugar de espectador circunstancial. Y es que, si todas las emociones son ingobernables, la del amor enamorado es la que más perturba el juicio a cambio de fugaces instantes de éxtasis sentimental. Los enamorados que viven en un escenario, una pantalla o un libro, nos parece que siempre lo están y en esa interesada creencia de un público con infinita predisposición a recordar radica su éxito y el del autor que los vino a gestar.

Así como el consumidor, el creador de una obra romántica (término que no necesariamente atiende a un periodo temporal) también precisa del recuerdo para inspirarse, aunque el momento ideal es cuando se encuentra preso del fulgor pasional. Resulta evidente que “Tristán e Isolda” (R. Wagner-1865), la más sublime manifestación musical del arrobamiento volcánico e irracional, no hubiera sido igual de no estar su autor perdidamente enamorado de Mathilde Vensendonck, hasta el punto de parar la composición del monumental “Anillo” llevado por una desbocada emocionalidad, imposible de guardar congelada para años después pretender retomar con igual intensidad.

“Vértigo” (A. Hitchcock-1958) se encuentra en un plano de absoluta afinidad artística con el wagneriano Tristán (algo que en mi libro… “De entre los vivos” intento explicar) y aunque no parezca que el flemático maestro inglés del suspense pudiera alumbrar esa arrebatadora película sobre el apasionamiento enajenante y mortal, lo cierto es que su permanente estado de enamoramiento (de sus actrices y no de su esposa, a quien profesaba un casto afecto filial) encendía en su interior ese volcán que asimismo le llevó a filmar los más maravillosos besos de la cinematografía mundial.

Y que decir de “Romeo y Julieta” (W. Shakespeare-1597), cuya turbante pulsión sexual (por juvenil y por virginal), enmascarada según la moral de aquellos tiempos, era imposible de significar de esa manera tan magistral sin que el autor (borrada por el tiempo su biografía) no fuera un experto conocedor de lo que supone estar enamorado y enamorar.

Pues bien, no me cabe duda de que Jules Massenet, a pesar de su solemne y funcionarial imagen decimonónica, también fue un hombre pasional, pues de lo contrario le hubiera sido imposible escribir su “Werther” (1892) o su “Manon” (1884), la ópera que inaugura la Temporada 2024/25 del Palau de Les Arts y que fue la primera que pude ver y escuchar hace muchos años ya en el Teatro Real.

Es tradición (por visión comercial) que el arranque del curso musical en cualquier teatro de ópera principal se cuide, buscando un favor de crítica y público que devenga en prestigio y notoriedad. La venta general de localidades para la temporada puede despuntar o no en función de cuál sea la repercusión inicial. Por lo visto y escuchado en el estreno de ayer, el acierto de esta producción de la Ópera Nacional de Paris no se puede negar:

– Escenografía [8]: Dirigida por Vicent Huguet, en nada molesta a la obra, lo que resulta, hoy en día, excepcional. Muy cuidada y con carácter fastuoso y monumental (los decorados se elevan en toda la extensión vertical de la embocadura del escenario), adelanta la acción original doscientos años hasta los veinte del pasado siglo y sin importunar. Todo muy entonado y en geométrico estilo “art déco” (aparecen incluso las icónicas butacas, otomanas y chaise longue “Barcelona” de Mies van der Rohe), que se complementa con un vestuario espectacular, destacando el comienzo del Tercer Acto, cuya subida de telón arrancó el inédito aplauso del público ante la desbordante composición de color y teatralidad. La iluminación subrayante (atención a los nuevos focos blancos ubicados en los palcos laterales) y los coreográficos movimientos escénicos del abundante personal, redondean un trabajo admirable que merecería un sobresaliente de no mediar un grave inconveniente y es que, ante la dificultad de los frecuentes cambios de escenario, se plantean unos “entretenimientos” que incorporan músicas y bailes ajenos a la obra, rompiendo la unidad de una partitura y un libreto que no admiten injerentes ocurrencias que los puedan perturbar.

– Orquesta y dirección musical [8]: Seguro a todo riesgo el que contrató Les Arts al fundar la Orquesta de la Comunidad Valenciana, a prueba de cualquier director que no fuera Maazel o Mehta y que en James Gaffigan tiene a un merecido candidato a renovar. Si alguna objeción se puede encontrar en la interpretación musical de ayer, sería la del estilo, no del todo afín al “charme” de la ópera francesa y más cercano a la contundencia del modelo alemán. Solo con escuchar las primeras notas del Preludio podemos constatar la opulencia de un sonido que, eso sí, año tras año no deja de mejorar.

– Coro [9]: El seguro también les incluye y en esta obra su lucimiento escénico y vocal llega casi a tocar el techo de la perfección formal. A destacar, el plantel de integrantes principales (los que suelen merodear siempre en primera línea) por su acertado sentido de la complementariedad con los cantantes protagonistas, algo que solo la experiencia de muchos años es capaz de garantizar. Por razones desconocidas, Francisco Perales, su Director Artístico, no salió a saludar, siendo sustituido por su Asistente, Jordi Blanch.

– Voces solistas [7,5]: Notable aportación vocal del cuarteto protagonista de mayoría estadounidense (excepto el español Pachón), que llegaría al sobresaliente de valorar solo a Lisette Oropesa [9], en su presentación europea como “Manon”, con una interpretación magistral por voz y por sensibilidad. De emisión imparable, basada en una eficiente proyección vocal a partir de los resonadores faciales, corta como un cuchillo el muro orquestal y llega hasta el final de la sala, demostrando que es una de las “Manon” de referencia actual (algo avalado por su reciente premio a la mejor cantante femenina del año 2024 en los Premios Internacionales de Ópera). Su personaje (un bombón para toda soprano ligera con aspiración a despuntar), traslada credibilidad y emociona tanto que es imposible no empatizar con esas penas y alegrías que una vida de equivocación conduce a su triste final. Charles Castronovo [7], de voz viril e implicación actoral, fue un Des Grieux a media pensión, al faltarle los agudos que son necesarios para que los dúos de amor luzcan con la esperada emotividad. James Creswell [8], mejor cantante que actor, compuso un Conde Des Grieux solemne por su bella y potente emisión de bajo que es capaz de encarnar a “Fafner” (debiera ser barítono), pero su hieratismo le privó de aportar al personaje más humanidad. Al joven barítono catalán Carles Pachón [6] le faltó aplomo en la encarnación del personaje de Lescaut, pero seguro que con el tiempo mejorará.

Por todo lo anterior, mi valoración general de esta “Manon” es de [8,1], puntuación tan subjetiva como susceptible de criticar, pero que solo pretende soslayar la dificultad inherente en la palabra a la hora de concretar toda percepción particular.

Finalmente, significar que por segundo año no tendremos programas de mano en condiciones, tal y como advierte un correo de Les Arts remitido el 01/10/24, anticipándose a lo que de nuevo será un clamor popular. En dicha comunicación se especifican los ahorros de papel conseguidos al suprimir los programas de 12 espectáculos (2,94 toneladas), rectificando las 24,84 toneladas que por el mismo número de espectáculos, muy satisfecha la institución, anunciaba el año pasado en su Web y que en mi reseña sobre “Orfeo y Eurídice” de marzo signifiqué de la siguiente manera: “…Tras las numerosas quejas de aficionados y medios de comunicación solicitando la restitución de los programas de mano impresos, Les Arts incluye ahora en su Web una página titulada Les Arts en un mundo cambiante, donde explica su nueva política de sostenibilidad. Entre otras medidas adoptadas está la de restringir los programas solo a lo digital y como prueba de acierto se indica que …la supresión de programas de mano en 12 espectáculos ha significado un ahorro de 24,84 toneladas de papel… Pues bien y calculando con extrema generosidad, si la Sala Principal de Les Arts cuenta con 1.412 localidades y cada espectáculo se ofrece en, como máximo, 6 representaciones, ello supondrá unos 8.472 programas por título que, siendo 12, arrojaría un total de 101.664, cuyo peso por unidad deberá ser por necesidad de unos 244 gramos para así lograr completar esas 24,84 toneladas de papel que esta poco matemática institución se elogia en ahorrar. Es decir, que para ser esto real, uno solo de los programas de mano equivaldría a un par de ejemplares juntos de “Cien años de soledad…”

Parece que entonces alguien lo leyó, pero le ha costado todos estos meses rectificar…


Muchas son las grandes voces que han encarnado en el disco a la célebre “Manon” francesa e Ileana Cotrubas, sin duda, es una de ellas y con resultado excepcional. Sin embargo, la razón de recomendar la grabación que realizó Michel Plasson, al frente de su incombustible Orquesta del Capitolio de Toulose para EMI en 1983, es la participación de Alfredo Kraus como Des Grieux, todo un prodigio de perfección vocal que ningún coetáneo logró alcanzar.

Una “Flauta mágica” de efectos especiales en Les Arts

En la historia de la música occidental de los últimos cuatrocientos años, solo destacan unas pocas decenas de compositores cuya calidad ha sido merecedora de la inmortalidad, entendida esta como viva presencia en los conciertos, las representaciones de ópera y las grabaciones de la actualidad. De todos ellos, un reducido grupo pudo y supo alternar la escritura para la escena con la concertista, dándose un fenómeno en sus obras tan singular por común que vale la pena comentar.

Y es que cada autor desarrolló su propio estilo musical, representado básicamente en su obra instrumental: el amabilismo de Mozart, la vehemencia de Beethoven, el nacionalismo de Mussorgsky, el melodismo de Chaikovski, el simbolismo de Debussy, la figuración de Strauss, el impresionismo de Ravel, el vanguardismo de Stravinski, la rebeldía de Shostakovich y tantos más. Casi todos ellos compusieron óperas cuyo sonido no terminaba de encajar en el del resto de su obra, por tratar de llevarlo unos pasos más allá, por buscar nuevas formas de expresividad. Así, por ejemplo, podemos significar la gran distancia percibida entre la “Quinta Sinfonía” de Chaikovski y su “Dama de picas”, la evidente en Strauss desde el “Don Juan” hasta su “Electra” o las enormes diferencias de la “Pavana para una infanta difunta” con “El niño y los sortilegios” de Ravel, partituras que nos presentan serias dificultades cuando las intentamos relacionar. El mismo Beethoven trenzó su “Fidelio” con unos mimbres muy distintos a los de su sinfonismo, lo que le llevó en un principio a fracasar.

En Mozart no ocurre del todo igual, pues la mayoría de sus óperas, incluidas esas tan célebres con Lorenzo da Ponte (“Las bodas de Fígaro”-1786, “Don Giovanni”-1787 y “Così fan tutte”-1790), conservan el mismo espíritu galante dentro de un clasicismo de manual. No obstante, en la “La flauta mágica”-1791 podemos encontrar elementos singulares derivados de un delicado forzamiento musical hacia ese simbolismo mítico que a la masonería quiso homenajear. Disfrazada de un cuento de hadas que no es tal, esta zarzuela alemana (singspiel) esconde mucho más de lo que E. Schikaneder escribió en el libreto y podemos encontrar en una partitura cuya reiteración por triplicado de acordes, elementos narrativos y personajes, muestra su orientación hacia esa sociedad secreta de rituales esotéricos e iniciáticos que promueve la búsqueda de la verdad. Las famosas arias de La Reina de la Noche, Sarastro o el dúo de Papageno y Papagena, no dejan de ser una popular anécdota en esta obra con vocación de originalidad. Es posible que, sin ellas y alguna que otra más, “La flauta mágica” no fuera la ópera más representada de su autor y una de las primeras del top mundial. Y es que Mozart… (“aquí y allá encontrarán satisfacción los entendidos, pero lo escribo de tal manera que los no entendidos también queden satisfechos sin que sepan exactamente el porqué”) …siempre supo qué tecla tocar para deleitar.

Tanto en la anterior presentación de 2018 como en la de esta temporada en Les Arts, Ramón Gener se obstina en demostrar que la música (no el libreto, claro está) de “La flauta mágica” es feminista, al igual que lo fue su autor, olvidando que el resto de su obra (“Così fan tutte”, en especial) lo venga a desmontar. ¿Alguien puede asegurar que Mozart, en pleno siglo XVIII, consideró al hombre y la mujer en un plano de moderna igualdad? Si ello fuera así, por insólito y perturbador en aquel tiempo, hubiera llegado a nuestros días, no como una hipótesis actual, sino como la constatación histórica en letras mayúsculas de toda una verdad. Trasladar el genio en el ejercicio de una actividad artística, deportiva o profesional a la vida personal es uno de los errores que la mitificación se obstina en falsear. Y es que en esta vida… “nada es verdad ni mentira, todo es según el color del cristal con que se mira” y con maña, cualquier idea se puede argumentar (yo mismo, de esto, tampoco me puedo librar). ¡Ah! y aunque solo sea por esta vez, quiero constatar que mis frecuentes alusiones al Sr. Gener no lo son a título particular, sino por tratarse del vehículo principal de comunicación oficial de las óperas del Palau de Les Arts. A pesar de frecuentes diferencias de opinión, sigo sus divertidas explicaciones adornadas por el inmortal piano de Clemente y su tantas veces falseteada voz baritonal.

Tras las programaciones de 2013 y 2018, ayer tuvo lugar el estreno en Valencia de la aclamada producción de la Dutch National Opera, el Festival Aix-en-Provence y la English National Opera de “La flauta mágica” a cargo del escenógrafo Simon McBurney, todo un festival de efectos especiales cuyas ramas visuales dificultaron ver el bosque de la musicalidad. Algo así como las películas (buenas) de superhéroes, que nos mantienen enganchados a la pantalla mientras dura el espectáculo y luego todo se tiende a olvidar. Lo visto combina la escenografía minimalista (una plataforma oscilante en un escenario sin más) con las originales proyecciones simultáneas creadas al momento por un hábil dibujante y ante los ojos de todo el personal. Pues bien, tanta es la carga de información visual que me resultó complicado atender a lo musical, porque mi cabeza no daba para más. Aun con esto, la propuesta es original y bien se podría salvar de no ser por la comisión de un pecado mortal: traspasar las fronteras de lo escénico para entrar en una partitura que nunca se debiera alterar, es decir, pasar de los efectos especiales que vemos a los que podemos escuchar.

Tal y como ocurriera con la primera grabación de estudio de “El Anillo del Nibelungo” de Solti/Culshaw (1958-65), el debate sobre la introducción de efectos electrónicos de sonido en obras creadas siglos atrás parece no acabar. En mi opinión, perjudican sobremanera la idea original, que siempre hay que respetar. De esto, ayer los tuvimos para dar y tomar. Pero aún es más, pues en un momento determinado, “La flauta mágica” dejó de ser un singspiel alemán para convertirse en valenciano himno regional, pasando de Mozart a Serrano sin solución de continuidad. Asimismo, algún personaje habló en castellano, recordándome aquel 2018, cuando escribí… “Para colmo, parte de los recitativos de la obra (y otros inventados en forma de chascarrillos para halagar a esta ciudad) se pronunciaron traducidos al castellano por los figurantes y los cantantes, sin criterio alguno para ello, pues hasta los mismos solistas alternaron el alemán con nuestro idioma en un zarzuelero desbarajuste sensorial que al mismísimo Mozart le hubiera obligado a visitar el baño para vomitar”. En fin, intentos de ganarse el favor popular que atentan contra el buen gusto y el copyright. Ante esto, que Papageno miccionase en una botella (sonido incluido) queda como un agravio comparativo venial.

Tampoco soy partidario de implicar al espectador en la representación (que paga para ver y no para actuar), pues a muchos esto se le hace tan incómodo como difícil de disimular. Las múltiples evoluciones de los personajes por el patio de butacas incluyeron el paso por una fila entera, que obligó a levantarse a todos los presentes, algo imposible de haber elegido una de más atrás, donde se encontraba, sentado como siempre, Ramón Almazán. Además, muchas caras anónimas fueron filmadas y proyectadas en formato “king size”, para regocijo de quienes no aparecían y desazón de los que fueron nominados como improvisados actores sin antes preguntar.

La traslación temporal, que hoy en día parece ser de obligación general, lleva la trama a lo que parece ser la actualidad, sin mayor justificación conocida que la de ahorrar en un vestuario muy normal. No estoy en contra de situar las óperas en otro tiempo y lugar, valiendo el ejemplo de la interesante versión cinematográfica de esta obra que Kenneth Branagh filmó en 2006, ambientada en la I Guerra Mundial.

El balance vocal no se alejó de lo que viene siendo habitual: buena elección de cantantes que, sin deslumbrar, nos elevan siempre el espectáculo por encima de lo visual. La mayoría con voz ajustada a su papel, con la excepción de Giovanni Sala (Tamino), cuya emisión lírica se aleja del frío metal que pide este príncipe, precedente del tenor heroico que luego Wagner haría inmortal y el insuficiente Monostatos de Brenton Ryan, a quien no se le llegaba a escuchar. A destacar la presencia y solemnidad en el Sarastro del bajo Matthew Rose; el excelente registro vocal de la joven soprano española Serena Sáenz (premio Ópera Actual 2023), que encarna una Pamina de corte muy alemán; la demostrada coloratura (aunque no tanta agilidad) de la especialista en Reina de la Noche, Rainelle Krause, quien tuvo problemas en su primera aria para luego abordar con soltura la segunda, tan pirotécnica y popular; la correcta Iria Goti, del Centro de Perfeccionamiento, componiendo una graciosa Papagena en lo gestual y la magnífica prestación tanto vocal como actoral del barítono Gyula Orendt como Papageno, quizás el rol operístico con más personalidad y que, cuando no se exagera, suele arrasar.

Los conjuntos de la casa, como siempre, volvieron a triunfar. La OCV y Gaffigan, un tanto desajustada con respecto a los cantantes en algún pasaje, brilló con un sonido aterciopelado a lo Filarmónica de Viena con Karl Böhm y el Coro no le fue atrás, controlando en todo momento cualquier ansia de efusividad, sabedores de que en Mozart todo es gusto, encaje y ecuanimidad.

No quiero terminar sin mencionar las reveladoras palabras que pronuncia el personaje interpretado por José Sacristán en “Roma”, esa excelente película que dirigió en 2004 Adolfo Aristarain. Encarna a un escritor maduro y desengañado, al parecer muy aficionado a la música clásica, pues le vemos en una estancia repleta de discos escuchando a todo volumen una sinfonía de Brahms. En un momento determinado dice que la música ya no le apasiona como cuando era joven y que ha dejado de sentir esa incontenible emoción que protagonizaba el descubrimiento de nuevas obras y la asistencia a los primeros conciertos… tal y como me ocurre a mí, muy a mi pesar. Y es que la música, como las personas, también es sujeto de enamoramiento, cuyo irrefrenable fulgor no puede durar más que el conocimiento de lo amado, hasta que con el tiempo se convierte en la aceptada repetición de una remansada cotidianidad.

Finaliza con suspenso general en lo escénico y notable alto en lo musical la presente temporada de grandes óperas en Valencia. En la próxima tendremos “Manon” (J. Massenet-1882), “Il Trovatore” (G. Verdi-1853), “Diálogo de Carmelitas” (F. Poulenc-1953), “L´Orfeo” (C. Monteverdi-1607), “El holandés errante” (R. Wagner-1843), “Gianni Schicchi” (G. Puccini-1918), “Tamerlano” (G.F. Händel-1724) y “Roberto Devereux” (G. Donizetti-1837), sin olvidar los recitales de Juan Diego Flórez, Sondra Radvanocsky y Piotr Beczala, Joyce DiDonato o el anhelado debut de Anna Netrebko en El Palau de Les Arts. Tras dieciocho años ininterrumpidos, espero estar, porque no lo puedo dejar, aunque cada año sea más escéptico, como Sacristán. Son las tremendas cosas de la edad…


No hay una grabación que exprese mejor lo que musicalmente significa el singspiel alemán que la registrada por EMI en 1964, dirigiendo Otto Klemperer a esa maravilla de los años sesenta que fue la Orquesta y Coros Philharmonia, junto con las más destacadas voces del momento para cada personaje principal: Gedda, Janowitz, Berry, Unger, Popp, Frick, Schwarzkopf y Ludwig quienes, al no interpretar las partes habladas, impidieron que este registro tenga la consideración de referencial.

“Un baile de máscaras”: el retrato de nuestra sociedad

Que la vida es una suerte de hipocresía trufada de eufemismos para no molestar es algo que pocos, con sentido común y la suficiente edad, discutirán. La verdad incomoda tanto como la mentira y así no hay manera de poderse aclarar. Ser sincero aboca a la solitaria marginalidad y lo contrario está penado, en apariencia, por la sociedad. Caminar por el mundo sin tropezar obliga a esquivar tantos obstáculos frente a la sinuosa realidad que uno nunca sabe si es mejor hablar o callar. Nuestra inestable existencia transcurre en un continuo baile donde las máscaras ocultan lo que piensa cada cual.

La historia del arte se encuentra plagada de taimadas censuras que buscan preservar poderes, silenciando voces o cuanto menos, obligando a modificar lo que en un principio los creadores quisieron expresar. Esto alcanza el despropósito más ejemplar cuando el objeto de la reprobación es la misma Historia o lo que de ella conocemos los demás. Que el rey Gustavo III de Suecia fue asesinado en 1792 como resultado de una conspiración política mientras se celebraba un baile de máscaras en la Ópera de Estocolmo es algo que a Verdi, siendo ya una estrella mundial, le prohibieron relatar. Así, el Rey de Suecia paso a ser Conde de Warwick, en un Boston que por su lejanía y entonces menor representatividad resultaba muy poco relacionable con aquella actualidad. Pero hogaño ocurre más o menos igual y para ejemplo, baste lo que acontece en muchas monarquías europeas y no se suele permitir del todo contar. Y lo peor es que, anestesiada nuestra opinión, lo solemos aceptar.

“Un baile de máscaras” (G. Verdi-1859) es un Verdi que, sin saberlo bien explicar, me resulta un tanto extraño aun cuando sigue siendo hija de quien culminó la evolución de la ópera romántica, llevándola a su más alta expresión musical. Wagner exploró otros caminos que, si bien condicionaron a los demás, no crearon escuela a imitar. El Verismo fue el canto del cisne anunciador del fin de una manera de componer que durante trescientos años invitó al espectador a deleitarse dejándose llevar. Después, todo se comenzó a trastornar y lo que es peor, a confundir música con ruido infernal. Como ejemplo… la ópera “El gran macabro” (G. Ligeti-1975) que nos ofreció el pasado sábado Ricardo de Cala en su programa de Radio Clásica “Maestros cantores”, cuya audiencia mucho me temo optó por escapar. Solo los acólitos de “El rey desnudo” han sido capaces de ver lo que en el último siglo nadie puede descifrar.

El estreno ayer de “Un ballo in maschera”, esta nueva coproducción del Palau de Les Arts y la Staatsoper Unter den Linden de Berlín, fue deplorable en lo escenográfico y notable en lo musical, por lo tanto, fallido en su valoración general. Y es que al pagar mi localidad no voy a conformarme con solo escuchar, pues para ello ya dispongo de mi discoteca particular. Que una partitura espléndida y unos intérpretes vocales e instrumentales de primer nivel mundial sean afeados por caprichos de unos disparatados escenógrafos consentidos de la superioridad es inadmisible y así el público con los abucheos finales lo vino a significar.

Mi tenor lírico verdiano favorito del último decenio es el genovés Francesco Meli, heredero del impecable estilo italiano de Bergonzi y la efusividad de Carreras, aunque con emisión más pequeña, lo que le condenará a no triunfar de verdad. Ayer fue el mejor, con esa voz sedosa que nunca se descompone y reta a cualquier dificultad en su exigente papel de “Riccardo”, que articuló desde el perfecto dominio de la técnica y el arrojo de una controlada emotividad. Anna Pirozzi (“Amelia”) es justo lo contrario: muchos caballos y menos gracilidad. Pero eso mismo es lo que le pide su personaje a una soprano dramática, como ayer pudimos comprobar (solo la Caballé fue capaz de interpretar este papel desde una sutileza belcantista que no quedaba nada mal). El milanés Franco Vassallo (“Renato”) es un barítono de voz metálica y pectoral, es decir, fuera de estilo verdiano (nada que ver con el incomparable “Renato” de Bruson, quien además se llamaba igual) y más apropiado para las interminables andanzas wagnerianas o incluso las óperas de Richard Strauss. Magnífica la joven valenciana Marina Monzó como un “Oscar” travestido que interpretó con criterio muy actoral y cuya bien timbrada voz merece papeles protagonistas en teatros de la primera división mundial. Como sucede en la actualidad, la ausencia total de contraltos llevó a que la mezzo Agnieszka Rehlis abordase el papel de “Ulrica” sin poderle dotar de la exigida oscuridad.

Los medios corales y orquestales de la casa nunca fallan, lo que llevó a Antonino Fogliani, Director Musical de la velada, a triunfar. Quizás faltó algo de brío (que no sonoridad), pero nada más. Pronto los directores pagarán por venir a Les Arts.

Quien previamente desconozca el argumento de “Un ballo in maschera” es seguro que no se aclarará hasta el final. Imposible relacionar el libreto de la ópera con la desquiciada explicación visual de Rafael R. Villalobos y lo que es peor, es fea de solemnidad. Televisores estropeados y neones que no terminan de arrancar, junto con cables por doquier, en un entorno mural con aspiraciones neoclásicas, arruinadas por una iluminación carente de toda intención teatral. Las alegorías y referencias pseudoculturales propuestas, como suele ser habitual, procesionan por caminos inescrutables a cualquier mortal. En fin, feísmo y oscurantismo en estado puro que no se merece la hermosa música de Verdi ni el sufrido público en general. Además, excepto Monzó, todos los demás cantantes lucieron inamovibles cuando interpretaban sus arias, a la manera de un recital. Por otra parte, el vestuario del televisivo diseñador Lorenzo Caprile, excepto en el último cuadro del último acto (el baile), parecía sacado de Trajes Milano, la sección de corsetería para señoras de El Corte Inglés y Deportes Arnau, algo impropio de un exquisito modisto al que alguien ha debido engañar.

Lo peor de esta ausencia generalizada de belleza en la escenografía de la actualidad es que se contagia al público, quien indolente acude a la ópera tan “cómodo” como recién salido de la paella familiar. Hoy, en Les Arts, casi todos los espectadores parecen (con perdón del siguiente) un turista alemán…


Desde hace décadas, uno de los criterios principales que asumo para seleccionar grabaciones fonográficas es el del sonido y su calidad. No hay que olvidar que la máxima en la excelencia de la reproducción musical es lograr la mínima perdida de la señal, por lo que cuando esta es deficiente, aún peor será lo que consigamos escuchar. De nada sirve contar con un buen equipo de alta fidelidad si lo que le llega no la tiene (como ver una película analógica en un televisor 8K), algo que por no cuidar lo que se compra suele ser muy habitual. Por ejemplo, los registros monofónicos (por muy bien que hayan sido remasterizados) trasladan en blanco y negro lo que es color en la realidad. Lo del “documento histórico” está bien para conservar el pasado o estudiar, pero no para disfrutar. Así, en mi colección de discos son raras las versiones no estereofónicas o cuya grabación se realizó sin cuidar y solo llego a hospedar algunas aceptables funciones en vivo porque recogen la expectación de lo presencial. Es por esto que, de las innumerables opciones a la venta de “Un baile de máscaras”, recomiendo la segunda de las tres que firmó Georg Solti, tomada en el Kingsway Hall de Londres en 1985 para DECCA y cuya esplendorosa sonoridad digital resulta imposible de igualar. Además, cuenta con el estado de gracia de la National Philharmonic Orchestra, la London Opera Chorus, Margaret Price, Renato Bruson (otra vez) y un Luciano Pavarotti con cincuenta años y todavía ese prodigio de voz natural que, para deslumbrar, no necesitaba de nada más.

La elegancia fallera en peligro de naufragar

Avanzaba yo en la veintena cuando, viendo “Armas de mujer” (M. Nichols-1988), quedé atónito al presenciar como Melanie Griffith caminaba por Manhattan vestida con traje sastre y unas deportivas que en nada combinaban con el concepto de la elegancia tradicional. Nadie la miraba, acostumbrados los neoyorkinos a estar curados de espanto ante cualquier tipo de barbaridad. Hoy en día, hasta los hombres de cualquier ciudad se ufanan por incluir ese tipo de calzado súper sport al traje de corbata formal (que incluso llegan a combinar con mochilas de acampar), atentando al buen gusto secular y constatando que el competitivo negocio de la moda centrifuga galanuras y viene con todo a arrasar.

Hace un par de meses, paseando por Valencia, me fijé en un escaparate de indumentaria típica valenciana que mostraba varias deportivas cuya lona reproducía, a semejanza de los zapatos oficiales, los mismos floridos dibujos barroquizantes del lujoso “espolín” (seda tejida a mano con la que los mejores trajes de fallera se vienen a confeccionar). Para no dejar ninguna duda respecto de su desconcertante originalidad, también aparecía una especie de saquito de colgar que completaba lo que no podía ser otra cosa que un disfraz en aquel tiempo de carnaval. La propuesta me pareció una broma o quizás una extravagancia para llamar la atención comercial, pero durante estas Fallas de 2024 he comprobado que su uso lleva camino de ser general.

En efecto, al igual que la Griffith se calzaba unas deportivas para ir y volver de trabajar, ahora muchas falleras hacen lo propio antes y después del instante final de la Ofrenda a la Virgen de los Desamparados, en una bovina comunión de desestilo que hiere a la vista y a la tradición popular. Y lo peor es que no se conforman con esta deconstruida variedad, sino que lucen los modelos más atrevidos de New Balance, Nike, Adidas o Vans. Que las falleritas infantiles las usen tiene la justificación de atender cariñosamente a un cansancio indumentario que no puede remediar su tierna edad, pero observar a veteranas señoras ataviadas como un “ninot indultat” humilla su trayectoria fallera y a la fiesta emblema de la ciudad. Yo no soy fallero, pero sí observante de la elegancia correspondiente a cada momento y lugar, como baluarte de la dignidad personal y la necesaria consideración hacia los demás.

Pero este no es el único ejemplo de contradicción tradicional, pues en el peinado de muchos jóvenes falleros encontramos otro dislate difícil de asimilar. Y es que, ese corte de pelo que es moda actual al estilo último mohicano o marine de la II Guerra Mundial, queda fatal a quienes visten de “torrentí” o “zaragüell” sin sombrero o pañuelo “al cap” y consideran que con su traje de época ya no necesitan más. Para mí, resulta un anacronismo similar a entrar en una Notaría y ver su titular tocado con una peluca Luis XIV dispuesto a firmar.

Sin embargo, aquí no todo es desatino y relajación popular, pues hay algo muy de estimar: el acompañamiento musical que cada comisión fallera contrata para amenizar los festejos josefinos suele interpretar pasodobles, que son iguales a los que suenan en otras fiestas del territorio nacional y suelen generar estampas de vergüenza local. Música alegre que invita al baile (“Paquito, el chocolatero” sería el paradigma popular), cuya donosura se viene a perjudicar por el alcohol ingerido y el que todavía queda por tomar. No obstante, en Valencia nunca se traspasa el decoro en el movimiento (en los pasacalles públicos, me refiero), que en las falleras es muy comedido (quizás por lo aparatoso del traje) y en sus acompañantes masculinos ni hay, pues se muestran tan hieráticos como intransigentes al compás. Por este lado, aplauso y nada que censurar.

Cierto es que el gusto es algo muy personal, pero también que hay personas sin ningún gusto y por ello adoptan el de los demás…

Una “Orquesta Filarmónica Checa” con resultado desigual

No lo puedo evitar y como tantos, también soy un mitómano musical. El irresistible influjo de los éxitos pasados de orquestas, directores, solistas y cantantes, imantan mi interés por lo que fueron y sin necesidad de que lo sigan siendo, esto último en el caso de las orquestas, cuya vida trasciende la humana, convirtiéndose en longevas banderas culturales de los países o ciudades que las promueven para disfrute de propios y de los extraños que las escuchamos cuando nos vienen a visitar.

Uno de los mitos orquestales del siglo pasado es la Orquesta Filarmónica Checa, por su ininterrumpida excelencia musical desde que fuera creada a finales del siglo XIX y cuyo primer concierto con el nombre por el que hoy la conocemos lo dirigió Antonín Dvořák interpretando obras suyas, algo que ayer no podía olvidar. Como tampoco su histórica nómina de directores titulares, entre los que destacan Rafael Kubelik, Karel Ančerl, Václav Neumann, Jiří Bělohlávek, Vladímir Ashkenazi, Eliahu Inbal o el Semyon Bychkov de la actualidad.

En efecto, el programa del Abono 27 del Palau de la Música de Valencia para esta temporada 2023-24 estaba dedicado a Dvořák, con una obertura (“En el reino de la naturaleza”) y dos de sus composiciones más reconocidas (el “Concierto para violonchelo y orquesta en sí menor” de 1895 y la “Sinfonía número 8 en sol mayor” de 1889), interpretadas por la orquesta de referencia para este fascinante compositor nacido en uno de los países europeos con mayor tradición musical.

Hace unos treinta años asistí, en el mismo Palau de la Música, a una histórica interpretación del citado “Concierto para violonchelo” a cargo de Mstislav Rostropóvich, a quien recuerdo con su personal expresión facial y sentado sobre un pedestal a la izquierda de la orquesta (no sé cuál), mientras yo escuchaba rendido ante aquel mito viviente, amigo de la reina que pone nombre al Palau de Les Arts. Su vibrante interpretación distó mucho de la que ayer pudimos escuchar a Semyon Bychkov y Pablo Fernández, ambos responsables de una versión edulcorada que se aleja en exceso del canon romántico que propugna el bélico enfrentamiento entre orquesta y solista instrumental.

Yo diría que el joven y aclamado Pablo Fernández es afín en su intención interpretativa al pianista español Javier Perianes, porque ambos buscan ese sonido satinado que suma poesía, pero resta contundencia y dinamicidad. Además, a esto se vino a juntar la impronta de un Bychkov que limó asperezas y fortalezas a la Orquesta Filarmónica Checa, llegando todos a un resultado esteticista, pero falto de contrastes y de la energía esperada en este concierto que pide más y más.

Lo que fue antes falta resultó luego idoneidad en la Sinfonía número 8, cuya partitura, toda ella de una bella amabilidad, fue interpretada de manera magistral, continuando con ese sonido almibarado que esta obra sí pide y es capital. Destacó la portentosa sección de cuerdas (violines primeros en especial) y unos metales cuya delicadeza les hacía parecer cálidas maderas, además de la metrónoma percusión siempre ajustada en cada golpe de timbal.

Tres reconocibles propinas cerraron esta clamorosa noche de éxito para un público que, a diferencia de antaño, no termina de llenar la Sala Iturbi (si no es con estas orquestas estrella… ¿cuándo lo será?) y que en mi opinión fue desigual…

“Orfeo y Eurídice”… los costes de una música preliminar

La pertenencia de una ópera al repertorio actual no siempre responde solo al favor popular, pues en algunas influyen otras consideraciones defendidas por los programadores y los medios de comunicación, como por ejemplo su trascendencia histórica al ser principio de algo o en ocasiones incluso final.

Esto le ocurre a “Orfeo y Eurídice” (C. W. Gluck-1762), una obra que nace con la pretensión de reformar la ópera seria italiana (la que conocemos como ópera barroca), cuyos máximos exponentes fueron el compositor alemán Georg Friedrich Händel, el libretista italiano Pietro Metastasio y el “castrato” Farinelli, empeñados ante todo en lucir sus artes añadiendo a las obras más y más complejidad. Gluck, en cambio, trató de simplificar buscando un cierto minimalismo musical, suprimiendo los recitativos “seccos” (los suyos suelen incorporar un discreto acompañamiento orquestal), las arias “da capo” (pues ya no busca ese canto melismático con gran virtuosismo vocal) y a la manera de la tragedia griega, devolviendo a la acción dramática su papel principal. Todo ello tuvo gran influencia posterior (Mozart, Beethoven o Wagner), pero como cualquier intento precursor, no llega a la maestría que el desarrollo ulterior lograría alcanzar.

Y es que, eliminados los ornamentos de su música y de la interpretación vocal, “Orfeo y Eurídice” resulta un tanto llana al escucharla entera y sin solución de continuidad, tal como ocurre en una representación teatral. No tanto, claro, si nos limitamos solo a ciertos pasajes como la “Danza de los espíritus bienaventurados” (Acto II-Escena II) o la famosa aria “Che farò senza Euridice” (Acto III-Escena I), igualmente sencillos y tristes, si bien plenos de armonía e inspiración emocional. Y digo tristes porque toda la obra destila un lastimero y doliente decaimiento del que no se libran ni los supuestos momentos de felicidad (algo que más tarde escucharemos en el “Lied” alemán). Por tanto, ante el espectador actual, la puesta en escena de esta ópera deviene en un factor de éxito crucial, pues debe ser capaz de aportar una lectura que consiga dinamizar ese valle de homogeneidad musical.

Les Arts estrenó ayer “Orfeo y Eurídice” (versión vienesa) en una coproducción de cuatro teatros (nutrida mancomunidad, pues parece que en estos tiempos ya nadie tiene presupuesto para afrontar una producción en soledad) y también con cuatro representaciones (un par menos de lo habitual), habida cuenta de que este tipo de música preliminar de la ópera romántica no atrae del todo al público en general.

En esta ocasión, la escenografía propuesta por Robert Carsen sumó en lugar de restar. Y es que, casi siempre menos es más, en especial cuando se trata de traer la historia a la actualidad. Un desnudo páramo es el continente de esta obra cuya acción se podría contar en solo un par de líneas, pero que aquí resulta amena por la gran labor actoral de coro y solistas, todos al servicio de una imagen plástica tan artística (escena de las candelas y los espíritus ensabanados, por ejemplo) como ingeniosa en el movimiento de personajes (escena entre Orfeo y Eurídice, que no se pueden mirar a la vez que nos deben mirar para cantar). Todos los personajes visten a lo “Bodas de sangre”, en un blanco y negro eclipsador de cualquier motivo ajeno a la adversidad que representa una sencilla tumba, puerta de entrada al tenebroso más allá.

En lo musical, el director principal de “Les Musiciens du Prince-Mónaco”, Gianluca Capuano, nos presentó una versión acelerada (85 minutos) de esta ópera, algo que no la suele mejorar. Estoy con Celibidache y su pausada solemnidad, pues lo contrario (compárese la enloquecida versión grabada en el 53 por Glen Gould de las “Variaciones Goldberg” con su más reposada de 1981) lleva a la trivialización musical. En este circuito de velocidad, hubo extrañas contradicciones como la de “Che farò senza Euridice”, interpretada al sprint durante su primera parte para decelerar en la segunda, tanto que nunca parecía terminar.

A la Orquesta de la Comunidad Valenciana le ocurrió lo que a todas (filarmónicas de Berlín y Viena incluidas) cuando afrontan el repertorio preclásico y es que suenan mal. Acostumbrados al sonido “Harnoncourt” y su revisionismo historicista, solo las formaciones especialistas en el repertorio barroco y medieval son capaces de sonar como los autores de aquellas épocas imaginaron y las orquestas vinieron a interpretar. Se trata de una cuestión de estilo, pues cualquier orquesta romántica con instrumentos originales tampoco lograrían alcanzar esa fidelidad.

En lo vocal, el triunfador de la velada fue el Coro de la Generalidad Valenciana, certero en estilo e inmenso en empaste y teatralidad. En la Scala o en el Metropolitan hubieran igualado cualquier récord de aplausos, sino más. Y a propósito de esto, durante toda la representación no se aplaudió ninguna intervención y no por demérito de los cantantes, sino porque esta pesarosa ópera sume al espectador en un intrínseco letargo que logra anestesiar cualquier intento de mostrar recompensas hasta llegar al final.

El protagonista total de la obra es Orfeo, que en aquellos tiempos lo cantaba un castrado porque era lo que solicitaba el público, aunque tenga poco de lógico al tratarse de una voz que no contrasta con la de Eurídice y además ahora no la hay. Vaya por delante que no soy fan de las voces masculinas agudas, como el tenor lírico ligero y en especial el contratenor, al que llego a soportar en disco, pero no en un escenario, donde imagen y voz me producen una confusión identitaria que no puedo remediar. Además, los contratenores pierden parte de su cualidad vocal al emitir en falsete, algo similar a lo que ocurre con el ecualizador en un equipo de alta fidelidad. Al margen de esto (que es mi gusto personal) debo reconocer que el italiano (del Lugo de Italia) Carlo Vistoli, aunque suena grave para su cuerda, sabe cantar. Lo demostró en su ininterrumpida presencia plagada de pasajes que, si en apariencia parecían sencillos, estaban cargados de intrínseca dificultad. Por otra parte, tanto Francesca Aspromonte (Eurídice) como Elena Galitskaya (Amor), cumplieron en sus breves papeles, destacando más la segunda al conformar su personaje con gracia y expresividad. Hay que destacar que, siendo una excepción, el canto ayer se pudo escuchar, pues la orquesta (en la que salían y entraban miembros por cada lateral) por momentos no llego a superar los veinte profesores, en otra demostración del adelgazamiento reformista propuesto por el compositor alemán.

En esta ocasión ocurrió lo contrario a lo que suele ser habitual en Les Arts, pues se bajó el telón cuando el teatro permanecía lleno de espectadores, sentados y aplaudiendo sin parar (a las 19:30 h de un domingo no hay prisa por marchar). Fue una lástima que ningún responsable de la escenografía saliese a saludar para comprobar si el público coincide con el criterio que antes he intentado explicar.

Quiero finalizar significando lo que, por imposible y por insultar a la inteligencia de los demás, nunca se debió publicar. Tras las numerosas quejas de aficionados y medios de comunicación solicitando la restitución de los programas de mano impresos, Les Arts incluye ahora en su Web una página titulada “Les Arts en un mundo cambiante”, donde explica su nueva política de sostenibilidad. Entre otras medidas adoptadas está la de restringir los programas solo a lo digital y como prueba de acierto se indica que “…la supresión de programas de mano en 12 espectáculos ha significado un ahorro de 24,84 toneladas de papel…”. Pues bien, calculando con extrema generosidad, si la Sala Principal de Les Arts cuenta con 1.412 localidades y cada espectáculo se ofrece en, como máximo, 6 representaciones, ello supondrá unos 8.472 programas por título que, siendo 12, arrojaría un total de 101.664, cuyo peso por unidad deberá ser por necesidad de unos 244 gramos para así lograr completar esas 24,84 toneladas de papel que esta poco matemática institución se elogia en ahorrar. Es decir, que para ser esto real, uno solo de los programas de mano equivaldría a un par de ejemplares juntos de “Cien años de soledad”. “Sostenibilidad”, ese disfraz que viste cualquier desmán…


Muchas y meritorias son las grabaciones disponibles de esta obra, aunque cabe significar la versión en italiano (1762) de Sigiswald Kuijken y René Jacobs (Orfeo-contratenor) con los instrumentos originales de La Petite Bande y el Collegium Vocale Gent, para ACCENT en 1982. Respecto de la versión adaptada al francés por Gluck en 1774 e instrumentada por Berlioz en 1859, destaca el pasional registro de John Eliot Gardiner con la Orquesta de la Ópera de Lyon, el Coro Monteverdi, Anne Sofie von Otter (Orfeo-mezzosoprano) y Barbara Hendricks, para EMI en 1989. Al parecer, el papel de Orfeo ejerce de imán para muchos cantantes, sea cual fuere su cuerda, como podemos apreciar en 1968, cuando el romanticista Karl Richter dirigió una grabación para DG con el gran barítono alemán Dietrich Fischer-Dieskau en el papel de un insólito Orfeo por su varonil tonalidad. Incluso el belcantista Juan Diego Flórez (tenor lírico ligero) dirigido por Jesús López-Cobos para DECCA, en 2010 y en francés lo quiso intentar.

Una “Salomé” silenciada por el poder… orquestal

Para su “Salomé”, el último gran compositor alemán pedía… “la voz de una Isolda de dieciséis años”, algo imposible de encontrar. Pero además, quería que fuera capaz de interpretar la culminante “Danza de los siete velos” con la sensualidad y ligereza de una bailarina profesional. Así las cosas, este personaje nunca ha conseguido encontrar a su representante escénico ideal, tanto por la edad como por el físico de las sopranos dramáticas, casi todas mayores y con algunos kilos de más. Un papel que prueba los límites de la voz y las habituales carencias a la hora de actuar y sobre todo de bailar.

La orquesta tampoco escapa a la dificultad, ante esa intensa arboladura musical que la partitura despliega para asombro de quienes la escucharon en su estreno y placer actual de los melómanos que se aventuran a explorar las fronteras de la tonalidad. Las originales armonías, enérgicas modulaciones, atrevidas disonancias y deslumbrantes cromatismos, siempre de una fascinante originalidad, comprometen la pericia de los atriles y prueban al mejor Director que podamos encontrar.

Por todo ello, al presenciar una “Salomé” representada, se impone cierto ejercicio de condescendencia, pues no sería justo solicitar más de lo que hasta ahora se haya podido dar. Sin embargo, la exigencia deberá aumentar cuando se trate de una versión solo musical, al prescindir de la parte actoral.

La “Salomé” (R. Strauss-1905) en versión concierto ofrecida estos días en el Palau de la Música de Valencia, con sus titulares la Orquesta de Valencia y el director Alexander Liebreich junto a Lise Lindstrom (Salomé), Michael Nagy (Jokanaán), Michael Weinius (Herodes), Stefanie Iranyi (Herodías) y Jon Jurgens (Narraboth), se vio perjudicada por lo que suele ser el signo distintivo de su Sala Iturbi: la excepcional sonoridad. Y es que, lo que supone una ventaja para la música sinfónica resulta ser desventaja para las voces que, sin la atenuación sonora del foso, no pueden competir con la orquesta ubicada en un plano de igualdad. Esto todavía se percibe más en obras como “Salomé”, cuya volcánica partitura a cargo de más de cien intérpretes no se debe atenuar so pena de desvirtuar la intención musical de un Strauss genial. Todo no puede ser y cada auditorio se diseña con un objetivo principal. Algunos lo consiguen, como el Palau de la Música de Valencia para la música instrumental y otros, como el Palau de Les Arts para la ópera, dejan mucho que desear.

Dicho lo anterior, no me puedo definir respecto de las voces supuestamente escuchadas, pues juzgar sin conocer es engañar. En la práctica totalidad de la obra, los cantantes principales quedaron silenciados por la masa orquestal y en especial la Salomé de la soprano dramática Lise Lindstrom que, aun contando con un instrumento de probada sonoridad, sus mejores intervenciones en la partitura coinciden con los momentos de mayor enervación musical.

Pese a tratarse de una versión no escenificada, los cantantes intentaron actuar, ofreciendo las mejores prestaciones la citada Lindstrom y el “Herodes” del tenor también dramático Michael Weinius, ambos apasionados, pero sin llegarse a pasar. En las antípodas, por abajo un ausente Michael Nagy quien, al no saberse su personaje de “Jokanaán”, estático tuvo que llevar el libro de la partitura aquí y allá. Por arriba, la histriónica “Herodías” de Stefanie Iranyi, siempre al borde de un ataque de ansiedad.

Volviendo a lo instrumental, Alexander Liebreich y la Orquesta de Valencia ofrecieron una versión solo aceptable y que no será para recordar. Cuando un equipo no funciona se echan las culpas al entrenador, pero Liebreich es un buen director y reconocido especialista en Strauss (Director del Festival Richard Strauss de Garmisch-Partenkirchen), además de alemán. Por otra parte, los jugadores en este caso son instrumentistas profesionales que hay que respetar (baste el ejemplo de Javier Eguillor a los determinantes timbales, tan preciso como pleno de musicalidad). Pero no todo es la individualidad y aquí la noche vino a naufragar ante mucha confusión sonora cuando a las diferentes familias de instrumentos les tocaba armonizar. Solo en “La danza de los siete velos” se consiguió brillar y es seguro que fruto de intensos ensayos focalizados en este pasaje que, todos sabemos, siempre es motivo de atención especial.

Yo acudí a la segunda función, irreconocible en la media de edad de los asistentes, mucho menor de lo habitual al tratarse de un concierto extraordinario fuera del abono general. En un momento de perplejidad tuve la sensación de que en el Palau de la Música de Valencia había relevo generacional.

Si hace unos días afeaba al Palau de Les Arts la recuperación de los programas de mano en forma de lastimosa hoja de papel de fumar, el que gratuitamente nos ha proporcionado el Palau de la Música para esta “Salomé” (además del usual, con su acostumbrada calidad) es todo un detalle con el espectador, al editar el libreto completo de la ópera en castellano, valenciano y alemán. Nadie podrá justificar ahorros presupuestarios, cuando la entrada más cara en el Palau de la Música para esta ópera no superaba los 20 euros y llega a los 145 en cualquiera de Les Arts…


Por su sonido deslumbrante (sistema “Sonistage”, registrado en la Sofiensaal vienesa y ahora remasterizado) y la excepcional interpretación de una Birgit Nilsson infatigable y en plenitud vocal, es recomendable la grabación que para DECCA y en 1962 realizó la Orquesta Filarmónica de Viena dirigida por un Georg Solti con todo el saber que en su “Anillo” y con la misma orquesta, cantante y productor (John Culshaw) pronto nos iba a demostrar.