¿Es la Ópera un bien de primera necesidad…?

Desgraciadamente, solo cuando cambiamos de lugar aparecen motivos para dudar. La continuidad no propicia la discusión, lo que lleva a la inmovilidad.

Una de las preguntas que me asaltan en estos corona-momentos en los que la vida parece estar centrifugando su cotidianidad, se refiere a si la Ópera es un bien de primera necesidad (esos que son imprescindibles para la vida normal). A tenor de lo que está aconteciendo parece ser que sí lo sea pues, junto a otras manifestaciones de la cultura popular, se nos brinda gratuita al objeto de preservar la buena salud mental. No tengo objeciones a esto, si bien también me pregunto la razón por la que los supermercados no ofrecen los alimentos y el jabón sin pagar.

Como tantos otros teatros de Ópera del mundo, el Palau de Les Arts nos presenta en estas fechas de virulenta mortalidad algunas de sus más celebradas representaciones en ventanas abiertas que, tras un par de días, se vuelven a cerrar. Pese a contar con el álbum en DVD desde la fecha de su comercialización, estos días he visionado en la web de Les Arts “El Anillo del Nibelungo” que dirigió Zubin Mehta, para homenajear a la producción más ambiciosa (no mejor) de todas cuantas hasta la fecha allí hemos podido presenciar. Pero debo confesar que mis DVD están como los compré: sin desplastificar.

Me confunde ver ópera en el cine o el televisor y no por ninguna vanagloria purista de esas que se adoptan para epatar, sino porque el cinematográfico es un lenguaje incompatible con el espíritu teatral con que fue concebida cada obra, que busca su razón artística en el plano general que determina una cuarta pared: la del público lejano sentado en su localidad. Así lo entienden las escenografías, todas creadas bajo esta especificidad y no la de una planificación fílmica que cambia puntos de vista aquí y allá. Por poner un ejemplo de esto, es sabido que la mayoría de los aficionados al televisionado de las óperas defienden como una de sus ventajas el poder visualizar los primeros planos de los cantantes, algo que viene a arruinar cualquier obra que no cuente con actores de verdad (en la que nos ocupa, solo el gran Matti Salminen se podría salvar). Pero además, los errores de realización lo pueden agravar, como el más que evidente del segundo acto de “El ocaso de los dioses”, en ese momento tan especial cuando Gunther anuncia a la valquiria Brünnhilde que su héroe Siegfried se casa con Gutrune y la cámara la ignora, distrayéndose en mostrarnos otro insustancial lugar (es la realización quien nos manda a donde mirar).

Por todo ello y mucho más, según mi percepción emocional, “El anillo del Nibelungo” televisado por Les Arts no es el mismo que presencié en su estreno, cuando entonces si lo percibí como un bien de primera necesidad…

El viaje a… ninguna parte

De Rossini prefiero los “cannelloni” a su música, que a mí me parece toda demasiado igual. No distingo entre sus óperas y de ellas no soy capaz de recordar ningún pasaje excepto algo de “El barbero de Sevilla” o “Guillermo Tell”, lo más popular. La ausencia de una verdadera caracterización vocal de los personajes (a diferencia de Verdi), su afán por componer las arias en saltarín “staccato” y ese machacón “accelerando”, marca de la casa y que no es tal (el efecto lo consigue añadiendo instrumentos y cantantes en cada repetición del tema principal sin variar el compás), me aburren soberanamente de manera que cuando me dirijo a elegir algún CD de mi discoteca particular nunca me decido por los suyos, quedando a la espera de que alguna revelación celestial me los venga a demandar. Ya lo decía Beethoven al considerar infantil la música de Rossini y la prueba está en que a los niños les encanta esa manera de cantar, tan tartamudeante como trivial.

Por si no fuera obvio, quiero puntualizar que en mis escritos sobre conciertos, recitales y representaciones de ópera no pretendo replicar el concepto de crítica musical, pues lo que me apetece es trasladar algunas reflexiones muy personales y ajenas a Wikipedia, sin la obligación de tratar todos los aspectos canónicos que definen el análisis de las obras, tal y como otros (profesionales y aficionados) ya se encargan de publicar.

Por todo lo anterior, de “El viaje a Reims” (G. Rossini-1825) estrenado ayer en el Palau de Les Arts obviaré lo musical para comentar lo escenográfico (a cargo de Damiano Michieletto), cuyo ejemplo vale otra vez más para ilustrar algo que ocurre muy a menudo y de nuevo es oportuno significar.

Lo que pude observar en el escenario de Les Arts es un dechado de inventiva artística y originalidad formal, llegando a la absoluta brillantez plástica y coreográfica en el número en que se va componiendo (a cámara lenta y con personajes reales) el abigarrado cuadro neoclásico de François Gérard… “Coronación de Carlos X” (ver más abajo), durante el interminable soliloquio de Corinna que antecede al concertante final. Sin duda, este epatante espectáculo basado en la inusitada y muy lograda corporeización de personajes pertenecientes a pinturas de fama mundial debería tener un lugar en la historia de la escenografía teatral, pero no de la Ópera representada pues es todo lo opuesto al espíritu que debe gobernar cualquier propuesta que pretenda conciliar lo visual con el libreto y la partitura musical.

Dos días antes del estreno oficial se celebró un preestreno para menores de 29 años a precios populares (magnífica iniciativa de incorporación generacional) y por casualidad tuve la oportunidad de leer la opinión de una joven espectadora que, encantada, decía algo así como que… esta ópera no iba de nada pero era muy divertida. Pese a lo desconcertante de la declaración no puedo estar más de acuerdo, dado que a mí también me resultó imposible seguir el argumento de la obra debido a un espectáculo visual disuasorio que en nada se correspondía con la misma y que invitaba a olvidarse de lo musical para dejarse divertir por lo teatral. Tanto fue así que es la primera vez, en mis cuatro décadas como espectador contumaz, que prescindo de la lectura de los subtítulos por no verme abocado a caer en un síndrome esquizofrénico provocado por esa insostenible dualidad.

Y es que en la Ópera, no hay belleza justificable en lo que vemos si lo que oímos nos lo viene a maltratar, confundiendo a los sentidos y distrayendo la sensibilidad…


Recomiendo la multi premiada (Deutscher Schallplattenpreis, Gramophone Award, Grand Prix du Disque) versión de Claudio Abbado, grabada en 1985 para Deutsche Grammophon con la Orquesta de Cámara de Europa, el coro Filarmónico de Praga y una constelación de estrellas vocales como K. Ricciarelli, L. Valentini Terrani, F. Araiza, L. Nucci, R. Raimondi o S. Ramey.

Solo Sokolov

Solo Sokolov es capaz de generar en Valencia esa inextinguible expectación que lleva a agotar, año tras año, las localidades de la sala que le asignen sin importar su tamaño ni la soledad en el escenario de su instrumento musical.

El piano es el único instrumento (junto a su primo, el órgano) que ofrece recitales en solitario, lo que tiene mucho mérito en estos días en los que cualquier manifestación artística se valora principalmente por su componente de espectacularidad. El carácter armónico, polifónico y la amplia extensión de su registro (siete octavas) le permiten reproducir cualquier tipo de obra (incluso la sinfónica) acercándose mucho al espíritu contenido en la partitura musical. Como solista, acompañante de cantantes, en trío, quinteto, formación de cámara u orquestal, las prestaciones de su elegante sonido percutido lo configuran como rey de los instrumentos y destinatario de muchas de las más célebres páginas de la composición universal. De dificultad extrema en su ejecución (no dejo de admirar eso de llevar en cada mano un compás), solo una vida exclusivamente dedicada a su estudio y al entrenamiento digital lleva a que pueda sonar con toda su naturalidad. Como siempre, nada se consigue por casualidad.

Algunos dicen que Grigory Sokolov es (a sus setenta años) el mejor pianista en activo de la actualidad, lo cual no puedo discutir pues a esos niveles de excelencia me resulta muy difícil valorar y comparar. De lo que no hay duda es que en su recital de ayer exhibió una precisión de ataque infalible, una memoria proverbial y un sonido tan potente que llegó a cualquier lugar, perdido su instrumento en el desabrigado escenario del Auditorio de Les Arts.

De hierática gestualidad, tanto al interpretar como al recibir los interminables aplausos del público, no parece que en su afán se encuentre ningún intento de epatar sino más bien la responsabilidad de traducir cada partitura al mejor sonido que pueda dar. Toda una lección de honestidad.

A petición incansable de un público entregado ya desde que adquirió su localidad, seis propinas fuera de programa lo dicen todo sobre el apoteósico éxito en Valencia de un pianista excepcional…

Javier Camarena y el Recital como vehículo de esplendor personal

Ayer martes, 4 de Febrero, fue evidente que el tenor Javier Camarena cantó suficientemente bien en el Palau de Les Arts (pese a los problemas de salud que, campechana y reiteradamente, declaró ante el auditorio), así como que el acompañamiento de Ángel Rodríguez al piano fue de carácter excepcional. Lo del mejicano no podía ser menos tras los récords en bises que lleva consiguiendo este reconocido intérprete belcantista en los principales teatros de todo el mundo y cuya proverbial facilidad para los agudos le llevó ayer a afrontar “A mes amis…” de “La hija del regimiento” (G. Donizetti-1840) con sus comprometidos 9 do de pecho a voz natural, sin apelar a un socorrido falsete que podría haber estado justificado por su enfermedad. Vaya esto por delante para que lo siguiente no deba despistar.

En general, un Recital de Ópera (también de Zarzuela, pero no de Lied) está sometido a varios condicionantes que llevan a una desnaturalización de lo que finalmente vamos a escuchar:

  • La descontextualización: Al componerse el Recital de piezas sueltas pertenecientes a distintas óperas, se pierde esa referencia narrativa y musical de cada una de ellas a la obra completa en la que se integran y a la que deben su personalidad, perdiendo así mucho del significado e intención que el compositor le quiso dar. Este popurrí a lo “grandes éxitos” no es ópera, sino artificial vehículo de lucimiento personal que no permite plenamente disfrutar del sentido de cada aria en su contextualidad.
  • La reducción musical: Siendo excepción los recitales que se programan con orquesta, lo normal es que los cantantes sean acompañados por un piano que interpreta las partituras reducidas a ese instrumento, lo que tampoco se corresponde con lo que escribió el autor, perdiendo por consiguiente bastante de su valor musical. En especial, la voz no presenta el mismo fulgor arropada por el sonido orquestal que emparejada con un solo instrumento por mucho que este sea el que, de todos, mejor pueda reproducir la intención original.
  • La programación estratégica: Todos los recitales manifiestan en su programación un tácito cuidado en la elección de las obras, su número y su ubicación, a fin de que el impacto emocional en el espectador facilite la consecución de un éxito que en algunas ocasiones no viene determinado por la interpretación. Es cierto que esto mismo también se pretende en las óperas, pero con la diferencia capital de que estas están al servicio de un libreto que nos cuenta una historia, lo que impide la sucesión constante de esos momentos estelares que consiguen epatar.
  • Los bises como obligación: Con los bises ocurre algo paradójico y es que, con independencia de la calidad de la interpretación, el público se siente siempre obligado a solicitarlos en cualquier recital por miedo a ofender a quien acaba de escuchar. Por tanto, no deberíamos entenderlos como regalo del intérprete al público sino al revés, pues confirman un éxito que en muchas ocasiones no se debería dar.

Por todo lo anterior y por mi escasa afición a la cuerda de tenor lírico ligero, anoche no sentí el arrobo que un público desatado manifestó cantando a coro y con inusual coordinación rancheras mexicanas a golpe de las indicaciones de un tenor que, en aquel momento, ya reinaba en todo su esplendor…

Dos “Palaus” para Bruckner y Strauss

En días consecutivos (viernes y sábado pasados) mis esperanzados pasos me llevaron a dos “Palaus” cuya fisonomía parecía muy relacionada con la música que iba a escuchar: la de Anton Bruckner en la Lonja de Valencia y la de Richard Strauss en Les Arts. Esperanza de comprobar cómo sonaría la catedralicia obra sinfónica del maestro austriaco en un continente medieval y la distópica ópera del compositor alemán en las frías formas de un recinto con aspiración de eterna modernidad. A priori, cada obra se correspondía con su lugar y así, a posteriori, todo vino a encajar.

El Palau de la Música de Valencia nos regaló un concierto en la Lonja interpretado por su Orquesta titular, que esta vez fue dirigida por Josep Caballé y cuyo atractivo especial se centraba en la “Sinfonía número 6” de Anton Bruckner (1881), además del lugar donde se venía a celebrar. Hace años que llevo preguntándome por la razón que pueda explicar el que la mayoría de los edificios contemporáneos solo se preocupen de la función olvidando la belleza formal. La Lonja de la Seda de Valencia o Lonja de Mercaderes se construyó en 1548 como recinto mercantil (en especial su Sala de Contratación) y para ello hoy hubiera bastado un blanco recinto cuadrangular, pero entonces se defendía que todo espacio debía dignificar a sus ocupantes con el certificado que otorga ese tipo de belleza que no está reñida con la practicidad. De esa manera La Lonja, desde 1996, es Patrimonio de la Humanidad, algo que desconozco si en algún momento se concederá a Les Arts.

El concierto estaba programado a las 19:30 h. y la apertura de puertas una hora atrás, momento en el que una inmensa cola de personas de procedencia muy dispar esperaba ya, inquieta y en formación militar, para asombro de comerciantes aledaños que en su vida habían visto tanto personal desfilando por las estrechas calles que se encuentran tras la fachada principal. Desconozco si la razón de tan espectacular interés del público se debía a la calidad de la obra, los municipales intérpretes, la augusta sala o a su gratuidad, pero por muy poco no consigo entrar. Del concierto quiero destacar sin duda el lugar. Pese al frío y la humedad, escuchar al Bruckner más imperial bajo el calcáreo palmeral que recrean las ocho columnas helicoidales con esa portentosa sonoridad tan habitual en los edificios antiguos, ha sido una experiencia inigualable que me lleva a olvidar una interpretación voluntariosa pero muy irregular (¡cómo le cuesta a la Orquesta de Valencia sonar bien el los “Tutti”!). Estoy muy de acuerdo con un crítico contemporáneo del autor al comparar las sinfonías de A. Bruckner con una gran avenida urbana en donde los semáforos siempre te los encuentras en rojo, obligándote a parar y volver a arrancar (algo que en el tráfico es un engorro pero que en la música genera una expectación suspensiva que obliga a reflexionar). En mi opinión, pese a beber en las dos grandes corrientes musicales imperantes en la segunda mitad del XIX, la continuista de Brahms y la progresista de Wagner, Bruckner prefirió innovar dejando un monumental legado sinfónico tan personal como intemporal.

El Palau de Les Arts no puede ser más afín a la estética musical de la “Elektra” de R. Strauss (1909). Tanto que, sacada del escenario, todas sus instalaciones constituirían la mejor escenografía para la videograbación de esta ópera, tan hostil al oído más convencional como lo es a la vista la gélida arquitectura del Calatrava más espacial. Desconozco si dentro de un siglo este teatro valenciano gustará, pero si puedo afirmar que ya han pasado más de cien años desde que la música se distanció de las leyes de la armonía clásica y la tonalidad y al gran público sigue sin agradar. ¿Cuántos más tienen que transcurrir para constatar el definitivo fracaso popular de una música que solo unos pocos defienden tras el amparo de su pretendida superioridad? No se puede dudar que “Elektra” (junto con “Salomé”) se constituye como uno de los paradigmas de la evolución de la Ópera moderna en su expresión musical, pero su aceptación no traspasa las fronteras de la erudición técnica o del postureo falaz de quienes quieren pertenecer a ese selecto Club de los que saben más. En la historia de Les Arts nunca se había propuesto una precampaña comunicacional (pública y privada) como la realizada para el estreno de esta obra que, debo reconocer, ha logrado llenar la sala de espectadores, muchos de los cuales posiblemente ahora deben estar preguntándose con pesar el porqué de su incapacidad musical ante lo que otros parecen percibir con absoluta claridad.

Como en toda manifestación artística, la música es percibida a través de dos grandes receptores: la razón y la emoción. El primero, más intelectual, parte de la educación musical aprendida y de la experiencia auditiva vivida mientras que el segundo es puramente natural y como tal, cada cual destila menos o más. La mayoría de los aficionados a la llamada “Música Clásica” (término equívoco donde los haya) lo son por su capacidad instintiva de emocionarse sin más, por lo que todo aquello que implique la necesaria contribución de la intelectualidad para disfrutar no les resulta fácil de aceptar.

Además, en la Ópera se da otra circunstancia muy especial y es el determinante protagonismo de la voz, cuya percepción fuera de toda consideración melódica resulta ininteligible y hasta molesta para quien principalmente la escucha desde su receptor de la espontánea sensibilidad. Para ilustrar esto no hay que salirse del mismo Richard Strauss, cuyos innovadores poemas sinfónicos (“Don Quijote”, “Don Juan”, “Así habló Zaratustra”, “Muerte y transfiguración”, “Una vida de héroe”, etc.) atraen mientras que sus óperas (excepto “El caballero de la rosa”) causan perplejidad. Y todavía más: en “Salomé” (1905), la “Danza de los siete velos” es un pasaje instrumental muy afín con el espíritu disonante de toda la obra pero que se programa con éxito en muchos conciertos por su gran popularidad, mientras que ningún fragmento cantado de esta ópera ha logrado hacerse notar. Y es que el ser humano, tras siglos acostumbrado a escuchar y cantar melodías, todo lo demás le viene a sonar mal. De natural, nos resulta muy difícil admitir que una voz no lleve el compás, quedando Wagner en el límite de lo que muchos están dispuestos a aceptar. Sobre esto mismo parece que Strauss recapacitó y tras estas dos primeras óperas tan disgresoras, compuso con mayor amabilidad tonal (véase su evolución desde “El caballero de la rosa” en 1910 hasta las “Cuatro últimas canciones” en 1948, lirismo puro en estado de máxima emocionalidad).

Pese a que esta producción de “Elektra” programada por Les Arts se encuentra, por su indiscutible calidad (orquesta, cantantes, escenografía y dirección musical), a la altura de cualquier teatro de primera fila mundial, quienes hayan acudido a su estreno en busca del Santo Grial llevados por la presión mediática y hayan salido decepcionados consigo mismos por no percibir las maravillas que algunos pocos dicen escuchar, que no se preocupen pues en el Arte no hay ningún sacramento que guardar. El Arte es lo que cada cual quiera disfrutar y así, al abrir el cajón de sus CD´s, recomiendo que elijan el que más les agrade sin pensar en las doctrinas de los demás…

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Georg Solti grabó con la Orquesta Filarmónica de Viena y la gran Birgitt Nilson para DECCA dos magníficas versiones de Salomé (1962) y Elektra (1968), cuyo productor fue John Culshaw, el mismo de su famoso “Anillo”, por lo que los efectos especiales no podían faltar.

También en los años sesenta (1962) Otto Klemperer registró para EMI, junto a la inspiradísima Orquesta Philharmonia, una “Sexta” de Bruckner sensacional.

Jaroussky y el Lied

Alemania y Portugal, tan distantes en todo, parece que coinciden en un mismo sentimiento musical que impregna parte del estilo de sus géneros canoros más conocidos: el lied y el fado. Ambos no pueden evitar en sus composiciones la manifestación de un tono tan melancólico como triste, ni aun en los momentos de supuesta mayor jovialidad. En fin, que en el lied y en el fado no hay “alegrías de la huerta” en ningún momento y por ningún lugar. En el caso más lírico y poético de los dos, el del lied, las tonalidades vocales que mejor empastan con su singularidad suelen ser las graves y de ellas, por su equilibrio entre altura y agilidad, la de barítono. Prueba de ello es que la mayoría de las más celebradas interpretaciones de este género se atribuyen a cantantes con esta cuerda vocal, siendo quizás su más grande exponente conocido el Schubert del berlinés Dietrich Fischer-Dieskau, todo un referente de hondura y musicalidad.

Philippe Jaroussky es poseedor de un gran talento musical que sobremanera destaca por su delicada expresión emocional, algo que sabe explotar magistralmente en sus celebradas interpretaciones barrocas. Pero es contratenor, lo que en mi opinión es incompatible con el oscuro espíritu del lieder y así lo pude comprobar ayer en su recital de Les Arts (dedicado a Schubert en su integridad). Veinte piezas de programa y dos bises de propina (“La trucha” incluida) que en ningún momento arrancaron en mi aquel arrobo embriagador que esta música germana es capaz de suscitar (¿cómo sonarían las Suites para violonchelo de Bach interpretadas por un violín… aunque este lo empuñase el Paganini más genial?).

El desarrollo de la civilización en los últimos veinte siglos ha ido conquistando parcelas de ecuanimidad en el camino por la igualdad de las personas, pero aun persisten interferencias como la que supone la Fama, que permite a algunos disfrutar de unos privilegios que a la mayoría les son negados sin piedad. La sala llena aplaudió el curriculum del gran cantante francés, su simpatía y sus innegables ganas de agradar…

Valle-Inclán, Calderón de la Barca y Raffaella Carrà

La costumbre no torna aburrida la vida si lo acostumbrado no es impuesto sino elegido y por tanto disfrutado. Así me lo planteo en cada visita navideña a Madrid, donde la música y las artes escénicas suelen acaparar mi atención cultural. Pero este año, un despiste personal y una enfermedad familiar adelgazaron lo que en otros había sido un sin parar.

Algo de lo que hace mucho tiempo ya no es susceptible de mi arrepentimiento es el no poder asistir a un espectáculo por falta de entradas, o lo que es lo mismo, por decidirme a comprarlas al final. Así, acudo cada Navidad a Madrid con las localidades adquiridas en Septiembre y nunca, hasta este año, he desaprovechado la inversión por esos mal llamados imprevistos, que de habitual suelen ser provocados por inconfesables faltas de organización personal. Pero la edad trae sus servidumbres y en esta ocasión la memoria me falló al seleccionar el billete de ida del AVE para una fecha posterior a mi primer compromiso, equivocación que me privó de disfrutar del “Oratorio de Navidad” (J.S. Bach-1734) interpretado por el prestigioso “Collegium Vocale Gent” en el Auditorio Nacional. Equivocación de la que se benefició una lejana amistad, que también visita a su familia madrileña por estas fechas y curiosamente trabaja en Bruselas, muy cerca de la sede de esta formación barroca y que con no poca sorna así me lo vino a significar.

Por otra parte, la enfermedad de un familiar me aconsejó restringir mi atención a solo dos espectáculos (tres, contando el anterior) y como siempre buscados en el Centro Dramático Nacional y la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Del primero presencié el montaje que José Carlos Plaza ha realizado de “Divinas Palabras” (R.M. Valle-Inclán-1919) en el centenario de su estreno. El mismo Director la califica como… “una de las dos o tres obras más universales de nuestra historia literaria” lo cual y sin ánimo de quitar mérito a ese particular texto, me parece que es exagerar. En mi opinión, el teatro de hace cien años ha envejecido peor que el de cuatro siglos atrás, sobretodo si falta novedad en su tratamiento tal y como luego tendré la oportunidad de comentar. No obstante y pese a todo, quiero destacar las admirables interpretaciones de María Adánez en el papel de Mari Gaila y Ana Marzoa como Rosa de Tatula, ambas dueñas plenipotenciarias de la escena en cada ocasión que les tocaba hablar. Como curiosidad, significar que toda la activación de la tramoya (un gran telón que adquiría múltiples formas) tenía lugar desde unos resortes con forma de perchas, a la vista del público y por los mismos actores a excepción de un solo operador un poco perdido y fuera de lugar. Esta singularidad y su relación con la obra todavía es para mí un misterio que no he acertado a despejar.

Al comprar la entrada, me extrañó que “La señora y la criada “, una obra poco conocida de Pedro Calderón de la Barca e interpretada por “La Joven Compañía Nacional de Teatro Clásico” (la segunda unidad de la institución), estuviera a punto de agotar la venta a tres meses vista de la función. La explicación la encontré al presenciar la maravilla que Miguel del Arco ha logrado montar. Pese al ingenio sin igual de los autores del Siglo de Oro español al diseñar tramas de relojera precisión y textos rimados de extrema dificultad que radiografían el alma humana con un acierto proverbial, los tiempos actuales no les favorecen al exigir al espectador esfuerzo y atención, algo que nadie está ya dispuesto a dar. Pero… ¿y si convertimos “La señora y la criada” en una opereta musical?. Quizás entonces pueda gustar, sobretodo si la música (no la letra) pertenece a lo más conocido del repertorio de la imparable Raffaella Carrà, santo y seña de una recordada época tan desinhibida como jovial. La Carrà sí, que tan señora como criada nos parecía por su atractiva naturalidad. El teatro a reventar y los encendidos aplausos al finalizar (curiosamente también del público con más edad) prueban que, con creatividad, todavía hay margen para hacer triunfar algo que ya cautivaba 400 años atrás.

Al igual que siempre, al finalizar mi participación en la San Silvestre Vallecana, una vez más confirmé que en esta vida la salud como prioridad no tiene igual…

De nuevo, aquí, Music-tiones…

El ya muy lejano 21/06/2016 anunciaba en este Blog que mis nuevos escritos relacionados con esta Categoría podrían consultarse a partir de ese momento en la página de Facebook… FORO OPERA VALENCIA, cuya dirección general es… https://www.facebook.com/forooperavalencia/ y cuya dirección específica de publicaciones es… https://www.facebook.com/forooperavalencia/?sk=allactivity&privacy_source=activity_log&log_filter=cluster_11&category_key=statuscluster.

Este comienzo de 2020 me lleva a volver a publicar los que escriba a partir de ahora directamente aquí, reivindicando la singularidad de un espacio propio frente al imperio de las grandes plataformas sociales en su afán de pretendernos numerar y controlar. No reniego de ellas (seguiré usándolas) pero mis publicaciones primero aparecerán en este Blog, el “Personal”, el que contiene mucho de lo que soy como individualidad…

La Florencia de “Pélleas et Mélisande”

Ante el Palazzo Vecchio

Es Junio y tras concluir con éxito la parte deportiva de mi proyecto Marathon-15%, no me he podido resistir a regalarme el pago a una deuda pendiente que tenía con uno de los principales festivales musicales del mundo: El “Maggio Musicale Fiorentino” (desde 1933, esta es su 78º edición), que aunque por nombre tiene el del mes de las flores, también se extiende al siguiente.

Florencia es tanta Florencia que posiblemente es la única gran ciudad italiana donde no se percibe la civilización romana. Todo es puro renacimiento, el que fue auspiciado a partir del siglo XIV por la dinastía de los Médici en una de las cunas mundiales de las artes plásticas y la arquitectura, donde el incomparable Miguel Angel brilló con una cegadora luz que hoy en día no ha dejado de alumbrar las sensibilidades de cuantos admiramos su grandiosas obras realizadas en todas las disciplinas entonces disponibles. El David, quizás la escultura más perfecta jamás cincelada, nos habla de la extrema dificultad de la creación de belleza en tres dimensiones y sin posibilidad alguna de error, lo que en mi opinión es la demostración de que el autentico genio humano es tan escaso que solo se manifiesta raramente cada varias centurias.

En este “marco incomparable”, podría parecer que asistir a una opera como “Pelléas et Mélisande” de C. Debussy (1902) corresponde a la quintaesencia de la exquisitez artística si no fuera porque Florencia (como tantas otras grandes ciudades del arte, entre ellas Pisa que también visité) aparece a los ojos del visitante sensible totalmente desnaturalizada por un turismo de chanclas, selfies y hamburguesas que ejerce de oscuro velo sobre esta fastuosa realidad gravemente adulterada por el contraste insultante de unos visitantes bostezados, pero que democráticamente debemos aceptar. Siempre defenderé el derecho de cada cual a manifestarse como le plazca siempre que no importune a los demás, aunque la frontera de la ofensa sea difícil de dibujar.

Tampoco ayuda a la inmersión ambiental florentina el nuevo recinto de la Opera di Firenze, construido en 2011 y que sustituyó al decimonónico Teatro Comunale, más acorde con la estética ciudadana aunque sin las posibilidades técnicas del nuevo. Su frialdad exterior e interior en algunos momentos me recordó la de nuestro Palau de les Arts, monumentos funcionales a la mayor gloria de la estética nórdica a lo Ikea, pero muy alejados del confort sensorial.

A “Pelléas y Mélisande” no se debe asistir cansado, lo cual se puede pagar. Tras todo el día callejeando, haciendo colas y deshaciendo pasos en un tórrido día adelantado de verano, me senté en donde me indicaron los acomodadores, que no era mi localidad, pues parece es costumbre allí reubicar al público en mejores lugares si estos se encuentran disponibles. Esto solo pasa en Italia, como también el retraso de casi veinte minutos sobre la hora anunciada de comienzo de la representación o la permisibilidad dejando entrar al público una vez comenzada la función (me acordé entonces de las recias acomodadoras de Bayreuth que, en militar disposición, cierran al unísono y con llave las puertas de la sala para que nadie pueda salir ni entrar), o las averías como la que nos anunciaron a media representación con un lacónico… “la función continuará cuando pueda ser”. No obstante, Italia en su caos (mayor sin duda que el hispano) funciona y una respuesta de ello la encontré en una señora pisana que me confesó su ilusión juvenil por casarse con un español debido a nuestro optimismo y jovialidad pues según ella los italianos, aunque mediterráneos también, tienen una concepción trágica de la vida que les lleva a esperar siempre lo peor y en ese trance suelen dar de sí mismos lo mejor.

“Pelléas y Mélisande” no es una ópera apreciada por el gran público y por tanto es raro verla en las programaciones de las temporadas regulares de los principales teatros líricos del mundo. En su estreno fue abucheada y hoy no lo es por quien es su compositor, una figura consagrada de la historia de la música universal, cuyo respeto se antepone a la dificultad de comprensión de esta obra impresionista que en nada se parece al gran repertorio operístico de los dieciocho y diecinueve. El impresionismo, como corriente artística, no define sino que sugiere para que sea el propio espectador quien construya su propia imagen de lo contemplado, lo que sin duda requiere un mayor esfuerzo de digestión pero a la vez una gran satisfacción al lograr encontrar el quid de su cuestión.

Así como las óperas clásicas, románticas y veristas se definen porque son las voces las que con su canto protagonizan el desarrollo y la explicación de la trama quedando la orquesta como acompañante (con la excepción quizás de Wagner), en el impresionismo es el foso quien conduce la historia y es a quien hay que prestar mayor atención, a lo cual no estamos acostumbrados y de ahí su dificultad de acceso. Todo esto acertadamente nos lo sugirió el Director de Escena Daniele Abbado (hijo del mítico maestro Claudio) cuando en diferentes pasajes (de casi un tercio de duración de la obra) decidió que el telón permaneciese bajado en clara alusión a que lo importante entonces era la música y no lo que pudiera ocurrir en escena.

Como he confesado en otras ocasiones, al Maestro Daniele Gatti que dirigió la obra le debo el “Parsifal” (R. Wagner-1878) de mi vida en Bayreuth, por lo que mi juicio sobre sus intervenciones escuchadas no es objetivo pues soy agradecido. En esta ocasión, diré lo que en las demás: ¡Excelente!

Al salir, los vatios del estruendo de una verbena juvenil me recordaron que era noche mágica de San Juan y que en el interior del nuevo teatro florentino solo tuvimos conocimiento de una música, quizás más difícil pero absolutamente genial…

Saludos de Antonio J. Alonso