El viaje a… ninguna parte

De Rossini prefiero los “cannelloni” a su música, que a mí me parece toda demasiado igual. No distingo entre sus óperas y de ellas no soy capaz de recordar ningún pasaje excepto algo de “El barbero de Sevilla” o “Guillermo Tell”, lo más popular. La ausencia de una verdadera caracterización vocal de los personajes (a diferencia de Verdi), su afán por componer las arias en saltarín “staccato” y ese machacón “accelerando”, marca de la casa y que no es tal (el efecto lo consigue añadiendo instrumentos y cantantes en cada repetición del tema principal sin variar el compás), me aburren soberanamente de manera que cuando me dirijo a elegir algún CD de mi discoteca particular nunca me decido por los suyos, quedando a la espera de que alguna revelación celestial me los venga a demandar. Ya lo decía Beethoven al considerar infantil la música de Rossini y la prueba está en que a los niños les encanta esa manera de cantar, tan tartamudeante como trivial.

Por si no fuera obvio, quiero puntualizar que en mis escritos sobre conciertos, recitales y representaciones de ópera no pretendo replicar el concepto de crítica musical, pues lo que me apetece es trasladar algunas reflexiones muy personales y ajenas a Wikipedia, sin la obligación de tratar todos los aspectos canónicos que definen el análisis de las obras, tal y como otros (profesionales y aficionados) ya se encargan de publicar.

Por todo lo anterior, de “El viaje a Reims” (G. Rossini-1825) estrenado ayer en el Palau de Les Arts obviaré lo musical para comentar lo escenográfico (a cargo de Damiano Michieletto), cuyo ejemplo vale otra vez más para ilustrar algo que ocurre muy a menudo y de nuevo es oportuno significar.

Lo que pude observar en el escenario de Les Arts es un dechado de inventiva artística y originalidad formal, llegando a la absoluta brillantez plástica y coreográfica en el número en que se va componiendo (a cámara lenta y con personajes reales) el abigarrado cuadro neoclásico de François Gérard… “Coronación de Carlos X” (ver más abajo), durante el interminable soliloquio de Corinna que antecede al concertante final. Sin duda, este epatante espectáculo basado en la inusitada y muy lograda corporeización de personajes pertenecientes a pinturas de fama mundial debería tener un lugar en la historia de la escenografía teatral, pero no de la Ópera representada pues es todo lo opuesto al espíritu que debe gobernar cualquier propuesta que pretenda conciliar lo visual con el libreto y la partitura musical.

Dos días antes del estreno oficial se celebró un preestreno para menores de 29 años a precios populares (magnífica iniciativa de incorporación generacional) y por casualidad tuve la oportunidad de leer la opinión de una joven espectadora que, encantada, decía algo así como que… esta ópera no iba de nada pero era muy divertida. Pese a lo desconcertante de la declaración no puedo estar más de acuerdo, dado que a mí también me resultó imposible seguir el argumento de la obra debido a un espectáculo visual disuasorio que en nada se correspondía con la misma y que invitaba a olvidarse de lo musical para dejarse divertir por lo teatral. Tanto fue así que es la primera vez, en mis cuatro décadas como espectador contumaz, que prescindo de la lectura de los subtítulos por no verme abocado a caer en un síndrome esquizofrénico provocado por esa insostenible dualidad.

Y es que en la Ópera, no hay belleza justificable en lo que vemos si lo que oímos nos lo viene a maltratar, confundiendo a los sentidos y distrayendo la sensibilidad…


Recomiendo la multi premiada (Deutscher Schallplattenpreis, Gramophone Award, Grand Prix du Disque) versión de Claudio Abbado, grabada en 1985 para Deutsche Grammophon con la Orquesta de Cámara de Europa, el coro Filarmónico de Praga y una constelación de estrellas vocales como K. Ricciarelli, L. Valentini Terrani, F. Araiza, L. Nucci, R. Raimondi o S. Ramey.

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