El Liderazgo Humano en la Naturaleza

La única razón por la cual puedo escribir estas líneas es porque, en el origen de mi vida, acontecieron una serie de coincidencias genéticas que determinaron que yo perteneciera a la Especie Humana, la que más ha evolucionado de las que ahora pueblan este planeta, aunque esto se pueda cuestionar. Reconozco que he tenido mucha suerte pues esta circunstancia, totalmente fortuita y ajena a mis merecimientos, me ha permitido desarrollar una superior capacidad de raciocinio y emocionalidad que estoy obligado a utilizar de la manera más cabal.

No obstante, la realidad nos dice que esta posición de preeminencia parece no ha sido gestionada todo lo ética, generosa y honradamente que cabria esperar.

Si partimos de la consideración universalista de que todos los habitantes de la Tierra, con independencia de su coeficiente intelectual, debieran tener análogos derechos básicos en cuanto a seres vivos nacidos en ella, solo un rápido repaso por ciertas manifestaciones lúdico-festivas de la misma España (y seguro también de otros países) nos confirmaría la violación flagrante y constante de esta norma general.

Siempre he defendido, como ley distintiva de la evolución natural, que la misión de los fuertes frente a los débiles es la de ser más protectores que explotadores. Por esto, siempre denunciaré cualquier tipo de colonización humana que venga a privilegiar a unos respecto de otros por el arcaico poder de la fuerza animal. En este mismo sentido, baste solo formular una de las preguntas que mejor evidencian hasta donde hemos podido confundir, como especie Líder en la Naturaleza,  nuestra responsabilidad:

¿Por qué mayoritariamente todos condenamos el maltrato a las personas pero no todos lo condenan respecto al resto de seres vivos de la Tierra…?

La respuesta sin duda viene determinada por el firme convencimiento de algunos que consideran que los derechos de las personas son superiores a los de los animales, quienes deben estar a nuestro servicio en una suerte de esclavitud que se viene a disfrazar muchas veces de indefendible tradición artístico-cultural. Terrible confusión que convierte al Líder en Tirano pues mientras aquel trata por igual, este maltrata para acentuar todavía más la desigualdad y para demostrar vanamente su muy discutible superioridad.

Parábolas cinematográficas como la presentada en la aleccionadora saga El Planeta de los Simios no hacen sino constatar esta misma realidad pero con los roles cambiados entre hombres y animales. Una situación que entonces sí a muchos, hipócritamente, llega a incomodar.

Es evidente que la Humanidad ha sido muy egoísta al preocuparse únicamente de firmar una endogámica Declaración Universal de Derechos Humanos, olvidando al resto de seres vivos que también merecen la suya y que desgraciadamente… todavía no pueden redactar… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡50!

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El pasado miércoles, 14 de septiembre, cumplí 50 años y desde entonces no he dejado de verificar compulsivamente mi carnet de identidad, pues reconozco que todavía no soy plenamente consciente de ello y de lo que sus consecuencias me puedan acarrear.

Sinceramente, no es que por algún tipo de veleidad personal no perciba los efectos del paso del tiempo en mi persona pues soy muy consciente al mirarme al espejo cada día y sobre todo cuando, en la práctica exigente y habitual de ejercicio físico, comparo mis prestaciones actuales con las de hace solo diez años atras. Esto lo admito, sin vanamente cuestionarlo, como irreversible ley natural.

No, más bien me refiero a esa duda aun no bien resuelta que me invade y que me dice que con 50 deberé aparentar como aquellos que tenían esta edad cuando, yo con 20, los veía como unos respetables señores ya plenamente instalados en el tramo descendente de su curva de vida personal.

Pero los 50, aunque cifra bonita y redonda, implican una terrible realidad existencial que se concreta en que, cuantitativamente, queda por vivir menos de lo que ya se ha llegado a gastar. Es decir que, de darse todo igual y yo no hacer nada por cambiarlo, no podré aspirar a doblar en cantidad lo que he conseguido, sentido, disfrutado, reído, soñado, querido…, quedando por tanto ya marcados los límites máximos a mi expectativa vital.

Sin duda alguna, admitir esta posibilidad no puede ser del agrado mío ni de nadie que se encuentre en mi lugar, pues incorpora un agente de desolación que pinta la vida de un triste blanco y negro poco dado a motivar. Por ello, es normal que a esta y yo me atrevería a decir que a cualquier edad, todos esperemos con optimismo que lo que nos queda por vivir pueda ofrecernos todavía mucho más. Pues bien, la única clave para que ello pueda ocurrir radica en la palabra que utilicemos para intentar materializarlo: ESPERAR o BUSCAR.

Es evidente que para encontrar hay que buscar más que esperar, por lo que el término Esperanza aplicado como orientación de futuro de una vida tiene poco de efectivo y si mucho de reactivo en el actuar. Vivir acompañados de la Esperanza como único refugio de nuestras ilusiones vitales es la mejor garantía para soltar las riendas de la propia existencia y asumir que será el capricho del viento quien guíe nuestros pasos hacia un destino que puede no ser el deseado al final. Contemplar la vida sin participar proactivamente en ella nos convierte en repantingados espectadores que adormecidamente olvidan que solo los actores son quienes aparecen protagonizando las escenas de su propia película vital.

Tengo 50 años y todavía muchos proyectos e ilusiones que no puedo entregar a los brazos del capricho de un Destino que nunca garantizará mi derecho a intervenir en su actuar. Tengo 50 años y la necesidad de más, pues sé que nunca me conformaré con ese menos que parece me impone la sociedad. Tengo 50 años y aunque no toda una vida por delante, tampoco lo está toda por detrás. Tengo 50 años y lo vivido puedo recordarlo, pero además debo aprovecharlo como un resorte que me impulse para avanzar. Tengo 50 años y si ahora estoy más cerca de aquel por quien esforzadamente luché y que siempre quise ser, no voy a detenerme simplemente porque los de 20 me puedan decir que ya no tengo edad.

Sí, tengo 50 años y mientras esto escribo transcurren los minutos que me llevarán, en el abrir y cerrar de ojos que dura un año, a los 51. Hasta entonces, sé que de mí dependerá lo que aquí nuevamente pueda volver a contar… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El negocio del Coaching hoy en España



La realidad del ejercicio del Coaching como profesión en la España actual viene determinada por la depresiva y persistente situación económica que condiciona negativamente el crecimiento de un mercado que, cuando nació allá por los primeros años del presente siglo, se prometía muy esperanzador.

Desde hace más de tres años, la obligada priorización que en el gasto de particulares y empresas es santo y seña de sus preocupaciones diarias, ha relegado a la subsidiariedad todo dispendio en aquello que no es percibido como de primera necesidad. Y por ello, desgraciadamente desde sus recientes inicios, al Coaching en España no le ha dado tiempo a reivindicarse en todo lo que vale y puede aportar a la satisfacción de personas y organizaciones.

Esta situación puede resumirse de forma muy sencilla afirmando que todavía no existe una clara y generalizada percepción de necesidad de servicios de Coaching por lo que podríamos concluir que, pese a las animosas y dudosamente representativas encuestas que de tanto en tanto aparecen, hoy en día no hay un Mercado de Coaching como tal pues todavía no se evidencia una “demanda natural” significativa (la que se genera espontáneamente desde el comprador), al ser la actualmente existente casi siempre inducida a partir de la proactiva gestión comercial de los esforzados profesionales del sector que intentan vivir dignamente de esta apasionante actividad.

Y si de profesionales hablamos, otro hecho indudable es el de la atomización del colectivo, configurado exclusivamente por coaches autónomos que trabajan bien por cuenta propia los más o alquilando sus servicios a grandes consultoras generalistas (con un mayor poder de venta cruzada) y cuyas ilusiones de desarrollo de negocio constituyendo despachos profesionales especializados en Coaching que amplíen la escala del mismo parecen ahora de muy difícil materialización.

De otra parte, el creciente incremento de la disponibilidad laboral de muchos profesionales de valor al encontrarse sorpresivamente en el mercado de la búsqueda de empleo unido a las casi inexistentes barreras de entrada al ejercicio de la profesión de Coach, han llenado las aulas de las Escuelas de Coaching de aspirantes a encontrar como Coach Profesional un destino laboral a su futuro, configurando una paradoja que ahora bien podría rivalizar en sinsentido con la de las Escuelas de Arquitectura.

De entre todas, una solución a esta difícil situación pasa, como en todos los colectivos profesionales, por conseguir una creciente representatividad social a partir de los impulsos de un órgano asociativo fuerte y único que difunda, promueva y defienda los intereses de la profesión. Todo lo contrario a lo que desde hace más de diez años sucede en España, donde son varias las Asociaciones que agotan sus fuerzas en una batalla fratricida por conseguir un protagonismo nacional que actualmente nadie tiene.

El Coaching, es evidente que por méritos propios, no es una moda al uso sino una digna disciplina profesional que está ayudando a muchas personas y empresas a mejorar sus resultados y por tanto, ser más felices y rentables. Trabajar por todo ello desde el conocimiento de la compleja realidad que nos contempla, me sigue mereciendo mucho la pena… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

“15 días en Agosto”

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Otro año más, en el esperado y dulce umbral de mis moto-musicales vacaciones “F-estivales” (en esta ocasión, 6.000 kms. que me llevarán a los de Lucerna, Bayreuth y Venecia), este habitual artículo de despedida del curso laboral lo cederé con todo merecimiento al ya popular corto de Edu Glez… “15 días en agosto”, una infantil pero aplastante y lógica declaración de principios, de finales y de todo lo demás.

Hasta un nuevo y renovado septiembre de “Coach-tiones” (continuarán las “Re-flexiones”)… nunca olvidar que, asimismo en agosto, lo único que justifica nuestra vida es lograr vivirla con buscada y serena emoción, dentro de lo que es cabal… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Triunfar después de la Crisis

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Vaya por delante que si supiera el camino que nos conduce a la Plaza del Triunfo en esta o cualquier otra crisis, el presente artículo quizás se estuviera publicando ahora en “The Economist” pero, desafortunadamente, yo no soy un genio y este no es el caso.

Por tanto, me toca humildemente realizar un sincero ejercicio de modestia profesional y dedicarme a reflexionar sobre algo aparentemente menos complicado y es el cómo triunfar después de la crisis, pues estoy convencido de que esta deseada situación, aun no sabiendo cuándo y por cuanto, algún día nos llegará.

¿He escrito, “menos complicado”…?

Si aceptamos que la vida transcurre como el cimbreante y sorpresivo perfil de una montaña rusa, identificar un camino válido para triunfar después de la crisis no nos serviría de mucho de no ser transitable también para cuando nuevamente nos vuelva esta. Mantener sólidas propuestas personales de largo recorrido normalmente asegura mucho más el éxito que instalarse en un frenesí aventurero y “anti-identitario” por pretender desorientadamente explorarlo todo para finalmente no llegar a nada.

Si partimos de la evidencia comúnmente aceptada de que toda tensión económica viene alimentada fundamentalmente por la desestabilización que provoca la naturaleza ambiciosa de las personas y de las organizaciones, podríamos minimizar aquella si somos capaces de saber definir y regularnos esta.

Siempre he defendido que el espíritu de superación total en el hombre es el motor de avance de sí mismo y de los pueblos. Pero superación no entendida como la cada vez más universal y ya “A-De-eNe-ada” en el ser humano apropiación de bienes materiales que, por su necesaria escasez, obligará por muchos años aun a una dura y en muchas ocasiones deshonesta pugna social.

Basar las propuestas de una vida en el insaciable y muy practicado coleccionismo material obliga a un servilismo tal que condiciona seriamente la capacidad de elección vital en todo y para todo momento, limitando tanto nuestras posibilidades de opción futura que en muchas ocasiones prácticamente quedan ya condicionadas para siempre desde el primer tercio de nuestra vida, precisamente cuando asumimos los principales compromisos hipotecarios de pago.

En este contexto y de forma cíclica, la olla de la economía mundial estalla al no ser capaz de regular los desajustes provocados por la inmensa presión conjunta que ejerce la ambición material de las personas y las organizaciones (normalmente en tiempos de bonanza), en su afán de aprovechar las coyunturas favorables para acaparar al máximo patrimonio y fortuna.

Entonces… ¿cuál es el camino para triunfar después de la crisis?

Instalados desde hace décadas en la cultura del consumo compulsivo y contumaz, vivimos para gastar y no gastamos para vivir, profesando casi todos la religión de la “Adición” cuyo principal mandamiento predica que cuanto más tienes más eres, siendo solo de los ricos el reino de los cielos. Ello supone que muchos (obviamente no me refiero a quienes no llegan a los mínimos vitales) nos creamos desgraciados en tiempos de crisis solo por no poder consumir tanto como lo hacíamos antes, lo que constituye la gran paradoja existencial de los tiempos contemporáneos.

Por tanto, en esta esquizofrénica situación deberíamos considerar todos si no es más apropiado…

¡¡¡CULTIVAR EL PODER DE LA SUSTRACCIÓN!!!

No siempre “menos es más” pero si es cierto que “más no siempre es mejor”, pues la cantidad en exceso abruma la percepción de los sentidos y desvirtúa lo conseguido en una espiral de valoración decreciente sin fin. Sumar incrementará siempre el peso, mientras que restar puede aliviar la carga para caminar mejor y más lejos.

Dentro de algún tiempo, de nuevo sanarán los índices económicos y todos nos olvidaremos del estricto régimen consumista al que nos obligó la crisis pasada, volviendo a la frívola desmesura acaparadora de productos y servicios que confundiremos equivocadamente con nuestro triunfo profesional y personal, cuando no será otra cosa más que el renovado fracaso que precederá a una nueva y telegrafiada crisis mundial… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La trampa de la Amabilidad

Los Equipos Amables llegan los últimos, libro publicado por Brian Cole Miller en 2010, defiende una teoría políticamente incorrecta que comparto sin dudar pues, al margen de su lógica intrínseca, trasciende el conservadurismo seudo-hipócrita de quienes siempre suelen decir solo lo que quieren oír los demás.

Admitida universalmente la Amabilidad como una de las herramientas probadamente más efectivas de relación social, es también cierto que su inapropiado uso puede degenerar en prácticas desnaturalizadas (ver aquí La Amabilidad y el Amabilismo), cuyo resultado arruine los buenos propósitos que a ella la vienen a justificar.

En resumen, la idea de B. C. Miller se centra en asegurar que los Equipos de Trabajo de cualquier organización son menos eficientes si lo que se pretende es que, prioritariamente y en todo momento, reine en su seno la Amabilidad. Cuando un Equipo se encuentra demasiado concentrado en ser a toda costa Amable pierde capacidad de discrepancia interna en la búsqueda de soluciones a los problemas, pues sus miembros temen agraviar con sus inconformidades y desacuerdos a los demás.

Si para evitar la confrontación actúa el Amabilismo (muchas veces en forma de silencio defensivo) las ideas no vuelan y la apatía resignada se instala en un almibarado y rutinario proceder que solo consigue que el progreso en el trabajo se llegue a estancar. Gana la paz y pierde la eficacia cuando, es un hecho evidente, nos encontramos en tiempos económicos de altisima competitividad.

Sin lugar a dudas, todos podremos encontrar múltiples ejemplos propios que dibujan situaciones en las que hemos preferido ignorar cierto problema con algún compañero de trabajo para salvar el supuestamente necesario buen ambiente laboral que, sin quererlo, se verá perjudicado con seguridad en cuanto el desencuentro inicial crezca y genere una verdadera incompatibilidad interpersonal.

Eludir el compromiso (cuando este si proceda) de la búsqueda del contraste de ideas y pareceres escondiéndonos en el silencio reactivo y terapéutico es la mejor manera de ejercitar la dejación de nuestro compromiso profesional, minimizando la personal aportación de valor a los objetivos comunes de la organización, sea cual sea el nivel y alcance de nuestra responsabilidad.

Brian Cole Miller define nueve tipologías profesionales que recogen la diversidad de comportamientos positivos que pueden observarse individualmente en los miembros de un Equipo de Trabajo, cuya naturaleza innata se suele distorsionar cuando se busca instalar la Amabilidad por concepto y a golpe de obligatoriedad:

  1. El Pacifista, que media para que todos se lleven bien: asume una armonía artificial para evitar conflictos.
  2. El Campeón, que lidera de forma natural: acepta las cosas como son para no perder apoyo.
  3. El Perfeccionista, que busca en todo la excelencia: se resigna a la mediocridad.
  4. El Enérgico, que fomenta el dinamismo y la actividad: tolera la ralentización de las tareas.
  5. El Guardián, que cuida y protege a los demás: se inhibe para no crear agravios comparativos.
  6. El Observador, que analiza y entiende los problemas: se abstrae para evitar conflictos.
  7. El Individualista, que explora caminos por sí mismo: se retrae para evitar un exceso de protagonismo que moleste a los demás.
  8. El Triunfador, que consigue lo que se propone: minimiza los objetivos para no presionar al Equipo.
  9. El Solidario, que ayuda siempre a los demás: teme no estar al nivel exigido.

Ser amable es generalmente conveniente pero no puede ser convenido por decreto. Quien transita de la Amabilidad al Amabilismo desconoce que, para el rendimiento de un motor, un exceso de aceite lubricante no siempre lo mejorará. Una vez más, todo deberá ajustarse a su punto de equilibrio y el proceder de las personas en las empresas todavía más…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Alberto de Mónaco y la “Autorregulación”


Por lo que las imágenes de televisión nos han podido ofrecer del enlace matrimonial del Príncipe Alberto de Mónaco con la Srta. Charlene Wittstock, parece obvio que el evento nupcial tuvo mucho más de negocio que de ocio, arruinando así las ilusiones de tantos telespectadores ávidos de rememorar la más que cinematográfica emoción de una Grace Kelly al convertirse, hace medio siglo, en una princesa monegasca de cuento.

Las bodas reales siempre han sido, más que otra cosa, una “Cuestión de Estado” que subsidiaria y raramente ha concedido algún rincón de su justificación al corazón de los contrayentes, como parece que efectivamente así ha ocurrido en los recientes esponsales de William, el nieto de Isabel II de Inglaterra o los ya más lejanos en el tiempo de algunos miembros de la Familia Real española.

Casarse, si vas a ser o eres Rey, es una obligación más que personal sin duda profesional pues garantiza la preservación dinástico-familiar de un privilegio institucional de muy dudosa legitimidad democrática, aunque esta ahora es otra cuestión. Por tanto, en esos casos suele ocurrir que la obligación no necesariamente suele venir acompañada por la devoción aunque esta circunstancia, que acontece muy a menudo, todos sabemos conviene disimularla en beneficio de las “reales” apariencias.

Alberto de Mónaco trabaja para una empresa que es su propio Estado. Estado que vive, nunca mejor dicho, de las apariencias pues su PIB lo genera la venta del supuesto glamur que destila la familia Grimaldi, sea para bien o para mal. Lo que de su actuación y comportamiento públicamente quede manifestado se traducirá en el peso de las arcas de un país que se alimenta del papel cuché y cuya bondad fiscal no es argumento suficiente para compensar unas limitaciones geográficas que no le permiten aspirar a más.

Sin duda, el cuestionable espectáculo nupcial que nos ofreció el hijo de los ahora añorados consortes Rainiero y Grace constituyó una desafortunada gestión de lo que es su responsabilidad profesional y una valiosa oportunidad perdida, que minorará significativamente las expectativas de retorno de la inversión de una boda que tardará varias décadas en volverse a proponer en el pequeño principado europeo.

¿Profesionalmente, en qué falló Alberto de Mónaco…?

Una de las competencias esenciales de todo aquel profesional que interactúe en entornos relacionales es la adecuada gestión de su emocionalidad, ya sea por un exceso que le obligue a la contención o por su defecto que le aconseje su dinamización. Tan pernicioso puede ser el dejarse llevar incontroladamente por los sentimientos como el no ser capaz de generarlos y mostrarlos cuando se debe y es oportuno. Por desgracia, a menudo los extremos se suelen tocar siempre en el punto más inconveniente.

Si todos aceptamos que contener la emocionalidad en determinadas ocasiones es lo apropiado y hasta lo necesario, también deberemos considerar que no lo es menos el propiciarla y demostrarla en otras, aunque esto mismo pueda resultar a veces un tanto embarazoso por la ausencia de práctica habitual.

A lo largo de mi carrera profesional me he cruzado con algunos triunfadores que, entre sus principales virtudes, atesoraban la de saber manejar con tino de relojero helvético la manija del nivel de exteriorización de su comportamiento emocional y siempre con independencia de su “procesión interna”. Tenían lo que en palabras de Daniel Goleman se llama la Autorregulación, uno de los anclajes básicos de la Inteligencia Emocional (IE) que les permitía ajustar milimétricamente su actuación personal a lo demandado por las situaciones que vivían. Y todo ello por supuesto sin traicionar a la verdad, pues los predicamentos de la IE no fomentan el falseamiento de los sentimientos sino simplemente su adecuado manejo social.

La Autorregulación también es una de las virtudes de todo buen actor profesional, siempre en búsqueda de la verdad interpretativa a partir de su honesta capacidad para generar sentimientos a demanda, eso que tan bien supo hacer la Princesa Americana, madre del hierático e insulso Príncipe no azul de la cosmopolita Costa Azul mediterránea… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La Vida en 3D

Quien inventó el metro como unidad de medida longitudinal creía que, en el mundo, la distancia entre dos puntos todo lo podría calibrar, hasta que alguien se percató de que cruzando dos longitudes podría calcularse algo más complejo como es la superficie bidimensional y para su valoración creó el metro cuadrado, otra medida más. Pero no siendo suficiente esto para describir toda la realidad, más tarde se confirmó que la suma de superficies constituye el volumen y para este concepto fue incorporado el metro cúbico como referencia de medición tridimensional.

Hasta aquí ha llegado la evolución en la medición de nuestra percepción espacial de la realidad, basada en las tres dimensiones que nos son visualmente reconocibles (largo, ancho y alto) y a las que los científicos sesudamente han añadido alguna que otra que a los demás nos son difíciles de interpretar.

Esto mismo podríamos ilustrarlo con metafórica libertad imaginando que la radio es longitud, la televisión es superficie y el cine en 3D es volumen, precisamente lo que más se acerca a nuestra visión de la realidad.

Por otra parte, de entre todos los intereses que participan de nuestra existencia, sin duda el primero y principal ha sido y es aquel que tiene que ver con la mejora y aprovechamiento de nuestra vida, ese regalo de la naturaleza que no por su gratuidad se debe (aunque se puede) malgastar. Pues bien, si partimos del célebre axioma que asegura que… lo que no se puede medir no se puede mejorar y consideramos que nuestra vida debe y puede mejorarse, será necesario que sepamos cómo medirla para lograrla aprovechar.

Normalmente la medición de la vida suele acotarse de forma sencilla y lineal utilizando una sola dimensión: la DISTANCIA, representada por la variable (o constante, según se interprete) Tiempo. De esta ingenua manera sólo podremos contar con información sobre su cualidad de carácter longitudinal (larga/corta) que, por simple y restrictiva, necesariamente obliga a buscar otras dimensiones que descriptivamente la puedan complementar.

Así pues, podríamos considerar que una segunda dimensión a tener en cuenta para medir la vida pueda ser la relacionada con la DEFINICIÓN de lo que se pretende lograr en ella, cuyo carácter es transversal (ancha/estrecha) y que viene representada por los Objetivos personales que nos fijamos y en los que nos embarcamos paralelamente en cada momento de nuestra existencia a la manera de un frente de batalla que tenemos que gobernar.

Si combinamos las dimensiones longitudinal y transversal podríamos llegar a asegurar que, en la mayoría de las ocasiones, una vida corta pero ancha puede sumar un mayor valor de superficie vital que la contabilizada por una vida larga pero estrecha. Esto implicaría obviamente que no solo el Tiempo vivido o por vivir es el determinante para el aprovechamiento de la vida, sino también nuestras inquietudes por llenarla de múltiples y enriquecedores metas que alcanzar.

Pero también es cierto que ni tan siquiera contar con Tiempo suficiente y además Objetivos definidos es garantía del mejor uso posible de la vida, pues de nada valdrán si no somos capaces de conseguir mucho de lo que nos proponemos por desidia, falta de constancia u organización personal. Es aquí donde aparece la tercera dimensión valorativa de la vida: el DESEMPEÑO, entendido en función de una magnitud que podríamos definir como vertical (alto/bajo) y que determina la talla en el nivel de Consecución de nuestros Objetivos a partir de la planificación, su seguimiento y la medición de los resultados esperados y que, finalmente, conferirá de volumen al singular concepto geométrico aquí expuesto de medición vital.

En definitiva, solo podremos ver y disfrutar la vida en 3D (DISTANCIA, DEFINICIÓN y DESEMPEÑO) si somos capaces de combinar acertadamente el Tiempo (longitud), los Objetivos (anchura) y su Consecución (altura) en ese difícil equilibrio volumétrico para el que ninguna fórmula general ha sido ni será nunca inventada pues es tan personal como la percepción que de la vida tenga cada cual… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Lo Educado y lo Adecuado

 

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En estas fechas que corren he tenido la feliz oportunidad de compartir una Cena Aniversario de lo que fue mi añorada clase de preescolar y que luego sería de Enseñanza General Básica, ahora que casi todos sus alumnos hemos cumplido los 50 (pues algunos lamentablemente fallecieron ya).

Tras casi 40 años sin habernos visto muchos de los presentes, pasamos entre recuerdo y recuerdo una agradable reunión animada por las comparaciones entre el ayer y el hoy y las inevitables risas y chanzas sobre lo despejado o blanco de las cabezas de algunos y los kilos de más en las cinturas de otros, constatable realidad que obligó a más de uno a tenerse que identificar convenientemente ante las serias dificultades planteadas para ser reconocido por los demás.

Los tiempos cambian y en el sentir de todos (la mayoría, padres), una misma constatación: ¡ya no se educa como antes! Frase que lleva siendo repetida generación tras generación sin solución de continuidad y también, hay que decirlo, sin ninguna perspectiva temporal más allá de la estrictamente personal. Es evidente que nunca se educará como antes, pues no tendría sentido mantener algo mientras cambia todo lo demás. Otra cuestión distinta será que el sistema educativo actual no nos satisfaga y entendamos deba ser modificado para mejorar.

Es una realidad histórica y personalmente constatada que, incluso finalizando ya la década de los ´60 del siglo pasado, el reino del terror gobernaba la mayoría de los colegios religiosos de la España tardofranquista haciendo bueno aquello de… “la letra con sangre entra”, como alguna que otra cicatriz de mi cabeza así podría demostrar. Partiendo de esa base, poco de lo que ocurrió en las aulas pudo ser académicamente bueno y menos la educación recibida, al margen de algunos nostálgicos y sentimentales recuerdos personales que cada uno de nosotros nunca seremos capaces de apreciar con la suficiente objetividad.

En la actualidad, dicen los profesores que son ellos quienes acuden a clase con miedo. Es muy posible. Pero, más allá de las responsabilidades que con seguridad son inherentes al sistema educativo presente, en algo también deberán tener ellos parte de culpa, quizás por no desarrollar todo lo que fuera necesario sus competencias relacionales, aquellas que les permitan liderar a un grupo de chavales sin el recurso a la inaceptable y ya hace años periclitada imposición de la autoridad por el criterio del mando y castigo más dictatorial (Kurt Lewin). Es probable que los docentes de hoy no acaben de concederle todavía la importancia que merece su propio desarrollo en habilidades de liderazgo y de relación interpersonal (al mismo nivel incluso que el de sus conocimientos teóricos sobre las materias impartidas), tal y como ya valora cualquier directivo que aspira a conducir a su equipo de colaboradores por la senda del éxito empresarial.

La educación es la columna vertebral del desarrollo de las personas y condiciona muy mucho su transitar por la vida, pues establece las bases que determinan lo que entendemos como adecuado en cada momento para nosotros y para los demás. Sin duda, para muchos de los que estamos iniciando la cincuentena o incluso para otros más jóvenes, lo que es “Adecuado” ahora no puede ser deudor de lo que nos fue “Educado” entonces, realidad que prueba que el proceso de aprendizaje en las personas siempre exigirá continuidad, si lo que verdaderamente buscamos es vivir con pleno aprovechamiento y satisfacción las diferentes realidades que en cada momento de nuestra existencia nos va tocando afrontar y por qué no, también disfrutar…

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¿Cuanto valen las Personas para las Empresas?


Muchos de los que nos dedicamos profesional y personalmente a defender con pasión la trascendental importancia que las Personas tienen en las Empresas, quizás no hemos sabido utilizar todavía el lenguaje que mejor comprenden los responsables de las mismas para tratar de convencerlos. Un lenguaje que deberá centrarse más en la concreción de los números que en la difusa dialéctica de las letras.

¡No nos equivoquemos! Con independencia de otras veleidades teórico-epatantes, desde hace decenios es la Cuenta de Resultados de cualquier compañía la que en última instancia condiciona las decisiones empresariales. Decisiones que inevitablemente se justifican por sus expectativas de aportación presente o futura a los beneficios esperados. Esta es la naturaleza intrínseca de todo negocio con ánimo de lucro y pretender ignorar esta realidad inevitablemente nos instalará en la eterna ingenuidad de lo deseable pero nunca factible.

Si muchos afirmamos convencidamente que las Personas son el primer y principal factor crítico de éxito en las Empresas y su contribución es la que mayor valor aporta a la consecución de los objetivos por ellas fijados, parece incuestionable la necesidad de cuantificar ese valor y de ser posible en términos monetarios (los únicos que intervienen en la Cuenta de Explotación), pues solo de esta manera podrá establecerse el verdadero retorno de la inversión realizada en costes laborales, facilitando así la adecuada gestión del conjunto de los miembros de una organización.

Hasta la fecha no parece que se hubiera avanzado mucho en la monetización del “valor” de las Personas en las organizaciones, dada la evidente dificultad en la parametrización de los componentes que explican el “cuanto” un empleado aporta a su compañía.

Afortunadamente, un reciente estudio realizado por Javier Uriz Urzainqui y Artemis Uriz Vandendries para la Confederación de Empresarios de Navarra (CEN) nos aporta algunas luces sobre este difuminado asunto.

El trabajo titulado “Investigación sobre la contribución del Factor Humano a la competitividad de la Empresa” identifica y analiza cuatro criterios para la medición de la aportación de valor de las Personas a las Empresas, con el siguiente orden de importancia:

      1. Criterio del valor del trabajo (cuanto resuelve)
      2. Criterio del aprovechamiento de la formación (cuanto utiliza de lo que sabe)
      3. Criterio de la actitud (cuanto se implica)
      4. Criterio de la cantidad de trabajo (cuanto trabaja)

Pues bien, tras la investigación, Javier y Artemis Uriz concluyen que…

“La diferencia entre el valor medio que obtienen de sus trabajadores las empresas más eficientes en Factor Humano y las menos eficientes es de 39.580 € por persona y año”

…dado que las más eficientes consiguen por empleado un beneficio en valor medio anual de 20.146 € y las menos eficientes una pérdida media anual de 19.434 €.

Es decir, que una compañía con 100 empleados que gestione adecuadamente su Capital Humano podría obtener un sobre-beneficio de 2.014.600 € anuales y la que lo descuide podrá añadir alrededor de 1.943.400 € en pérdidas.

Por tanto y según el Informe Ejecutivo de esta investigación sobre el valor de las Personas en las Empresas, el que unas sociedades logren beneficio donde otras obtienen pérdida no es tanto repercutible a los propios trabajadores sino al modo de gestionarlos que tienen unas y otras (ver “Estilos de Liderazgo”) y que finalmente puede “valer” alrededor de 40.000 € por persona y año.

A la vista de esto, es evidente que sobran ya las palabras convincentes si estos son los números convencidos… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro