El precio de la libertad personal

El precio de la libertad

La libertad personal nunca es gratuita como todo aquello que tiene un reconocido valor y por lo tanto un precio, que dependerá de la cotización marcada por su propio mercado de posibilidades, importancia y utilidad.

Si admitimos que la libertad es la capacidad para pensar y obrar según la propia voluntad, es indudable que su valor normalmente deberá ser alto para todos en general y por consiguiente también lo será su precio (entendido este como el esfuerzo necesario para alcanzarla), que variará de manera principal en función de la facilidad o dificultad para su consecución que presente cada entorno vivencial.

No obstante, al margen del condicionante circunstancial antes definido y que aquí no podemos solucionar, hay otro específico de corte y atribución personal que ejerce gran influencia en la determinación final del precio de la libertad: el endeudamiento personal.

El endeudamiento personal podemos entenderlo como el conjunto de los compromisos adquiridos por un individuo que le obligan antes, durante o después de los mismos a su abono total. Por tanto, hablaremos de obligaciones monetarias o morales cuya satisfacción comporta un precio a pagar y que habitualmente ejercen de contrapeso y freno para avanzar. El ejemplo más popular podría ser el de la hipoteca por la compra del hogar, cuyo carácter pecuniario esconde otras muchas derivaciones más, no dinerarias, que condicionan tanto que en frecuentes ocasiones llegan a limitar considerablemente la capacidad de decidir y actuar o lo que es lo mismo, la capacidad de ejercer la libertad personal.

Si la libertad es un concepto asociado a la liviandad y por ello metafóricamente le añadimos alas para volar, no parece consecuente incorporar pesos que anclen nuestro deseo de elevarnos y revolotear (ver… Las dos mochilas de George Clooney). Confundir el desarrollo personal con una inconsciente carrera por coleccionar deudas de carácter material e inmaterial se convierte en la mejor manera de huir alocadamente hacia adelante sin mirar atrás y lo que es peor, condicionar un futuro que se puede quedar totalmente huérfano de poder decisional. En ocasiones, la acumulación de tanto por pagar (en todos sus sentidos) puede llevarnos a la insolvencia personal y lo que es peor, al desahucio vivencial.

Ser libre (sin ponerlas, es evidente que lleva comillas) no puede reducirse a un mero planteamiento mental derivado solo de la voluntad de serlo, dado que por su evidente gratuidad no comporta más que un deseo sin desarrollar para cuya materialización habrá que inevitablemente pagar. Pagar en forma de, por ejemplo, renunciar a imitar dócilmente un cuestionado concepto de vida, el occidental, que apresa a sus seguidores en la celda del consumismo desbocado e irracional, que es habitualmente innecesario y por lo tanto banal. Consumismo, de nuevo material e inmaterial, cuyo elevado precio inevitablemente suele asumir cada cual, desde la ilusión primera hasta el desencanto final.

El precio de la libertad personal no es otro que el que cada cual elija pagar en función de cuanto su vida quiera complicar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿La vida nos enseña o nosotros debemos aprender…?

Einstein tocando el violín

Por supuesto que ahora no me acuerdo ni remotamente del momento de mi nacimiento pero por entonces, sin saber hablar y menos leer, estoy convencido de no haber recibido más enseñanzas de las que instintivamente yo tuve necesidad de aprender. Tras ello, puedo asegurar que casi nada ha cambiado en mi vida por más que en ocasiones la indolencia y la procrastinación me inviten a no aceptar que el conocer es más una cuestión de buscar, escuchar y leer que de esperar a que una luz, a la flamígera manera de Moisés, sobre mi quiera descender.

¿Es posible aprender sin querer…? Puede ser, especialmente en aquellos casos en los que la repetición constante de algo concluye en su aprendizaje por aburrimiento al estilo de las letanías con las que nos pretendían enseñar las tablas de multiplicar en las aulas de mi niñez. Es cierto que entonces las memorizamos, pero no supimos el porqué de esos cálculos y aún menos el para qué. La escuela nos lo enseñó antes de que nosotros lo quisiéramos aprender y en esta ejemplificación de algo aprendido por reacción y no por decisión se encuentra la ineficiencia del conocer sin querer.

Albert Einstein atribuyó públicamente parte de la explicación de su destacado desarrollo intelectual a que casi todo lo que aprendió en su infancia y primera juventud fue por su propio interés, porque lo investigó y lo preguntó, no conformándose con respuestas insatisfactorias por debajo del nivel de sus expectativas de saber. De esta forma, logró llegar a su madurez partiendo desde un escalón de conocimiento superior, que evidentemente siempre se encargo de extender siguiendo en su vida este mismo proceder.

Por tanto, en asuntos de conocimiento no parece suficiente el resignarse a recibir sino que es aconsejable el indagar y para ello nada mejor que potenciar una competencia que, como todas, de no tenerla como instinto natural siempre se puede incorporar. Me refiero a la curiosidad, entendida como el deseo propio e independiente de conocer aquello que no se sabe para satisfacer la necesidad de aprender. La curiosidad moviliza el comportamiento mientras que la indiferencia retiene el interés. La curiosidad es alimento de vida como así lo demuestra el actuar de los niños, frente al desinterés que anuncia el ocaso de la misma y en la que se instalan los ancianos que por ella se dejan vencer.

Así pues, el tránsito por la vida no garantiza de ningún modo el saber, ni aun en su forma de experiencia como sistema de conocimiento empírico y procedimental, por mucho que muchos se obstinen en calcularla simplemente en proporción directa de la edad que figura en nuestro carné. La experiencia no lo es sin interés. Nunca se atesora experiencia desde el sedentario y contemplativo desdén y en caso de duda que se lo pregunten al conocimiento que logra acaparar en su vida cualquier centenario ciprés.

Aceptar que la vida nos enseña es trasladarle equivocadamente una responsabilidad docente que no tiene ni nunca podrá tener pues somos nosotros, los vitalmente discentes, quienes podemos y debemos aprender, aunque solo si lo queremos y por tanto para ello hacemos lo que haya que hacer…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La mirada que no pude aguantar

El gorila del Bioparc

No sé que hay en los ojos que cuando nos miran hablan mucho más que cualquiera de los discursos que podamos escuchar. Son pantallas de brillo circular tras las cuales se esconden abismos infinitos de misterios, siempre pendientes de solucionar. Nunca mienten, pues la mirada es lo más complejo de falsear.

Los ojos, pese a su aparente fragilidad, atesoran tanta fuerza que en ocasiones su mirada fija nos resulta imposible de aguantar. Este enigma, complejo y universal, para mí que se explica por algo que llamamos dignidad, eso que se encuentra instalado en lo más privado de cada cual y que mal resiste su afeamiento por los demás, sobre todo al descubrirnos alguna verdad diferente a la nuestra y que nos incomoda tanto que nos obliga, sin querer, a retirar la vista a otro lugar.

Recientemente visité Bioparc Valencia, un parque zoológico denominado de última generación que se nos presenta en pro de la conservación animal como el mejor hábitat que pueda existir en cautividad y en pleno casco de la ciudad. Espacio, orden, limpieza y una aparente calma y tranquilidad quieren dar a entender que, al fin, el ser humano ha encontrado una fórmula aceptable para reunir y mostrar controladamente a sus vecinos terrestres sin presuntamente atentar a su salud y a su dignidad.

Reconozco que aquella mañana brillante y olorosa de primavera, paseando plácidamente por los diferentes ambientes de Bioparc, llegue a pensar que sus inquilinos eran verdaderamente felices en esa suerte de puzle de decorados invisibles y sin solución de continuidad, que reproducían admirablemente los paisajes originarios de cada especie con la máxima fidelidad. Jirafas, cebras, avestruces y rinocerontes confraternizaban en una sabana de atrezo bajo la adormecida mirada de los leones que solo se dedicaban a sestear, sin reparar en los vaivenes de unos elefantes entretenidos en jugar. Los hipopótamos en su remojo habitual y los cocodrilos, tan quietamente estupefactos, que siendo reales no parecían de verdad. Y los monos a lo suyo, armando una algarabía propia de una fiesta de cumpleaños para Tarzán.

Pero algo extrañamente singular me aconteció al llegar a la zona de los gorilas que, aunque separados por un grueso cristal, se pueden contemplar a menos de dos palmos como así hacen los tropeles de bulliciosos niños que llevados por sus colegios no dejan de mirar, chillar y gesticular frente a esos grandes simios que parecen acostumbrados a que les imiten un día tras otro, otro tras uno, reiteradamente y siempre de manera grotesca e igual. Pues bien, al llegar a la altura del patriarca de la comunidad, un espalda plateada que bien podría denominarse armario plateado pues tanto da, sentí un escalofrío agudo que me hizo tambalear cuando sus intensos e inquietantemente humanos ojos negros se clavaron en los míos para calladamente anunciarme que él también tenía derecho al uso de su dignidad. Dignidad perdida en esa exhibición bochornosa de feria postmoderna que disfraza una cárcel de lujo para seres vivos cuya condena penan solo por ser distintos a los humanos, precisamente lo que los humanos denominan como discriminar.

Acto seguido, cogiendo pausadamente del suelo con su inmenso brazo derecho un puñado de astillas de madera me las arrojó ceremoniosamente siendo detenidas por el cristal (instante final recogido en la fotografía de cabecera), como muestra disciplente de su intención de parecer tonto solo por él quererlo pero no por realmente serlo y menos todavía por ninguna imposición de una especie de reciente incorporación a la biosfera terrenal que se cree superior a todas, aunque no sea por méritos propios sino por ser la fortuita ganadora del premio de la lotería de una evolución genética casual.

Mis ojos avergonzados no aguantaron su mirada y se llenaron de unas lágrimas secas que todavía duelen en mi pesar. Es bien cierto que a mi peludo interlocutor visual no lo volveré a visitar, porque yo no me lo merezco y él se merece mucho más…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La igualdad de oportunidades: un eufemismo social

En cualquier ámbito social, la igualdad de oportunidades constituye el principal marco general que garantiza que toda persona pueda prosperar en la vida a partir de sus capacidades y merecimientos, lo que sin duda fomenta la iniciativa como fórmula automotivante de desarrollo personal. Su ausencia, además de constituirse en una discriminativa injusticia, tiene efectos negativos, pues deriva con seguridad en resignación vital.

Desde el comienzo de la humanidad, constituida como forma de existencia social, no parecen registrarse muchos casos de igualdad de oportunidades y si de todo lo demás, fiel reflejo de que a lo largo de la historia la búsqueda para algunos del privilegio como ventaja personal ha sido la mejor forma de acortar un camino que para otros inevitablemente se ha debido alargar.

Pero, ¿es posible la igualdad de oportunidades en la sociedad actual…?

Teóricamente sí, pero para no ausentarnos de la realidad, de su análisis todo apunta a que ese estado parece muy difícil de alcanzar mientras existan personas con honestidad cuestionable y poder suficiente para perpetuar ventajismos y prebendas, lo que desgraciadamente me lleva a pensar que esa práctica por ahora difícilmente desaparecerá.

En este sentido, aun en las situaciones donde se pueda constatar que las oportunidades son iguales para todos, aparece otro concepto mediatizante y diferenciador, como son las circunstancias personales, que se encargan automáticamente de ubicar a cada cual en un lugar. Sirva como ejemplo el que las oportunidades pueden ser iguales para todos los que encuentren en la judicatura su futuro profesional, al quedar establecido para ello en España un proceso público y abierto de oposición concursal. En cambio, las circunstancias difícilmente contribuirán a la equidad, pues los inevitables largos años de estudio que se requieren para aprobar precisan de una inversión cuya disponibilidad dependerá del nivel económico de la familia en la que haya nacido cada aspirante a la carrera judicial.

La igualdad de oportunidades es un derecho que por el momento es más teórico que real, aunque sirva como apetitoso reclamo político de quienes secularmente la proponen como moneda de cambio electoral. Hablar de igualdad de oportunidades no deja de ser un eufemismo utilizado por algunos para ocultar una realidad que es manifiesta, pues a todos nos afecta y constituye parte de la irregular orografía del camino de la vida que debemos transitar. Oportunidades, circunstancias y muchos otros determinantes más condicionan infortunadamente nuestra posibilidad y nuestra probabilidad. Y esto, por el momento, no parece vaya a cambiar.

Después de todo lo dicho y para afrontarlo, no encuentro otro camino más atinado que el del ejercicio libre de la decisión y de la voluntad, patrimonios personales que nadie nos puede arrebatar y que ejercen de antídoto individual frente al mal de la desigualdad.

¡Ah! y quien siga considerando que en la vida todo es una oportunidad y que para todos es igual, le recomiendo intente opositar a Jefe del Estado Español sin pertenecer a la familia real…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Trabajar en lo que queremos o en lo que podemos…?

Trabajar en lo que se quiere o puede

A la pregunta que titula esta Coach-tión, la primera respuesta que impulsivamente me nace desde la evidente constatación es… en lo que podemos. Pero si me detengo algo a meditar puede que conteste a la manera gallega un… depende, que tras un análisis mayor seguro se convertirá… en lo que queremos, aunque esto último requiere de una explicación para no ser yo confundido con quienes lo defienden pero desde otra muy diferente posición.

Cuando todavía estaba cursando mis estudios universitarios conocí a alguien cuya primera conversación, al explicarme su trayectoria profesional, me cautivó. Era algunos años mayor que yo y ya disfrutaba de gran notoriedad profesional en el sector de la publicidad española, mundo al que accedió según sus palabras desde cero, con determinación y por cansancio de su anterior ocupación con la que valientemente rompió para explorar la que consideraba, sin presuntamente conocerla, su verdadera vocación. Dicho así, tanto el lector como entonces yo considerará como modelo de trabajar en lo que se quiere a ese señor que llegó a dirigir una de las agencias nacionales de publicidad de mayor facturación, aunque eso sí, por herencia fortuita de un familiar lejano y no querencia de un clarividente e imperturbable espíritu emprendedor. Del farsante aprendí una impagable lección.

Desde aquello, introduzco en el cajón de la cuarentena para su demostración toda manifestación estentórea que escucho de éxito en cualquier profesión que sea sospechosa de pertenecer a las fantasías animadas de ayer y de hoy. Que sea fruto de embustes propios de quienes la arrogancia les desborda, disfrazando la realidad de ropajes de embaucador. No nos engañemos, todo es mucho más complicado a la hora de cristalizar laboralmente una ilusión y no se resuelve solo con animar el deseo de un trabajo mejor.

En estos tiempos de acerbada competitividad triunfan las corrientes de pensamiento positivista que ejercen de bálsamos chamánicos para aquellas personas que los escuchan solo con el corazón, pues no resisten cualquier análisis de la razón. Una de estas tendencias proclama irresponsablemente la posibilidad universal de trabajar en lo que se quiere, lo que directamente es una contradicción por razones obvias de saturación (por poner uno de los muchos ejemplos posibles, no puede haber tantos médicos como vocaciones personales de serlo). Más que posibilidad, habría que hablar honestamente de probabilidad y ello pese a su bajísima dimensión. Tratar de convencer a todos de que podrán alcanzar su actividad laboral soñada es la mejor forma de fomentar, sobre todo hoy, la insatisfacción personal por fracaso y lo que es peor, la temida depresión por frustración.

No nos equivoquemos, todos trabajamos en lo que podemos, lo cual en muchas situaciones no debe estar en contradicción con que ello pueda ser también lo que queremos, pues en esta vida es de sabios lograr combinar el poder con el querer como mejor ejercicio de adecuación a una realidad que, por difícil, lo que exige es fluida navegación. Evidentemente no hablo de resignación, sino de búsqueda proactiva para encontrar en lo que hacemos hoy algunos motivos de satisfacción. En entender que cada trabajo, aun no siendo el deseado, esconde posibilidades de justificación que solo podrán descubrirse desde la actitud serena de quien interpreta su vida no como una desbocada competición, sino como un largo y personal camino de realización en el que también cabe por momentos la adaptación.

Trabajar en lo que queremos pasa primero por aceptar sin frustración trabajar en lo que podemos a la manera de un Marco Aurelio cuando, hace más de dos mil años, sabiamente nos recomendó el… no obstinarse en lo improbable, luchar por lo probable y antes, distinguir entre los dos

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El Cuerpo: algo de lo que nunca te podrás divorciar

Cuerpo

Si lo racional y lo emocional constituyen los dos sustentos más intangibles y libres del trípode que conforma en el hombre su compendio vital, el cuerpo se configura como la tercera extremidad, cuyo carácter eminentemente material nos condena a una esclavitud dependiente de las leyes de la física y la química y por consiguiente de nuestro atento cuidado personal.

El Coaching, además de otras también, es una disciplina que preconiza el cambio como la herramienta principal de desarrollo personal. Yo mismo defiendo convencidamente el cambio enarbolando esta popular declaración de principios, incuestionable y de aplicación universal: si siempre hacemos lo mismo, siempre obtendremos lo mismo. Pues bien, si hay algo en nuestra biografía sin posibilidad evidente de intercambiar ese es nuestro cuerpo, fiel compañero existencial que nunca nos abandonará hasta llegar al final.

Así las cosas, parece difícil de explicar que lo único que en nosotros no tiene sustitución sea aquello que no protejamos con más ahínco y fervor, que aquello que puede condicionar realmente el plazo de nuestro transito por este mundo (tan difícil pero tan cautivador) no sea prioridad y si indolente olvido que esperanzadamente viene a confíar en un aleatorio destino que a nadie asegura la salud ni la longevidad. ¿Cabe mayor despropósito vital…?

Hace cinco años, en El Plan de Pensiones Físico, defendía la conveniencia y posiblemente necesidad de emparejar la prevención económica con la corporal para lograr llegar a nuestro último tercio de vida (25 años o más) en condiciones suficientes de disfrutar en lugar de por falta de previsión, mal vivir y penar. Si todos los que percibimos ingresos somos capaces de realizar hoy un esfuerzo económico por ahorrar (por vía privada y/o cotizando a la seguridad social) con el objetivo de más tarde podernos financiar, ¿qué razón explica que no observemos la misma intención para tratar de asegurarnos una mejor calidad de vida corporal? Parece no haber explicación lógica o… ¿si la hay?

Claro que la hay, pues todo logro en esta vida se mide por esfuerzo y este ejerce como moneda de cambio de lo que queremos y podemos comprar, de lo que aspiramos a alcanzar. En definitiva, cuánto me cuesta conseguir algo y cuanto estoy dispuesto a por ello pagar. Pues bien, todo lo relacionado con el cuidado físico parece que nos supone una cuenta difícil de aceptar, tan cara que llega a no importarnos él como por dentro o por fuera podamos llegar a estar. El mientras el cuerpo aguante o que me quiten lo bailao no parece forma de interpretar una vida que más que gastada debiera ser protegida para ahora y luego poderla realmente disfrutar.

En La Vida en 3D pretendí definir geométricamente nuestra existencia en formato real, tridimensionándola en coordenadas de longitud, anchura y altura, todas susceptibles y convenientes de estirar, siendo la primera esa que corresponde al tiempo por vivir y de quien nuestro cuerpo es el principal guardián. Una vida ancha y alta pero corta, poco volumen nos reportará, pues necesitamos del tiempo para todo y de todo para probar, valorar y finalmente decidir con que nos queremos quedar.

Porque de mi cuerpo no me puedo divorciar, no me avergüenza confesar que desde muy joven llevo cuidándolo con esfuerzos y renuncias pues mi salud es, de todo, lo que más valoro y a la postre siento que ello me revertirá en un horizonte vital todavía pleno de posibilidades de disfrutar de una energética realidad que hoy, a mis cincuenta y dos años de edad, pretendo alargar en cantidad y calidad. Esto mismo, por mí comprobado, recomiendo de todo corazón a los demás…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

“Evitar problemas para no tenerlos que solucionar”

Problemas

Si vivir es solucionar problemas, entonces vivir más pasará por menos problemas solucionar, porque la cuantía y medida de los mismos nunca está inevitablemente determinada, al depender en gran medida de cómo cada cual reacciona y decide actuar ante su adversidad. Todos los problemas no son iguales, aunque en muchas ocasiones así lo podamos apreciar, siendo en su acertada identificación y gestión donde se nos presenta la oportunidad de un ahorro de carga vital que poder gastar directamente, luego, en nuestra felicidad.

En definitiva, todas las alternativas de eficaz identificación y gestión de los problemas nos llevarán siempre a un mismo lugar: el de evitar. Pero… ¿evitar es no comprometerse, huir o abandonar?

Que la realidad hay que encararla con valentía, creo nadie lo dudará, pero que esta valentía pueda en ocasiones confundirse con la insensatez es algo que puede ser perjudicial. Evitar problemas para no tenerlos que solucionar… no supone elegir ponerse de espaldas a la vida sin afrontar los retos creados o sobrevenidos, pues esto sería más una renuncia a estar vitalmente presente para buscar esconderse de la realidad. Evitar problemas para no tenerlos que solucionar… debe contemplarse desde la mirada frontal de quien no rehúye sus compromisos buscados y asumidos, pero sí los elige con criterio y sin dejarse llevar. Todo está en cómo encontrar en los problemas la frontera entre los que verdaderamente nos afectan y los que no nos deben importar. Entre cuáles apostar por solucionar y los qué conviene subordinar.

A menudo me encuentro con personas que hacen de su vida un problema total y aún todavía es más, no conformándose con los presentes, acostumbran anticipar los futuros instalándose en un estado de permanente agobio e insatisfacción vital. Su visión catastrofista de la existencia ejerce de potente imán para incluso, además de los propios, atraer a los de los demás. Viven para sufrir y sufren para vivir. Y así quedan desnudos ante lo que les rodea y a merced de todo mal. En cambio, he coincidido con otras cuya mayor cualidad es la de esquivar ciertos problemas sin renunciar a su responsabilidad. Saben cómo avanzar, atendiendo solo a esos obstáculos que tienen categoría principal y que son por los que merece la pena gastar energías y luchar, obviando lo subsidiario o lo que ya no tiene remedio ni solución y hay que olvidar. Son los vitalmente eficientes, que asumen la tremenda dificultad del progresar, pero no admiten su existencia como un eterno castigo celestial. No valoran los problemas por igual y viven para lograr.

Y… ¿cómo Evitar problemas para no tenerlos que solucionar? Pues bien, como siempre primero advertir que para contestar, lo más honesto es aceptar que a preguntas generales necesariamente corresponderán respuestas generales si no queremos correr el riesgo de proponer aquello que solo a algunos valdrá. Por tanto, mi contestación deberá ser universal y luego cada cual se ocupará de transitarla hacia su propia realidad. Así las cosas, a la pregunta anterior no hay otra respuesta que la derivada del recomendable ejercicio de priorización de los problemas en orden a un solo valor de medición: su grado de relación con nuestros propósitos o lo que es lo mismo, su mayor o menor vinculación a todo aquello que para nosotros significa lo principal y que queda especificado por los objetivos vitales que como destinos en su existencia cada cual se debe fijar.

Si no deseas cargar pesadamente tu vida de problemas sin solucionar, evita muchos escogiendo solo aquellos que te importan de verdad y olvida los que no son más que ruido en la armoniosa sinfonía que día a día compones para interpretar tu felicidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Hombre o Hambre emocional…?

Mente-Cuerpo-Emoción

Comienzo esta Coach-tión significando mi militante posición al tratar una vez más un tema en el que son los demás quienes tienen la responsabilidad de su atronadora actualidad, pues solo baste con comprobar las decenas de metros que en las librerías ahora ocupan cientos de ejemplares sobre todo tipo de cuestiones relacionadas con los sentimientos y la emocionalidad, sin contar asimismo con los millares de conferencias y cursos que inundan de propuestas una Internet que a la mismísima Srta. Francis bien le hubiera gustado conocer y utilizar.

Así las cosas voy a terminar creyendo que, además del descubrimiento del ADN, el otro gran avance de la ciencia biogenética actual es la catalogación del Hombre como ser eminentemente emocional, si nos atenemos a la desproporción de información circulante entre esto mismo y aquello que se pueda referir a su componente racional. ¡Ah! y no me quiero olvidar del Cuerpo, como vehículo físico de todo lo demás y que también es necesario atender y cuidar, aunque esto lo trataré en otro artículo y en este mismo lugar.

Pues bien, lo digo ya sin esperar al final: ¡Hay mucha más Hambre que Hombre emocional!

¿Por qué no se habla hoy del Hombre racional…? ¿Será porque de repente y por un azar evolutivo ya no lo es…? ¿Será porque todo lo relacionado con lo racional se asocia a esfuerzo y dedicación cuando lo emocional queda más cerca del placer y la diversión…? ¿Será porque las leyes del mercado ahora determinan que el dinero fácil se encuentra tratando de la emoción y no de la razón…? Será, será…

Apuntando tanto y en ocasiones tan mal a lo emocional es evidente el riesgo que corremos de desatender aquello que individualmente forma el sustento basal de nuestro desarrollo personal y colectivamente justifica el lugar que ocupamos en la escala social de las especies de este mundo, cuya lograda explicación no olvidemos ha sido y es racional.

Parece ser que ya no somos animales racionales sino emocionales y esto algunos lo quieren demostrar como un triunfo de la sensibilidad coronaria frente a la mentalidad cerebral, como si de tal suerte abandonásemos (a la manera de los fantasmas del cine) el reino de lo tangible y mundanal para instalarnos en el de lo etéreo y celestial. Cuanto de oportunismo hay en esos discursos que aprovechan sombrías épocas de dificultad como la actual para apelar a vanas esperanzas, fes y caridad, en lugar de constatar la cruda realidad y es que de la oscuridad solo se sale analizando, actuando y volviéndolo a intentar.

Yo no soy una máquina de calcular y como cada cual también me veo afectado por ese carrusel emocional que influye en mi vida tanto como en la de los demás y que muchas veces ni casi puedo gobernar. Pero todo ello no me debe instalar en la resignación de lo aleatorio e inevitable y que nos es justificado por salirse de lo que con dificultad podemos controlar, pues tengo la convicción de que la construcción de mi vida pasa por decidir qué y cómo ser y ello no lo puedo dejar al arbitrio único de mi corazón sino que también y sobre todo, lo debo reflexionar.

Yo soy un hombre que defiende lo racional porque siempre apoyo a los que van perdiendo, todavía más cuando considero que merecen una oportunidad para ganar. A quien siga con Hambre emocional le propongo Pensar y a quien ya piense, Amar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Hay que tener… OCHO APELLIDOS VASCOS?

Ocho apellidos vascos

Tener OCHO APELLIDOS VASCOS para algunos pueda ser un signo de acreditada distinción, posiblemente la que supone el contar con la suficiente memoria para ser capaz de recordarlos en su longitud y complejidad.

Yo nací en los años sesenta del pasado siglo en un pueblo valenciano del interior y recuerdo que en mi infancia, cuando nos visitaba un niño de la capital, todos sin dudar creíamos que era mejor y hasta más, solo por ser miembro de un clan que provenía de la gran ciudad. El paso del tiempo y algunos de esos niños con los que compartí juegos, estudios y luego trabajo, me demostraron sin quererlo que la pertenencia no determina necesariamente la competencia si la intención decidida por progresar se sobrepone a la resignación pasiva frente a lo que nos pueda tocar. Yo mismo y pronto recabé en la capital aunque siga considerándome algo de pueblo, pues lo que de niño inicias tiene un difícil borrar.

Hace algunos meses escribía La Fortuna Geográfica en un intento de constatar el aleatorio condicionante que para el desarrollo de las personas supone su lugar de nacimiento, defendiendo la tesis de que este en ocasiones nos puede quitar más que dar. Por ello, confiar ilusionadamente en recibir por vivir en un determinado entorno social es finalmente tan ingenuo como pretender pasear por la Gran Vía de Madrid con la esperanza de que los cajeros bancarios despachen gratuitamente billetes sin preguntar a quien los dan.

De mayores ya, es una realidad que todos aquellos que vivimos en una comunidad, sin ser necesariamente cierto, consideramos que pertenecemos a un colectivo social mejor que el de los demás, enorgulleciéndonos de nuestras virtudes corporativas que siempre dejan en ridículo a las de quienes viven en otra zona o localidad. Nos instalamos en esa confortable seguridad de quien se siente arropado por lo que viene siendo su costumbre tradicional, aún sabiendo que la complacencia es el enemigo de la versatilidad. Por eso algunos piensan que no tiene sentido cambiar.

El fulgurante éxito que la película de Emilio Martínez Lázaro está demostrando en las taquillas españolas (en los momentos en los que escribo estas líneas ya solo tiene por delante en recaudación a Avatar), no es otro que el mismo que ha encumbrado desde hace décadas los chistes de… un francés, un inglés y un español… que, a fuerza de combinar ingeniosamente tópicos y lugares comunes, han logrado que no seamos capaces de concebir a sus protagonistas de manera diferente a los estereotipos que entre todos hemos llegado a crear. Estereotipos que además somos nosotros mismos quienes también nos encargamos de perpetuar al tender a actuar idénticamente como tales, asumiéndolos como verdaderos, inevitables y hasta meritorios para nuestra integración social.

Si bien es cierto que cada tribu o grupo social (familia, barrio, población, comunidad y estado) pueden generar sus propias señas de identidad y que indudablemente son constitutivas de su riqueza patrimonial, no lo es menos el sinsentido que representa hacer de ello competencia por la exclusiva superioridad. No es más hablar un idioma que otro como tampoco lo es el hábito en el vestir, en el comer o en el veranear. Desde lo alto de una nave espacial, todo ello aparece como un irrelevante y naíf tipismo en este complejo mundo que es seguro hoy reclama otros focos de prioridad.

Mis APELLIDOS no son OCHO ni son VASCOS. Tengo solo DOS y ESPAÑOLES, motivo suficiente para certificar que estoy muy vivo para poder decidir (como los de Bilbao) ser de aquí o de allá aunque, sinceramente, a mí tanto me da…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Vivir… en el Estanque Dorado

En el Estanque Dorado

Llegar a la vejez para entonces comprobar que nuestra vida no ha sido la deseada se convierte en un camino sin retorno cuando esperamos hasta entonces para valorar la idoneidad de nuestra realidad. ¿Tiene sentido continuar ciegamente sin verificar si el camino actual nos llevará a acercarnos a nuestra búsqueda de la felicidad…?

De visita familiar en esta Semana Santa a Madrid no perdí oportunidad de asistir a una de las últimas representaciones en el Teatro Bellas Artes de En el Estanque Dorado, la obra de Ernest Thompson que se hizo famosa en 1981 por la filmación cinematográfica que dirigió Mark Rydell a Henry Fonda y Katharine Hepburn (ambos oscarizados por su interpretación), junto a Jane Fonda. En esta primera adaptación escénica realizada en España con dirección de Magüi Mira, también brillan con intensa luz propia el magisterio actoral de Héctor Alterio (Norman) y Lola Herrera (Ethel) en los papeles del anciano matrimonio que cada verano pasa sus vacaciones en una paradisiaca casa del Estanque Dorado.

Si Ethel representa el positivismo sincero, conciliador y lleno de satisfacción, Norman es la viva encarnación del escepticismo pesimista, desencantado y mordaz. En la obra no creo pueda haber duda alguna sobre el personaje vitalmente más interesante y es quien es capaz de cuestionar su existencia por considerar que pudo ser mejor. Norman rememora irónicamente su vida pues ha asumido que en mucho se equivocó, mientras que Ethel semeja disfrutar plácidamente de la suya, en mi opinión, por un sospechoso acomodamiento deudor de una falta de mayor rigor crítico en su reflexión.

No voy a descubrir a nadie la preferencia que los autores literarios siempre han tenido por los personajes perdedores y atormentados, cuyo juego existencial ofrece un largo horizonte para la creatividad narrativa. Cuestionar la vida puede ser el principio de algo mientras que aceptarla con seguridad será el final de todo. Por ello la voz de Norman nos despierta incómodamente mientras que la de Ethel consigue adormecernos plácidamente. Ambos, compartiendo una larga unión conyugal que en sus comienzos pudo haber sido muy pareja pero ahora es tan diferente que, en su bien definido contraste, podemos observar las claves de dos formas distintas y distantes de afrontar la vida: la Duda o la Aceptación.

Confieso que mientras presenciaba la representación mi identificación personal se encontraba más cerca de Norman que de Ethel lo cual, si primero me agradó, luego me llenó de una profunda inquietud pues entre el viejo cascarrabias y yo media una diferencia de edad de más de treinta años, que son los que me puedan restar para afrontar decididamente mi vida antes de lamentar llegar a su desencantada conclusión.

Fue entonces cuando volví a repetirme esa esclarecedora pregunta que ni yo ni nadie podemos nunca ignorar y cuya respuesta solo puede ser en forma de SI o NO…

¿DE SEGUIR HACIENDO LO QUE HAGO, LLEGARÉ A SER LO QUE QUIERO…?

Si contestas SI, sigue. Pero en caso de responder NO, cambia, pues… Vivir en el Estanque Dorado es eso de lo que Norman finalmente y con amargura se arrepintió…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro