René Pape: ¡qué envidia de voz!

Quienes siguen estas crónicas conocen mis preferencias por las voces graves en el registro masculino de tal manera que, por ejemplo, ya no voy a ningún recital de Juan Diego Flórez o Javier Camarena (elegido mejor cantante de ópera mundial en 2021), dos sobresalientes exponentes de la cuerda de tenor lírico-ligero pero que a mí me dejan igual. Alguien podría pensar que, entonces, de los contratenores ya ni hablar. Pero no, los aprecio pues su voz es de registro femenino (por mucho que los teóricos la pretendan diferenciar) y ese es otro cantar.

Y es que, en mi opinión, no hay como los contrastes en el tono vocal, que determinan en lo masculino la gravedad y en lo femenino la altura musical. Tanta corrección política tendente a no molestar, al final ejerce de silente censura de lo que verdaderamente piensa cada cual. Nos estamos convirtiendo, por diplomáticos, en aburridos delegados de la mediocridad.

Ayer, René Pape (Dresde-1964), nos mostró un instrumento vocal proverbial, que va del bajo profundo al barítono ligero en una extensión poco habitual que le permite afrontar una gran variedad de canciones, pues esto es lo que nos vino a cantar. Dentro del ciclo de Lied del Palau de Les Arts, interpretó con elegante autoridad a Mozart, Dvorak, Quilter y Sibelius, cuyas exigencias no son las operísticas por lo que no pudimos apreciar todo lo que guarda este extraordinario cantante alemán. Ahora se encuentra en la plenitud de sus posibilidades, a la que llegan los bajos al traspasar la cincuentena, muy al contrario de los tenores que de la juventud hacen su valor principal. Pape, además, tiene ese vibrato que tanto ilumina un tipo de voz que, por su oscuridad, precisa de un aliciente para poder brillar. Todos los instrumentos de cuerda frotada se interpretan con esta técnica, que en la voz (frotada por el aire) solo puede ser natural.

Además, René Pape parece un tipo sincero y cabal cuando dice, sin ningún tipo de ambigüedad, que ya no interpreta a uno de los papeles que le hicieron famoso, el Hans Sachs de “Los maestros cantores de Núremberg”, porque no le merece la pena aprenderse cada vez un papel tan descomunal en su extensión para una ópera que casi no se viene a programar. A esto me refería antes cuando aludía al excesivo celo de opinión que nos impone esta sociedad y por ello aprecio a quienes no aparentan ver la vida como un parque temático de la felicidad.

Poco público (pese al descuento del 30%) para escuchar a una figura de la ópera, no actual, sino del último cuarto de siglo cuya voz envidio menos de lo que la pueda admirar…

“Falstaff” por “Tristán…”

Comenzaré por algo que se suele comentar al final: ayer, durante toda la representación del estreno de “Falstaff” (G. Verdi-1893) en el Palau de Les Arts de Valencia, solo se aplaudió en una ocasión (hacía el comienzo) y no por falta de merecimiento de otras intervenciones, sino por algo que define muy bien a la última creación de ese genio de la composición lírica que representó a la ópera italiana en su máxima expresión musical.

Desde que en 1843 Wagner irrumpiera con “El holandés errante” como un ciclón en el panorama operístico mundial, su influencia no cesó de crecer en un público atónito ante aquella nueva forma de dramaturgia musical que cuestionaba, desde la continuidad tonal, las reglas que hasta entonces habían gobernado una Ópera que después solo se permitiría una sola mirada atrás (el “Verismo”). Pero también, los compositores coetáneos al maestro alemán quedaron impregnados de sus avanzados conceptos (enmarcados en lo que llamaría “Obra total”) y cada cual los incorporó a su estilo de forma desigual. Verdi era mucho Verdi como para asumir cambiar, pero cincuenta años de cohabitación con Wagner eran tantos como para no venirse a cuestionar los caminos que la Ópera del futuro iba a transitar. Fue, sobretodo, durante su periodo de silencio (entre la “Aida” de 1872 y el “Otelo” de 1887) cuando se convenció de que su tipología de música no tendría continuidad. Con “Otelo” incorporó ciertas novedades que en “Falstaff” fueron a más (incluida, solo por segunda vez en su carrera, la comicidad) y desconocemos hasta dónde habrían podido llegar de ser más joven para que su obra hubiese tenido continuidad. De las muchas innovaciones que sutilmente Verdi incorporó en su última composición (admirado por la propuesta de un Wagner absolutamente convencido de su revolución conceptual), fue la continuidad musical en la acción lo que determinaba un giro sustancial. Algo que modificaba el concepto tradicional de avance de la dramaturgia por piezas separadas (recitativos “seccos” y arias, sobretodo) y que, como ocurre con la obras de Wagner, dificultaba sino impedía el gesto de aplaudir “interacto” hasta no llegar a su final.

Pero además hay otra singularidad en lo que ayer aconteció y es que, pese a ser “Falstaff” una obra trufada de pasajes cómicos que llevan a la hilaridad, no se escuchó ninguna carcajada y de sonrisas ocultas bajo las mascarillas no puedo hablar. Sin duda, el asfixiante peso de un año de reclusión, angustia y temor ante los estragos causados por esta epidemia sanitaria mundial, ha congelado nuestro sentido del humor, que espera todo se resuelva para volver a despertar. En mi caso particular, todavía fue mucho más, pues asistí ausente de toda complicidad y vaciado de ganas de disfrutar, tras el fallecimiento de mi querida madre solo cinco días atrás. A ella, que en Madrid tantas veces me acompañó al Teatro Real, le dedico con amor esta música inmortal de Falstaff.

La producción, en general, es merecedora de gastar el importe de su entrada, sobretodo por escuchar al estupendo Falstaff de Ambrogio Maestri quien, dando el tipo en lo horizontal, ahorró mucho relleno de atrezzo en su vestuario y proyectó su poderosa voz en una sala que no se completó pese a las normas que lo venían a limitar. Algo tendrá el estar grueso que a todos los cantantes de esta complexión singular les sale una voz mejor (ver el decepcionante caso de Aquiles Machado tras adelgazar). También me gustó la Nannetta de Sara Blanch, con su gusto al cantar y su afinada tonalidad, que iluminó en algunos momentos las tinieblas de mi corazón, llevándome a otro lugar. Ainhoa Arteta, como Mrs. Alice Ford, actuó mejor que cantó (que no lo hizo mal). Violeta Urmana no se pudo lucir en el papel de Mrs. Quickly, muy corto para lo que reclama su fama internacional. La escenografía no me gustó, incapaz de descubrir lo que aportaba a la historia y decepcionado porque, una vez más, la belleza de la música no se acompañó en lo visual. El director italiano Daniele Rustioni (sustituto del inicial, James Gaffigan) llevó a la Orquesta de la Comunidad Valenciana por los caminos de la mediocridad al no plantear una interpretación valiente de la partitura y limitarse a acompañar, precisamente en la obra de Verdi donde la orquesta tiene un protagonismo principal.

En enero, unos contagios modificaron la programación inicial de las representaciones de este “Falstaff”, que se han ubicado en los mismos días en que deberíamos haber asistido al “Tristán…”, cancelado por su larga duración y su grandiosidad instrumental. La casualidad no podía relacionar mejor la vinculación de estas dos obras y de sus compositores, máximos exponentes de la Ópera universal…

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Recomiendo la grabación de Herbert von Karajan para EMI en 1957, dirigiendo a la Orquesta y Coros Philharmonia, con Tito Gobbi, Elisabeth Schwarzkopf, Nan Merriman, Rolando Panerai, Fedora Barbieri, Anna Moffo y Luigi Alva.

¿Pinchazo de Gergiev, de Calatrava o de mi audición…?

Ayer nos visitó, una vez más, la maquinaria infalible de la Orquesta del Teatro Mariinsky de San Petersburgo (en versión reducida, aunque en la potencia del sonido no se notó) con Valery Gergiev al todopoderoso mando. El concierto lo programó el Palau de la Música de Valencia y fue ubicado en el de Les Arts, como la mayoría en los últimos meses por la falta de arreglo de su sala principal. Pero en esta ocasión algo falló y solo se me ocurren tres posibilidades para su explicación: Gergiev, Calatrava o yo.

El concierto se componía de dos famosísimas piezas del repertorio más habitual: el “Concierto para piano y orquesta nº2” (S. Rajmáninov-1901) y la “Sinfonía fantástica” (H. Berlioz-1830).

En 2016 asistí, en el Palau de la Música Catalana, a la final de su prestigioso “Concurso Internacional de Música María Canals” (ver aquí), en el que los tres pianistas que habían llegado coincidieron en la elección del mencionado concierto de Rajmáninov. Aquella casualidad me permitió comprobar que, interpretado por una misma orquesta, sonaba totalmente distinto en función del solista que se sentaba al teclado. No quisiera culpar a Alexei Volodin (al piano ayer) de que, el que a mí me parece más deslumbrante concierto para piano jamás escrito, sonase ramplón. Entonces… ¿fue Gergiev? Pues creo que no, dado que lo mismo ocurrió con la sinfonía de Berlioz.

En mi opinión el responsable es Santiago Calatrava, que diseñó un Auditorio del Palau de Les Arts que no hay manera de que algo se pueda escuchar con claridad, convirtiéndose la música en un embarullado ruido que no permite distinguir lo que está bien de lo que está mal. Y es que todo sonido viaja a igual velocidad (unos 1.200 km./h.) hasta que choca con algo y en función de su forma y material, vuelve antes o después produciendo extrañas reverberaciones que pueden despistar. Aunque no se trata del mismo fenómeno, el resultado es similar al percibido cuando conectamos unos altavoces Bluetooth con la TV y no ajustamos el retardo para sincronizarlos con el del televisor. La estructura del Auditorio de Les Arts se conforma por numerosos arcos paralelos y sobresalientes de hormigón, que son muy decorativos pero obstaculizan el libre paso de un sonido cuya percepción empeora conforme este avanza hacia las filas que se encuentran al final, precisamente donde yo ocupaba mi localidad (la sala Iturbi del Palau de la Música de Valencia también nació con un problema de sonido que fue solucionado con una intervención posterior).

¡En fin!, que fue una pena para mí pero no para el resto del público a tenor de su gran ovación, lo cual pueda indicar que quien pinchó fui yo…

Schrott y Mozart, Flotats y Molière, Vera y Shakespeare, Hopkins y Zeller

Las cuatro asociaciones del título anterior no pretenden ejercer de acertijo embaucador, sino destacar lo principal de lo visto y escuchado estas “coronavidades” en un Madrid desolador: “Don Giovanni” (Teatro Real), “El enfermo imaginario” (Teatro de la Comedia), “Macbeth” (Teatro María Guerrero) y “El padre” (Cine Embajadores).

En el verano de 2010 realicé uno de mis viajes moto-musicales; el que me llevó al Festival de Salzburgo y al Festival de la Arena de Verona, además de otras bellas ciudades de esa Europa central que hace gala de antigua serenidad y buena educación (crónica en… “Salzburgo, Verona y el Amor”). La producción de “Don Giovanni” (W. A. Mozart-1787) que presencié entonces en la Haus Für Mozart de Salzburgo era la misma que este mes de Diciembre programó el Teatro Real, cantantes protagonistas incluidos, lo cual para mí no dejaba de ser tentador. Si entonces destaqué al barítono inglés Christopher Maltman en su varonil papel de Don Giovanni, diez años después debo reivindicar la interpretación de Erwin Schrott como un Leporello magistral en lo actoral y sobresaliente en lo vocal, ambas cualidades necesarias hoy para triunfar en un tipo de ópera donde lo visual va ganando en protagonismo y aceptación. El uruguayo-español Schrott, tras una década, ha profundizado su resonante voz y se encuentra más cerca de ser bajo que barítono, mostrando un estereofónico timbre de cuerda vibrador que tanto me llega a gustar (a lo Nicolái Giaúrov) en lugar de ese otro engolado-monofónico que no puedo soportar (a lo Martti Talvela) y que abunda a mi pesar en este panorama actual de bajos sin meritoria distinción. En aquellas representaciones de Salzburgo, Schrott era todavía esposo de Anna Netrebko (ella cantaba allí la Julieta de Gounod junto a Beczala como Romeo, que también presencié) y no pude resistirme a pensar que su inclusión en el reparto del Don Giovanni tenía algo de imposición de la diva rusa (como ahora es evidente ocurre con su actual marido, el regular tenor azerí Yusif Eyvazov). Pero me equivoqué, porque Erwin Schrott merece por sí mismo estar entre los bajo-barítonos más competentes de hoy. Además, cuando un año después me lo presentaron, él creyó que yo era también cantante (desconozco cual sería la imposible razón) hasta que llegó mi aclaración, a partir de la cual me siguió tratando con la misma consideración (ver en… “La Humildad y Erwin Schrott”), algo infrecuente en un cantante de ópera de esa fama y proyección.

A José María Flotats le propuso Helena Pimenta (la anterior directora de la Compañía Nacional de Teatro Clásico) dirigir una obra en ese teatro público dedicado al repertorio histórico y su propuesta de montar e interpretar “El enfermo imaginario” (Molière-1673) es la que pude disfrutar. Disfrutar por su tan técnica interpretación a los ochenta y un años de edad (sigue siendo actor de la Comédie Française), junto a la mucho más intuitiva pero también meritoria de la simpática Anabel Alonso, que a todos agradó. El texto de la obra, seamos sinceros, no destacaría de haberse escrito hoy pero le otorgamos nuestra consideración por la pluma que lo escribió y por exponer unos comportamientos humanos tan cercanos a la contemporaneidad en el casi cuatricentenario del nacimiento del autor (1623). Y es que, pese a que nos creamos ser la quintaesencia de la historia de la civilización, la problemática del ser humano no ha cambiado mucho en los últimos 2.000 años y de ello ya se percató la Grecia y Roma clásicas, donde todo lo actual comenzó.

El Teatro Maria Guerrero clausuró, el miércoles 30/12, la función programada de “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) para la que había comprado entrada con más de un mes de antelación (el positivo en Covid-19 de uno de los miembros del equipo técnico obligó a tomar esa acertada precaución). Afortunadamente, pude adquirir una de la últimas disponibles para el día primero de año pues de lo contrario me habría perdido el que quizás sea, en esta temporada, el espectáculo teatral mejor. Este “Macbeth” del Centro Dramático Nacional es un ejemplo de moderno diseño de puesta en escena (a cargo de Gerardo Vera, antes de fallecer el pasado septiembre), que prescinde de todo lo que no añade significado a un texto inmortal que también se retrata en lo actual, como el anterior. Un escenario desnudo de todo atrezo (solo compuesto de dos grandes estructuras móviles de listones de madera, superior e inferior, a modo de marco visualizador) y el solo poder de la impactante ambientación musical arropada por una impresionista videoproyección en donde el rojo de la sangre domina toda la acción, bastan para mantener sin respiro la tensión de una tremenda historia que Verdi también utilizó (“Macbeth”-1847). A esto hay que añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años dedicados a la interpretación.

A los dieciséis años, cuando se estrenó, vi “Ese oscuro objeto del deseo” (L.- Buñuel-1977) y me prometí no volver a elegir una película cuya estructura narrativa solo fuese comprendida por su director, aunque este fuera consagrado por la crítica especializada como un gran autor. Al igual que ocurre con la música clásica contemporánea, la pintura abstracta o cierta literatura de erudición, me parece una falta de consideración hacia el público el plantear insondables lenguajes tan personales que rayan en el egocentrismo más avasallador (Fellini es otro ejemplo, como en la música lo es Schoenberg, en la pintura Miró o en la literatura Joyce). En cine, ser capaz de contar historias amenas e interesantes que incluyan capas de honda significación, haciéndolas inteligibles, es un mérito que encumbra con toda justicia a directores como Hitchcock, Wilder, Hawks o Ford. Pero… ¿cabe a esto alguna excepción? Es decir… ¿podría gustarme una película cuya trama careciese de orden y significación? Pues sí, cuando la historia fuera contada desde la perspectiva de una persona que no es capaz de ordenar su realidad por estar aquejado de una enfermedad mental que le lleva a distorsionar lo que acontece a su alrededor. En “El padre” (F. Zeller-2020), Anthony Hopkins aborda la interpretación (absolutamente colosal, también a sus ochenta y tres años de edad) de un enfermo de Alzheimer que no comprende porqué la vida se está empeñando en cambiarle todo de tiempo y lugar (incluso la personalidad de su hija y de su yerno), en un juego de equívocos que va a más y que el espectador comparte desorientado por la subjetividad de una narración que mira con los ojos del protagonista y sufre con la emoción de su desamparo mental ante tanta confusión. Además, la película plantea la difícil situación a la que se enfrenta todo familiar de un enfermo dependiente ante la disyuntiva de atenderlo personalmente (con el ineludible coste personal) o ingresarlo en una institución. “El padre” está llamada a cosechar tantos premios cinematográficos como los conseguidos por la obra teatral del mismo autor-director desde que en 2012 se estrenara en París y luego arrasara en todas las ciudades en las que se programó…

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Muchas son las versiones de “Don Giovanni” que se han registrado, pero yo prefiero la de Carlo María Giulini para EMI en 1961, dirigiendo a la Philharmonia Orchestra and Chorus y un elenco avasallador: E. Wächter, J. Sutherland, L. Alva, G. Frick, E. Schwarzkoff, G. Taddei, P. Cappucilli y G. Sciutti.

Una “Cenerentola” en la media actual de Les Arts

La vida incorpora una especie de miopía mental que impide la consciencia de lo bueno cuando acontece, para apreciarlo luego como recuerdo de un pasado que ya no volverá. Así suele ser, si bien en algunas raras ocasiones esto no se da. Esta excepción a mi me ocurrió, en lo musical, durante las cuatro o cinco primeras temporadas de Les Arts, cuando fui consciente de que aquel sorprendente milagro tendría fecha de caducidad. Y así fue después, pasando de una liga de campeones a otra menor y más propia de nuestra periférica realidad.

“La Cenerentola” (G. Rossini-1817), que estrenó ayer el Palau de Les Arts en una nueva coproducción con la Dutch National Opera y el Grand Theâtre de Genève, encaja perfectamente en la actual etapa del teatro de ópera valenciano que en los últimos diez años nos ha puesto en nuestro lugar. Un lugar meritorio por el notable nivel medio que podemos disfrutar, pero alejado de aquella excelencia musical.

Pese a que considero a Rossini mejor cocinero que compositor, no puedo comentar una ópera suya sin mencionar la música, pues ello sería tanto como obviar las imágenes en una película para solo citar los diálogos y poco más. Rossini fue el rey del “balido” como forma de cantar, esa repetición pautada de un sonido que las ovejas inventaron como manera de expresar sus profundos sentimientos ante las demás. Cierto que las partituras del chef italiano suponen para sus cantantes una extrema dificultad, pero también es cierto que no todo ejercicio de acrobacia circense justifica su idoneidad.

Pasados unos días, antes podíamos acceder en Internet a las populares presentaciones de Ramón Gener en Les Arts, luego ya no y ahora el Palau incluye pasajes de las mismas en su correo promocional. Entre otras cosas, Ramón vino a explicar que el compositor escribió la obra en tres semanas y que para ello tuvo que copiar la obertura y algunos pasajes más, práctica impropia en un “genio” tal y como algunos lo vienen a calificar. Además, en tiempos de Rossini, el público abandonaba la sala en los momentos de menor interés para socializar y volver cuando estaba prevista alguna parte principal. Por desgracia, ahora eso ya no es factible y ayer sentí otra vez el no vivir aquellos tiempos para poderlo practicar.

Aparte de lo musical, esta “Cenerentola” es muy agradecida en lo visual, con una puesta en escena precisa e ingeniosa de Laurent Pelly, donde destaca el movimiento lateral de los teledirigidos decorados que permite adecuar en cada momento la trama con su continente ambiental. Además, el recurso al cromatismo rosa en los pasajes que ilustran la ensoñación de la Cenicienta durante el baile real, diferencian muy bien la utopía de lo que es gris realidad.

El libreto es de gran calidad, en un género que no cuida mucho la naturalidad y la línea argumental. Se aprecian modificaciones respecto del cuento de Perrault, como la sustitución del Hada Madrina por un filósofo (Alidoro), el zapato de cristal por una pulsera y la principal: la madrastra es padrastro, cuya explicación me atrevo a aventurar. Rossini decide dar una anormal tesitura de contraalto a la Cenicienta (¡que es una jovencita!), lo que impide volverla a replicar en su madre y por supuesto descarta que esta sea soprano, intercambiando así la ley natural. Pero este capricho tonal, que parece resolverse con el cambio parental, encuentra un callejón sin salida en su enfrentamiento con el príncipe Ramiro, un tenor lírico ligero que así y en todo momento parece estar enamorado de una madura Cenicienta a punto de jubilar. Sus números juntos empastan mal, lo que unido aquí a la evidente diferencia de altura a favor de la protagonista, componen una extraña pareja muy poco convencional.

La rusa Anna Goryachova es Angelina (La cenicienta), toda una atleta profesional como pudo demostrar en sus saltos imposibles, agilidad y esprines de récord mundial. Su voz también está en buena forma, aunque el control se le escape cuando más lo tiene que regular. Si a esto le unimos que al americano Lawrence Brownlee (Don Ramiro, el príncipe), aunque ajustado en estilo, la naturaleza no ha dotado a sus cuerdas vocales de un altavoz especial, de nuevo la descompensación en la pareja protagonista no se pudo evitar. El aragonés Carlos Chauson, a sus setenta años de edad, compone un Don Magnifico (el padrastro) notable en lo musical y en lo actoral, demostrando que la experiencia sigue siendo la madre de este arte y ciencia que es la Ópera de repertorio tradicional.

La Orquesta de la Comunitat Valenciana sonó bien (como es habitual) pero mucho, tanto que en ocasiones los cantantes parecían no estar. De esto el responsable es Carlo Rizzi que, ataviado de director bancario de sucursal, cumplió sin destacar.

El coro cantó con mascarillas y dado que el número de sus integrantes (la mayor parte del tiempo eran unos nueve o diez) no superaba en mucho al de personajes de la obra (que no las utilizaban), me pregunto por la razón de esta medida de cautela tan singular. A propósito, Carlo Rizzi accedió a su posición con mascarilla y en las dos ocasiones se la vino a quitar para dirigir a una orquesta que, excepto los vientos y maderas, la llevaban pese a los parabanes que ejercían de remedo a una imposible distancia social. Los espectadores (muy pocos para el estreno de una obra tan popular) también tuvieron que guardar las normas, que no dejaban metro cuadrado de suelo sin pintar y que convirtieron el bar en un improvisado expendedor de rancho militar al ofrecer a la cola hambrienta los canapés en caja cerrada e individual.

Como ya es habitual, los aplausos partieron siempre de un mismo lugar (primeras filas de una platea izquierda reservada para…) y como siempre lograron contagiar a un público autómata y triste por esta calamidad que no nos deja en paz…

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Para quienes prefieran una “Cenerentola” mediterránea y nacional, les propongo la grabación de Claudio Abbado para Deutche Grammophon en 1972 con la Orquesta Sinfónica de Londres, el Coro de la Ópera Escocesa y Berganza, Alva, Capecchi y Momtarsolo.

-La habitual fotografía del programa de mano que suele encabezar mis comentarios, en esta ocasión está tomada en los servicios de Les Arts, queriendo homenajear a la protagonista de esta ópera tal y como nos la muestran: limpiando aseos sin parar-

“¡La mejor película musical de todos los tiempos!”… y dos

El 13 de febrero de 2019 escribía… “¡La mejor película musical de todos los tiempos!”, a propósito de su programación en “La 2”. No han transcurrido ni dos años para que de nuevo la podamos (mejor, debamos) ver hoy en televisión (también en “La 2”).

Como continuación de lo escrito entonces sobre “West Side Story” (R. Wise y J. Robbins-1961), quiero reiterar mi admiración por el creador de su partitura: el incomparable Leonard Bernstein, todo un ejemplo de acertada evolución de la escritura musical adaptada a su tiempo y al gusto del espectador.

En repetidas ocasiones he denunciado el doloroso divorcio entre la casi generalidad de los compositores contemporáneos y el público, en una sinrazón ya secular que les lleva a la creación de obras indigeribles con el pretexto de la libertad y la exploración. Pretexto que esconde posiblemente la incapacidad por mejorar lo anterior y la cobardía de reconocerlo, vistiendo ropajes de elitista erudición.

Algo que caracteriza a la historia de la composición es, en cualquier tiempo anterior, su cercanía con el acervo popular representado por las piezas del folclore que en cada región han constituido la esencia de su cultura y la identidad de su población. Bernstein no traicionó esa herencia que tan bien cultivaron Bach, Haendel, Haydn, Mozart, Beethoven, Brahms, Mahler o Strauss (también Falla o Albéniz, en lo nacional) y tomó lo mejor de la música americana de su generación (cuyo máximo exponente entonces era el Jazz) para crear obras plenas de actualidad, calidad y lo más importante, el favor de un público ansioso por escuchar algo nuevo que también le llegase a emocionar sin la humillante sensación de no estar a la altura de lo que algunos proponen como música culta actual, contagiados por un virus sin corona pero quizás peor: el virus de la cerrazón.

Imposible no vibrar con las inspiradísimas notas de la intemporal “West Side Story” en la sala de conciertos, en el cine o en el televisor. Algo que todos buscamos y que parecen olvidar esos obcecados compositores que desde hace un siglo no nos tienen la más mínima consideración…

-Pinchando en la imagen superior se puede acceder al documental sobre la célebre grabación de la obra que para Deutsche Grammophon dirigió en 1984 el propio Bernstein a Kiri Te Kanawa, José Carreras, Tatiana Troyanos, Kurt Ollmann y Marilyn Horne-

“Il tutore burlato”… por el televisor y Volant

Por el televisor he presenciado en directo la penúltima representación de “Il tutore burlato” (Vicente Martín y Soler-1774) que ha desembarcado en la Temporada 2020/21 del Palau de Les Arts tras una gira por más de veinte localidades de la Comunidad Valenciana a lomos del camión de Les Arts Volant que, como dice la promoción, es una versión moderna de La Barraca, el teatro ambulante que Federico García Lorca fundó para llevar el arte escénico allí donde no había más oportunidad. No puedo estar más de acuerdo con esta iniciativa, necesaria para acercar la ópera a nuevos públicos en lugar de lo habitual, es decir, que deban viajar a Les Arts. Pero también necesaria para descentralizar el elevado presupuesto destinado a la Ópera que no puede concentrarse en el Cap i casal, so pena de incurrir en comparativos agravios por desigualdad territorial.

Esta nueva producción, modesta por su presupuesto pero ambiciosa en su ejecución, es un ejemplo de lo que debe hacer la “segunda unidad” de un teatro de ópera público para rentabilizar culturalmente lo que gasta y genera su “primera unidad”. La Ópera no será elitista si a una gran parte del público potencial se le ofrece la oportunidad.

Todo lo escuchado y visto en esta primera ópera (bufa) compuesta por un veinteañero Martín y Soler tiene un nivel de digna calidad que la hace merecedora de ser representada en cualquier teatro de categoría internacional. Nada es sobresaliente pero todo es notable, en especial la colorista y divertida puesta en escena de Jaume Policarpo y José María Adame, que se valen de títeres gemelos de los personajes y vestuarios de época filtrados por el gusto minimalista actual. Respecto a esto, no pude adivinar la razón por la cual en ocasiones los cantantes se desprendían de su marioneta/avatar para continuar la interpretación, pues la sobreimpresión del texto (en blanco) resultaba a menudo ilegible, algo difícil de solucionar dado que cualquier color puede tener en la escena su igual. Los cantantes (del Centro de Perfeccionamiento del Palau de Les Arts) cumplieron sin brillar, porque no debemos olvidar que la técnica nunca podrá mudar la voz de cada cual. La orquesta y la dirección musical (Cristóbal Soler) se adaptaron al amable estilo mozartiano de la partitura y hay que mencionar al pianista Carlos Sánchis que, desde el escenario, interpretó como si se tratase de un personaje más.

Pero lo más curioso para mí de esta visualización “on line” es que al fin he podido comprobar algo que es imposible en una función presencial: conocer la opinión del espectador mientras transcurre la representación, pues la pantalla ofrecía el número de conectados a tiempo real. La cifra máxima, hacia el comienzo, no superó los 125 y adelgazó progresivamente hasta finalizar con unos 80, lo cual me lleva a pensar que a un tercio no les gustó o que, dada la gratuidad, se habían apuntado algunos por simple curiosidad. Pero en definitiva, no podemos olvidar que en torno a una media de 100 asistentes “on line” no es un aforo conforme a esta propuesta de calidad ofrecida por una institución de prestigio como el Palau de Les Arts.

Finalmente y dado que en este principio de temporada se han eliminado los entreactos, trasladar una inquietud respecto de los próximos títulos que llegarán, cuya duración (“La Cenerentola”/3 h., “Falstaff”/2:50 h., “Tristán e Isolda”/4:30 h., “Cavalleria Rusticana-Pagliacci”/3 h.) excede lo que una persona normal, sentada y enmascarada, puede aguantar sin solución de continuidad…

El mejor beso, la mejor película, la mejor música y el mejor director

En dos martes consecutivos La 2, en su programa “Días de cine clásico”, nos regala el mejor beso que jamás se filmó y la mejor película de cuantas este arte concibió. Ambos “número uno” debidos al mismo autor: Alfred Hitchcock, a su vez el mejor director de todos los que han llevado a imágenes en movimiento la naturaleza del ser humano en su constante búsqueda de la felicidad y en su incesante estado de contradicción. Pero también, ahí está Bernard Herrmann, el mejor compositor de bandas sonoras y confeso deudor de toda la música clásica en su influyente tradición.

¿Alguien podría esperar que la jovencita Frances Stevens (Grace Kelly) supiera besar al maduro John Robie (Cary Grant) con esa inapelable seguridad y además, dejarle plantado en el umbral de su habitación…? Solo ella en “Atrapa a un ladrón” (A. Hitchcock-1955). El premio no lo consigue por cómo besar sino por cómo mirar, diciéndolo todo pero ocultando lo mejor.

Cuando, tras más de dos décadas sin derechos de exhibición, en 1984 vi por primera vez “Vértigo” (A. Hitchcock-1958), mi corazón se paró. Nunca antes había sentido tal arrebatadora emoción al contemplar una película y ahora, desmedidamente, sigo sintiéndola en cada visualización. “Sigth and Sound”, la revista del British Film Institute que cada 10 años reúne a cientos de críticos de todo el mundo para nominar a las 10 mejores películas de la historia del cine, por aquellas fechas la ignoró. En 1992 ya apareció en el cuarto lugar, para ascender al segundo en 2002 y llegar a desbancar en 2012 a “Ciudadano Kane” (O. Welles-1941), hasta entonces siempre ganador. ¿Por qué?. Porque “Vértigo” define y explica con quirúrgica precisión lo que más ocupa y preocupa al Hombre: el enamoramiento como quintaesencia del amor. Y es tal la claridad y profundidad de su exposición que se erige por derecho propio en una de esas obras de arte que reinan en el Olimpo de la creación a la altura de la Novena de Beethoven, las Meninas de Velázquez, el David de Miguel Ángel, el Quijote de Cervantes o el viejo Partenón.

Además, la banda sonora original para “Vértigo” compuesta por Bernard Herrmann no tiene parangón. Entretejida con los profundos hilos wagnerianos de “Tristán e Isolda”, define y configura la película dándole su verdadera dimensión. Una obra creada en estado de gracia por el también mejor compositor. Nunca una música cinematográfica tuvo tanto significado y valor.

Solo por filmar este beso, crear aquella película y elegir a su compositor, Hitchcock ya sería merecedor de un lugar en esa indeleble Posteridad que registra a quienes contribuyeron a comprender y embellecer la civilización. Pero si a ello le añadimos todas las obras maestras que gestó desde 1920 hasta 1976, esa posición se encuentra a la cabeza, junto a la contada docena de genios que han deslumbrado en el arte universal y dan a la especie humana un sentido arrebatador…

“Fin de partie” y su premio mundial

La idoneidad en la concesión de un premio artístico siempre es difícil de objetivar. No obstante, al otorgarlo conviene explicar las razones que avalan esa decisión para conocimiento de quienes lo quieran valorar.

La primera producción de la ópera “Fin de partie” (György Kurtág-2018) obtuvo el Premio Internacional de Ópera 2019 en la categoría de “Estreno mundial” (hay otras 20 categorías más). ¡Ojo!… al mejor estreno de una ópera contemporánea de entre los pocos que cada año acontecen en el panorama internacional. Así pues, en 2019, “Fin de partie” jugó en una liga donde había mucha menos competencia que en la tradicional de “Nueva producción”, donde concursaban todas las demás. Es necesaria esta explicación para orientar a quienes, llevados por una equívoca comunicación institucional que no aclara la naturaleza concreta del premio, crean que lo que nos presenta el Palau de Les Arts en estos días es la mejor producción de una ópera en 2019… del mundo mundial.

¿Cómo valorar “Fin de partie”? Pues como lo haríamos con cualquier otra ópera más:

– Voces: Imposible juzgar a unos cantantes (Frode Olsen, Leigh Melrose, Hilary Summers y Leonardo Cortellazi) que no cantan, pues su función es recitar a voces un texto con no mayor musicalidad que lo haría un actor profesional. Para “cantar” esto, ¿dónde hay que estudiar…?

– Dirección musical: Imposible juzgar a un director (Markus Stenz) cuya función principal es la de apuntar con el dedo a cada instrumentista para que no se olvide de “entrar”, pues la partitura no da la posibilidad de armonizar a una orquesta que nunca toca junta y cuyos integrantes (en especial las cuerdas) se duermen ante las escasas notas que tienen que interpretar. ¿Es necesaria una Dirección Musical…?

– Orquesta: Imposible juzgar al todo por lo dicho con anterioridad. Supongo que cada instrumentista sabrá si dio sus notas sin errar y en el instante en que el dedo del Director le vino a señalar. ¿Orquesta o conjunto de solistas a la espera de su turno para tocar…?

– Dirección de escena: Imposible juzgar pues tres de los cuatro personajes nunca abandonan su lugar y el único que lo hace solo es para caminar espasmódicamente unos metros y poco más. ¿Cabe menor dificultad…?

– Música: Para clientes habituales de “Gaes” porque, a muchos de los demás (los que abandonaron la sala en los breves cambios de escenario o los que se quedaron resignados en su butaca), esas dos horas de tortura auditiva no se les olvidarán. ¿Es el “feísmo artístico” la única fórmula para denunciar y reivindicar?

– Texto: Para incondicionales del autor de “Esperando a Godot”, el irlandés Samuel Beckett, de quien Antonia Rodríguez-Gago (su traductora al español) dice que… “se dedicó, entre otras cosas, a desprestigiar la palabra como medio de expresión artística”, lo cual me ahorra cualquier explicación que pueda cansar. ¿Se puede encontrar una mayor coherencia entre música desestructurada y texto experimental…?

– Escenografía: Lo único que da para hablar, pero no mucho pues no se aleja de la moda minimalista que impera en la actualidad. Ambiente deprimente como parece que la obra nos quiere trasladar y algunos juegos de sombras ingeniosos que destacaron sobre todo lo demás.

Tal y como comenté el 19/01/20 en “Dos Palaus… para Bruckner y Strauss” a propósito de la “Elektra” que nos ofreció Les Arts, los gustos son patrimonio de cada cual así como su derecho a libremente opinar. Nadie es inferior por no aceptar la música contemporánea como generador de placer sensorial, como tampoco nadie es superior porque le pueda gustar. Ahora bien, quien a ciegas la alaba públicamente sin otra motivación que la de imitar, epatar y parecer más, es digno de tal lástima como la que despiertan los torturados personajes de “Fin de partie” en su oxidada cabaña de metal.

Dudo mucho que, dentro de 100 años, en los teatros de ópera del mundo triunfe la ópera contemporánea (que ya lleva otros 100 años sin triunfar) y se relegue a la de los siglos XVII, XVIII y XIX como algo propio del pasado y marginal. No obstante, hoy la Ópera es mayoritariamente subvencionada con fondos públicos y como tal debe programar para todos los gustos pero, eso sí, en su justa proporcionalidad…

Mi recomendación musical de los Palaus…

Vaya por delante que cualquier concierto u ópera, por muy santificados que sus intervinientes (obras, compositores, instrumentistas, cantantes, directores, escenógrafos, etc.) puedan estar, siempre serán susceptibles de no corresponder a las expectativas generadas, pues esa es la magia del arte musical, que otorga al azar la potestad de reinar.

No obstante, a mayor calidad de la propuesta mayores son las posibilidades de acertar y este es el criterio que me mueve a recomendar lo más atractivo de las nuevas programaciones de los Palaus de Les Arts y de la Música de Valencia para la próxima Temporada 2020-21 (acceso a los folletos pinchando en las imágenes respectivas), con reducción de aforos y mascarillas susceptibles de obligatoriedad.

Con ánimo de ajustar los presupuestos, seleccionaré solo lo mejor (frontera de división que siempre será subjetiva), dividiendo mi recomendación entre lo “Imperativo” (lo imperdible para el aficionado musical) y lo “Importante” (lo susceptible de elección en atención a otros gustos y compromisos), quedando lo demás justificado por algún despiste mío a la hora de atinar.

PALAU DE LES ARTS

– Imperativo: Óperas… “Fin de Partie”, “La Cenerentola”, “Falstaff”, “Tristán e Isolda” y “Cavalleria Rusticana/Pagliacci”.

– Importante: Óperas… “Il tutore burlato”, “Mitridate” y “L´Isola disabitata”. Recitales… Sonya Yoncheva, René Pape y Joyce Didonato. Conciertos… Daniele Gatti y Fabio Luisi.

PALAU DE LA MÚSICA

– Imperativo: Abonos 10 y 22.

– Importante: Abonos 5, 6, 13, 14, 15, 16, 18, 20 y 24.