Lecciones de Ternura

El lunes pasado, en pleno mayo, amaneció un día fresco y lluvioso en Valencia. De esos que parecen se han equivocado de estación para recordarnos un invierno recién finalizado que todos queremos olvidar pero que, sin pedirlo, en menos de un año nos volverá a visitar.

Es en este tipo de días cuando me resulta más fácil el poder analizar emocionalmente lo que me pasa y rodea, ganando en sentido y sensibilidad (¡Jane Austen solo podía ser británica!).

Caminando bajo la lluvia, recordaba la sesión de Coaching recién finalizada en donde el Gerente de una compañía de servicios me había trasladado su preocupación por el progresivo deterioro que estaba notando en la relación laboral con su esposa (trabajan juntos) debido, según él, a la crispación que estos tiempos problemáticos de dificultad económica genera en quienes tienen responsabilidad en las empresas de liderar.

Instalado en el metro y ya de vuelta a casa, seguía absorto en mis tribulaciones sobre las verdaderas razones que podrían explicar la situación de mi cliente cuando en la parada de una estación entraron dos jóvenes con rasgos físicos de síndrome de Down. Tendrían veintipocos años y no les acompañaba nadie, lo que evidenciaba su autonomía personal. Vestían a la moda y permanecían callados, ajenos a un mundo que no les considera igual.

A hora punta, el vagón lleno no ofrecía muchas posibilidades de asiento y la única plaza a la vista fue cedida galantemente por el muchacho a su acompañante, muy rubia y algo más alta que él. Como no llevaban paraguas, sus ropas y pelos mojados me informaron de un largo trayecto a pié hasta esa estación.

Sin pretender mirar más allá de lo que el decoro impone, me costaba apartar mis ojos de esos jóvenes, distintos sí, pero a la vez tan normales en su comportamiento que todavía me intrigaban más. Y de repente, pasó…

Tuve el privilegio de contemplar una de las escenas más verdaderas y tiernas que en mucho tiempo he podido presenciar y que transcurrió desapercibida para el resto del pasaje, tan ausentes como ignorantes de aquel regalo emocional.

El muchacho, con un delicadísimo cuidado y esa minuciosidad titubeante que solo los síndrome de Down son capaces de mostrar (lo conozco muy bien, pues tengo una adorable primita que nació así), le estaba retirando primorosamente del rostro los despeinados mechones mojados que cubrían sus ojos, dibujando nuevamente ese flequillo perdido, pelo a pelo, ante la dulce y plenamente azul mirada de la joven. ¡No pude contener mi emoción!

Al pronto comprendí que las lecciones no las dan los que quieren sino los que pueden y que mi cliente, de haber estado allí, hubiera descubierto sin más ayuda mía la verdadera razón de su preocupación….

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

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