La paradójica Sinfonía “Leningrado” en el Teatro Principal

Cuando el otoño pasado planifiqué mi temporada musical, no elegí el Concierto 18 de Abono del Palau de la Música de Valencia que se celebraría el 21/04/22 y dirigiría la coreana Shiyeon Sung a la Orquesta de Valencia en el Teatro Principal. En el atractivo programa (además del conocido Preludio de “La Revoltosa” de R. Chapí-1897 y el famosísimo Concierto nº1 para violín de M. Bruch-1866) destacaba la icónica Sinfonía nº7 “Leningrado” (D. Shostakóvich-1942), cuya interpretación estaba seguro no se podría ni acercar a la histórica que nos ofreció en 2018 la Orquesta Sinfónica del Teatro Mariinski de San Petersburgo con su mandamás, Valery Gergiev y que en su momento así vine a calificar:

“La interpretación, monumental, quedará en los anales del Palau como un hito difícil de superar. A la mitología de la Séptima del maestro Shostakóvich (con su estreno en pleno asedio de las tropas nazis sobre Leningrado y los famélicos músicos rusos sin fuerzas para soplar), se unía el prestigio de la orquesta más famosa de esa ciudad y su director, el gran Gergiev, capaz de dominar casi doscientos profesores (participaba también la Orquesta de Valencia) con solo el personal aleteo de sus manos y su “mondadientes” a modo de discreta batuta, pero con un poder imperial. El crescendo del hipnótico tema principal del primer movimiento, que Shostakóvich orquestó a la manera del bolero de Ravel (caja militar incluida), fue descomunal, desde el pianísimo inicial hasta una mascletá final que certifica la calidad del hormigón con el que fue construido el Palau. Hay momentos en los que están justificados los decibelios para expresar un pensamiento musical y este era uno de los que no se pueden criticar”.

Pero ayer (mismo día del concierto) me decidí a comprar una entrada por un motivo extramusical, propiciado por la casualidad de una programación que en su momento (quizás un par de años atrás) no podía sospechar que la “Leningrado” coincidiría con un escenario bélico similar al que propició su composición, aunque con opuesto signo militar: es ahora Rusia quien protagoniza una invasión y asedia a una ciudad, Mariúpol, que con su nombre bien se podría retitular esta sinfonía que denuncia lo que nunca nadie podrá justificar.

En 2018, al escuchar la Séptima de Shostakóvich fue inevitable empatizar con el sufrimiento de un inocente pueblo ruso ante los bombardeos del maligno ejercito alemán. Ejercito alemán que ahora bendecimos mientras al pueblo ruso venimos a demonizar. ¿Quién son los verdaderos responsables de esta o aquella atrocidad…? ¿Los pueblos, los ejércitos o quienes les vienen a gobernar…?

La escasa calidad interpretativa del concierto me reafirmó en mi decisión inicial y así, me dediqué a reflexionar sobre la “Leningrado” y su significación actual…

“Macbeth” en Les Arts: buen principio y mal final

¿Qué hace a un artista inmortal? Ante todo, la excelencia de su obra… pero hay más. Y ese más son sus circunstancias, de tal manera que en el Olimpo de las artes son todos los que están pero no todos los que son, están. ¿Quién sería en la actualidad William Shakespeare de haber nacido en Portugal? Pero nació en Inglaterra, una potencia mundial y escribió en inglés, el idioma universal. Además, sus obras (que, seamos sinceros, pocos leen en la actualidad) siguen en lo más alto de la popularidad porque, al margen de las versiones teatrales, se ven beneficiadas por la aportación de otros artistas cuyas adaptaciones cinematográficas o musicales las vienen a realzar. En fin que, al igual que ocurre con el dinero, la fama llama a la fama en una retroalimentación que nunca parece tener final.

¿Por qué son tan estimadas las obras de Shakespeare como fuente de inspiración si tratan de los mismos temas que las de los demás? Pues, al margen de su indiscutible calidad, claramente por aprovechar una notoriedad que posiciona a la nueva versión en el interés general y así es muy posible que estos días acudan a Les Arts espectadores no aficionados a la Ópera pero llamados por un título universal. Y para probar que esto lo digo sin maldad, debo confesar que mi próxima novela versará sobre los personajes que aparecen en las películas más famosas de un director de cine muy popular del siglo pasado, creador de una filmografía inmortal.

Basadas en “Macbeth” (W. Shakespeare-1606) se han filmado hasta la fecha diecinueve películas, algunas tan excelentes como la de Welles (1948), la de Kurosawa (1957), la de Polanski (1971), la de Kurzel (2015) o la más reciente de Coen (2021), para satisfacción de un dramaturgo que hace casi quinientos años esto no se lo podría imaginar. Ni tampoco que en 1847 Verdi llegara a musicar su tragedia, creando una ópera excepcional. Tanto que, en mi opinión y con todas las reservas ante una comparación entre obras pertenecientes a disciplinas diferentes, es superior al original. Y es que la música aventaja a la palabra cuando se trata de manifestar emociones dada su común intangibilidad. Música y emociones pertenecen a una misma dimensión sensorial de carácter inmaterial mientras que las palabras, aun poéticas, no se pueden escapar de la concreción a que obliga cualquier idioma diseñado para escribir o hablar.

El “Macbeth” de Shakespeare al igual que el de Verdi requieren de interpretaciones muy por encima de lo normal, pues sus representaciones deben destilar ante todo aquello que sustancia a esta obra y es la desaforada ambición de poder solo limitada por los remordimientos y la conciencia personal. Hace poco más de un año lo pude comprobar al asistir en Madrid a la versión teatral producida por el Centro Dramático Nacional, en cuya crónica entonces decía: “…añadir la inusual interpretación protagonista de Carlos Hipólito, en un trágico rol que en él no es habitual pero que abordó cargada de una densa emoción destilada por la sabiduría acumulada de sus cuarenta y cinco años de dedicación profesional…”. En 2015 Les Arts programó el “Macbeth” de Verdi, con un Plácido Domingo cuya incuestionable presencia escénica solventó sus limitaciones como barítono de verdad. Tres años antes, en el Teatro Real, pude comprobar como Violeta Urmana otorgaba carta de autenticidad a una terrible Lady Macbeth, instigadora de esta sanguinaria tragedia que no da tregua hasta el final.

Dicen que Verdi era barítono y de ahí su predilección por esta cuerda, hasta el punto de hacerla protagonista absoluta de varias obras entre las que destaca “Rigoletto” como más popular. No obstante, el compositor parece que tenía otra preferencia al manifestar… “He aquí este Macbeth, el cual amo más que a todas mis otras óperas”, una opinión que sobre su indiscutible calidad nos debe guiar. Si bien es cierto que a mayor gravedad menor agilidad, también lo es que el color de una voz baritonal destila poder, nobleza y autoridad como los bajos pero también pasión, heroísmo y musicalidad como los tenores, configurándose para los hombres como el centro de su arte vocal.

Pues bien, tanto en lo actoral como en lo musical, el Macbeth de Luca Salsi (sustituto de un añorado Carlos Álvarez cuya salud parece que nunca termina de mejorar) y Anna Pirozzi no se correspondió con lo indicado con anterioridad. Salsi por falta de emotividad, quizás debida a su justeza vocal. Pirozzi por su intento de lo contrario que, pese a su alta cilindrada de soprano dramática, la llevó a descomponerse en los agudos cometiendo el error de chillar. Pese a que Marko Mimica (Banco) y Giovanni Sala (Macduff) cantaron mejor que los dos protagonistas, sin la idoneidad de estos es imposible que esta ópera nos llegue a emocionar (tal y como suele afirmar Carlos Boyero en muchas de sus descarnadas crónicas cinematográficas… “no siento lo que les ocurre a los personajes, lo que me lleva a desconectar”). Tanto es así que lo mejor de la velada fue el coro de introducción al cuarto acto… “Patria oppressa!” (de corte similar al “Va Pensiero” pero menos genial), un prodigio de delicadeza por parte del Cor de la Generalitat Valenciana y de la Orquestra de la Comunitat Valenciana, bien dirigida en esta ocasión por Michele Mariotti pese a que me hubiera gustado un mayor vigor en ciertos pasajes de esta partitura que demanda la pasión que ayer eche a faltar.

La escenografía apuntaba a un acertado minimalismo de manual que varió a mal. Comenzó con un espacio desnudo limitado por tres grandes paredes de madera (que me recordaron el escenario del Teatro Monumental de Madrid, sede de la Orquesta Sinfónica de RTVE) y la aparición por el techo de motivos redundantes (lámparas, trajes, etc.) en disposiciones geométricas muy al estilo del arte repetitivo que tanto encaja con lo minimal, como también el vestuario elegido de corte actual. Si embargo, conforme avanzó la representación todo se desnaturalizó con la inclusión de una decimonónica mesa de celebración, un escenario ambulante a lo “Pagliacci” y hacía el final, un insustancial campo de refugiados y la aparición de gente disfrazada de dibujos animados, de coristas y de no se que más. Al terminar, el público quedó desorientado, recompensando a los responsables de lo visual (Benedict Andrews y Asley Marin-Davis) con uno de los pocos abucheos que en Valencia se suelen escuchar.

Dejo para el final la anécdota, que si no me equivoco tiene carácter de primicia en Les Arts, pues al comienzo del cuarto acto se tuvo que detener la música porque Luca Salsi no podía salir para interpretar su parte al sufrir, entre bastidores, una hemorragia nasal. Lo supimos quienes nos quedamos, dado que algunos se marcharon ante la falta de una explicación que se demoró quince minutos o más, en los que solo se comunicaba que algo pasaba pero sin especificar. Al final Salsi salió a cantar su “Piettà, rispetto, amore”, una de las arias más famosas para barítono que hay y que a mí no me llegó a emocionar pero que el público recompensó con el mayor aplauso del estreno, cuya justificación entiendo tenía más que ver con el pundonor del intérprete que con su calidad, algo que en este caso al respetable no se le puede reprobar.


De las múltiples grabaciones de “Macbeth”, mi preferida es la que en 1976 dirigió Claudio Abbado para Deutsche Grammophon, con el Coro y Orquesta del Teatro alla Scala y Piero Cappucilli, Shirley Verret, Plácido Domingo y Nicolai Ghiaurov, un elenco de los que ya no hay.

“ARIODANTE”: una música celestial… pero de otro tiempo y lugar

El Jaguar E-Type de 1961 fue definido por Enzo Ferrari como… “el automóvil más bello jamas fabricado”. Hoy es pieza de coleccionista y sus propietarios quizás lo conduzcan algún domingo por la mañana, pero ni se les ocurre usarlo como coche habitual. Cualquiera de los deportivos actuales le superan en prestaciones, comodidad, eficiencia energética y seguridad. Y es que, lo que en cada momento fue ejemplo de excelencia con el paso del tiempo puede que ya no sea tal.

Las óperas de Händel se constituyen como el paradigma del mejor barroco tardío, pero la posterior evolución musical (clásica y luego romántica) vino a desarrollar el concepto de drama lírico tanto como la incorporación de la perspectiva a la pintura, la llegada del sonido al cine o la utilización del hormigón armado en la arquitectura monumental.

“Ariodante” (G. F. Händel-1735) se estrenó en España… ¡en 2006! y aparece por encima del puesto cien en las estadísticas de las operas más representadas en la actualidad. Y de igual manera se encuentra ubicado el resto de la producción operística del mismo Händel o de Vivaldi, Monteverdi, Gluck, Purcell, Rameau, Pergolesi, Caldara, Porpora, Scarlatti, Cavalli, etc., etc. ¿Por qué una música tan sublime no goza del favor popular…?

La respuesta es… por ser de otro tiempo y lugar. De un tiempo en el que el desarrollo de la ópera no llegaba a más y sus obras hoy nos suenan a repetición de un mismo tipo de musicalidad que, aunque celestial, carece de la necesaria progresión dramática que a lo largo de la obra la venga a diferenciar. De un lugar en el que se representaban estas obras, no para ser escuchadas sino para socializar, por lo que se componían a tal efecto y eso explica su dificultad a la hora de estar atento más tres horas sentado en una butaca sin tener que pestañear.

Sobre esto último debo confesar que (“no hay mal que por bien no venga”), durante la reciente limitación sanitaria de aforo en el Palau de Les Arts de Valencia, pude disfrutar de no tener a nadie a mis costados y así poderme mover un poco sin molestar. Aunque sigo considerándolo necesario para el bien general, cada vez me cuesta más interpretar a una estatua de sal durante cada representación, añorando la libertad y comodidad del sillón de mi hogar. Por ello y sacrificando algo la visibilidad, ahora busco alguna de esas pocas localidades exentas que me permiten cierta independencia de movimientos sin llegar a importunar a los demás.

En mi opinión y dado que las partituras son las que son, el éxito de la ópera barroca hoy pasa por el acierto en su representación escénica, como vehículo de adecuación a la actualidad de un concepto musical tan lejano como sus tres siglos de antigüedad. Pues bien, la propuesta que ayer nos ofreció Benjamin Davis (del original de Richard Jones) no contribuye en nada a facilitarnos ese acercamiento a nuestra realidad como espectadores del siglo XXI y lo que es peor, para entenderla nos la tendría que aclarar a quienes nos negamos a asistir a una representación sabiendo de antemano lo que el escenógrafo quiso relatar. Y es que, cuando la plasmación escénica de una ópera no es auto explicativa (de manera racional o emocional) y requiere su traducción, ya ha comenzado a fallar. Si a ello unimos la fealdad, poco podemos salvar. Un único escenario que representa una vivienda campestre, horrenda de solemnidad, acoge muy mal esta música de Händel que es todo un dechado de elegancia y sensibilidad. Además, los personajes (vestidos como para una representación colegial) estaban por estar, deambulando sin más criterio que el de posicionarse bien para cantar, hasta el punto de que muchas de las arias se interpretaron tan estáticas como en un recital. Solo tuvo un cierto carácter artístico la sustitución de los ballets de la obra por un juego de marionetas que representaban a los protagonistas, muy bien articuladas por cuatro titiriteros que les daban vida real, aunque su inclusión también me la deberían justificar.

El apartado musical a cargo del director italiano Andrea Marcon fue espléndido en lo técnico, al controlar todos los aspectos de una partitura que nunca se le llegó a desmadejar. Sin embargo, hay algo que no pudo evitar y es ese sonido “sinfónico/romántico” que caracteriza a cualquier orquesta contemporánea acostumbrada al repertorio post Beethoven, que en definitiva es el más habitual. El limpio y compacto sonido que exhibieron las cuerdas de la Orquesta de la Comunitat Valenciana, aun prescindiendo del vibrato de la mano izquierda, no es el del barroco que en los años cincuenta rescató Nikolaus Harnoncourt y hoy en día es referente al escuchar ese tipo de música que no pide espectacularidad. Para conseguirlo hay dos caminos que, simultáneos, se deben transitar: disminuir el número de efectivos en el foso y contar con instrumentos de la época, esto último imposible para una orquesta contemporánea como la de Les Arts.

Lo mejor del estreno fue la parte vocal. Todos acertados en estilo y con afinados instrumentos jóvenes en sus gargantas, que rivalizaban con un excesivo sonido orquestal y soportaban bien la principal dificultad de estas obras: los interminables trinos sin respirar. Además, a la ópera barroca le van los lamentos y los que protagonizaron por separado Ekaterina Vorontsova (Ariodante) y Jane Archibald (Ginevra) fueron de sobresaliente, sin menospreciar varias de las intervenciones del contratenor Christophe Dumaux (un Polinesso al que el vestuario maltrató más con una sotana fuera de lugar), Jacquelyn Stucker (una Dalinda enérgica y temperamental), Luca Tittoto (un Rey de Escocia de voz profunda y que era el único que vestía como tal) y David Portillo (un Lucarno al que en ocasiones le costó llegar). La casualidad propició un hecho que, con buen criterio por parte del público, no afectó al gran éxito obtenido por Ekaterina Vorontsova, que es miembro destacado del Teatro Bolshoi de Moscú, quizás la compañía rusa de teatro, danza y ópera más estatal. Además, me pareció que Les Arts rendía homenaje a Ucrania pues el gran voladizo que corona el edificio estaba iluminado de azul, si bien lo del amarillo no lo pude apreciar.

Como anécdota añadiré que no me creo equivocar si aseguro que Anselmo Alonso (el responsable de subtitulación) estará rezando para que pronto vuelva la ópera barroca a Les Arts, dado que sus constantes “Da capo” reducen el texto no repetido a la mínima expresión, algo que mi presbicia también agradece al compositor inglés pero nacido alemán.

Hubo aplausos apresurados al final, aunque la media entrada que deslucía este estreno confirma lo indicado al comienzo y que se vino a concretar por la fulgurante salida del público al terminar (a las once de la noche en un día laborable) esta extensa representación que, aun comenzando a las siete, debería haberse adelantado todavía más…


Un “Ariodante” muy recomendable lo firma el flamante director que nos visitó en Enero, Marc Minkowski, quien con sus Musiciens du Louvre y Anne Sofie von Otter, Lynne Dawson, Eva Podles, Verónica Cangemi, Richard Croft, Denis Sedof y Luc Coadou, grabó en 1997 para ARCHIV una nueva versión referencial.

“Los cuentos de Hoffmann”: esplendor en Les Arts

Varios años han tenido que pasar para que, al fin, pudiéramos rememorar el esplendor de las representaciones con las que nació el Palau de Les Arts. Aquellas en donde todo respondía a la más alta calidad. Aquellas que nos ilusionaron por unos años, conscientes de que ese milagro en el Cap i Casal no iba a durar. La producción de la Semperoper de Dresde de “Los cuentos de Hoffmann” (J. Offenbach-1881) que ayer al fin se pudo estrenar, justifica que la Ópera sea el mayor espectáculo del mundo… mundial.

Con aforo completo debido a la reubicación causada por la cancelación del estreno programado para el 20/01 (sangre, sudor y lagrimas me costó acceder a esta nueva première), esta vez coincidí con el clamor popular que premió con arrebatada pasión un espectáculo total, de esos que tardaremos en olvidar.

Música, escena y voz se aliaron, cada cual para brillar por igual en esa rara coincidencia que casi nunca se suele dar. El director musical Marc Minkowski, la Orquesta de la Comunitat Valenciana (OCV), el Coro de la Generalitat Valenciana (CGV), el director de escena Johanes Erath, la soprano Pretty Yende (Stella, Olympia, Antonia, Giuletta), el tenor John Osborn (Hoffmann), la mezzo Paula Murrihy (la Musa, Nicklausse), el bajo-barítono Alex Esposito (Linfdorf, Coppélius, Miracle, Dapertutto) y todos los demás, participaron en un estado de gracia para enmarcar que nos hizo olvidar un inicio de temporada perjudicado por la libre disposición de la obra autoral.

La versión que Minkowski nos ha presentado es desconocida para la gran mayoría de los aficionados pero, al margen de que pueda o no gustar, nada se le puede reprochar pues al morir su autor está ópera quedó sin cerrar. Quizás lo más curioso de esta nueva revisión sea ese solo de arpa interpretando la Barcarola hacía el final (antes del Epílogo), que en un intermedio tuve la oportunidad de escuchar justo al lado de la solista, cuando ensayaba pendiente de la aplicación de su móvil, que identificaba al instante las notas emitidas por el instrumento para mi estupefacción y la de algún que otro más.

En lo estrictamente musical, cuando una orquesta suena a grabación, no se le puede pedir más. Pero si además del sonido se une la intención, eso ya es el no va más. Minkowski llevó a la OCV por los caminos de la perfección tanto estilística como formal, algo que solo logró Lorin Maazel y algunas veces Zubin Mehta en Les Arts.

La propuesta escénica es un derroche de fantasía, buen gusto y plasticidad. Una especie de versión actual de la cinematográfica de Powel/Pressburguer (1951) en su querencia por lo artístico, sin freno ni medida para estallar en una arrolladora propuesta visual. Por esto mismo, yo no quise indagar en correspondencias ni interpretaciones del argumento, que es lo que ocurre cuando todo fluye sin perjudicar. Este es un acertado ejemplo de modernidad en la concepción escénica, que dignifica a Johannes Erath como un director con sentido y sensibilidad.

Las voces corales (CGV) llegaron al máximo que las mascarillas se encargan de limitar. Hasta que no se eliminen no les podremos escuchar como debe ser, es decir, sin la sordina que oculta los armónicos que identifican en un coro su identidad.

Los solistas supieron cantar y actuar sus papeles como el mejor que hoy en día los pudiera interpretar. En especial, la portentosa Pretty Yende a quien la orquesta no pudo ganar en potencia ni en sutileza, como la que en el aria de Olimpia nos vino a regalar. Sus cuatro papeles corresponden a extensiones de soprano distintas (ligera, lírica y dramática) y en todos exhibió una facilidad muy rara para su joven edad. Paula Murrihy y Alex Esposito no se quedaron atrás en voz y en teatralidad, al igual que Marcel Beekman, un tenor cómico-ligero cuya imantada presencia escénica imposibilitaba el dejarle de mirar. Además, incansable John Osborn en un papel demoledor, nos relató sus cuentos románticos con una hermosa voz que se desengañaba a medida que el amor escapaba a su voluntad.

Solo he presenciado en una ocasión esta ópera y fue en 2013, en el Liceo de Barcelona, sentado en una estupenda localidad. Ayer divisaba medio escenario debido a la situación de la butaca que me pudieron asignar y aun así creí verlo entero, embriagado por la emoción de lo que no suele pasar…


En 1988 EMI publicó una recomendable grabación de “Los cuentos de Hoffmann” dirigida por Sylvain Cambreling, con la Orquesta y Coros de la Ópera Nacional del Teatro Real de la Monnaie de Bruselas y Neil Shicoff, Ann Murray, Luciana Serra, Rosalind Plowrigth, Jessie Norman, Robert Tear y José Van Damm.

“West Side Story” y “La Boheme”… en el Museo del Prado

Como las anteriores, la que acabamos de pasar para mí ha sido otra Navidad musical, que este año comenzó en mi entrañable Segovia con dos conciertos navideños de carácter muy singular. El primero en el Teatro Juan Bravo, protagonizado por el trío del afamado pianista catalán Ignasi Terraza y el vocalista de San Francisco, Randy Greer, que nos ofrecieron los temas de su disco “Around the Christmas tree”, una colección de las más conocidas canciones navideñas en estupendas versiones viradas al más clásico jazz, siempre tan elegante como intelectual.

En la ciudad castellana donde se encuentra la más bella construcción histórica española (el Acueducto) también fue especial el recital del “Conjunto vocal e instrumental Algarabía” en la Iglesia de San Marcos, con piezas de la Navidad medieval y cuya comparación con la propuesta anterior me confirmó que el espíritu musical de una tradición puede manifestarse por igual a lo largo de los siglos cuando el talento interpretativo nos lo viene a presentar.

También tuve la oportunidad de asistir a dos exposiciones plásticas de gran calidad. Una, la de mi querido primo el pintor Christian Hugo Martín en el Museo Esteban Vicente, donde sus últimas y excelentes obras se presentan en un espectacular dialogo con las del titular del Museo, el famoso artista hispano-estadounidense perteneciente a la primera generación neoyorkina del expresionismo abstracto, fallecido hace veinte años ya . La otra muestra, en el Palacio de Quintanar, recorría gran parte de la precursora obra del diseñador gráfico Manuel Prieto, autor del icónico Toro de Osborne en 1956 e innumerables portadas (más de 600) para la colección “Novelas y Cuentos” de Dédalo, por entonces una famosa editorial.

Días más tarde, en Madrid tuve que visitar de nuevo el Museo del Prado para acertar en la valoración del “West Side Story” de Spielberg y “La Boheme” del Teatro Real.

Messi tendría un 10 de no haber existido Maradona. De igual manera la versión fidedigna de “West Side Story” que ha filmado Steven Spielberg sería el mejor musical cinematográfico de todos los tiempos de no serlo, desde 1961, el de un Robert Wise en estado de gracia celestial. Embrujado por la arrebatadora música de Leonard Bernstein y las impetuosas coreografiás de Jerome Robbins, llevo toda mi vida (nací en aquel año) enamorado de ese “Romeo y Julieta” actual. Aquel “West Side Story” tiene un 10 o al menos ese es el número de premios Oscar con el que se le quiso recompensar. Este “West Side Story” no llegará a esa cifra pese a la extraordinaria calidad que destilan todas sus secuencias, iguales o superiores al original, que se benefician de sesenta años de evolución técnica y la maestría de un director que ya está por encima del bien y del mal. En los Cines Ideal, yo me volví a emocionar con “María”, “America”, “Tonight”, “I feel pretty” o “Somewhere” (cantado por la misma Rita Moreno que en la primera versión fue Anita), algo que en todos los órdenes de la vida cada vez me cuesta más.

La producción de “La Boheme” (G. Puccini-1896) a la que asistí en el Teatro Real fue la misma que tuve oportunidad de presenciar allí cuando se estrenó en 2017, acompañado de mi madre en una de sus últimas comparecencias antes de enfermar. Entonces no me llegó a entusiasmar por las discretas propuestas escénica y vocal. Pero en esta ocasión, la participación en el primer reparto de la gran Ermonela Jaho en el papel de Mimí me animó a repetir, sin sospechar que una vez más sobre mí caería de nuevo la maldición del Real (varias han sido las cancelaciones que me ha tocado soportar). Su positivo, junto al de otros cantantes, obligó a improvisar medio elenco para la función a la que yo asistía, tan desilusionado como resignado por no poderla escuchar.

Para finalizar, debo confesar mi estupefacción al visitar los principales museos de pintura, quizás porque las piezas más valiosas que allí se exponen ya las he visto y mejor en libros o incluso en la pantalla grande que tengo conectada a mi ordenador y por supuesto libres de cabezas que se interponen en una visión que siempre resulta parcial. “Las meninas” de Velázquez, “La gallina ciega” de Goya, “El jardín de las delicias” de El Bosco, “La adoración de los pastores” de El Greco y tantas otras más me decepcionan al natural, tras haberlas contemplado cientos de veces fotografiadas con la iluminación más perfecta y el detalle en megapixeles superior al que el ojo humano puede apreciar del natural. Soy consciente de que lo dicho pueda ser un sacrilegio y no se me va a perdonar, pero me resulta imposible de evitar. Sin embargo, mi visita al Prado tuvo una recompensa que no podía imaginar, al contemplar el cuadro “Adán y Eva” de Tiziano al lado de la fiel reproducción que ochenta años después Rubens se atrevió a pintar. Quizás el segundo sea mejor que el original pero, al igual que con “La Boheme” y “West Side Story”, las primeras versiones atesoran el gran valor de la creativa impronta que supone su novedad…

La Butterfly de una Rebeka sensacional

En el repertorio operístico tradicional, junto con “Carmen” y “La Traviata”, “Madama Butterfly” (G. Puccini-1904) es una de esas obras cuya protagonista no puede fallar, condicionando el éxito o fracaso de la representación al margen de todo lo demás. Ayer, Marina Rebeka, elevó a la categoría de acontecimiento vocal la pronta repetición de la producción de 2017 del Palau de Les Arts.

Sobresaliente y no matrícula de honor porque a la cantante letona le faltó llegar al tope de la emocionalidad que pide Puccini en un personaje con el que hay que llorar. Además y pese a no ser su responsabilidad, en los pasajes a dúo con Pinkerton, Rebeka sufrió la insuficiencia de un tenor (Marcelo Puente, que a última hora sustituyó a Piero Pretti) incapaz de defender un personaje masculino que, entre los protagonistas de Puccini, es de los que tiene menor complicación vocal. Al margen de los numerosos desajustes entre los dos (que nunca cantaron al unísono), solo se escuchó la voz de Rebeka, que es sonora y con proyección por contraposición a la sorda y plana de un Puente perdido en la lejanía sideral y con evidentes dificultades de fiato, que le obligaban a finalizar por la vía de urgencia cada pasaje donde el compromiso se hacía respetar.

Con un registro central incombustible emitido con pasmosa facilidad, Marina Rebeka, que ha cantado de todo (Handel, Mozart, Rossini, Donizetti, Bellini, Bizet, Verdi o Tchaikovsky), no tendría dificultad en cantar la princesa Turandot y eso no es para casi nadie en el actual panorama internacional.

Notables Ángel Ódena (Sharpless) y Cristina Faus (Suzuki), que cumplieron sin menoscabar unos papeles poco agradecidos pero imprescindibles para que en la obra se produzca el equilibrio dramático y musical.

La Orquesta de la Comunitat Valenciana no llegó a brillar por una irregular dirección de Antonio Fogliani al olvidar a los cantantes y no contener a los metales, disparándose un sonido que solo Rebeka fue capaz de afrontar. Todo conjunto musical, por excelente que pueda ser, depende de quien le dice como debe tocar.

El Coro de la Generalitat Valenciana protagonizó el mejor momento de la velada en el pasaje “A Bocca Chiusa”, un primor de delicadeza y sensibilidad admirablemente escenografiado por una etérea bailarina con alas de mariposa que a casi todos nos llegó a emocionar. Y es que, cuando una puesta en escena busca complementar la música en lugar de tratar de epatar al personal con decorados imposibles, vestuarios ridículos o transposiciones de tiempo y lugar, está cumpliendo el primer mandamiento de cualquier representación: el Director de Escena es un capitán y el Compositor su general.

Y hablando de vestuario, también es importante el del espectador, dado que la experiencia artística de asistencia a una ópera comienza antes de que se levante el telón y la música comience a sonar. Cuando hace dieciséis años se inauguró el Palau de Les Arts, la novedad en Valencia y un cierto provincianismo local llevó a una gran mayoría de los espectadores a acudir vestidos como para un “fotocall”, excedidos en periofollos y brillos respecto a lo que en los mejores teatros de Europa se solía llevar. Incluso la Scala de Milán, que exige etiqueta (a este respecto cuento mi desventura allí en… https://www.alonso-businesscoaching.es/blog/2009/04/25/el-condicionamiento-mental-y-la-scala/), se hubiera abochornado por aquella demostración de pretensión berlanguiana fuera de lugar. Pero parece que somos tierra de extremos y lo que antes fue un exceso hoy es un defecto que daña a la vista aun sin querer mirar. Sin ninguna consideración hacia los demás, los espectadores ahora llegan a Les Arts recién salidos de su cuarto de estar tras dormitar en el sofá. Y es que en esta mediocre actualidad prima un equivocado sentido de la comodidad que ofrece a muchos salvoconducto de fealdad. ¿Se puede tener sensibilidad artística para disfrutar de “Madama Butterfly” y acudir ataviado como para una fiesta de pijamas del Primark…?


Mi versión favorita de “Madama Butterfly” es la que protagonizan Mirella Freni, José Carreras, Teresa Berganza y Juan Pons con la Philharmonia Orchestra y los Ambrosian Opera Chorus bajo la dirección de Giuseppe Sinopoli, en 1988 y para Deutsche Grammophon.

“Doña Francisquita”, otro Réquiem en Les Arts

Por el humo se sabe dónde está el fuego y así mucho me temo que, en la “Madama Butterfly” que el próximo mes de Diciembre nos presentará Les Arts, podremos escuchar a Pinkerton cantar “Nessun Dorma” y “Vissi d´arte” a Cio-Cio San.

Tras la versión deconstruida del “Réquiem” (Mozart-1791) que vino a inaugurar la presente temporada, ahora le ha tocado a “Doña Francisquita” (A. Vives-1923) ser objeto de una desnaturalización tal que no la reconocería ni el padre musical que la… concibió, ni por supuesto los libretistas (Federico Romero y Guillermo Fernández-Shaw) en su esfuerzo por escribir una trama coherente, entendible y de calidad.

Una de las características de la Zarzuela es que incorpora partes habladas que complementan a las cantadas, tal y como ocurre en la Opereta francesa o el Singspiel alemán. Canto y declamación son indisociables en estas obras pues lo que el primero tiene de arte musical, la segunda le da sentido al vertebrar la historia que se nos quiere contar. Eliminar los diálogos en estas obras las convierte en una sucesión de números musicales carentes de línea argumental.

Pues bien, al director de escena Lluis Pascual se le ha ocurrido eliminar los parlamentos de la versión de “Doña Francisquita” que ayer presenciamos en Les Arts, cayendo en una contradicción al verse obligado a inventar un personaje (encomendado al no culpable actor Gonzalo de Castro) que los sustituyese por otros suyos, claro está, de mucha peor calidad. Hasta tal punto llegó la paradoja que, en repetidas ocasiones, el personaje de Doña Francisca (madre de la protagonista) se refiere a que el público no entenderá nada si se eliminan los diálogos, lo que no deja de ser toda una subliminal confesión de fracaso por parte de Pascual.

A partir de esta nueva violación de la obra autoral todo lo demás queda ensombrecido por esta ilegalidad y por tanto, dolido de nuevo por tener que pagar una entrada para presenciar algo que no se corresponde con el título original, no me merece la pena hablar de nada más, excepto que lo más aplaudido fue el impostado cameo de Lucero Tena al tocar el Fandango con sus castañuelas en medio de la representación (ver aquí), tan campante, garbosa, entrañable y vestida de particular…


Aunque se trate de una selección, una recomendable grabación de 1979 en disco de vinilo de “Doña Francisquita” fue editada por Hispavox, en la que Pablo Sorozábal dirigía a la Orquesta de Conciertos de Madrid y al Coro Cantores de Madrid junto a Teresa Tourné, María Reyes Gabriel, Pedro Lavirgen, Julio Catania y Segundo García.

Un “Réquiem” de Mozart que no es tal…

Recuerdo que, entonces joven, el primer CD que me fui a comprar fue el de la versión de Karajan y la Filarmónica de Viena del “Réquiem” (W. A. Mozart-1791) y ese mismo disco también fue el que después inauguró mi primer (y actual) equipo Cyrus de alta fidelidad. Desde entonces, otras versiones de esta composición se han añadido a mi discoteca particular a la par de escucharlo en muchos conciertos, todos cargados para mí de honda emotividad. Es así que, como tantas otras obras más, el “Réquiem” de Mozart lo tengo interiorizado como tal y cualquier tergiversación de su contenido me resulta desconcertante y difícil de aceptar.

La temporada pasada me extrañó que la versión escenificada de esta obra (estrenada ayer por el Palau de Les Arts) se incluyese en la programación operística, cuando no lo es y además tiene una inhabitual por escasa duración (alrededor de 55 minutos), que poco justificaba el precio cobrado por una localidad de ópera tradicional. Además, también me sorprendió la aventura económica de Les Arts al coproducir un espectáculo de difícil encaje en la programación de los teatros líricos por la razón que antes he venido a señalar.

La respuesta a mis preguntas ha sido la peor que podría encontrar: para que la función tomara cuerpo y justificase su inclusión en una temporada de ópera al uso, se ha optado por alargarla (hasta los 90 minutos) con la inclusión de otras músicas del autor entreveradas en la misma composición a la manera de un Luis Cobos, rey del popurrí clásico-popular. Por citar un ejemplo de otro ámbito musical y así evidenciar este atentado al respeto por la obra original, imaginemos “Mediterráneo” de Serrat mezclado en simultánea barbaridad con “Penélope” y “Para la libertad”.

Pero aquí no finaliza el despropósito que, en aras de una equívoca libertad de expresión teatral, nos sorprende cada vez más al contemplar estas propuestas escénicas que ejercen en contra de lo que la música quiere expresar. Un “Réquiem” no tiene otra interpretación que la de su naturaleza como misa de difuntos y nada más. Pretender darle la vuelta y escenificar el gozo de vivir es tan absurdo como forzar el cuarto movimiento (“Himno de la Alegría”) de la Novena de Beethoven convirtiéndolo en un canto a la maldad.

No puedo negar que en las propuestas visuales ofrecidas por Romeo Castellucci ayer hay efectos de gran plasticidad, pero tampoco otros muy desafortunados como la inoportuna zozobra que traslada al someter a una niña a ese tormento de pinturera suciedad que irrita hasta llegar a olvidar la música que la acompaña, sin duda lo peor que a un director de escena le puede pasar.

El Coro de la Generalitat interpretó bien pero no tanto como su calidad podía presagiar pues fue obligado a danzar y danzar la misma inoportuna sardana sin solución de continuidad. Un baile ridículo que sobretodo chirrió en el arrebatador “Dies irae”, todo un canto a lo contrario que se quiso mostrar.

La Orquesta de la Comunidad Valenciana comenzó mal (olvidando que estas obras ya no se tocan desde el romanticismo, a la manera de un Karl Richter con Bach) pero se pudo recuperar o quizás eso me pareció, sumido yo en una desorientación de manual. El nuevo Director Musical de Les Arts, James Gaffigan, tendrá que mejorar.

El Público, un componente más de cada función, aplaudió tras el “Lux aeterna” (el último número del “Réquiem”) sin advertir (claro está) que aquello no estaba dispuesto a terminar. Al final premió tímidamente pero, como suele ser habitual, se dejó llevar por los pocos que se rompían las manos por no sé yo qué interés personal y la aprobación se volvió general.

Hasta el mediático Ramón Gener, tan “voz de su amo” en cada presentación que nos da (es lógico), no pudo disimular su parecer por más que lo intentase disfrazar. En fin, un “Réquiem” de Mozart que no es tal y a quien este “mix” musical le guste más, no seré yo quien se lo venga a afear. Las opiniones personales para eso están…

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He citado la versión de Herbert von Karajan para Deutsche Grammophon (https://www.youtube.com/watch?v=qYmauB4ILKE), pero también destacan la de Carlo Maria Giulini con la Orquesta Filarmonía para EMI (aunque un tanto delicada, como todo lo del director italiano) y la de Karl Böhm, también con la Filarmónica de Viena para DG.

Aplaudir… ¿a qué o a quién?

Uno de los distintivos más representativos de la idiosincrasia de cada cual es su opinión, cuya manifestación pública debiera constituir todo un ejercicio de identidad desde la libertad. Al ofrecer nuestra opinión manifestamos un posicionamiento ante la vida que justifica nuestra personalidad.

Una manera habitual de opinar es la que, en el mundo occidental, se ejerce mediante el aplauso, esa singular convención sonora basada en el entrechocar acompasado de las manos cuya duración e intensidad determina la medida de la satisfacción por lo que se pretende enjuiciar. Aplaudir supone aprobar, por lo que su ejercicio debe administrarse sólo cuando se justifique como tal. El aplauso gratuito por razones de educación formal es una suerte de fraude a la realidad y dice muy poco de quien lo viene a regalar.

Pero… ¿a qué o a quién aplaudir? Hace muchos años que vengo defendiendo que en los conciertos de música clásica y en la óperas se aplaude, en la mayoría de los casos, a la obra y no a la interpretación, lo que supone una curiosa paradoja pues los receptores de esa aprobación la asumen como propia por equivocación (error que ya forma parte de la normalidad). Es evidente que, respecto de esta confusa práctica, hay excepciones pero son las menos pues suelen obedecer a excelsas interpretaciones que son muy raras de presenciar.

Ayer tuve oportunidad de constatar un ejemplo de aplauso sin equivocada intencionalidad. Fue en una representación teatral y su destinatario, el intérprete, se lo mereció mucho más allá de un texto que, en forma de monólogo, le llevó hora y media terciar. Noventa minutos que no se justifican sólo por una frase genial (“Una mujer que, con su sola presencia, aligeraba la pesadumbre de vivir”). “Señora de rojo sobre fondo gris”, de Miguel Delibes, triunfó por José Sacristán.

Esta vida (lo he dicho muchas veces) no tiene vocación de imparcialidad y así premia lo mediocre si quien lo firma ha traspasado el umbral de la admirada consideración general. Cuando alguien consigue habitar sobre el bien y el mal, la indulgencia de los demás lo preserva del rigor con que otros son juzgados y condenados cuando no ofrecen calidad. Seamos sinceros: el texto de “Señora de rojo sobre fondo gris” no tiene nada de particular para considerarlo a la altura de otros de su autor, como por ejemplo “Cinco horas con Mario” (cuyos aplausos son merecidos y esta vez justamente compartidos con una Lola Herrera magistral).

Delibes, adoptando otra personalidad, se abre en canal para contar sus emociones durante la enfermedad y fallecimiento de su esposa, Ángeles de Castro, pero lo hace como muchos otros lo podrían contar. Pero es Delibes y esto parece lo hace especial. Sus sinsabores por el duelo de un familiar no son muy diferentes a los de cualquiera de nosotros y tienen el mismo derecho a ser admirados pero no más. Sobretodo cuando están escritos sin nada que los haga destacar.

José Sacristán recibió muchos aplausos que, esta vez, no equivocaron el destinatario final…

Otro milagro en la “Cavalleria” del Real

En 2007 asistí, en el Teatro Real de Madrid, al estreno de esta producción de “Cavalleria Rusticana” (P. Mascagni-1890) y “Pagilacci” (R. Leoncavallo-1892) que dirigió Jesús López Cobos y que el Palau de Les Arts programó a medias en 2010 con Lorin Maazel (“Cavalleria” y “La vida breve”) y de nuevo ahora (las dos) con Jordi Bernàcer, en un pandemial 2021 necesitado de estas y otras ayudas para hacernos remontar.

Pues bien, sin perjuicio de lo que iba a escuchar, tenía pensado quejarme por la cercana repetición de esta misma producción del Real en Les Arts, como si no hubiera otras más en el mercado internacional que también poder programar. Pero no lo voy a hacer pues, escuchando esta “Cavalleria” de nuevo, he vivido otro de los momentos que no desaparecerá en mi recuerdo musical. En 2010, Maazel nos regaló un histórico “Intermezzo” entretejido con los más finos hilos de cristal, arrancándome unas lágrimas que cada vez me son más difíciles de derramar. Ayer me ocurrió otro igual, pero no con el “Intermezzo” sino con la “Regina coeli laetare” que canta Santuzza y un coro (de la Generalitat Valenciana) en estado de gracia celestial. Ocurrió que dispusieron a los cantantes en los laterales de los dos primeros pisos (muy cerca de donde yo me encontraba), consiguiendo un milagroso efecto de inmersión y divina estereofonía vocal nunca oído por mí (mérito de Francesc Perales), que me desarmó hasta volver a llorar. No tengo palabras que lo puedan expresar y esto prueba una vez más que, en ocasiones, la Ópera es capaz de activar sin poderlo remediar aquello que más nos llega a arrebatar y constituye, en el ser humano, la Emoción como rasgo diferencial.

Siempre me ha gustado la escenografía, en su minimalismo bicolor, que Giancarlo del Monaco logró diseñar para “Cavalleria Rusticana”: blanco para la cantera de Carrara (el continente siempre debiera ser neutral) y negro para el sobrio vestuario de unos personajes atrapados por la religiosa tradición y el honor medieval (que no por la caballerosidad rural). Pero el desproporcionado contraste posterior con el circense y felliniano multicolor de “Pagliacci” se me antoja fuera de lugar. En especial, considerando que el “Prólogo” de esta aparece al comienzo de “Cavalleria”, en un desconcertante intento musical por unificar las partituras de estas dos obras representativas de una nueva corriente en la Ópera del naciente siglo XX, que pronto sucumbiría ante la bárbara invasión de la atonalidad. Además, es curioso que en este “Prólogo” se nos advierta del carácter de ficción en lo que vamos a presenciar, cuando fue el propio Verismo quien pretendió plasmar la realidad. En fin, que escuchar el “Prólogo” de “Pagliacci” seguido sin solución de continuidad por el “Preludio” de “Cavalleria Rusticana” nos puede llevar a una esquizofrenia musical por romper con la primitiva intención autoral.

Todos los cantantes volvieron a estar en esa alta nota de calidad garantizada en los últimos tiempos por Les Arts, que nos permite escuchar estas y otras obras sin envidiar lo que en los teatros de primera división se pueda presenciar. Es cierto que no son estrellas de la Scala o el Metropolitan, pero defienden con holgura sus papeles y en algunas ocasiones los hacen brillar. De todos, el protagonista de la noche fue Jorge (¡corazón!) de León al abordar Turiddu y Canio, algo que pocos se atreven a cantar (no por la extensión de los dos papeles, sino por su peligrosa intensidad). Jorge, además de ser un tipo simpático, es un valiente que lleva años sin esconderse de ninguna responsabilidad. Pletórico en su capacidad pulmonar, su voz parece que se está engolando para adquirir un broncíneo color musical que apunta hacia papeles más dramáticos, como el “Otelo” que ya ha comenzado a cantar o quizás incluso un “Florestán”. Ayer no todo lo pudo interpretar con la misma calidad pero, sin duda, el aria que todos esperaban (“Vesti la giubba”, en el final del primer acto de “Pagliacci”) la cantó de manera magistral, entreverando ímpetu y melancolía sin apenas parecer respirar.

La casualidad hizo que ayer mismo se cumpliesen seis años desde que, un ventoso día de primavera, me fotografiara con Jorge de León en la Avenida de Aragón; los dos amantes de las motos y de una música en la que yo solo llego a disfrutar lo que él es capaz de interpretar. También fue casualidad que ayer, sin premeditar, yo llevase a Les Arts el mismo chaleco y él la misma gallardía vital…

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De “Cavalleria Rusticana” y “Pagliacci” hay dos grabaciones de 1966 difícilmente superables, servidas por Deutsche Grammophon y dirigidas por Herbert von Karajan con la Orquesta del Teatro alla Scala de Milán y mi tenor favorito, Carlo Bergonzi, junto a Fiorenza Cossotto, Joan Carlyle, Giuseppe Taddei y Rolando Panerai.

(“Jorge de León, un policía con alma de motero trovador“)