La envidia… ¿sana?

la-envidia-sana.jpg

Porque nos comparamos… nos envidiamos y no habría nada de malo en ello si la envidia fuera siempre sana, como a continuación voy a tratar de explicar.

En efecto, la comparación es inevitable pues es el único baremo del que disponemos para enjuiciar y valorar lo que somos en cualquiera de las áreas de la vida. El anacoretismo lleva a la desorientación vital, precisamente por la pérdida de la referencia que supone no conocer el que, como, cuando y cuanto son los demás.

Evidentemente toda comparación deviene en desigualdades, las propias de nuestras diferencias como personas, lo que supondrá jerarquías por competencias o posesiones en función de con quién nos queramos comparar.

Una de las variables que más condiciona a las comparaciones es la capacidad de objetividad desarrollada en la valoración de uno mismo y que puede afectar nuestra posición en los ránkines que finalmente lleguemos a determinar. Si somos muy autorigurosos terminaríamos equívocamente muy abajo, mientras que la indulgencia nos llevaría falsamente a escalar.

Por tanto, si constantemente estamos comparándonos y ubicándonos en diversas escalas valorativas es inevitable que nos surjan anhelos de mejora y para ello tomemos por modelo a ciertos individuos que se encuentran en los primeros puestos y a los que nos gustaría imitar.

Así las cosas, ¿alguien aseguraría que tomar por modelo a Rafa Nadal o Plácido Domingo está relacionado con la envidia…? Pues depende. Depende del camino elegido para acercarse a estos u otros arquetipos de referencia que nos atraen y pretendemos emular.

Si optamos por el deseo de mejora sin querer recorrer el esforzado trayecto necesario para ello, entonces muy posiblemente alimentemos sentimientos negativos de envidia hacia los demás al comprobar que no podemos ser fácilmente como ellos (olvidando todo lo que les ha costado llegar). Se trata de un mecanismo de defensa que viene a culpar al otro de lo que es o tiene y nosotros carecemos, pero no estamos dispuestos a intentar conseguir con laboriosidad.

Por el contrario, al compararnos con personas a quienes admiramos por algo y asumir que eso no les ha sido regalado, estamos estableciendo un criterio de meritoriaje que difícilmente se puede traducir en envidia insana, pues implícitamente aceptamos que los efectos son consecuencias de las causas o las actuaciones y estas suelen estar mayoritariamente al alcance de todos los que las quieran implementar (excepto en los casos de evidentes condicionamiento físico o mental).

Por todo ello, cuando frecuentemente escucho decir a una persona que tiene envidia sana de otra (escondiendo su falta de coraje para luchar), comienzo a dudar de sus palabras y lo que es peor, de lo que puedan acarrear…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El Constructor que vendió su Ferrari

el-constructor-que-vendio-su-ferrari.jpg

Siempre me gustaron los coches deportivos. Antes por su uso y por su estética y ahora solo por lo segundo, pues su uso está en desuso so pena de cárcel por exceso de velocidad.

Esto me lleva a pensar que comprase (quien lo pueda) un vehículo deportivo ya no tiene mucho sentido utilitario excepto el de ser reconocido como exclusivo propietario de lo inútil (lo que no tiene uso).

Los dorados años centrales de la primera década de este siglo generaron muchos propietarios de lo inútil, pues su afán fue siempre más el de aparentar que el de verdaderamente utilizar. De entre ellos, una subespecie destacó con luz propia: el constructor inmobiliario arribista, arquetipo del negociante exponencial y del empresario banal.

Ayer monte por primera vez en mi vida en un Ferrari (599 GTB de doce cilindros y rojo, por supuesto) que en 2007 fue adquirido nuevo por un desconocido constructor para venderlo ahora a un conocido mío por menos de una tercera parte de su valor.

Y todo porque, sin poderle ya dar uso, tampoco puede alardear de su rampante imagen, que ahora es la de un triste perdedor…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Jugando fuera de casa…

lisboa-desde-el-castillo-de-san-jorge.jpg

Un verano más y ya tras él, mil sensaciones vividas en otro de mis ruteados viajes en moto por las carreteras grises y serpenteantes, esta vez, de nuestra Península Ibérica. En semicircunferencia casi perfecta quise recorrer la costa sur de una piel de toro que, desde Oporto hasta Valencia, me llevaría por las sugerentes etapas intermedias de Lisboa, Albufeira, Cádiz, Málaga y Mojacar.

En total unos 3.000 kilómetros en diez días distribuidos equitativamente entre Portugal y España que, aunque países hermanos, para el visitante si presentan signos de distinción evidentes. De entre ellos, quizás el más obvio es el del idioma.

Si hay un hecho incontestable que en todos mis viajes se reproduce es, debo confesarlo con rubor, mi diferente actitud ante las personas dependiendo de si me encuentro en España o en el extranjero, lo cual posiblemente me identifique como un mal viajero a la par que un mal residente.

Y todo ello porque en España, seguro conocedor de su idioma y sus costumbres, suelo comportarme como dueño (aun no siéndolo) de un algo que no se bien definir pero que me instala en un sentimiento de pertenencia en cualquiera de sus regiones y me lleva a una suerte de actuación “sobresegura” que, inevitablemente, me suele provocar una especie de síndrome de independencia relacional.

En cambio mis visitas al, por más transitado, siempre novedoso extranjero me convierten necesariamente en más dependiente, obligándome a “ser mejor” ante los demás pues de ellos suelo necesitar habitualmente más que en España. Yo mismo frecuentemente me asombro de hasta dónde pueden llegar mi paciencia y comprensión de lo foráneo aun en aquellas situaciones que podrían ser más censurables.

Viajar al extranjero ejerce en mí una suerte de catarsis personal que me convierte en ese que normalmente no soy, mejorándome por supuesto. La pena de ello es que los efectos no son permanentes, durando solo el tiempo que media hasta cruzar las fronteras patrias.

En conclusión y por extensión podría decir que cuanto más fácil se me presenta la vida, menos me empeño en mejorarla. Justo al contrario de lo que me ocurre en los momentos de dificultad.

Al final, siempre me pregunto si yo seré como esos equipos de fútbol que solo saben sacar lo mejor de sí mismos jugando fuera de casa…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Quién fue Simoncelli…?

La respuesta a esta pregunta es bien sencilla, aunque doble: Un “peleas” niñato inconsciente antes de morir y un bromista cariñoso bonachón tras su fallecimiento. Confieso que yo no le conocía de forma personal por lo que, para contestar, solo he podido guiarme por la información recibida de los medios de comunicación.

Para confirmar lo dicho baste por ejemplo con revisionar las retransmisiones de las carreras de Moto GP ofrecidas por TVE en los dos últimos años y en ellas los comentarios de sus presentadores y varios pilotos, cuyo discurso sobre el finado cambió diametralmente en la última y trágica prueba que disputó Marco Simoncelli.

Así pues, ¡tranquilo todo el mundo!: por mucho que tu vida no haya sido un dechado de virtudes, cuando mueras tienes el aprobado asegurado. Fallecer sube nota automáticamente y borra milagrosamente lo menos bueno para eclesialmente perdonar todos tus pecados.

Es evidente que, por su rabiosa actualidad, el caso del motorista italiano recientemente fallecido en acto de servicio nos sirve para ilustrar un comportamiento que yo definiría como atávico y que posiciona nuestra conducta en un plano de hipocresía social cuya implicación más cruenta viene por el lado opuesto al ahora comentado.

Efectivamente, no voy a gastar mucho más teclado en condenar la consuetudinaria indulgencia que con los “ausentes” viene siendo practicada desde hace siglos pues esto, aunque discutible, no les hace tanto mal y algún día yo también lo agradeceré. Más bien quiero tratar lo contrario (lo que les perjudica en vida) y es el excesivo rigor con que púbicamente juzgamos a los “presentes”, que desconoce lo que es el elogio de lo bueno y merecido en una suerte de desbordada epidemia de tacañería del halago que retrata cruelmente a la cada vez más competitiva sociedad actual.

Con el reconocimiento de las virtudes de los demás ocurre como cuando en el fútbol el equipo contrario es netamente superior, pero no se le aplauden sus jugadas por temor a que todavía pueda hacerlo mejor.

Uno de los ámbitos en donde todo esto tiene una especial trascendencia es en el empresarial, donde la ausencia habitual de la significación de los logros ajenos supone quizás el principal freno en el progreso de los equipos de trabajo, al herir mortalmente la motivación de sus integrantes. Y todo ello por la equivocada creencia de muchos directivos que les lleva a pensar que los méritos de los demás ejercen siempre como deméritos propios, por lo que conviene silenciarlos. Silencio que, pese a su carácter reactivo, nunca será neutral al llegar a “sentirse” dolorosamente por quienes se consideran merecedores de la gratitud ajena en premio a sus esfuerzos y resultados conseguidos.

Estoy convencido de que Marco Simoncelli no era tan malo de vivo como bueno lo ha sido de muerto pues, como todos, el caleidoscopio de su vida se conformaba de tantas aristas que destacar en un sentido u otro solo algunas pocas nunca reflejará acertadamente lo que fue su verdadera personalidad.

Valorar a las personas con la mayor dosis de ecuanimidad posible y así manifestarlo es una obligación que deberíamos imponernos todos y en especial aquellos cuya opinión tiene más poder de influencia en los demás, además de nunca traicionar esa acertada máxima que nos aconseja siempre…

“Alabar en público y Criticar en privado

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La trampa de la Amabilidad

Los Equipos Amables llegan los últimos, libro publicado por Brian Cole Miller en 2010, defiende una teoría políticamente incorrecta que comparto sin dudar pues, al margen de su lógica intrínseca, trasciende el conservadurismo seudo-hipócrita de quienes siempre suelen decir solo lo que quieren oír los demás.

Admitida universalmente la Amabilidad como una de las herramientas probadamente más efectivas de relación social, es también cierto que su inapropiado uso puede degenerar en prácticas desnaturalizadas (ver aquí La Amabilidad y el Amabilismo), cuyo resultado arruine los buenos propósitos que a ella la vienen a justificar.

En resumen, la idea de B. C. Miller se centra en asegurar que los Equipos de Trabajo de cualquier organización son menos eficientes si lo que se pretende es que, prioritariamente y en todo momento, reine en su seno la Amabilidad. Cuando un Equipo se encuentra demasiado concentrado en ser a toda costa Amable pierde capacidad de discrepancia interna en la búsqueda de soluciones a los problemas, pues sus miembros temen agraviar con sus inconformidades y desacuerdos a los demás.

Si para evitar la confrontación actúa el Amabilismo (muchas veces en forma de silencio defensivo) las ideas no vuelan y la apatía resignada se instala en un almibarado y rutinario proceder que solo consigue que el progreso en el trabajo se llegue a estancar. Gana la paz y pierde la eficacia cuando, es un hecho evidente, nos encontramos en tiempos económicos de altisima competitividad.

Sin lugar a dudas, todos podremos encontrar múltiples ejemplos propios que dibujan situaciones en las que hemos preferido ignorar cierto problema con algún compañero de trabajo para salvar el supuestamente necesario buen ambiente laboral que, sin quererlo, se verá perjudicado con seguridad en cuanto el desencuentro inicial crezca y genere una verdadera incompatibilidad interpersonal.

Eludir el compromiso (cuando este si proceda) de la búsqueda del contraste de ideas y pareceres escondiéndonos en el silencio reactivo y terapéutico es la mejor manera de ejercitar la dejación de nuestro compromiso profesional, minimizando la personal aportación de valor a los objetivos comunes de la organización, sea cual sea el nivel y alcance de nuestra responsabilidad.

Brian Cole Miller define nueve tipologías profesionales que recogen la diversidad de comportamientos positivos que pueden observarse individualmente en los miembros de un Equipo de Trabajo, cuya naturaleza innata se suele distorsionar cuando se busca instalar la Amabilidad por concepto y a golpe de obligatoriedad:

  1. El Pacifista, que media para que todos se lleven bien: asume una armonía artificial para evitar conflictos.
  2. El Campeón, que lidera de forma natural: acepta las cosas como son para no perder apoyo.
  3. El Perfeccionista, que busca en todo la excelencia: se resigna a la mediocridad.
  4. El Enérgico, que fomenta el dinamismo y la actividad: tolera la ralentización de las tareas.
  5. El Guardián, que cuida y protege a los demás: se inhibe para no crear agravios comparativos.
  6. El Observador, que analiza y entiende los problemas: se abstrae para evitar conflictos.
  7. El Individualista, que explora caminos por sí mismo: se retrae para evitar un exceso de protagonismo que moleste a los demás.
  8. El Triunfador, que consigue lo que se propone: minimiza los objetivos para no presionar al Equipo.
  9. El Solidario, que ayuda siempre a los demás: teme no estar al nivel exigido.

Ser amable es generalmente conveniente pero no puede ser convenido por decreto. Quien transita de la Amabilidad al Amabilismo desconoce que, para el rendimiento de un motor, un exceso de aceite lubricante no siempre lo mejorará. Una vez más, todo deberá ajustarse a su punto de equilibrio y el proceder de las personas en las empresas todavía más…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

“Osabama” bin Laden y la Hipocresía Social


Transcurridos escasos días (mientras esto escribo) desde el anuncio de la noticia de la muerte de Osama bin Laden y todavía con más sombras que luces respecto de lo realmente sucedido, una vez más ha quedado demostrado que la Justicia Universal hace mucho tiempo que solo es una cuestión de Hipocresía Social.

Nadie y nunca, ni el hombre más poderoso de la Tierra, debería actuar fuera de la ley sin la obligación de responder personalmente por ello ante un tribunal. Tribunal que en ningún país humanizado (y los hay que, pese a su protagonismo mundial, no lo son) bendecirían la muerte deliberada e interesada de alguien por más atrocidades que este hubiera podido y pudiera realizar (véase los G.A.L.).

La discusión sobre esta cuestión es tan sencilla como la eterna división dialéctico-filosófica entre los partidarios y los denunciantes de la milenaria Ley del Talión o la que se refiere a eso de que… los fines justifican los medios. Sin más.

En mi Taller 12 Hombres sin Piedad: Las Claves del Liderazgo, en donde el análisis integral de la famosa película del recientemente desaparecido Sydney Lumet nos lleva a identificar muchos de los comportamientos humanos que acontecen en entornos de fuerte tensión y constante dificultad (tal como la vida misma), hay un pasaje que incorpora una sutil trampa que lleva a caer en la Hipocresía Social si no se es capaz de mantener una férrea conciencia independiente y crítica respecto de nuestra emoción más visceral.

Se trata de la escena en donde uno de los personajes se desacredita por las formas al mandar callar a otro (al que todos los espectadores repudiamos por su reiterado comportamiento ofensivo, especialmente con los más débiles) amenazándole con partirle la cara de no hacerlo.

La reacción habitual de mis alumnos es automática y unánime: sonrisas de satisfacción, entre calladas unas y sonoras las más, al comprobar que, al fin, alguien hace justicia enfrentándose al individuo más odiado de la película. Es evidente que en ese momento, normalmente nadie realiza el necesario esfuerzo de imparcialidad que le lleve a ser consciente de que el personaje en cuestión, al emplear la amenaza física contra el otro, está perdiendo una razón que en el fondo tiene aunque la inadecuada forma se la venga a retirar.

La vida se llena cotidianamente de ejemplos en los que las personas ignoramos la imprescindible coherencia que nuestras opiniones y actos deben a nuestros valores, olvidando frecuentemente la capacidad de discernir entre lo que nos enciende el corazón y lo que aconseja nuestra razón (precisamente el hecho diferencial con el resto del reino animal).

Aceptar ciega y resignadamente los comportamientos de quienes dicen ser los buenos (por defender un orden que finalmente siga preservando su poder) sin cuestionar la legitimidad de los mismos, para luego si recriminar actuaciones similares protagonizadas por aquellos que carecen de ese mismo poder, no deja de ser injusto y sin duda la peor y más triste manifestación humana de Hipocresía Social.

obama-osama.jpgPor todo, no estaría de más que la Academia Sueca revisase honestamente sus discutibles criterios en el reparto de Premios Nobel de la Paz que, en alguna reciente ocasión, parecen haber confundido la única letra que a Osama de Obama pueda separar… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Lo que quieren las mujeres


Cuando era veinteañero y mi padre todavía vivía, mantuvimos innumerables discusiones respecto de la igualdad de géneros. Igualdad no entendida en el sentido social y legal, que aquí si coincidíamos, si no en cuanto a la idiosincrasia y forma de comportarse ante la vida de unos y otras. Yo por entonces siempre defendía que por ser hombre o mujer no había distinción vital, lo contrario que pensaba él. Hoy ya no tendríamos motivos para discrepar.

¿Por qué? Quizás porque ahora tengo casi la edad que entonces tenía mi padre y la vida me ha demostrado que aquello que desde la bisoñez de la utopía igualitarista defendía sin conocimiento empírico, no necesariamente tenía por qué ajustarse la realidad que he podido observar.

Soy consciente del peligro de la generalización al definir algo o a alguien, aunque en muchas ocasiones es necesaria para avanzar en su entendimiento. Decir que las personas mediterráneas son morenas y las nórdicas rubias es generalizar, pues ni las unas ni las otras son todas así, aunque la mayoría si responden a esa definición de color capilar, por lo que su identificación generalizada puede ser permitida sin contradecir a las excepciones que se puedan dar.

Hombres y mujeres, personas ambos, son diferentes física (es obvio) pero también emocionalmente. Desconozco que parte de culpa es debida a la genética y cual a la educación y en ello ahora no voy a entrar.

El estudio profundo de estas distinciones de género históricamente no ha sido muy del interés de los pensadores, relegándose a poco más que un foco de inspiración para los artistas (como poéticos glosadores del eterno femenino) y desgraciadamente también para esos otros, inventores de burdos y sexistas chistes de salón, que identifican al sujeto femenino como un mero objeto de interés visual y sexual.

Quizás todo esto se explique por el marginal protagonismo económico que la mujer secularmente ha detentado en la sociedad y su escaso manejo de esos hilos del poder que, dicen, mueven al mundo sin llegarse a notar. Sin embargo, la realidad actual en los países más desarrollados ha cambiado y sus mujeres, con valía y mucho esfuerzo, han alcanzado cotas de protagonismo más allá del ámbito tradicionalmente estético o familiar, que ya las hacen merecedoras de la atención de los analistas socioeconómicos de mayor reputación mundial.

Uno de ellos es Paco Underhill, psicólogo ambiental, fundador y CEO de la multinacional de investigación de mercados Envirosell y quizás uno de los expertos más acreditados en el análisis de los comportamientos del consumidor que podamos encontrar. En su libro publicado en 2010, Lo que quieren las mujeres (What Women Want), nos propone una caracterización de la mujer actual que, aunque desde una perspectiva mercadotécnica, podría traspolarse también a otros ámbitos de su personalidad.

Según Underhill, lo que quieren las mujeres de hoy viene determinado por cuatro cualidades que son las que más valoran en las cosas (lo que les decide qué productos y servicios consumir) y particularmente considero que también pueda serlo en las personas (lo que les decide que pareja o amistades elegir):

      • La Seguridad: Derivado posiblemente de una necesidad atávica de protección ante su menor fortaleza física, las mujeres aprecian todo aquello que generalmente eluda el peligro gratuito y garantice la estabilidad y la armonía.
      • La Adaptación: Valoran aquello que tienda a adecuarse a sus gustos y cuya flexibilidad permita una acomodación a sus preferencias.
      • El Respeto: Aprecian la consideración integral hacia su persona.
      • La Higiene: Estiman muy positivamente todo lo referido a la limpieza como referente de salud, confort y perdurabilidad.

Estoy convencido de que si los hombres nos esforzamos en conocer mejor lo que quieren las mujeres habremos dado el primer paso para solicitar que también ellas descubran lo que queremos los hombres, mundos puede que algo diferentes pero no inevitablemente distantes con toda seguridad… 

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El Planeta de los… Paticortos

Por todos es conocido que las modas vienen y van, normalmente alentadas por astutos intereses comerciales que no dudan en apostar estratégicamente por lo incesantemente nuevo para así generar incesantemente nuevas ansias de comprar.

En lo que respecta a nuestra indumentaria, esto ocurre también, amparando los cambios que se nos proponen a partir de novedosas tendencias, rompedores estilos y rabiosa modernidad, en una suerte de carrera atropellada sin fin que a todos nos obliga a permanecer constantemente en guardia continua para ajustar coherentemente nuestra imagen a la contemporaneidad.

No dudo que las modas en el vestir parten de un cierto paradigma de honestidad que, aunque comercialmente interesada, tiene un buen fondo de verdad: pretenden favorecer, mejorando (de alguna u otra forma) la imagen de aquellos que las siguen. Para ello y pese a tantos cambios propuestos en la historia de la Humanidad, las modas nunca han traicionado las leyes más básicas de la estética universal. Aquellas que definen las proporcionalidades del cuerpo humano, que han sido invariantes desde la antigüedad y fueron inmortalizadas en el Renacimiento por El Hombre de Vitruvio de Leonardo da Vinci, generando con posterioridad las bases de algunas de las más bellas obras maestras de la Pintura o la Escultura con las que hoy nos podemos deleitar.

¿Nunca han traicionado…? Pues no. Este respeto a toda una histórica unanimidad estética, por primera vez, se ha perdido con el comienzo del siglo XXI. Siglo en el que decidida y descaradamente se nos ha invitado al mayor despropósito hasta la fecha imaginado: que acortemos dramáticamente, aunque solo de forma visual, la longitud de nuestras extremidades inferiores en un imposible acercamiento involucionista a nuestros ancestros los primates, tal y como aparecía en aquella famosa película protagonizada por Charlton Heston y que luego continuaron más.

Efectivamente, uno de los rasgos comúnmente aceptados de belleza (en humanos y también en animales) es la longitud de sus extremidades, considerándose que aquellas especies que las disfrutan largas (caballos, gacelas, felinos, etc.) componen de sí mismos una imagen mucho más armoniosa que quienes deben conformarse con permanecer siempre más cerca del suelo que les sirve para caminar (reptiles, cerdos, patos, etc.). Hasta ahora y en todo momento se había profesado una evidente admiración hacia aquellas personas a las que la naturaleza les había regalado unas piernas largas, pero en la actualidad esto ha cambiado radicalmente y todos parece ansiamos tenerlas cortas, misión bien fácil con solo ajustarnos uno de tantos pantalones de talle y tiro ultra-bajos que inundan los escaparates de los comercios de nuestras ciudades. Si Mario Moreno Cantinflas levantase la cabeza no daría crédito a una moda que, cuando él (sin saberlo) la creó, le sirvió para triunfar como ilustre cómico del atrabiliarismo indumentario y la voz singular.

Por una razón de exhibicionismo hormonal, es evidente que los primeros en adoptar las nuevas modas son los más jóvenes y que tras ellos, atraídos por imitar la ansiada imagen fresca de la juventud, vienen los grupos sociales de más edad. Esto lo sabe bien la industria de la moda, de ahí que el blanco de todas sus propuestas se dirija a la adolescencia, pues ya se encargará gratuitamente esta de influir poderosamente en sus hermanos mayores o incluso en sus padres, todos deseosos de aparentar .

Pues bien, ¿qué justifica el que por primera vez la moda haya traspasado la inviolada frontera estética de la proporcionalidad? Solo puede haber una explicación a ello: la extrema generalización social de la influenciabilidad como rasgo distintivo de unos tiempos que no fomentan la personalidad. Nunca como ahora las personas han estado sometidas a tantos estímulos externos que, pudiendo ser fuente de conocimiento, solo ejercen de peligrosos manipuladores de mentes al faltar generalmente su contrapeso necesario: el desarrollo personal del Criterio Propio como único recurso válido para ejercer la independencia individual.

En el río de la vida, dejarse llevar por la corriente general siempre será más cómodo y descansado, aunque ello nos pueda condenar a ser súbditos del desnaturalizado y cómico Planeta de los… Paticortos, algo de lo que el futuro se reirá sin parar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La Mentira

Llevo un tiempo practicando una sencilla estadística personal a partir de la valiosa información que obtengo de mis clientes, alumnos, familiares, amigos y conocidos, para averiguar cuál es aquella característica de las personas que más censuran y menos llegan a perdonar. Sin pretender elevar a rango de teoría sociológica la conclusión obtenida, yo estoy muy de acuerdo con el resultado final pues para mí también es la misma: la Mentira.

Hay muchas definiciones de Mentira, pero especialmente una recoge mucho de lo que es y también de lo que puede generar:

“Acción y efecto de decir algo diferente a la verdad”

Me gusta esta acepción pues, a lo que todos entendemos como Mentir (falsear la Verdad) se añade sus posibles consecuencias, en realidad el elemento esencial y más identificante del acto de engañar.

Pues bien, hay quienes consideran que, en función de la tipología de Mentira, sus consecuencias pueden ser positivas o negativas y por tanto aquella no es mala se suyo, si no en función de como llegue a afectar. Sin ascender a elevadas disquisiciones filosóficas (Platón, Aristóteles, San Agustín, Kant, Tomás de Aquino, etc. ya lo hicieron muy bien), yo no opino igual: para mí, toda Mentira es improcedente, cualesquiera sean las consecuencias (buenas o malas) que llegue a acarrear.

Sinceramente considero que no habría que Mentir pues, siendo la Verdad uno de los principales valores troncales de nuestra cultura occidental, nunca se debería falsear la realidad. Pero esto no obliga a manifestarla siempre y en su integridad, no constituyendo engaño alguno si no limitación adecuada de la información en razón de las circunstancias y su idoneidad.

La dificultad de no Mentir y además cuando proceda no dañar, estriba en cuánto y cómo comunicar la Verdad. Quienes defienden las Mentiras piadosas o terapéuticas lo hacen ante su escasez de recursos para afrontar situaciones con la sabiduría y el ingenio suficientes como para responder lo adecuado, sin traicionar nunca eso que todos queremos encontrar por siempre en los demás…

…la Verdad.

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¡Elogio del Silencio!

Nunca encuentro las palabras adecuadas para describir con precisión lo que es el Silencio, por lo que hoy dejaré que sea él mismo quien se presente mejor: …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …  …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …  …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   …   .

Dicho esto, o quizás, sentido esto (pues el Silencio se siente más que se oye), quiero defender su gran importancia y mayor trascendencia en todas las comunicaciones cotidianas (tanto verbales como escritas) en nuestros entornos profesional y personal.

Es muy habitual confundir el comunicarse con el hablar, entendiendo equivocadamente que el objetivo principal de la comunicación es la traslación de una información que solo es patrimonio del habla en forma de lenguaje verbal. Por de pronto, ya ha quedado suficientemente demostrado por los estudiosos de esta cuestión que lo que siempre entiende el receptor viene condicionado en más de un cincuenta por ciento, no por lo que dice el emisor, sino por ese lenguaje gestual que inevitablemente acompaña sus palabras.

No obstante, yo quiero ir más lejos todavía y reivindicar sonoramente el Silencio como el mejor gesto callado de sabia comunicación. ¿Alguien lo duda…? Para ilustrarlo solo tenemos que recordar una situación que a todos nos es muy habitual y está relacionada con su gran carga de significado: ¡el Silencio compartido en un ascensor…! Sin duda se trata de uno de esos momentos cotidianos en donde el no decir nada (cuando es deliberado), dice más que cualquier conversación.

O más, cuando ante una pregunta inconveniente aguardamos unos serenos instantes antes de responder. O al contrario, cuando al preguntar nosotros somos quienes dividimos la interpelación en dos partes unidas por un significativo Silencio. O el Silencio que preside esos momentos de íntima comunión entre los enamorados. O el de un bebe durmiendo plácidamente en su cuna. O el de un estadio de fútbol abarrotado, recordando por un minuto el fallecimiento de un ser significado. O el del público en un estreno teatral, cuando la obra no es de su agrado y no se pronuncia con el aplauso deseado. O el propio de la Tierra misma, cuando quiere que la oigamos sin nuestra ruidosa intervención.

Callar en lugar de hablar, paradójicamente se torna en muchas ocasiones como el gesto de comunicación proactiva más contundente que pueda elegirse, pues su resultado suele ser mucho más efectivo que el derivado de la frecuente incontinencia escrita o verbal que no siempre tiene justificacón.

Y como no, la escritura también se beneficia del Silencio, no porque este se manifieste como tal en el papel sino por que quien usa del mismo para hablar también es capaz de escribir no diciendo más de lo debido y con la suficiente concisión y propiedad, cualidades estilísticas tan convenientes para el tipo de las comunicaciones escritas que hoy se estilan en este mundo de electrónica interacción.

El Silencio, nunca suficientemente utilizado, sin duda puede convertirse en nuestra mejor herramienta de comunicación pese a que…

…tardemos dos años en aprender a hablar y toda una vida en saber callar.

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro