“Letrasados”

En mi adolescencia, cuando desde aquella inconsciencia tuve que elegir el camino de estudios que debería marcar mi futura profesión, todo a mí alrededor me empujaba a contemplar las ciencias como el único que podía dignificar a mi persona ante los demás y además, preservarme de la ajena decepción. Entonces y más aun hoy, quienes optasen por las letras jugarían en una segunda división y mi ambición no podía aceptar mirar la espalda de los primeros, incluido en ese pelotón de los letrasados que asumían resignados su condición.

Pese a mi formación de ciencias hoy trabajo con la palabra, hablando y escribiendo, meditando sobre aquello que los números no alcanzan a definir del todo porque la vida es algo más que un camino trazado solo con regla y cartabón. Soy muy racional, lo confieso, por eso las letras me han ganado el corazón. Necesito explicar con vocablos lo que no puedo demostrar con cifras, aunque para ello deba asumir a menudo los malos entendidos o incluso mi propia equivocación. Pese a todo, no creo estar retrasado por confiar en el literal poder de la reflexión.

Las humanidades han perdido el protagonismo que ganaron durante muchos siglos cuando, para el mundo, el conocimiento del espíritu del hombre era una cuestión de prioridad mayor. A partir de La riqueza de las naciones (Adam Smith-1776) todo esto gradualmente cambió y el imperio de la economía logró que el ser cediese ante el tener, que la vida se midiese monetariamente por la capacidad de acumulación. La sociedad premió el enriquecimiento material castigando el filosófico-mental y hacia esto se orientó la educación. Hoy los jóvenes estudian lo que más y mejor les pueda solucionar la vida, tanto les guste como no. Las letras nunca aparecen en los requisitos formativos de los anuncios de empleo, toda una declaración anticipada de su más que probable pena de muerte en no más de una generación.

Es cierto que para contar el dinero hay que saber de números pero, sea mucho o poco, para disfrutarlo es imprescindible comprender lo que a la vida le da sentido y emoción…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Para qué sirve la intuición…?

Dos amigos, Pedro y Juan, se retan a realizar diez multiplicaciones de pares de números de dos cifras, en el menor tiempo posible y sin cometer error. La primera es… 27×32. Pedro, consciente de que el método matemático de resolución conlleva una costosa procedimentación, decide atajar y contesta al instante que 846, confiando en su acostumbrada intuición. Juan opta por la razón y tras varios cálculos afirma, algo después que 864, la correcta solución. ¿Y si Pedro también hubiera acertado…? Entonces Juan solo debería esperar a las otras nueve operaciones con la seguridad estadística de que Pedro, casi todas,  las tendría que fallar. Así es la ley de la probabilidad, que penaliza a la casualidad frente al análisis de la situación.

Si la intuición es el conocimiento instintivo y directo de las cosas, la razón es el reflexivo y secuencial, lo que las define como maneras opuestas de actuación. Así, aquella es rápida y descansada mientras que esta, lenta y esforzada. En la resolución de problemas (es decir, la vida en general), parece que la primera opción es más atractiva que la segunda si seguimos nuestra inclinación animal a minimizarel sudor. Pero si atendemos a la probabilidad de acertar, lo conveniente entonces será el razonar y dejar la adivinación para los juegos de azar o la novelación.

A menudo me encuentro con personas que manifiestan dejarse llevar en la vida por su intuición y yo me pregunto si estarían dispuestas a subirse a un avión pilotado por un taxista, eso sí, con gran sentido de la orientación.

¿Para qué sirve la intuición…? Pues para solventar lo que no ofrece tiempo de resolución, como pueda ser una caída inesperada por las escaleras, una partida rápida de ajedrez o mientras conducimos el coche, un inoportuno reventón. Entonces no nos queda otro remedio que decidir sin pensar, aunque si tuviéramos la oportunidad de vivir esos instantes a cámara lenta seguro optaríamos por darnos la oportunidad de reflexionar cual sería la mejor opción. ¿Es así o no…?

¡Ah!, se me había olvidado decir que Pedro, subido algo de peso, no consigue disminuir el perímetro de su barriga pese a su reciente adquisición, en una conocida tele-tienda, de un aparato de estimulación abdominal por electrodos que además puede usar mientras contempla, cómodamente sentado en su sillón y con una cerveza, la televisión. Por su parte, Juan mantiene un vientre plano tras varios años de ejercicio regular en el gimnasio, cuya alta dedicación es verdad que le ha restado mucho tiempo para beber cerveza y encender el televisor…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La vida en zigzag

Si el avance de nuestra vida fuese lineal sería porque ya se habría descubierto el secreto para vivir sin fallar.

Los estudiosos de la historia de la ciencia han venido a determinar que esta no avanza en línea recta, sino dando quiebros o en zigzag. Los avances del saber no son siempre acumulativos pues muchas teorías inicialmente aceptadas luego son sustituidas por otras distintas que mejoran la explicación de la realidad. El método científico de la inducción (si algo pasa ahora, luego pasará) está permanentemente sometido a la equivocación, lo que explica la metodología de prueba y error como la más eficaz. El futuro no tiene porqué parecerse al pasado y en esa indefinición surge la necesidad de conocer mejor y más.

Nuestra vida no es muy distinta a la ciencia cuando aquella incorpora lo que define a esta, es decir, las ansias de mejorar. Entonces la vida progresa en zigzag. En cambio, cuando nos conformamos con lo que hay, la vida se queda detenida en un mismo lugar mirando al mundo pasar. Moverse o parar.

Quien considera que vivir no es aceptar sino buscar, estará dispuesto a imitar los movimientos de un can cuando rastrea un olor hasta llegar a donde está. Así es como lo encuentra, avanzando en zigzag. Asumir que el camino no es recto por derecho o necesidad es la mejor vacuna contra las frustrantes desilusiones sobrevenidas porque todo no nos sale como sería de esperar. Porque casi siempre debemos retroceder para avanzar. Porque vivir presenta dificultad y en vencerla se encuentra la clave de la felicidad.

Ninguna de las rutas actuales que ascienden a la cima del monte Everest es lineal…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El “SISU” y la felicidad

Se dice que… de la necesidad, virtud y desgraciadamente suele ser así. Sin necesidad no solemos generar virtud, aunque algunos pretendan eludir esta realidad declarándose estar en el país de la eterna felicidad.

No se puede negar que los pueblos que han tenido que afrontar mayores dificultades son los que han forjado un carácter más fuerte para el éxito de su supervivencia y de ellos, los de la inhóspita Europa nórdica constituyen una de las mejores muestras que podamos encontrar. Por ejemplo, los finlandeses se caracterizan por tener SISU, algo con lo que se identifican y que vendría a ser una especie de estoicismo moderno que les permite afrontar la adversidad y la desgracia para aspirar a mejorar constantemente su bienestar.

El SISU podría identificarse por un compendio de perseverancia, gestión del estrés, honestidad e integridad, capacidad de resolución de conflictos, resiliencia, visión de futuro, establecimiento de objetivos, valentía y autoconfianza. En fin, casi todos los ingredientes que facilitan la dificultad de la vida y que han posicionado a estos pueblos como modelo mundial de éxito económico y social.

No obstante, resulta ser que los españoles nos declaramos sentir más felices que los nórdicos, aun careciendo de muchas de esas competencias que integran el SISU, lo cual parece difícil de explicar. ¿Cómo cruzar el mar sin un navío adecuado para no zozobrar…?, ¿Vale lo mismo una patera que un transatlántico con todos los avances técnicos y medidas de seguridad?

La respuesta no puede ser más descorazonadora por su ausencia de pragmatismo y carga de falsedad: con independencia de su situación, casi todos los pueblos dicen ser los más felices, al igual que casi todos los hijos son los más guapos para sus padres o casi todas las poblaciones son las más bonitas para quienes han nacido allí, con independencia claro de la objetiva realidad.

Y es que al final se vienen a transmutar los términos hasta llegarnos a declarar un interesado… de la virtud, necesidad

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Poder o querer cambiar…?

Confundir querer con poder es la peor manera de engañar a uno mismo y a los demás. En… Las excusas son siempre causas cómplices así lo quise explicar. No hay nada peor que vivir parapetado en la disculpa y alejado de la realidad. Cambiar siempre es posible y no tiene situación ni edad.

Esto lo han demostrado unos estudios de la Universidad de Edimburgo y del Centro de Investigación de Oregón en donde, tras analizar amplias muestras poblacionales a lo largo de decenios, concluyen que las personas podemos cambiar muchos rasgos de nuestra identidad y de hecho así ocurre normalmente en nuestra vida, aunque de ello no seamos muchas veces conscientes porque lo más habitual es cambiar dejándonos llevar por las circunstancias y no a partir de la proactiva decisión personal.

Efectivamente, la clave se encuentra en la manera de cambiar: a favor o en contra de la corriente. Cambiar por efecto o cambiar por causa. Cambiar por reacción o cambiar por decisión. Que nuestra vida nos cambie o que nosotros la queramos cambiar.

Ante las dificultades de la realidad es muy común trasladar ese crepuscular discurso que finaliza diciendo… yo soy así y no puedo cambiar, toda una declaración de punto y final ante cualquier actuación nuestra que no es del agrado propio o de quienes nos tienen que aguantar. Y a partir de aquí, la liberación de toda responsabilidad: la patata en el tejado de lo imposible o de los demás. El mirar a otra parte en donde nunca se encuentra el camino del desarrollo personal. La resignación vestida de falsa incapacidad.

Y… ¿cómo cambiar? Si yo lo supiera no estaría escribiendo aquí sino en el New York Times. Cada quien es cada cual y resulta imposible recetar algo que a todos pueda encajar. Es como buscar una aguja en un pajar. Ahora bien, de lo que no hay duda es que para cambiar hay que querer primero de verdad y luego, si se puede o no, ya se verá…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Viajar a capitales cada vez me aburre más…

Viajar a capitales cada vez me aburre más y no por haber perdido mi infatigable curiosidad por las cosas, pero resulta que ahora casi todo lo que veo me parece casi igual.

Allá por los años sesenta, me acuerdo de niño que cualquier desplazamiento con mis padres resultaba ser una fuente de sorpresa continua para mis ojos por las diferencias encontradas en el paisaje y el paisanaje, todo distinto a lo que yo tenía por habitual. No digamos ya los viajes anuales a Segovia para veranear, ciudad que me parecía de otro mundo por sus costumbres, sus casas, sus bares, sus comercios, sus trajes y hasta su hablar. A los 15 años fui con una excursión escolar a Andorra y aquello me pareció el colmo de la sofisticación y la modernidad. De aquel entonces, los recuerdos de mis viajes son muy de memoria, pues la fotografía tenía su coste y se reservaba para ocasiones más principales en las que gastar un par de carretes que, claro, luego había que llevar a revelar.

Al hacerme adulto y prosperar aprovechando la mejora del nivel de vida que en España fue general, me aficioné a viajar a las grandes capitales del mundo occidental para conocer cuál sería el futuro de una Valencia todavía provinciana y que no terminaba de despegar. Paris, Londres, Roma, Munich, Nueva York, Viena, Ginebra, Lisboa, Milán y tantas otras más que ayer me maravillaban y hoy todas me parecen bastante igual (solo algunos edificios y ciertos museos las vienen a apellidar). Las mismas tiendas, cafeterías, cines, vestimentas, ademanes y hasta el idioma inglés, que gobierna en su universalidad. Caminar por la calle Serrano de Madrid es hacerlo por la 5ª de Nueva York, la de los Campos Elíseos de Paris, Oxford Street de Londres, Vía del Corso de Roma o Vittorio Emanuele de Milán. Es evidente que ya no se viaja para ver, comprar y sorprender a los demás. Ahora, para la mayoría, lo original ya es lo usual (incluso para una minoría acaudalada esto también es más o menos igual) y el viajar se reduce más o menos a marcar nuestra presencia en las ciudades que protagonizan el cine o la televisión y así no ser menos que los demás.

El mundo desarrollado se está homogeneizando hasta un nivel total por esa globalidad comercial que muchos países desean para aspirar a más, pero otros condenan porque les resta los privilegios de exclusividad que hasta ahora han venido a disfrutar.

Ante esta realidad cabe la posibilidad de viajar al mundo no desarrollado para buscar exóticas culturas diferentes y contrastar. Yo ya lo hice y confieso que ya no me llega a compensar conocer formas de vida que, en mi lugar de residencia, nunca se darán. Porque yo no viajo para compararme con quien lo está pasando mal, sino para conocerme más y aprender a vivir en mi tiempo y en mi ciudad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

Las discutibles formas de la caridad

¿Das parte de lo que tienes o eres a los demás…? Sin duda, más importante que responder a esta pregunta es caminar hacia atrás y tratar de reflexionar sobre las razones que cada cual tiene para dar más, dar menos o incluso no dar.

A lo largo de la historia de la humanidad la filosofía ha tratado el tema de la prodigalidad, justificando unas veces o dudando otras sobre su idoneidad. Admitiendo que en la actualidad el concepto de meritoriaje para el acceso a la propiedad individual es prácticamente aceptado de forma universal, algunas líneas de pensamiento se basan en el factor casualidad para denunciar la ausencia de igualdad de oportunidades que se deriva, por ejemplo, del lugar de nacimiento o incluso de la clase social, lo que justificaría la caridad como compensación sobre lo que no depende de cada cual. Otros opinan que, al vivir en un país desarrollado, la caridad individual ya viene ejercida por el pago de impuestos (por ejemplo, en España la casilla 106 del impuesto de la renta), cuya generación de recursos públicos sirve (o debería servir) para reasignar la riqueza, tanto nacional como en los programas de ayuda internacional.

Pero podemos abordar la cuestión desde otra perspectiva y es la del nivel de satisfacción obtenido al dar. Quien considere que dar por dar es suficiente para sentir el bienestar de ayudar a los demás no necesitará más. Pero quien además precise concretar en qué ha contribuido su generosidad para tener la seguridad de que su esfuerzo no se ha diluido o ha ido a parar equivocadamente a manos de poco fiar, ese no se conformará con una simple caridad ciega de manual.

Otra visión es la que viene determinada por lo socio-cultural, es decir, por todo lo que nos rodea y nos invita a actuar de una manera propia del lugar. Aquí, más que las costumbres es la religión quien tiene un protagonismo especial al ser forjadora de maneras de pensar. Ser caritativo en ocasiones no es más que un acto reflejo inducido por un precepto religioso cuyo incumplimiento lleva al malestar de una conciencia cautiva de catecismos y deudora de una educación que suele llegar a condicionar el libre actuar.

Pero ser caritativo también puede derivar de un interés financiero, al buscar el ahorro de tributos por desgravación fiscal o el mejorar la imagen social corporativa al donar, eso sí, con la máxima posible publicidad.

La caridad en ocasiones define un estatus social, al participar en mesas donde a cambio de monedas se pegan banderitas en las solapas o también al organizar selectos mercadillos solidarios en Navidad. Eso sí, siempre con vestidos a la última moda, que ya hay bastante fealdad en los que lo pasan mal.

En fin, que me cuesta mucho aceptar la caridad por la caridad, la confesional, la financiera y la que usa altavoz y disfraz, aunque estas discutibles formas no deben ser excusas disuasorias que me deban impedir, a mí manera, hacer algo más por los demás…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

La “U” de la felicidad

Aunque cada quien es cada cual, en los países desarrollados hay una percepción de lo que es la propia felicidad en el transcurso de la  experiencia vital que sigue una pauta muy curiosa, porque nada tiene que ver con lo que parecería más normal.

La felicidad, a lo largo de la vida de una persona, parece que muestra una evolución en forma de “U” según un estudio realizado por Andrew Oswald en la Universidad de Warwick (Reino Unido). En resumen, la felicidad suele ser mayor en la juventud y en el final de la madurez que durante el tramo central de nuestra vida (los treintaymuchos, cuarenta y cincuentaypocos), justo aquel de más protagonismo y potencialidad económica y social.

Muchos son factores que pueden explicar esta conclusión tan singular pero yo prefiero detenerme en uno que me parece esencial para entender algo de la equivocación de nuestra sociedad actual. ¿Por qué dos épocas tan distintas de nuestra vida como son la juventud y las puertas de la tercera edad son las más dichosas en general? ¿Qué tienen en común que, respecto a la valoración de la felicidad, las hace igual? Pues sencillamente que en ambas el trabajo no es una prioridad vital. Si, el trabajo, lo que todos parecemos buscar cuando nos falta y desearíamos abandonar cuando nos sobra, agobia y condiciona el ritmo vivencial.

En el tramo central de nuestra vida, trabajar no lleva a la felicidad pero no trabajar tampoco y no solo por un evidente asunto de necesaria sostenibilidad económica, sino también por algo que es plenamente cultural: no sabemos qué hacer sin trabajar porque no nos han enseñado a inventar una vida proactiva de actividades creativas que vayan más allá de las pequeñas aficiones rutinarias para llenar el fin de semana o las pocas vacaciones que nos puedan quedar. Parece que tenemos que ocupar el tiempo con una obligación que nos haga sentir dentro de la normalidad en el razonar de una sociedad que todavía castiga sin piedad a quien no hace lo que los demás.

Con el avance de la inteligencia artificial, pronto el trabajo escaseará de forma inevitablemente estructural y entonces algo deberá cambiar en la propia manera de pensar para lograr doblar y levantar nuestra “U” y convertirla quizás en un guión alto (“¯¯¯”) durante toda la vida que pretendamos disfrutar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

¿Una imagen vale más que mil palabras…?

Esta semana, como todos los años, las calles de nuestras ciudades españolas se pueblan de procesiones cuyo arraigo popular cada vez más tiene que ver con el negocio del turismo que con aquel fervor religioso que las vio comenzar. La Semana Santa hoy no deja de ser otro producto cultural con el que atraer visitantes para una ciudad, en esa hipócrita batalla comercial sin reglas ni cuartel que es hasta capaz de vender religión por cobrar.

De ser España protestante hoy no habría procesiones, pues la reforma calvinista eliminó del catolicismo sus imágenes, para conceder toda la autoridad teológica a la palabra escrita (la Biblia), en un intento de modernización religiosa que solo los países más avanzados supieron adoptar. Los albores de las religiones, cuando la escritura y la lectura eran privilegio de solo unos pocos, precisaron de las representaciones icónicas de los dioses como única vía de proselitismo eficaz en un mundo inculto y por alfabetizar. Después y hasta hoy, algunos países católicos (y también de otras religiones más) siguen conservando la tradición de corporeizar sus deidades en pinturas y esculturas a las que se llega a venerar como algo propiamente sobrenatural.

Soy consciente de la dificultad de digestión de mis palabras para quienes viven su fe religiosa desde una costumbre legada por la tradición medieval, pero solo quisiera pedir que hagan el esfuerzo por comprender lo que a un chino le pueda parecer un paso andaluz, que no creo sea muy diferente a lo que cualquiera de nosotros opina de su cimbreante y multicolor dragón procesional. Son puntos de vista condicionados por un asunto educacional, lo que me lleva a pensar que de haber nacido en otro lugar ahora podría estar venerando la imagen de un sonriente gordito, calvo y bonachón a cuyos ojos rasgados miraría con una devoción que a nadie permitiría cuestionar. Así las cosas, ¿quién está en posesión de la verdad…?, ¿o todo es una cuestión de secular necesidad universal de confiar ciegamente en alguien o algo que nos pueda ayudar?

En la España del rito procesional todavía una imagen vale más que mil palabras, sobre todo si es de Juan de Juni, Alonso Berruguete, Gregorio Fernández, Francisco Salzillo o Mariano Benlliure. Verdaderos apóstoles de ese evangelizador arte religioso que más contribuye al PIB nacional…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro

El “Gran Hermano” de la privacidad

Pese a mis esfuerzos por conocer y además pretender ser muy consciente de cómo funciona hoy en Internet la publicidad, recientemente algo me llevó a un estado de perplejidad tal que todavía no he salido de un retiro voluntario y monacal en esto de libremente navegar.

Yo creía que recibir anuncios relacionados con las consultas previas de productos realizadas en Internet era el santo y seña de la segmentación comercial electrónica actual, pero parece que todavía hay algo más, tan misterioso como inquietantemente enemigo de la privacidad. El otro día me llegó un correo de Amazon invitándome a comprar un determinado DVD de dos conocidísimas óperas que siempre se suelen representar juntas… Cavalleria Rusticana de P. Mascagni y Pagliacci de R. Leoncavallo, grabado a finales de los setenta en el Metropolitan Opera House de Nueva York (MET) y correspondiente a una famosa producción de Franco Zeffirelli. Una propuesta comercial tan concreta no es nada usual pues en este tipo de comunicaciones se suelen ofrecer varias versiones de una misma obra, tal y como luego ocurrió en un correo posterior recibido, cuyo carácter ya fue más normal.

Pues bien, actualmente me encuentro en proceso de escritura (en mi programa Word particular) de mi segundo libro de temática profesional, cuya existencia no conocía nadie hasta hoy y que plantea un relato novelado, parte del cual se desarrolla en la Nueva York de finales de los setenta. Allí, el personaje principal asiste en el MET a una representación (que fue real) de Cavalleria Rusticana y Pagliacci, cuya producción es de Franco Zeffirelli. No diré más.

Como ocurre en la película El sexto sentido, en ocasiones veo fantasmas y los nervios me van a estallar. No me atrevo a hablar en presencia de mi ordenador y ya he tapado el objetivo de su Web-Cam. Creo que voy a escribir en arameo porque, sin quererlo, todo esto me lleva a sospechar que Amazon es capaz de publicar mi libro en su integridad, incluso antes de que yo lo logre finalizar…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro