¡30 años corriendo!

Pongo el dedo en el botón del timbre de mi casa y aprieto con suavidad.

Miro al suelo mientras espero que me abran y el recuerdo de lo sucedido me llena de una extraña sensación difícil de explicar. Sensación que debo compartir con algo más que un cansancio agotador.

Ocho días atrás llegaba a Segovia entre ilusionado y comprometido a desafiar la resistencia de mis piernas y mi corazón. Agosto del 2.006 y 30 aniversario como corredor aficionado. Había que celebrarlo con un reto a la altura del cumpleaños y de mi espíritu batallador. La decisión la tomé en Junio, cuando me propuse correr Segovia-Navacerrada-Segovia (60 kms. con un desnivel total de 1.800 mts.), solo y sin apoyo.

Cuando era pequeño y me llevaban en nuestro Simca 1.000, siempre me pareció todo un triunfo para ese coche ascender por aquellas desafiantes rampas que coleccionaban en sus arcenes vehículos detenidos a la espera de un reparador descanso térmico. Eran los años sesenta.

Tras dos meses de entrenamiento veraniego intenso en el infierno caluroso y húmedo de Valencia, mis primeros días en Segovia estuvieron marcados por la inseguridad de conseguir el reto. A las 8:15 h., después de un copioso desayuno de hidratos, todos los días enfilaba las cuestas de Zamarramala que me regalaban una de las mejores vistas de la ermita templaria de la Vera Cruz. Luego hasta La Lastrilla para volver por San Lorenzo a llegar a la Alameda. Unos duros 14 kms. de acostumbramiento a la altura y a los desniveles propios de la meseta castellana. Después, algunos ejercicios de estiramiento y abdominales compartiendo la mañana con los patos del rio Eresma.

Todo fue desarrollándose según la planificación elegida hasta el último día de entrenamiento cuando, finalizando ya, un terrible pinchazo en los gemelos de mi pierna izquierda me recordó la corta distancia que algunas veces media entre lo óptimo y lo peor (como si de una rueda pasada de rosca se tratase). Sin otro remedio, había que retrasar la prueba un par de días para tratar de mejorar la situación con algo de descanso.

Por fin llegó el día: martes, 8 de Agosto de 2.006. Son las 8:15 y abro la puerta de mi casa con la seguridad de que me esperaran varias horas de martirio, el temor de no estar curado y la esperanza de poder regresar por mis propios medios al punto de partida. En estas condiciones, por lo menos pretendo asegurar los 30 kms. de ascensión continua hasta la estación de Navacerrada y luego ya veremos. Por tanto, ¡adelante!.

Salgo tranquilo e ilusionado, contándoles calladamente a las piedras milenarias que me encuentro por las calles de Segovia que los retos nos definen y sus logros nos redimen. Sin apenas cruzarme con nadie salgo del núcleo urbano y a los 20 min. ocurre lo que ni aquí quería nombrar: los gemelos se rebelan y me obligan a parar. En estos momentos todo se me viene abajo al considerar la más que probable opción de abandonar.

¿Qué hago?. Paro a ver y noto que me duele mucho. Desde luego, andando no puedo realizar la prueba pues tardaría demasiado tiempo. ¿Abandono?. No de momento, sigo un poco andando y pruebo a correr modificando algo el gesto de apoyo. Me duele menos y despacio, parece que aguanto. ¡Ánimo, solo quedan unos 55 kms.!. Sigo vacilante, física y mentalmente hasta que llego a La Granja de San Ildefonso.

Con prudencia acorto la extensión de mi zancada para minimizar al máximo el impacto de mis pisadas contra el suelo. Por ahora resisto. Bebo cada media hora agua isotónica y glucosa, que llevo en un cinturón de carrera que más parece una mochila de lo lleno que está.

Tras hora y media, se acercan los montes madereros de Valsaín con los aserraderos a ambos lados de la carretera, que ya comienza a endurecerse anunciando la llegada del puerto especial de 1ª Categoría de la Vuelta Ciclista a España. Pocos coches por ser Agosto y bastantes ciclistas emulando a Perico Delgado con el que compartí infancia durante aquellos largos veranos de vacaciones en Segovia. Me animo porque el dolor lo soporto.

Llego a Los Asientos y no pienso en lo que queda. Es la mejor terapia contra el sufrimiento. A los quince minutos ya estoy en La Boca del Asno. En otros quince llegaré al comienzo de las famosas “7 revueltas” del Puerto de Navacerrada, allí donde pone a prueba las piernas de los esforzados deportistas que se atreven a tutearlo. Todavía no hace mucho calor y ya comienzo con las pendientes de hasta el 18%. Me he bebido toda el agua y pido a unos operarios de la carretera que me ofrecen de una botella todavía con hielo. Bebo poco, por preservar el estómago y no dejarles sin refresco en su trabajo.

Centrado en los momentos de mayor esfuerzo, se hace difícil pensar cuando toda la sangre se dirige a mis piernas. Solo hay una sucesión de palabras que me repito constantemente: ¡Sigo, sigo, sigo!. ¡Arriba, arriba, arriba!.  Estoy a mitad del puerto y un ciclista me dice que ya nos veremos en la cumbre y le contesto muy convencido que yo seré quien le espere cuando llegue.

Sigo subiendo sin un solo metro de descanso. Mi pulsómetro no cesa de elevar el ritmo de revoluciones. Estoy en más de 150 y subiendo. A 2.000 mts. de altura la falta de oxigeno ya se nota y el corazón debe hacer horas extras para ganar lo mismo.

Salgo de las curvas cerradas (las revueltas) y ya diviso a lo lejos la cumbre, con el repetidor de Televisión Española y los telesillas. Quedarán unos 4 kms. también muy duros para coronar y se acrecientan mis ánimos de llegar. Luego ya veremos. Intento pensar en mis sensaciones corporales más que en la distancia que falta para llegar. ¡Adelante, adelante, adelante!. Cada zancada es un pequeño triunfo que me acerca a mi destino. Cada zancada es una menos que ya no volveré a trazar.

Cada vez más cerca y casi por sorpresa enfilo la última recta que lleva a la estación de esquí. ¿Por qué los últimos metros nunca duelen como los anteriores?. Sin duda la respuesta está más en nuestra cabeza que en las piernas. Por fin he llegado a la cumbre y no dejo de respirar aceleradamente. No estoy tan mal como preveía y esto me llena de estímulo para plantear la vuelta, pese a que mi amigo el ciclista ya estaba allí. Primer asalto conseguido.

Muevo los brazos y las piernas para relajar y sin perder tiempo entro en un bar a comprar una botella de 1,5 litros de agua que relleno con polvos de Isostar. Voy al aseo y pese a toda el agua bebida no evacuo casi nada. Me como 3 barritas energéticas y algunos sobres de glucosa y tras rellenar las botellitas que llevo en el cinturón, me lanzo con optimismo hacia abajo, de vuelta a Segovia.

Casi cuesta más esfuerzo correr en descenso que al revés. Los cuádriceps, no acostumbrados a un trabajo inverso al habitual, comienzan a dolerme y cada vez bebo agua con mayor asiduidad. Me paro en alguna fuente para no gastar toda la bebida isotónica que llevo. La sensación de cansancio es ya una realidad. Comienza a hacer calor y cada pisada en asfalto me sacude el cuerpo como un puñetazo. Miro el podómetro y me marca 38 kms. Acuerdo conmigo mismo aguantar corriendo hasta la maratón. Justo esa distancia (42,195 mts.) se cumple en La Pradera donde, desde una cabina, telefoneo a mi madre para tranquilizarla.

Todo va bien, dentro de lo asumible. Ya hay más de 30º de sol en la carretera y las piernas comienzan a delatar la presencia del ácido láctico que pincha como un cuchillo. Paro y ando. Corro y ando y cada vez corro menos y ando más. Llego nuevamente a La Granja y compro más agua. Casi me he comido todas las barras energéticas que llevaba y solo me queda algún sobre de glucosa.

Desde allí las rectas interminables que llevan a Segovia nunca acaban. Al terminar una comienza otra que, en la ida, no me parecieron tan largas. Bajo mi gorra y las gafas de sol intento pensar en que esto no va conmigo. Llevo unos 55 Kms. y ya puedo divisar la ciudad al fondo. ¿Hasta dónde llega el fondo?.

El final se hace raro, con una mezcla de sufrimiento insensibilizado por el vacío calórico y la alegría por la certeza de acabar una prueba que había comenzado con malos augurios. Ya estoy por las calles de Segovia. La gente me mira como si nada (¡solo llevo 59 Kms.!). Eso me llena de mayor satisfacción. El anonimato siempre guarda mejor el secreto de nuestras ilusiones.

Transitando por las calles por donde habitualmente entreno, ahora disfruto mucho más de la sensación de victoria sobre ellas. Curva aquí, repecho allá, algún que otro turista y aparezco en la plaza de San Esteban, a 50 metros de mi casa. Miro a mi alrededor y al cielo. ¡Lo he conseguido!.

Pongo el dedo en el botón del timbre de mi casa y aprieto con suavidad…

Saludos de Antonio J. Alonso Sampedro